Sobre Tardes de soledad, de Albert Serra. España, 2024, VO en español, color, DCP, 125’.
Presentada en el ciclo El espejo deformante. Cine y esperpento. Museo Reina Sofia y Filmoteca Española. Estreno en sala. 14/12/2024, programa paralelo a la exposición Esperpento. Arte popular y revolución estética, Museo Reina Sofia, Madrid, del 8/10/2024 al 10/3/2025
Albert Serra anuncia a quienes van a ver su película que se preparen para una “experiencia cinematográfica”. Lo dice en privado primero. Lo repite en público después. Y acierta. Después de la primera media hora de visionado de Tardes de soledad ya se puede decir que se está viviendo una experiencia cinematográfica. Y se corrobora al final, cuando las luces se encienden y puedes ver los rostros de las personas que te rodean, a algunas las conoces, a otras no. Puede haberles gustado más o menos, pueden tener sus reservas o incluso pueden ser radicalmente críticas con la ambigüedad ideológica de la película, pero todas han vivido esa experiencia. Se nota en la disposición de sus cuerpos, atravesados por una pulsión de elevación, y en el brillo de sus ojos, que quisieran hablar por sí mismos sin recurrir a la lengua ni tener que articular palabras.
¿Cómo se forman esa consciencia y ese entusiasmo? Primero, por una sensación de necesidad, por la construcción de un ámbito de realidad autónomo, con una temporalidad propia, que sostiene la atención, sin distracción posible, durante las dos horas de duración de la película. Quien mira y escucha una vez, ya no puede dejar de mirar y escuchar, queda atrapado en esa realidad que se va desplegando implacable, con su propio ritmo, en una sucesión de rutinas, acciones y rituales menores, marcados una y otra vez por la sangre y por la muerte. Sin duda tienen mucho que ver en ello la belleza de las imágenes y la laboriosa precisión del montaje, pero no basta la perfección formalista para que la realidad creada se vuelva necesaria. Tan importante como el rigor formal lo es la implicación con el material, y éste se compone de materiales sensibles, las imágenes, los encuadres, las texturas, las voces, las capas sonoras, las duraciones, y de materiales morales, es decir, de la vida de la que nos hablan las imágenes, lo que vive el toro, lo que viven y dicen los integrantes de la cuadrilla, lo que vive y apenas expresa el torero. Porque Andrés Roca Rey, a quien la película retrata, se muestra como una esfinge, inasequible, taciturno, en una distancia silente que funciona como una sinécdoque de la película misma en su resistencia a revelar en un caso los sentimientos y las ideas del torero, en el otro el posicionamiento ético o ideológico del cineasta. Roca Rey no despierta empatía, lo cual no lo vuelve tampoco antipático: se muestra como quien es, en su alteridad, y el dispositivo de la película se encarga de solicitar a quien mira que acepte a su protagonista, del mismo modo que solicita la aceptación de la tauromaquia como algo ajeno, como algo que, aun resultando culturalmente familiar, se vuelve inapropiable.
Pero hay una segunda causa de la experiencia cinematográfica, que deriva de la implicación con los materiales estéticos y morales, pero que va más allá, y que en la película misma es nombrada como “verdad” o por el propio cineasta como “trascendencia”. La “verdad” se refiere en el nivel de lo documentado a la fe con que el matador se entrega a su tarea, una fe que supuestamente puede convertir la rutina en ritual y, mediante la transferencia de esa fe a la cuadrilla y al público, despertar la admiración y entusiasmo ante el espectáculo de la crueldad y de la muerte. Sería en esa realización verdadera de la faena el modo en que la tauromaquia recuperaría sus orígenes sacrificiales para presentarse como un acto trascendente, como una lucha entre el hombre y el animal por la supervivencia, como una realización del misterio de la muerte. Pero la película no muestra la verdad de la fiesta, se apoya en esa fe, sin apropiársela, para afirmar su propia verdad. Y esto lo consigue desposeyendo a la tauromaquia de su dimensión espectacular y festiva, mediante el uso del teleobjetivo que encuadra en soledad al torero y al toro e invisibiliza al público, y mediante la sucesión de escenas encapsuladas, como en burbujas: las del interior de la furgoneta con el torero en primer término y la cuadrilla alrededor, y las de la habitación de hotel, que muestran de nuevo al torero, sólo a veces acompañado por su ayudante, con el que se relaciona en silencio.
El silencio es importante, porque vuelve al torero más próximo al toro que a los humanos, acentuando la consciencia de alteridad. Apenas habla, cuando habla casi no se le entiende, y la mayor parte de sus palabras son dirigidas al toro, en alternancia con respiraciones fuertes, voces inarticuladas y gritos que son casi mugidos. Es la voz de un cuerpo arcaico, de un cuerpo que se desprende de lo humano para aproximarse a ese otro ser con el que supuestamente lucha y al que debe dar muerte, porque así lo establece la liturgia festiva. Pero en su relación con el animal no hay nada festivo, sólo el esfuerzo de ese cuerpo, que por momentos no es humano, por dominar la fuerza del animal, por someterlo a la voluntad de su muleta hasta operar la transferencia, apropiarse de su vida al tiempo que de su masculinidad. Es una pelea entre dos, aunque fuera de campo se escuchen voces, silbidos, olés y jaleos. Roca Rey parece tener voz solo para el animal, apenas responde a los integrantes de su cuadrilla, que le aconsejan y comentan la faena, pero que mayormente lo alaban y lo engrandecen. Lo humano se revela en sus voces, en sus rostros, en la expresión de sus emociones, en el llanto incontenible de uno de los banderilleros después de una de las cogidas, en el nerviosismo del segundo, que no puede quedarse sentado, en la sucesión de ocurrencias verbales, a veces rutinarias y a veces asombrosas, a veces divertidas y a veces anodinas. “¡Cumbre!” es el elogio más plástico que se escucha en el interior de la furgoneta. Pero la realización “cumbre” que la película muestra no es la de las faenas del torero en la Maestranza o en las Ventas, sino la de la película misma en la construcción de una realidad que define su propio espacio y su propio tiempo, en esa alternancia de burbujas en las que encierra las vivencias de estos hombres y de los animales a los que matan.
La proximidad del hombre y del animal es explicitada durante las primeras secuencias en las que el objetivo encuadra al toro solitario que trota de noche por la dehesa, hasta fijarse en un plano medio del animal que mira fijamente a cámara, al que sucede otro plano medio del torero con la mirada perdida. Así se produce una identificación imposible, que anticipa su encuentro sobre la arena, en una lucha que no es por la vida, sino por la dominación y por la masculinidad en cuanto representación simbólica del poder. Pero la masculinidad no es esencial, como tampoco es esencial a lo masculino el poder, ni la valentía, ni la fuerza. La fuerza se impone al toro al calificarlo como “de lidia”, y se le exige como consecuencia del ordenamiento de la fiesta, en cuyo transcurso se le va arrebatando, hasta la muerte. La valentía se impone al torero como consecuencia de ese mismo ordenamiento y como condición del espectáculo. A mayor valentía, mayor celebración, mayor admiración y mayor singularización de su figura. En un marco tan codificado como el de la tauromaquia, a alguien que se viste como los demás, que se comporta como los demás, que repite las mismas acciones que los demás, le caben muy pocos resquicios de devenir singular. Los encuentra en pequeñas rutinas: el vaso de plata en el que bebe agua, la cadena que cuelga de su cuello, la imagen de la virgen que lleva de hotel en hotel y que lo observa cuando se viste y se desviste, o los gestos repetidos de persignación. Pero el único modo de afirmar esa singularidad es lo que se denomina «valentía», y que es más bien un llevar el riesgo hasta el límite de la imprudencia, el poner en juego la vida cada tarde, como si su razón de ser dependiera en exclusiva de exponerse abiertamente a la herida y a la muerte.
No aparecen mujeres en cuadro, apenas reconocibles en segundo plano los rostros de unas espectadoras a las que la cámara como por casualidad recoge en un barrido que no les presta atención. La dualidad de género está suspendida en la película como lo está en la tauromaquia. El torero es masculino y femenino, como lo es el toro. Sus genitales no encuentran acomodo en un traje que parece diseñado para un género neutro, y en el que el torero se embute, o es embutido, oprimiendo voluntariamente su cuerpo para acomodarlo a la figura canónica, con el mismo sacrificio con el que las damas del siglo XIX debían someterse a la opresión del corsé, que al igual que el torero sólo podían ajustarse con ayuda. La lidia es también el ritual de afirmación de la masculinidad. Frente al toro, cuyos genitales cuelgan ostentosos, el torero esconde los suyos: danza frente a él, se expone vulnerable. Poco a poco, y de nuevo con ayuda de su cuadrilla, el torero va arrebatando al toro la energía, que se derrama como la sangre sobre su lomo, como la baba desde su boca. Juega con él, lo engaña, lo hace también bailar, hasta que lo somete y lo domina. Sólo cuando consigue humillarlo, la inversión de roles se cumple sin poner en riesgo, más bien afianzando, el paradigma patriarcal. El torero debe primero matar al toro y, con suerte, arrancarle las orejas como trofeo.
La muerte del animal es lenta. Albert Serra la muestra en su crudeza, como un abandono progresivo de la vida. El animal continúa respirando después del descabello: queda inmovilizado, pero sus ojos se mueven, se mueve su lengua, que se retuerce entre los dientes. Y mientras las mulas lo arrastran fuera del coso, aún sigue su corazón latiendo, su sentir vital. Dice Albert que el animal no tiene consciencia de la muerte y que, por tanto, lo que se muestra en esas secuencias es el proceso material de la vida que se escapa despacio. Cualquier proyección de angustia sería errónea. Pero no el dolor, no la gratuidad del sacrificio.
Éste ha sido desprovisto de cualquier dimensión ritual. Lo que la estructura de la narrativa muestra es una repetición casi mecánica de tareas, que se cumplen con entrega, con arrojo, incluso con emoción por parte de los taurinos, pero que no dejan de ser una y otra vez las mismas. Una y otra vez lo mismo, con la amenaza constante de la cogida, y a la espera de lo extraordinario, que casi nunca llega. La tauromaquia se revela como un trabajo repetitivo, una rutina de tortura y muerte, con mucha sangre, a veces con momentos de peligro, con desgarros y heridas en los cuerpos humanos, pero sobre todo con un final siempre idéntico, pues está predeterminado el rol de la víctima, la que sufre la humillación y la muerte. Para quienes participan en la fiesta, ese trabajo es su vida, o la parte más intensa de su vida, la vida de quienes visten el traje de luces, expuestos a las miradas del público y al riesgo de la lucha, que nunca desaparece por más desigual que ésta sea. La intensidad se alimenta de la sangre, de las respiraciones agitadas, de la belleza que ellos perciben en ciertos pases, en el temple o en la habilidad con la espada. Pero también de la solidaridad entre los que protagonizan la lidia, que viven como una pasión común. Para los taurinos entonces la corrida no es su trabajo. El trabajo, entendido como aquello que tenemos que hacer para sobrevivir, comienza cuando la fiesta se acaba y deben volver a su cotidianidad, privada de intensidad. Comprender esto, dice Albert, constituyó una revelación trascendente, aunque muy probablemente era algo que ya sabía, que él mismo ha experimentado como artista. Tardes de soledad vuelve a convertir en trabajo repetitivo lo que para los taurinos es el tiempo de su vida, y al hacer esto libera la vida a otra dimensión, que es la de la experiencia estética. Poco importa que lleguemos a reconocer las técnicas que permiten sostener la atención, que analicemos los elementos que nos atrapan, que sepamos que esa realidad aparentemente necesaria ha sido construida durante siete meses de paciente y escrupuloso montaje. Lo importante es que en el proceso de filmación y montaje se ha producido una transferencia, similar a la que ocurre entre el toro y el torero durante la lidia, en este caso de la tauromaquia al cine. Difícilmente al ver la película alguien sentirá que la verdadera vida es la de la tauromaquia, pero sería muy raro que alguien no fuese capaz de tener esa experiencia estética que el director y productor anunciaba antes de la proyección. En un gesto casi soberbio, la película nos puede tentar a recuperar esa idea según la cual la vida en el arte puede ser más verdadera que la vida cotidiana. Al menos sí puede hacernos volver a creer en la virtud del arte para hacer de la vida algo más interesante que el arte.
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Tardes de soledad no es un esperpento. Está la violencia, pero desprovista de ritualidad. Apenas hay humor y cuando lo hay carece de potencia corrosiva. La distancia no caricaturiza a las personas, meramente las aleja moralmente mientras las mantiene en primer plano gracias a la virtud de la óptica. Y no hay yuxtaposición de tiempos, pues por más anacrónico que nos parezca el espectáculo taurino, es un presente sin doblez crítica. En consecuencia, la tauromaquia no se exhibe ya como una alegoría, el ruedo ha dejado de ser “ibérico” y no es más que la superposición del albero y la madera, los mugidos y los silencios, la sangre y la piel, los hierros y los trajes de luces. Tardes de soledad no pretende ser un esperpento, pretende construir su propia verdad artística. La soledad es su atributo, no del torero, sino del cine mismo. Y aun así, al margen de la historia, consigue hacernos suspender por dos horas el juicio para sumergirnos en la experiencia. La realidad no acepta que mantengamos la suspensión. Si lo hiciéramos (añadiendo además pasión o ironía), caeríamos entonces sí en el esperpento.
José A. Sánchez
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Enrique Herreros. La tauromaquia y la muerte. 1946. Aguafuerte y aguatinta sobre papel. 37 x 52 aprox. MNCARS 2