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Juicio al Señor Antonin Artaud (2015)

Revista de Occidente nº 405. Febrero 2015

El señor Antonin Artaud quiso destruir el teatro para que aconteciera la vida. Quiso expulsar del teatro a los actores que hacen como si fueran otros para que sobre el escenario actuaran solo quienes realmente creen ser ellos mismos. Quiso expulsar también a los literatos, pues sus palabras concebidas en soledad reprimían los gritos e inmovilizaban la carne. Pensó que nada podría salvar el teatro de su tiempo, porque la podredumbre lo corroía. E imaginó un futuro en que los actores europeos aprenderían a desprenderse de su egoísmo para practicar la crueldad de los balineses, ese rigor necesario para manifestar lo divino. Se propuso con tal fin desarrollar un atletismo afectivo que les permitiera realizar directamente la puesta en escena sobre el escenario, sin la tiranía de autores ni de escenógrafos. Esos actores, poseídos por una lucidez emanada de su hígado, ya no representarían, sino que harían visible y audible, con sus voces y sus gestos, el único drama que para el señor Artaud merecía la pena vivir y del que derivan todos los otros dramas: el conflicto entre el yo y el no yo, entre la carne y el espíritu.

Podría haber expresado sus críticas de manera correcta. No tenía por qué ofender a los autores dramáticos. ¿Por qué llamarles cerdos? Si de verdad quería cambiar el teatro, tendría que haber sido más prudente. Pero el señor Artaud fue imprudente, dijo las cosas sin disimulos y sin miramientos. Se declaró enemigo del teatro y quiso privarlo de dignidad para convertirlo en un negocio de cuerpos. A los directores los llamó idiotas, locos, invertidos, gramáticos, tenderos, antipoetas, positivistas por someter la puesta en escena y la realización escénica al texto? El señor Artaud debe saber que, sin ser la mayoría, siguen siendo los más respetados, los más queridos y en consecuencia los mejor pagados. Por algo será. Y no cabe el argumento de que sirven al poder, porque no siempre es así. Conozco a directores y dramaturgos muy críticos, que se la juegan desde sus sillones, e son incluso honrados con premios que les conceden sus compañeros de profesión, aunque los reciban de manos de los poderosos.

Je suis l’ennemi / du théâtre. / Je l’ai toujours été. / Autant j’aime le théâtre.

Inicio del texto publicado en Revista de Occidente como parte del monográfico “El arte y el mal”, coordinado por Fernando Castro Flores

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