Después de la última proyección (2013)

Este es un ejercicio de memoria. La memoria tiene límites borrosos, se lleva mal con los individuos, circula entre ellos, en los espacios intermedios. Acaba posándose en los lugares. Lugares de experiencia o lugares de encuentro.

En este ejercicio, los lugares son casi siempre escenarios, pero también casas, ciudades y bares. Hay algunos que se repiten, a los que se vuelve con insistencia. Y otros aislados, cargados de excepcionalidad.

La acción comienza en Montemor-o-Velho, un pequeño pueblo a medio camino entre Lisboa y Oporto: un puñado de casas a las faldas de un castillo donde el tiempo se mide por el tañido de las campanas y las rutinas de sus vecinos. Desde hace treinta y cuatro años todos los veranos tiene lugar aquí un festival de artes escénicas. (Las políticas de exterminio cultural aplicadas por los gobernantes europeos títeres del capitalismo especulativo lo han situado este año en la encrucijada de la desaparición: el pueblo y los artistas luchan contra ello). Yo estoy sentado en la Praça da República, el único lugar donde puedo conectarme tranquilamente a internet. Un micrófono se me acerca y me pregunta: “¿Qué haces aquí perdido?” “Escribo un guión para una película imaginaria que servirá de introducción a un libro sobre la trayectoria de Olga Mesa.” El micrófono se aleja. En plano, un fotógrafo vestido de negro, la cabeza rapada y los lóbulos de sus orejas taladrados y abiertos por dos grandes anillos. Al sonreír, se arquean las líneas de una fina barbita recortada en torno al mentón. Dispara. Toma una foto de mí. Una foto que no se verá nunca.

La película se muestra como una obra en proceso sobre el escenario del teatro Pole Sûd en Estrasburgo. Podríamos haber optado por un centro de arte, porque hemos tenido que levantar muchas paredes blancas en el interior de la caja negra, pero desde el principio (claro está) se descartó hacerlo en un cine. Se escucha primero el sonido sordo de los pasos, unas voces distantes, el timbre de aviso, “bonsoir”. Se ven tacones, piernas, pantalones, saludos y bolsos. Rostros, sólo casualmente, detrás de las medias, de las deportivas, de las manos o de los pañuelos. De repente la luz se atenúa y las imágenes aparecen en el espacio. Es preciso elegir y elijo.

Es una imagen que me atrae en la distancia. Una chaqueta negra, a mi derecha, la parte en dos. A la izquierda, la cara oscura de un niño, aparentemente sentado, unas tijeras que recortan, la cabecera de un periódico y la cabeza de un animal. Vería ya el plano completo de no ser porque un cuerpo lo atraviesa y lo opaca, solo por un momento. Los recortes son colocados sobre una libreta grande, sueltos, caen hacia las costuras al pasar la página: el personaje femenino de una historieta manga, un grupo de manifestantes con mascarilla en una ciudad árabe, el dibujo de una cortina, el primer plano de una mujer cubierta con velo negro, una metralleta, una muñeca, un “je ne sais”. Pero al pasar otra hoja, la calidad de la imagen cambia: ya no se ven las manos en grabación directa, sino la proyección de un primer plano sobre la pared de una sala de ensayos. No son las mismas manos. En el periódico recortado hay noticias de una guerra, pero lo que las manos recortan son figuras de un dibujo infantil, de una memoria infantil, de un cuento. La guerra no es una guerra pasada, es una guerra futura y se adivinan las ruinas de París. Al cabo del tiempo, una intérprete entra en el cuadro, su cuerpo se monta sobre las figuras recortadas por las manos de la otra intérprete, se impregna de guerra y dice: “No me veo en esta imagen”.

[La danza y su doble (Théâtre Pole Sûd, Estrasburgo, 2006)]

Me doy la vuelta. Hay cuatro personas mirando y una ante mí recostada en el suelo.

Las manos reaccionan y dibujan un esquema de su cuerpo al que ella intenta adaptarse. Pero falta la mirada. “¿Me has puesto los ojos azules?” Un rotulador azul, delineando primero, rellenando después: una franja azul sobre el rostro; una franja roja bajo la cintura. La imagen se congela y se escucha una voz: “Le pedí entonces a Aude

(Lachaise)

que me cediera su lugar y a Sara

(Vaz)

que repitiera su dibujo. Entré en escena y comprendí. Cuando ese azul invadió mi mirada, descubrí lo que no había visto hasta entonces: la sensación del color, el cambio, la consciencia de la mirada del otro, ese espacio que se abría pleno de posibilidades. Allí había una materia que me nutría. Es algo que no se ve desde fuera. Sólo se puede construir desde dentro. Dos intérpretes, dos cámaras, pero no se trabaja con la imagen, se trabaja con el espacio y con la consciencia de que otro te está mirando y que está viendo lo que tú no ves y que tú sientes lo que el otro no puede ver. Esa tensión genera el proceso de Labofilm, aunque supongo que estaba ya presente en muchos trabajos anteriores.”

El cuerpo tendido ante mí es un cuerpo conocido. Cuando se levanta, decido seguirlo. Me fijo en el modo en que coloca los pies sobre el linóleo negro. Son pies de bailarina. En un  momento dado, gira a la derecha; yo en cambio me dejo guiar por una indicación marcada en tiza, a la izquierda. Lo pierdo. En primer término, una sala rodeada de columnas. En segundo término un edificio abandonado. Un bailarín completa el espacio invisible con sus brazos extendidos. En primer término, el dedo índice de la coreógrafa insinuando recorridos sobre su frente. Un cuerpo que estudia su espacio, un cuerpo que se hace consciente de su espacio, que elige el suyo y lo transforma. Una fotografía de Maya Deren. Un texto sobre impreso: “La danza es un dúo entre el espacio y el bailarín, pero para que la danza aparezca debe existir la mirada”.[1] La mirada del cuerpo, la mirada del espectador reflejada en el cuerpo, la mirada de la cámara que cierra el triángulo. Sólo entonces surge la espacialidad inmanente.

“Te estás equivocando, te estás equivocando”.

El espejo no me devuelve mi rostro, sino el de otro espectador que se cuela entre los planos: un cuerpo afable, una mano cálida, una mirada inteligente, siempre respetuosa hacia los artistas, siempre prudente. Le conocí en hace veinte años, cuando él dirigía el Centro Cultural de Belem y coprodujo Desapariçoes. Pina Bausch desapareció, pero en mayo de 1994 presentó en Lisboa un programa doble, compuesto por Frühlingserwachen y Café Müller. (“Con Pina Bausch coincidí en el baño de un teatro, a mitad de una representación de Palermo, Palermo. Hicimos pipí juntas”.) Pero eso fue mucho después, intento replicar a la voz recordada de la coreógrafa. ¿Y Gil Mendo? También desapareció. (Al fin y al cabo, esto es el cine, imágenes que aparecen, imágenes que desaparecen: Méliès, Epstein, Dulac, Deren).

Más allá del espejo, tres secuencias en formato medio, casi a la misma altura. Hago un barrido y me dejo atraer por la más lejana: un rostro que no conozco. (De pasada percibo un plano de La (joven) Ribot, muy rubia, y un segundo después una música de violoncelo: no hay duda, es el desnudo de Francisco Ríos en esto NO eS Mi CuerpO). ¿Qué hace en esta película Marcel Duchamp? Reconozco esta pose, y también la siguiente. Ahora se le ve en el interior de un apartamento, jugando al ajedrez con un amigo. No, no, es una mujer. Fernando

(López-Hermoso)

y Cora posan a la Cranach en 1924. ¿De quién son los cuerpos? ¿De quién son los rostros? ¿De quién es el cuadro? Es la única fotografía en una casa abandonada en el centro de Madrid, cerca de la Gran Vía. Suena una banda sonora.

[(Sin imagen ou outra coisa qualquer (Bruselas, 1992)]

La cámara recorre el pasillo, se asoma a las habitaciones, entra en un armario.

Un auditorio a oscuras, algunas miradas, el respaldo de una silla, el vuelo de una combinación negra, los pies y las manos enredados entre las patas, un cigarrillo, el humo del tabaco, una mano a la caza de un tirante, un pecho desnudo, el rostro de un espectador entre la oscuridad y el humo, el sonido de unos pasos, el brazo extendido, el dedo índice apuntando hacia la oscuridad del escenario, un cambio brusco de altura, imagen del suelo, de los muslos, de los brazos siempre señalando ¿qué?, y una presión brusca que eleva la mirada, hacia el telar, cegada por los focos…

Las habitaciones ya no están vacías, sino elegantemente decoradas: libros antiguos y cuadros enmarcados. Y la ventana se abre a una vista del Chiado, cerca de la praça de Figueira. Una maleta abierta, varios pares de zapatos, una cámara, cuadernos caligrafiados y un libro de Fernando Pessoa. “Soy del tamaño de lo que veo”. Los cristales se rompen y Paulo Henrique viste ropas de mujer. “¿Sabes que hubo una Olga

[Ofelia]

en la vida de Pessoa? Me gusta la idea de que existan esos agujeros en el tiempo, esas comunicaciones imposibles”. La escena tiene lugar en un bar del Bairro Alto. Y el interlocutor es un joven coreógrafo a quien la joven coreógrafa acaba de conocer “¿De verdade vais trabalhar sobre Pessoa?” Los ojos brillan acuosos afectados por el alcohol y la sombra del tabaco. “¡Estás morta!”

La línea de suelo indica un giro a la derecha e inmediatamente otro a la izquierda. ¿Qué pasaría si no siguiera la indicación, si eligiera mi propio camino?

Frente amplia, rostro enjuto, pelo largo. Carlos Marquerie borra la imagen de Fiadeiro. “No te había visto”. “Acabo de llegar”. “¿De Madrid?” “De Berlín. Rodrigo (García) os envía saludos”. Murcia, mayo de 1989: Ribera despojada Medea Material Paisaje con Argonautas. En octubre el derribo del muro de Berlín dio al traste con el ritmo lento de la Perestroika y Heiner Müller se quedó sin tema. Nosotros nos habíamos quedado sin tema diez años antes: el coronel Tejero nos había dado un susto, pero triunfaron los pasacalles y las rosas y finalmente el teatro se creyó “contemporáneo”. Dos años después, Laura Kumin le habló a Carlos de una joven coreógrafa que estudiaba en Nueva York; él la llamó y le propuso presentar su primera pieza en el recién creado Teatro Pradillo. Lugares intermedios: un desierto y muchas cajas de cartón que ella destrozaba con sin pensar en las consecuencias. Por entonces no éramos del todo conscientes (o quizá sí y no nos acordamos) que nos habían desposeído de la historia y que tendríamos que luchar para recuperarla.

Sobre el hombro de Carlos, primer plano de la coreógrafa tomada por un teleobjetivo, sus índices a las sienes, recorren el contorno de su frente, sobre los ojos, se cierran, los dedos caen sobre las mejillas como lágrimas (Europas, 1995). Silencio [Redon]. Ojos que miran hacia dentro. En primer término Francisco Camacho y La Ribot, muy rubia; detrás, con los ojos cerrados, la coreógrafa, se apoya contra la pared, cae. “Soy del tamaño de lo que veo”. Sonambulismo y memoria. Sobre fondo negro, Daniel Miracle ha registrado el sueño de “Danae”, sus movimientos inconscientes sobre la cama deshecha: ¿qué hay detrás de esos ojos cerrados a los que la segunda cámara se acerca? María Muñoz baila a ciegas en Atrás los ojos; al fondo una película nocturna. Dos mujeres y un hombre, sentados en los escalones de un callejón del Bairro Alto: se intercambian monedas, se intercambia agua, cigarros, ropas. “Cerrar los ojos es mejor que mirarse el ombligo”. Ninetto cierra los ojos y espera. Se cierra los ojos para soñar despierto o con la esperanza de que al abrirlos la imaginación se haya hecho realidad. Se cierran los ojos anhelando la sorpresa, el regalo, el beso, el abrazo, la comprensión sin imágenes y sin palabras. O se cierran los ojos cuando ya nada de eso cabe esperar y sólo la memoria nos ofrece una salida. Sara Paniagua cierra los ojos.

[Desórdenes para un cuarteto (Madrid, sala Cuarta Pared, invierno de 1998)]

¿Qué se puede hacer sobre un cuerpo que cierra los ojos en un espacio público? Se le imita. Se le derriba. Se le guía. Se le agrede. Cierro yo mismo los ojos y escucho el cuarteto de Franz Schubert. Cuando los abro, las manos de Sara dibujan

sobre su piel. Las manos de Juan

(Domínguez)

presionan su rodilla, las de Olga su mejilla, Bea

(Fernández)

se mantiene al margen. La piel se estira, el cuerpo se dobla, sufre. “¿Pensabas que quería matarte?” (pregunta el cazador a Blancanieves en el cuento de Robert Walser que sirve de estímulo a Labofilm). Olga recibe al público con los ojos cerrados sobre el escenario de un teatro de Lisboa. Derrama lágrimas de color azul. ¿Alguna vez renunciaremos a la mirada, a la voluntad de poseer, para ganar la comunidad de la sensación?

Brazos brillantes que abrazan, fragmentos de torso, una mano, el perfil de un rostro, la silueta de un hombro, una pierna, y las voces que hablan de ver, de mirar el sufrimiento, las huellas de la destrucción, los documentos del horror, la piel quemada, la temperatura inimaginable, los intentos fallidos de representar en imágenes una experiencia que escapa a la representación, y a continuación la documentación visual intolerable, la rabia, la sublevación, el olvido necesario a la supervivencia. « Il serait curieux », propuso Alain Resnais a Marguerite Duras, « d’engluer une histoire d’amour dans un contexte qui tienne compte de la connaissance du malheur des autres et de construire deux personnages pour qui le souvenir est toujours présent dans l’action ».[2] El amor y la guerra. ¿Por qué es tan importante el amor? Pienso en amores distantes, en “amores difíciles”, amores acuciados por el nomadismo, por la separación, por la memoria de otros amores que contaminan el presente, pero sin la cual el presente no sería posible.

“¿Qué les pasa aquí a todos que sólo miran cuando no los ven? He venido aquí para decir lo que me han dicho: Seis de agosto de 1945 el mayor espectáculo del mundo la temperatura en el centro alcanzó los 300.000 grados centígrados. ¡Y yo mientras tanto jodiendo con un productor de telenovelas en el sofá del salón para no manchar la cama de su mujer!”.[3]

Alguien me arrebata la mirada y corre entre las paredes del laberinto. La imagen da vueltas y en su rodar descubre instantáneas de una vida: dos bailarinas con mallas en un estudio en Cannes, una joven con abrigo oscuro junto a una boca de metro en Manhattan, las bailarinas colándose por la puerta del escenario en Wuppertal, las botas de la joven sobre la nieve, la misma joven junto a otra joven

(Vera Mantero)

frente a la escuela de Merce Cunningham, una niña redondita y vestida con tutú, una acalorada conversación en un bar Brooklyn, un rostro

(Ángels Margarit)

un apartamento en la calle santa Isabel de Madrid, contraplano de los Cines Doré

[Filmoteca Nacional],

alguien le hace una entrevista y la filma con una cámara, ella dice: “La mirada del público es como un espejo de mi propia mirada […] como si mi cuerpo estuviera aquí, pero mis ojos estuvieran…” [4]

Se eleva el punto de vista, el movimiento se detiene sobre la imagen de un jardín con césped, es una casa en Londres, y la cámara está manejada por una mano articulada a un torso con camiseta de colores: un plano insistente de los muslos a los que se va adhiriendo el barro, algunas briznas de césped, la cámara pierde el cuerpo y encuentra la pared de piedra, el contraplano de la casa, de nuevo los pies… Lo veo.

El hombre está de pie, observando el cuerpo de una mujer que rueda por el suelo con una cámara en la mano. El hombre espera, desconcertado, hasta que la mujer le entrega una cámara. Él la registra mientras se aleja, saluda a una conocida. Después continúa su camino, se detiene frente a una leyenda:

[(Puro Sangre – Mulheres (1997)]

Se coloca unos cascos, y escucha un relato:

“Lúcia

(Sigalho)

nos puso un ejercicio que consistía en interpretar unas secuencias en verso de Don Juan”. “¿De qué don Juan?”, pregunta una voz masculina. “Qué se yo. El caso es que era en verso, y en portugués. A todas nos aterrorizó, pero especialmente a Olga. ¿Qué tenía que ver aquel pasaje en verso con la obra que íbamos a representar. Pero obedecimos a nuestra directora. Olga nunca había actuado, no tenía experiencia, y menos en una lengua que no era la suya. Pero se aprendió las palabras portuguesas. El día anunciado llegó. Lúcia invitó a varias personas a presenciar el ejercicio. Olga salió a escena y comenzó a recitar. Era un pasaje en que don Juan declara su amor a doña Inés. Algo debió pasar, era como una llamita que se le encendió sobre la cabeza: el idioma dejo de ser problema, el verso dejó de ser problema. Y la emoción fue en aumento. Acabó llorando. ¿Qué ha pasado?, le preguntó Lúcia. He sido don Juan, respondió ella.” “Fue un viaje en el tiempo. Sentí realmente el amor por doña Inés, allí presente. Lloré.”

“Volvió a ocurrir lo mismo algunos años después”

La voz que me susurra es la de Kristell Guiguen. Ha esperado a que yo me quitara los cascos para decirme: “Fue en Tolouse

[2003]

durante la representación de la Suite

[au dernier mot: au fond tout est surface].

Cuando nos encontramos en el camerino, me miró y se echó a llorar. Yo también lloré.

Me dijo que desde el principio había desconectado de la realidad, que se había sentido arrebatada por el flujo de la pieza.”

Cuando la miro, Kristell se ha puesto delante de la cara una fotografía de Maguy Marin. Retrocede. La sigo. Ella acelera su paso y se pierde tras una pared. La veo de nuevo, reflejada en un espejo. Pero al doblar la esquina, un chorro de luz me ciega. Acabo de obstaculizar una proyección. Siento la mirada de los otros, y me apresuro para refugiarme en la zona oscura. Desde ahí, observo.

El plano está vacío, y la imagen no es nítida. Hay algo extraño en esta imagen. Por fin, aparece una figura, no llega a ser una figura completa, es simplemente un brazo, una pierna, nuevamente se esconde. Percibo la tensión del operador que trata de localizar a su modelo fuera de campo. “Esse est percipi”.

[(Pratiques du non visible (Metz, 2007)]

Al menos a Buster Keaton se le veía la espalda mientras huía de la cámara. Pero aquí parece más bien la cámara la que se niega a sí misma. Por fin comprendo: es una cámara móvil (2) buscando su plano en el interior del visor de una cámara fija (1). Como la primera cámara está fija, el margen de acción de la cámara móvil es mínimo. La decisión está en manos de la figura. Y la figura es un cuerpo. Es 2 quien se niega: el parche no está en el ojo, sino en el cuerpo. Pero hay otro cuerpo que es cámara (3). Un operador mutilado y un cuerpo sin mirada que decide y pone en movimiento. Es 3 quien muestra fugazmente a 2: un híbrido posmediático que recuerda las figuras de los fotógrafos del XIX: oculto bajo una tela negra, su cuerpo está adherido a una cámara (2) que hurga en el visor de otra cámara (1) para intentar encuadrar el cuerpo que sin mirarle lo descubre (3). Étant doné. No es la visión la que nos satisface, lo que querríamos es entrar, regresar, alejarnos del miedo que nos produce estar fuera, a la oscuridad prebiológica. Pero los cristales nos impiden la escucha.

Me adentro en el laberinto, intentado no mirar a nadie para no desconcentrarme. Y así llego a un pasado remoto. Tan remoto que la secuencia ha debido ser reconstruida. Tiene lugar en una casita de la calle Galiana, en Avilés: un pórtico de piedra, una puerta de madera muy vieja, una entrada estrechita. Y en el interior, libros: sobre las paredes, sobre las mesas, sobre el suelo. Al fondo un patio y una pequeña sala donde se reúnen los contertulios de Los jueves literarios. Visten a la moda de los setenta, e incluso se han alterado el peinado para trasladarse a aquella época: Olga Mesa interpreta el papel de su madre, la poeta Marian Suárez

(“pero yo era más joven que tú en aquella época, protesta ésta durante el rodaje).

Y Marian Suárez interpreta el papel de Ana del Valle

(“pero yo soy más joven de lo que ella era en aquella época”, vuelve a protestar, “y además no me parezco nada”).

La niña es interpretada por Lucía.

Claqueta: 1/1. “Acción”:

Olga Mesa (adolescente) escucha a Olga Mesa (adulta) interpretando el papel de Marian, que se atreve a leer sus poemas ante la maestra (Ana), recientemente retornada del exilio.

(“Quién escribirá lo que somos lo poco que acontece cuando no estamos juntos quién nos devolverá las horas de la ausencia qué palabra podrá jamás contar del arcano lenguaje de los cuerpos

los días que nos son ajenas tantas veces

quién los contará”)[5]

Los tertulianos se enzarzan en discusiones políticas y literarias. Marian cita a Yourcenar. Y Ana le responde con María Zambrano. En algún momento, alguien habla del Partido Comunista. Y un joven con bigote aprovecha la ocasión para contar un chiste simple, que hace reír a todos. Para entonces, la adolescente se ha quedado dormida, envuelta en el humo de los cigarrillos, con algunos libros por almohada. El plano se abre y se ve el equipo de rodaje. Francisco

(Ruiz Infante)

hace un guiño a la cámara. Pero Olga se resiste a abandonar el papel y devolvérselo a su madre. “Quiero leer algo más”. “Un poema es el precio que ha de pagar un día / cuando el pasado pida cuentas de un intenso sentir / y el desconcierto de estar viva / permanezca más allá de la luz, / al saber de un instante / que comienza otra vez a no ser suyo…” [6]

La lectura se prolonga y me alejo, prefiero leer más tarde, para eso están los libros, los libros siempre están ahí. Fahrenheit  451. (¿Recuerdas ese tiempo en que los bomberos apagaban incendios en vez de propagarlos?). No sé si estoy saliendo o estoy adentrándome más. De modo que decido sentarme. Al hacerlo, descubro una imagen que no habría podido ver desde la posición erguida: es el interior de una iglesia, cuatro intérpretes que bailan mientras se observan. Pero basta girar un poco la vista para adivinar otro plano, oculto por el cuerpo de un espectador. Si me tumbo, quizá podría verlo entre las piernas. Marc

(Hwang)

dibuja con tiza sobre el suelo hasta formar una palabra: “PRIVÉ”. Y a continuación, sobre los respaldos de las sillas, al fondo del escenario, una segunda palabra: “PUBLIC”.

[(Le dernier mot (Ginebra, 2000)]

Una vez creado el marco, inicia el movimiento. Su cuerpo se enreda y desenreda en una danza coreogramática. No es su rostro, sino su columna la que se sorprende de las decisiones que toman sus miembros, son sus piernas las que resisten a las caderas, y las manos las que atacan los omóplatos y la cintura. Se diría que por un momento la perplejidad se torna violencia, pero es solo un síntoma pasajero, la persistencia de esto NO eS Mi CuerpO en el nuevo dispositivo audiovisual.

Las piernas se mueven, una falda me impide por completo la visión. Ruedo por el suelo: Isabelle Schad me mira desde la imagen, o más bien mira a Ludger Lamers. Juan Domínguez se ríe. Están todos en el camerino de un teatro.

[Madrid, 2001]

Mientras, yo llego al interior de un café. No se ven los rostros, solo las manos que acompañan las voces. Hablan en francés. “Todos quisieron comprar esa pieza. Quién iba a imaginar que ocurriría aquello, pero aquella vez los programadores se acercaron entusiasmados: París, Estrasburgo, Bruselas…” “No podía ser”, dice Marc. “No, yo al principio no había entendido la literalidad de tu petición: que te dirigiera una pieza para despedirte de la escena. Sabía que querías dejarlo, marcharte a China, pero no fui consciente de la radicalidad de tu propósito hasta bien avanzado el proceso. Cuando después del estreno comenzaron a llegar las ofertas, yo me asusté, llamé inmediatamente a Claude

[Ratzé]

y le dije: Esa pieza no se vende.” “Y no se vendió. Para mí era muy claro. Sin embargo, también lo era que debía continuar.” “Siempre te agradeceré aquello. Aunque todavía me sorprende que me llamaras”. Marc se ríe. “Es que yo no tenía ninguna duda. Cuando La Bâtie me propuso producir el solo, pensé en dos coreógrafos, pero rápidamente descarté al otro. Yo había seguido tus trabajos. Y quería que tú dirigieras mi despedida”. “Yo nunca había dirigido desde fuera. Era la primera vez que me situaba completamente fuera del escenario. Y creo que no podría haberlo hecho sin ti de ese lado, sin un bailarín como tú, sin una persona como tú”. “Te puedo asegurar que de los coreógrafos con quienes he trabajado, y han sido muchos, no he encontrado a ninguno con tanta claridad sobre aquello que buscaba”. Dos manos ajenas entran en plano y posan sendas tazas sobre la mesa, un café cortado y un té. Algunas palabras de cortesía. Un silencio. Sobres de azúcar que se rasgan, el sonido de las cucharillas. “Yo estaba en Alcalá de Henares, ¿te acuerdas?, ensayando esto NO eS Mi CuerpO para su presentación en el Théâtre de la Ville y preparando el proyecto de Más público, más privado, que el Aula de Danza de la Universidad había decidido apoyar. Estrella Casero, su directora (estaba ya enferma), ella tenía confianza en mi trabajo, y quería que yo me hiciera cargo del aula. Entonces me llamaste. No me lo podía creer.

Un cuerpo cambia de peso y al inclinarse, la pierna deja al descubierto una pequeña fotografía de Olga y Marc en Cannes, treinta años atrás.

“Es cierto que habíamos mantenido el contacto, tú te habías convertido en un excelente bailarín, habías trabajado con los grandes. Y yo me había concentrado cada vez más en mi propia búsqueda, al margen de los grandes teatros: la de París era mi primera gran cita. Me dijiste: Coge un avión y vente a Ginebra, tenemos que hablar.” “Y lo hiciste. Viniste con tus escritos preparatorios de Más público, más privado, yo los leí y marqué una palabrita en rojo”. “Coreograma”. “¿Qué es el coreograma, te pregunté”. “No lo sé, te dije. Yo sabía que a ti te gustaba mucho la fotografía y no quise aventurarme en definiciones que aún se me escapaban”. “Empezamos a trabajar.” “Con los coreogramas básicos: caminar, sentarse, acostarse, levantarse… Pronto entendimos que el coreograma no tenía que ver con la interrupción, sino con la suspensión, el momento suspendido entre la decisión y la acción. Y claro, esto es muy fácil decirlo, pero no lo puede hacer cualquiera, necesitaba a alguien como tú para encontrarlo”. “Yo sabía que habíamos encontrado algo importante. Por eso me pareció tan injusto que aquella última palabra se quedara ahí, en Ginebra.” “Entonces llegó tu segunda llamada, el segundo avión. Me dijiste: yo te quiero ayudar. Se invirtió la situación. Tú te sentaste frente al espacio de ensayo y me hiciste ser tú: durante tres días trabajamos el movimiento y al final de los tres días me preguntaste.” “¿Qué piensas? Y me contestaste:” “Mejor no repetirlo, que hay una cámara grabando, pero de ahí salió La suite”. “La suite au dernier mot”. Las tazas de café están vacías y la imagen corta a una superposición de cuerpos: un cuerpo habita el escenario del teatro de Grütli en Ginebra, el segundo, el escenario del Théâtre de la Ville en París. Son cuerpos tan diferentes, en situaciones escénicas tan distintas, con historias divergentes y compartiendo su tiempo con espectadores diversos. Y sin embargo, algo les une, algo más que un café imaginario en la ciudad donde hace doce años trabajaron juntos.

Alguien ha abierto una puerta, o quizá tratándose de un teatro, haya puesto en funcionamiento un ventilador. El caso es que corre la brisa. La brisa arrastra un recorte de papel liviano, y sobre el papel impresa una foto antigua de Mónica Valenciano interpretando Recién Peiná. Me levanto y trato de recogerla, pero la brisa es más fuerte, y la arrastra rápido. De modo que decido concentrarme en las líneas de tiza dibujadas en el linóleo.

Otros espectadores susurran a mi alrededor.

Yo camino sin levantar la vista.

Convencido de que me llevarán hasta el final.

Pero al llegar a un cruce, las líneas forman una cruz y las flechas sobre el suelo indican cualquier dirección posible.

“Esa sensación de vértigo, de vacío constante en tu corazón en realidad tiene una explicación muy sencilla: se trata simplemente del miedo al éxito”.

“¿Mónica?”

Un espacio luminoso. Podría ser la luz de París en verano. La de Madrid en primavera. Un edificio antiguo, con las ventanas abiertas de par en par. En el interior, cuatro personas en torno a una mesa. Al fondo, una pizarra. Sobre la mesa algunos libros. Sobre la pared, el cartel que anuncia una película. “C-o-r-e-o-g-r-a-m-a”. La mano dibuja con tiza sobre la pizarra, ejecutando suspensiones imposibles a la escritura, no en los espacios vacíos entre las letras, sino sobre ellas, interrumpiendo el parpadeo: “Breves det-enciones en l-as que el m-ovimiento—o no llega a ser e-liminado: dinám-icas estáticas situada-s sobre la superfici-e del tiempo y– la piel física del espaci-o, un movi-miento privilegiado tr-ansf-orm-ado en objeto.” La mano es de Nilo Gallego; en la otra sostiene un micrófono. Alguien empieza a hablar, pero él corre en dirección contraria, hacia un rincón donde aparentemente no hay nada. “Es como si la memoria visual del movimiento se superpusiera al propio movimiento, como si el cuerpo fuera capaz, a modo de un papel fotográfico, de recoger la secuencia misma de su trayectoria en una serie de instantáneas fijadas.” Lurdes Fernández cierra el libro del que ha leído la cita y espera comentarios. “Est-e no ha entend-ido nad-a”, escribe nuevamente Nilo mientras registra cuidadosamente el deshacerse de la tiza sobre la pizarra. “El coreograma es montaje”, interviene Marta Rodríguez, “es la interrupción que hace posible el montaje”. “Pero el montaje no se resuelve en el corte, va más allá del juego de las desapariciones”. “Montaje: sacar el alma debajo del espíritu, la pasión detrás de la intriga, hacer que el corazón prevalezca sobre la inteligencia destruyendo la noción de espacio a favor de la de tiempo”. ¿Quién ha escrito eso?” “Godard, quién si no”. “Sólo que a ella le interesa el espacio, el tiempo ya lo tiene, justo lo que le interesa a ella es el espacio”. “Entonces necesitamos unos espejos”. “+ cuerp-o+operador:               ”. Nilo desplaza la tiza sobre la pizarra,                      pero ninguna letra aparece.                    “¿Estás grabando?”                           La mano                    derecha                       continúa                                     la                mano                     escribiendo                    izquierda                     continúa                   registrando                    pero                del micrófono                       no está                                             a ningún                          el cable                                        aparato                         conectado . “¿Y ahora cómo nos vamos a acordar?” “                 +Walser                +dist-ancia                    +moviment-o                  +rojo                       +pajarillos                  +Marker                +si-lencio                  +risa                    +gat-a”. “¿Mira lo que he encontrado?” “¿Qué es?” “Un coreograma africano”.

“Esto no es una película”, protesta alguien.

En un monitor pequeño, a la altura de las rodillas, se reproduce en bucle una secuencia de Uccelacci e Ucellini, aquella en la que Totto y Ninetto aprenden el lenguaje de los pájaros y se comunican con ellos. Textos para no ser escuchados. “Falchi, falchi, venite, ascoltate” “Chi siete? Che volete?” “Siamo criature di dio. Vogliamo parlare con voi” “Dio? Chi è Dio?” “Il creatore delle creature” “E per quale ragione chi ha creati?” “Voi perchè avete creati i vostri figli?” “Allora ognuno di noi è Dio” “Esagerati! Ecco, non gli puoi dare un pò di considerazione, che s’allargano súbito” “E che cosa vuole da noi questo Dio?” “Amore!” “AMORE” “AMORE!”

Algo más allá, Gerard Violet se sienta perplejo. En un contraplano imposible la coreógrafa le observa antes de volver su mirada (en otro plano) hacia Cesc Gelabert. La escena tiene lugar en la puerta de la sala Metronom de Barcelona. “Todavía no tienes dominado el caballo, pero el día que lo domines, tu danza te sorprenderá. Y te deseo que ese día llegue”. En paralelo, ya vestido como Belmonte, interpreta una de sus danzas con capote rojo. En uno de los giros, vuela hacia Carles Santos, que dirige su banda levantina desde el foso del teatro. Sin mediación, abandona la batuta y como un mago hace bajar desde el telar una inmensa araña de vidrio que, súbitamente, se desploma contra el suelo y se hace añicos. “¿Cómo lo has hecho?”, le pregunta Olga Mesa, “yo también quiero romper los cristales”.  “Se requiere mucha precisión para hacerlo. Todo tiene que estar muy bien medido. De lo contrario, los cristales pueden salir disparados y herir a los intérpretes”. “O a los espectadores”.

¿Y esta cámara? Fija, sobre un trípode, con el

[rec]

encendido. Me doy la vuelta en busca de mi propia imagen. No la encuentro. Los cables se pierden debajo de una de las paredes de cartón. No recuerdo haber visto ninguna proyección de circuito cerrado hasta ahora. ¿Aparecerán más tarde los espectadores? ¿O se trata simplemente de una grabación preventiva? “¿Y esa cámara?”, le pregunto a Jonathan

(Merlin).

“Esa cámara es para filmar una guerra”.

“Este doble movimiento que nos proyecta hacia los otros mientras nos lleva dentro de nosotros mismos es lo que físicamente define el cine”. Las palabras aparecen escritas al final de una secuencia cuya proyección se interrumpe al llegar yo. Pero un poco más allá reconozco los gritos y las risas, esa mirada animal que se proyectaba en el espejo, que nos devuelve a nosotros la enigmática mirada de la cámara y devuelve a la cabra la inquietante mirada de nosotros. ¿Mataremos a la cabra aun sabiendo que su cuerpo es el de una mujer a la que momentáneamente le corresponde ser cabra? La imagen más bella, el cuerpo más frágil. ¿Y si la máscara fuera sustituida por la tiara de la reina? Imágenes supervivientes. Suelen ser instantáneas del dolor. En Histoire(s) du cinema, Godard recuerda que a George Stevens le fueron confiscadas las únicas seuencias en color filmadas tras la liberación de los campos de exterminio alemanes: la imagen naturalista resultaba indecorosa.[7] Alain Resnais lo comprendió. ¿Basta con que viremos a blanco y negro la película para hacerla más tolerable? ¿O acaso la alta definición evita el riesgo de que el mal que en nuestro interior anida aflore y nos convierta en asesinos, como los personajes de las películas de monstruos que no hablaban con palabras, y cuyas presencias la música parecía capaz de barrer al final? Velar la película, proscribir la imagen, sólo unos segundos de nubes: el resto es oscuridad.

Se escucha el sonido de un viejo proyector. Me dejo atraer por runrún mecánico. Debe de ser una de las cintas rodadas por la coreógrafa en sus primeros años, en el desierto de Arizona o aquellas que acompañaban sus espectáculos negros. Sin embargo, cuando me acerco al lugar donde rebota la luz filtrada por el celuloide, lo que veo es una extraña filmación de su último trabajo

[(Labofilm (Guimaráes, 2012]

Alguien ha tenido la idea de introducir una cuarta cámara en el dispositivo, una cámara con sonido directo. Es una cámara ubicua, que ahora está en el ojo y ahora está en la mano, y ahora en la distancia, a muchos metros de la escena, acechando desde un lateral, y ahora encuadrando un primer plano, que en realidad es un sobreencuadre (una mano ha debido manipular ese negativo antes de la proyección; sin embargo, parece imposible): un cuerpo desnudo y otro cuerpo desnudo, un cuerpo desnudo decidiendo la distancia, pero impotente ante la temporalidad; sabe que no puede ahorrar dolor a esos cuerpos que otra cámara registró, hace muchos años, y sabe que tampoco él puede escapar a la muerte.

Las risas se hacen más estridentes. Pero no son risas. Son la representación de una risa. Los cuerpos desnudos son las máscaras de su propia animalidad. La estridencia es la de un animal imposible, es la risa que no les fue permitida a los adolescentes de Saló. La belleza no debe engañarnos, la risa no esconde emoción. Se diría que no hay salida. Sin embargo, la película debe terminar. “On continue?” No son voces enlatadas,  proceden del interior del laberinto. Pero ya no hay acceso al mismo. Se escuchan golpes, una canción antigua, una respiración, un pulso. Y continuación, silencio.

La proyección terminó.

“¿Gostaste?”, me pregunta Guillermo

[Barbosa]

“No está mal. Pero aún hay que retocar algunas cosas. Hay que mejorar la comprensión del cuerpo operador. Intentaremos ajustarla para la presentación Madrid, antes de traerla aquí, el próximo verano.”

“¿Y si le añades un poco de música?”

“¿Qué música?”

Guillermo deja que la cámara cuelgue de su cuello y rebusca en un bolsillo, del que extrae una vieja armónica.

“Escuta. Es el blues del disolvente”.

Y la noche se inunda de melodías que nadie si no nosotros en el futuro escuchará.

 

José A. Sánchez

Escrito en Montemor-o-Velho, durante la 34 edición (de resistencia) del festival Citemor, a partir de una serie de conversaciones con Olga Mesa. Con nuestro agradecimiento a Vasco Nunes por la residencia de escritura que hizo posible este texto y a todos los integrantes del CITEC.

Proyecto “Archivo Virtual de Artes Escénicas”, Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha: PEII09-0033-4520.

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[1] Maya Deren, Programa de mano (1946), reimpreso en Clark, VV. A., Hodson, M. & Neiman, C., The Legend of Maya Deren. A Documentary Biography and Collected Works, 4 Vol. (2 inéditos). Anthology Film Archives/Film Culture. New York City 1984, vol. I, part 2, p. 629.

[2] Alain Resnais, « J’ai essayé de trouver l’équivalent d’une lecture au cinema… Entretien avec Alain Resnais », publicada en Le Monde, 9 mai 1959, incluida en el libreto de la edición en DVD de Hiroshima, mon amour, Argos Film / Arte France Développement, 2004, p. 34.

[3] Texto improvisado por Sara Paniagua en un ensayo de L’imitaciones, mon amour, Valencia 1999.

[4] Olga Mesa y José A. Sánchez, “La danza empieza por la mirada”, Cuerpos sobre Blanco, UCLM, Cuenca, 2003, p. 75

[5] Marian Suárez, Escribo los silencios (1985), en Puente colgante sobre el abismo de las sesanciones. Retrospectiva poética 1985-2007, Esquío, Ferrol, 2008, p. 42

[6] Marian Suárez, Libro de Áloe, o. cit., p. 283.

[7] 168