La ideología y las bacterias

A partir de algunas ideas planteadas en el grupo de estudio 

“Duelo colectivo, duelo planetario” (ARTEA/MNCARS, 2022-23)

1. Las palabras grandes y las cosas pequeñas

Hay palabras grandes, como “capitalismo”, “catástrofe”, “revolución” o “ideología”. Y hay cosas pequeñas, como esas a las que se refieren las palabras “semilla”, “mano”, “bacteria” o “sonrisa”. Los modos de pensar la vida y el mundo heredados de las transformaciones políticas y tecnológicas del siglo XIX instauraron una correspondencia entre las palabras grandes y las cosas grandes, lo que forzó a principios del siglo XX a dar prioridad a lo colectivo o a la masa como modo de responder a los grandes retos que afrontaba la humanidad. Aún a principios de la década de los sesenta, lo importante seguía siendo lo grande: las armas nucleares, los superpetroleros, los misiles, los cohetes, las cosechadoras, las factorías metalúrgicas, las autopistas, los rascacielos y los pasos elevados que atravesaban las ciudades. La Guerra Fría se relató como una gigantomaquia que volvía secundarias las vidas individuales, y más aún la de los bosques, la de los ríos o la de las islas. Una serie de desastres anunciaron el fin de ese relato: la guerra de Vietnam, las dictaduras latinoamericanas, el apartheid en Sudáfrica o la Guerra de los Seis Días. Quienes sufrieron las consecuencias de estos desastres no fueron los cuerpos ficticios de los gigantes en conflicto, sino los cuerpos singulares de las personas que resistieron el imperialismo, los golpes militares, la segregación o la ocupación de los territorios. Y con sus cuerpos sufrieron también las selvas defoliadas, los campos de cultivo arrasados, el agua confiscada, los olivos arrancados o la tierra desposeída. 

La caída del muro de Berlín fue el acontecimiento histórico que marcó simbólicamente el final de la Guerra Fría; no fue una revolución, sino más bien una movilización ciudadana: lo deseos de libertad y convivencia amable fluían por un canal que conducía a una vuelta al orden. Pocos meses antes había tenido lugar la mayor catástrofe contemporánea: la explosión de uno de los reactores de la central nuclear de Chernóbil. La amenaza de una agresión nuclear o una guerra de liquidación mutua, que tantas ficciones, pesadillas y distopias había generado durante las décadas precedentes, no se cumplió. No hubo un final trágico para la guerra de gigantes, no hubo héroes, ni un exterminio global, sino víctimas concretas, ajenas en muchos casos al conflicto, y daños corporales y ecológicos para los cuales militares y líderes políticos carecían de estrategias y protocolos de actuación. “No se hallaban palabras para unos sentimientos nuevos”, escribió Alexievich, “y no se encontraban los sentimientos adecuados para las nuevas palabras” [1]. Y, como no había palabras nuevas, se recurrió a las antiguas; en vez de reconocer la situación como “catástrofe”, se la nombró como “guerra”. 

Pero una guerra es una disputa entre ejércitos, normalmente resultante de una invasión, de un litigio territorial o de una agresión sea del tipo que sea. En Ucrania y Bielorrusia no se desencadenó una guerra, pero sí se manifestaron muchos de sus síntomas: una limitación de derechos fundamentales (de expresión y movilidad), daños insólitos en los cuerpos, decisiones apresuradas sobre la vida y la muerte y una priorización de la supervivencia de la colectividad sobre la de los individuos. Esas mismas limitaciones se repitieron recientemente para responder a la expansión de la pandemia, y al igual que en 1986 también en 2020 se habló de guerra y se otorgó una responsabilidad insólita a las fuerzas armadas, que vieron incrementado su protagonismo en asuntos en los que habitualmente son competentes diferentes organismos de la sociedad civil. La emergencia sanitaria global se convirtió en una guerra. 

Nos cuesta orientarnos en el ámbito de lo invisible, comunicar lo que nos afecta sin recurrir a la representación. Y nos cuesta, además, producir representaciones nuevas. Pero el recurso a la metáfora puede tener consecuencias perversas, como ya advirtió Susan Sontag en sus ensayos sobre el tratamiento metafórico de la enfermedad y más específicamente del cáncer y del VIH. La búsqueda de significado a la enfermedad conduce inevitablemente al juicio moral [2]. La identificación de enemigos en la supuesta guerra contra la pandemia de 2020 condujo a la xenofobia, la criminalización política y al odio social. La lucha por la supervivencia, mimetizada de las situaciones de guerra, justificó categorizaciones sociales excepcionales, por las que el trabajo de determinadas personas y colectivos fue declarado imprescindible, y las vidas de determinadas personas y colectivos (especialmente los ancianos de clase media y baja), prescindibles. Las teorías conspiranoicas, por otra parte, tenían el sentido de establecer responsables humanos: fueran científicos en un laboratorio, agentes secretos liberando virus o incluso magnates y políticos que se inventaban una pandemia inexistente para aumentar su fortuna o conseguir un poder absoluto. 

La metáfora de la guerra sirve para devolver una catástrofe que excede lo humano a sus dimensiones humanas, y así trasladarla del ámbito del daño caprichoso a los cuerpos a un conflicto que se debe resolver en el ámbito político o en el ámbito militar. Sin embargo, la insistencia en la metáfora, cuando no conduce a conflictos añadidos, o a la misma muerte, conduce al absurdo. ¿Quién era el enemigo en la supuesta situación de guerra declarada tras el accidente de Chernóbil? ¿Quienes declararon el estado de emergencia no eran los mismos que gestionaban la seguridad de las instalaciones? A no ser que se piense que el enemigo es algo tan abstracto como la radiactividad o como un virus. Si fuera así, la radiactividad no se puede combatir al modo antiguo, al modo heroico. El resultado de ese combate puede ser devastador y se plasma en el testimonio de la mujer con cuya voz se abre el libro de Alexiévich: la esposa de un liquidador que, tras muchos esfuerzos, consigue localizar a su marido en el hospital militar donde agoniza; quien durante unas horas fue un héroe, ha perdido ahora la forma humana: “No debe usted olvidar que lo que tiene delante ya no es su marido, un ser querido, sino un elemento radiactivo con un gran poder de contaminación.” [3]

¿En qué momento un cuerpo humano deja de serlo? ¿Acaso la radiactividad borra la subjetividad? ¿No era ese cuerpo aún un sujeto de memoria, de afectos, de deseos y angustias? Las mismas preguntas cabe hacer respecto a los cuerpos afectados por una enfermedad terminal, los cuerpos de la tortura o los cuerpos de la vejez. Nos enfrentamos al abismo que se abre más allá del límite de lo humano, no un límite moral, sino un límite material, ahí donde la carne pesa más que la subjetividad y la ahoga. ¿Pero dónde se dibuja el límite? El límite moral nos resulta más conocido, es aquel que nos permite condenar la inhumanidad de determinados comportamientos que provocan grandes daños a otras personas; cuando pueden ser juzgados, la inhumanidad de esos individuos puede justificar, según la legislación vigente, su encierro, su tortura o su muerte. Se puede llegar a ejecutar a alguien por razón de su previa inhumanidad, pero resulta más problemático decidir, desde una posición estrictamente moral, excluir a un individuo del género humano. 

Los límites precisos facilitan la toma de decisiones. Y en ocasiones no queda más opción que dibujarlos, a condición de asumirlos asociados a casos singulares o acuerdos transitorios. Cuando se vuelven esenciales, instauran comprensiones deformadas o directamente falsas de la realidad, que sirven a intereses espurios y conducen a fundamentalismos morales y a extremismos políticos. Así ocurre con los monoteísmos radicales, con los nacionalismos violentos, con el colonialismo o el esclavismo, ideologías todas ellas que niegan derechos fundamentales o incluso la condición de humano a una gran parte de la humanidad. El auge en los últimos años de estas ideologías, asociadas a diferentes formas de supremacismo identitario, xenofobia, clasismo o machismo, es un síntoma de una ansiedad colectiva provocada por esta fase del capitalismo extractivista y especulativo que ha puesto en riesgo la supervivencia a medio plazo. 

Dado que la amenaza es demasiado grande, se tiende a la fabulación; de la metáfora se pasa a la alegoría, y se construyen relatos confusos: los que sustentan las citadas teorías conspiranoicas, pero también aquellos que proponían comprender la pandemia como una venganza de la naturaleza, una versión laica de la comprensión de las plagas como castigos divinos. Sólo que lo no humano se resiste al significado que se le intenta atribuir en esos relatos construidos sobre moldes humanos. Lo que causa mayor ansiedad es precisamente la experiencia subjetiva de lo que no es humano, y no por su gigantismo, sino más bien por su escala micro: la de los virus, la de los átomos, pero también la de los microplásticos y los metales que se filtran a la cadena alimentaria, la de los grados o incluso décimas que pueden provocar cambios climáticos catastróficos, o la de las mínimas variaciones macroeconómicas que pueden condenar a la pobreza y al hambre. 

Las guerras del siglo XX demandaban de los individuos que renunciaran a sí para conformar un cuerpo colectivo, civil y militar que diera respuesta a la agresión de otro cuerpo colectivo; y esos cuerpos colectivos fabricaban aviones, portaviones, misiles, cuanto más grandes mejor. La armadura antigua fue siendo sustituida por corazas colectivas, al tiempo que las viejas fortalezas se vieron replicadas por “escudos” que llegaron a tener escala continental. Esas viejas defensas están concebidas como reforzamientos de la piel, a partir de la idea de un cuerpo impenetrable. El hierro de la armadura o la tecnología de los sistemas antimisiles se ponen al servicio de mantener la esencia impenetrable del cuerpo, y por extensión de una sociedad o de una nación. La vulnerabilidad del cuerpo, concebida como un defecto, obligaba a un esfuerzo tecnológico para asegurar la realización de su esencia impenetrable, que metafóricamente se expande hacia la fortificación de las fronteras o los aparatos legales que protegen las supuestas identidades, sean nacionales, raciales o de género. Pero la imagen de la piel como armadura natural que distingue no sólo a unos individuos de otros, sino a lo humano de lo no humano se ha acabado convirtiendo en una metáfora perniciosa. 

No hay barreras que nos protejan efectivamente a los cuerpos de la contaminación atmosférica o alimentaria, de los vertidos tóxicos, de los derrames de petróleo, de las fugas radiactivas, de las epidemias víricas o de las células cancerígenas. Es cierto que cualquiera de esos factores catastróficos afecta o puede afectar a territorios enormes y a millones de personas, pero su acción es fluida, microscópica, invisible o interna, y en cada caso produce la enfermedad o la muerte de individuos, insertos en una red ecológica y en una red de afectos y memorias. Cualquier tentativa de enfrentar la catástrofe al modo heroico tendrá siempre una efectividad limitada y un coste elevado para los cuerpos que se comprometen urgidos por la voluntad de disminuir los daños en otros cuerpos, sean humanos o no humanos. Pero esos cuerpos no participan en una guerra, no componen una vanguardia, son cuerpos solidarios, conscientes de lo que arriesgan, así como de que ese riesgo podría evitarse en el futuro si se emprendieran acciones para cambiar las cosas pequeñas que las grandes palabras ocultan. Son los vecinos que se lanzaron a la calle para desescombrar y salvar vidas tras el terremoto de México en 2017 o los pescadores y percebeiros que trataron de contener la llegada del petróleo vertido por el Prestige a las costas gallegas en 2002 y las de los voluntarios que participaron en la limpieza del chapapote. Ambas son catástrofes con una dimensión material visible y táctil, de ahí la rapidez en la reacción y de ahí también quizá que fuera posible sortear la necesidad de las metáforas. No había enemigos, sino responsables: la especulación que alentó construcciones deficientes y licencias de obra fraudulentas junto a la desigualdad social extrema en un caso; la pésima gestión política junto al poder intocable de las empresas petroleras y la economía dependiente de ellas, en el otro. Por ello, a la acción solidaria siguió al duelo, y al duelo la indignación y la movilización contra los responsables agazapados en sus despachos. No era difícil localizarlos, pero sí fue imposible procesarlos.

El poder se ha vuelto tan fluido como sus fuentes de riqueza: la energía, el agua, los genes modificados, el control de la información, los tipos de interés, que sirven para acumular propiedades inmateriales, como las patentes o los bancos de datos, pero también materiales, como tierras e islas, infraestructuras y edificios. Las catástrofes, provocadas por la avaricia o por la insensatez [4], ya raramente tienen una dimensión plástica. La magnitud de los daños causados por agentes invisibles produce desconcierto, la angustia se instala en los cuerpos, hasta hacernos sentir responsables.

¿Qué puede un cuerpo frente a palabras tan grandes como “radiactividad”, “pandemia”, “crisis económica”, “desabastecimiento energético”, “capitalismo” o “cambio climático”? Sólo que la “radiactividad” no es una cosa grande, sino la suma de millones de átomos en colisión que queman y corroen los materiales y los tejidos sin hacer distinción entre lo humano y lo no humano. Y el cambio climático es una abstracción resultante del procesamiento de millones de datos que nos alertan sobre consecuencias reales que determinan nuestra supervivencia.

Hay problemas globales que exigen soluciones globales y complejas, que no admiten simplificaciones, como aquellas de las que se nutren las ideologías identitarias y totalitarias, y que nos obligan a aceptar negociaciones multilaterales e intrincados sistemas de representación. Pero las palabras grandes no siempre son útiles para denominar lo que nos pasa ni para encontrar respuesta; no sirven para denunciar un caso de corrupción, la explotación de un acuífero o una agresión sexual, ni para plantar semillas sin patentes, organizar una cooperativa de vivienda o defender la sanidad local. 

“Duelo planetario” es una metáfora, como lo son las ideas de “un planeta enfermo” o “una humanidad enferma”. Sirve en la medida en que seamos capaces de mantener el sentido de la escala, los sujetos que operan en cada una de las escalas y las acciones posibles. La “movilización planetaria”, sin la cual el duelo carecería de sentido político, sólo puede ser resultado de la suma de movilizaciones que emergen de cada uno de los duelos colectivos. Para que sean posibles, tenemos que restablecer la correspondencia ente las palabras grandes y las cosas pequeñas, o bien inventar nuevas palabras de las que no se haya borrado la trama de sentido que conecta lo grande con lo pequeño, esas palabras en las que confiamos para sostenernos solidariamente ante las catástrofes y trabajar por las transformaciones posibles en la dirección de nuestros deseos.

2. La ideología y las bacterias

¿Cómo trazar un puente entre la Ideología y las bacterias? 

“Ideología” es una palabra tan grande que se puede superponer al sentido de la historia, de lo humano y de la totalidad de lo material. Precisamente porque es tan grande, no podemos visualizar aquello a lo que se refiere. La ideología carece de imagen porque carece de cuerpo; no es una cosa, sino una idea que hace de las ideas mismas principio de regulación de lo existente. Tratando de dar cuenta de todo, las ideologías difícilmente pueden producir imágenes de lo concreto, de lo efectivo. Es esta desconexión de lo material lo que llevó a Karl Marx a denunciar la inoperatividad de la ideología en la praxis transformadora, pero también a sospechar del interés muy material y muy humano que se oculta bajo la pantalla de las ideologías, que operan mediante una “inversión” de lo real. 

Las bacterias también son invisibles, pero por su dimensión material microscópica. A diferencia de las ideologías, las bacterias no pueden ser cuestionadas, ni negadas, ni se puede sospechar de sus intenciones. Las bacterias existen, al margen de nuestra mirada y de cómo queramos imaginarlas (normalmente mediante un salto de escala que las convierte en algo parecido a insectos). Su existencia es más bien una acción, o lo que Karen Barad denomina “intra-acción. Por ello pueden ser consideradas como un síntoma de la “performatividad de la materia”, el vínculo necesario entre la materia y la vida, tal como puso de manifiesto Lynn Margulis en su teoría sobre las células bacterio-procariotas.

La primera parte de Who is afraid of Ideology?la serie de películas realizadas por Marwa Arsanios entre 2017 y 2022, comienza precisamente con una cita de Barad sobre el doble riesgo de concebirnos separados de la naturaleza y de proyectar sobre la naturaleza un modo de ser humano. “Nature performs itself differently”, la naturaleza actúa (y se hace a sí misma) de un modo diferente. Pero incluso para entender esa diferencia, no tenemos más opción que recurrir a la metáfora: la de encontrarse con la naturaleza “a mitad de camino”, ni del lado de lo humano, ni del lado de la materia, ni del sujeto ni del objeto. La metáfora abre el campo de la ficción; y abre también el de la ideología.

Marwa se filma caminando en un paisaje árido, su voz disociada del movimiento de los labios y también de las palabras, que no son suyas, sino de Barad y de Pelshin, guerrillera kurda que, por su parte, busca cómo hacer compatible la guerra y la ecología, la lucha por la autonomía política y el cuidado de las montañas. Las montañas son grandes, pero no tanto como la ideología. Las palabras son pequeñas, pero no tanto como las bacterias. Es la ideología la que fuerza a buscar refugio en las montañas, y también la que anima a convertir en hogar ese terreno inhóspito, en el que también habitan los osos y las serpientes, pero en el que el riesgo mayor sigue siendo el enemigo armado. Y son las palabras las que componen un lugar para lo humano, para el afecto, para la memoria; las palabras son también voces, miradas, gestos, y a veces se metamorfosean en gráficos y dibujos que dan forma a lo invisible, por muy pequeño, por muy lejano o por inexistente.

El método se basa en el encuadre. El cine permite traducir lo existente como visible, y hacer visible lo existente en su escala humana. El cuerpo de Marwa, en la primera secuencia, aporta la escala. Las montañas son reales, pero ya no inhumanas. Y aunque en muchas secuencias se muestren deshabitadas, ya sabemos por las palabras de Pelshin que son refugio de las mujeres kurdas que combaten por su autonomía. Las montañas son reales, pero el encuadre opera un corte que introduce la ficción, una ficción compatible con la realidad. No se trata de una falsificación producida en posproducción, por medio del borrado y la fabricación virtual, sino un recorte que convierte el paisaje en escenario. Lo que se nos muestra es un espacio-tiempo suspendido, que es precisamente el espacio-tiempo de la autonomía, por el que se continúa combatiendo. Queda fuera de cuadro aquello que ideológicamente nos obstaculiza; no se ven grandes infraestructuras, ni ecosistemas arrasados, ni aglomeraciones urbanas, ni transportes veloces, ni tecnología, ni enemigos, ni armas, como si la realidad que se documenta estuviera suspendida temporalmente, desgajada del entramado económico y técnico, y rearticulada en un nuevo entramado, en el que las relaciones humanas tienen tanta importancia como la relación con las hierbas, con los árboles y con el barro. 

El encuadre construye la utopía. La historia se cuela en la ficción como un eco. Como un eco se cuelan también los determinantes externos. Y lo que se retrata en primer término es la sororidad, la convivencia amable en condiciones duras, la concreción una realidad posible que se sobrepone al dolor, a la injusticia y a la pérdida. El trabajo aquí es un medio de vida, no de explotación, ni tampoco de acumulación. Se da sobre todo en forma de trabajo colectivo, diferenciado de acuerdo con una división muy básica que prioriza la atención a la salud, la educación y los cuidados. El encuadre recorta un territorio que es como una isla, y, en cuanto isla, utopía. 

La utopía concreta es al mismo tiempo una ficción y una realidad vivida; no por ser recortada como ficción es irreal, pues de hecho se muestra como posible y realizada, y no por ser utopía se separa del territorio, al contrario, se enraíza con la misma fuerza que esos árboles que penetran la tierra para asegurar la vida. Las plantas son, de hecho, las otras protagonistas de esta ficción real. Ellas permiten escribir la historia, en ausencia de relatos para construir una identidad negada y en cierto modo ya innecesaria. El herbario, precariamente conservado por Khadiya en un archivador con fundas de plástico es tanto un tratado sobre las plantas como un libro de historia, alberga un saber que es también memoria. El pasado habita el presente en la región de Jezireh, y se manifiesta en los árboles nuevos, cómplices de la autonomía, plantados sobre los terrenos antes dedicados a la explotación de monocultivos de algodón y trigo, pero también en los árboles viejos, los “árboles del régimen”, que siguen en pie como testigos de un tiempo al que no se quiere retornar, pero que no puede ni debe ser borrado de la memoria.

Además del encuadre, otros procedimientos construyen la ficción real de estas utopías. El más evidente es la teatralización, que se realiza en forma de puesta en escena y de actuación. La actuación se da sobre todo en forma de diálogos que, siendo espontáneos, sólo se producen como consecuencia de una situación planificada. En esas teatralizaciones, cada cual asume su papel social: la guerrillera, la cineasta, el funcionario, la traductora, la sastra, la sanadora, el experto, la activista… Pero la teatralidad no es sólo dramática, también se da como mera manifestación ante la cámara, y en ese caso ya no son los individuos sociales quienes aparecen, sino una colectividad en su existir común. La puesta en escena es muy simple, y adopta habitualmente la forma del semicírculo, que es el modo en que la comunidad se abre para comunicarse más allá de la isla. El semicírculo permite incluir a la visitante (y a quienes a través de ella pueden acceder como testigos gracias a la filmación), en el círculo original del duelo, del baile, del trabajo o de la fiesta. Es la forma de la comunidad que se muestra o de la comunidad que acoge. Una teatralidad de lo común.

La afirmación de lo común es, junto a la integración con la naturaleza, el eje central de la ideología que articula las imágenes y las teatralizaciones. Lo común se opone a la propiedad, piedra angular de la jerarquización social y del régimen de poder capitalista. El derecho a la tierra y al agua son derechos humanos básicos, los que están más próximos del derecho a la vida, que es el valor fundamental. Y esos derechos básicos se ven amenazados por un falso derecho, que sin embargo se colaba en el segundo artículo de la Declaración de derechos de 1789  y aún figura en el artículo diecisiete de la Declaración Universal de 1948. El problema de ambas declaraciones radica en atribuir este derecho, en cualquier caso secundario, a sujetos individuales, cuando, al igual que los otros derechos a los que se asocia, la libertad y la seguridad, sólo pueden ser sostenidos colectivamente. El derecho a la tierra y al agua no debería ser un derecho de propiedad, sino de uso, en tanto el derecho a la libertad no podría ser enunciado aisladamente, sino siempre en relación con el derecho a la integración, al cuidado y a la interdependencia. 

De ahí la propuesta de Marwa, en la cuarta parte de este proyecto (2022), de concebir una utopía artística que se convierte en utopía concreta, consistente en rescatar la tierra, congelar la propiedad y convertirla en un bien común. La tierra es accesible para su aprovechamiento, por medio del cultivo, pero en ningún caso sus poseedores temporales podrán arrogarse un derecho de propiedad sobre ella. Al evitar la privatización, se impide la posibilidad de que una sola persona o familia desposea a otros de ese bien común y que la tierra y el agua se conviertan en productos especulativos. Sólo así se garantiza esta utopía paradójica, pues se encuentra bien localizada y extremadamente dependiente de lo material. La realización de la utopía no implica la liberación del trabajo, sino más bien lo opuesto, un trabajo contracorriente, incluso contra las resistencias de la tierra misma, cuya desmesura sólo encuentra justificación en la ideología.

¿Deberíamos seguir utilizando la palabra “ideología”?

 “Microresistences”, la tercera parte de este ciclo fílmico, comienza con la filmación de una instalación en el que se hace visible la vida microscópica: la de las bacterias que descomponen los cadáveres para convertirlos en nutrientes que enriquecen la tierra para permitir la germinación de las semillas y su crecimiento hasta reintegrarse en la trama de la vida. A escala microscópica, no hay límites entre el cuerpo humano y los cuerpos no humanos, la individualidad se vuelve porosa. A escala humana, la piel define el límite de la individualidad, pero es también una frágil frontera tanto para el placer como para la muerte. De aquí arranca la problemática identificación de “lo propio” (nuestro cuerpo, nuestra memoria, la trama de nuestras relaciones afectivas, la tierra de la que depende nuestra subsistencia, los frutos de nuestro trabajo) y “la propiedad” (aquello que nos pertenece y con lo que podemos comerciar y por tanto también especular). En el paradigma capitalista, no hay modo de distinguir lo uno de lo otro, de ahí que el mismo derecho que asiste a un campesino contra la desposesión de su tierra y de sus cosechas asista a quienes acumulan propiedades como base material o inmaterial para sus ganancias especulativas. 

El suelo, considerado como propiedad, puede ser representado sobre un mapa como superficie, identificando los derechos sobre ella y sobre lo que bajo ella se acumula. Para quienes consideran un territorio como propio, en cambio, el suelo es denso, alberga una complejidad de vida ajena a límites, pero también la memoria de los pies que lo hollaron, de las manos que lo cultivaron, de los cuerpos que acogió, de las canciones aprendidas y de las canciones inventadas, del amor, del trabajo, de las historias comunes, de los sueños. Por ese suelo, y por las semillas que en él germinan y que alimentan el círculo de la vida, luchó Mariana. Por su lucha fue desaparecida. Su cuerpo es una ausencia que denuncia la desposesión más dolorosa. La justicia es imperativa, pero no suficiente, pues la justicia actual sigue siendo cómplice de ese régimen que justifica la propiedad especulativa, contraria en sí misma a la vida. Su ausencia sólo puede ser reparada mediante acciones que persistan en la lucha y representaciones que den forma concreta a la utopía.  

Las guardianas de las semillas, a quien Marwa acompaña, actúan con una convicción por la que están dispuestas a entregar la vida. Esa convicción guía y sostiene el trabajo de Mercy Vera, una campesina de la comunidad indígena Pijao en Tolima, el de Samanta Arango, del Grupo Semillas en Bogotá, o el de María Estela Barco Huerta, coordinadora general de DESMI, en Chiapas. Trabajan sabiendo que sus beneficios serán mucho menores que los de los campesinos que compran sus semillas patentadas a las multinacionales y que, por supuesto, el de quienes especulan con esas patentes. Para ellas es más importante la vida que la rentabilidad, y la vida depende de la defensa de las singularidades, del respeto a las diferencias, de la insistencia en la complejidad. Quieren preservar la trama que nos une a la tierra, a los árboles, a los animales y a los insectos, pero también a quienes nos precedieron y nos legaron saberes y lenguas en los que se condensa la vida de “los viejitos antepasados”. Preservar las semillas requiere preservar también el territorio, que no es la naturaleza muda, sino la naturaleza cultiva, humana, depositaria de sabres y memorias. Los terratenientes no entienden la lógica que guía a estas comunidades, a las que consideran inútiles, cuando no un estorbo anacrónico. Y los paramilitares las atacan, no porque constituyan en sí mismas un peligro, sino porque resultan incómodas para la lógica extractivista que perpetúa la desposesión sobre la que se basa la acumulación primaria.

La convicción de las guardianas, como la de tantas y tantos otros activistas indígenas y campesinos es tan fuerte como la que atribuimos a quienes se entregan a la práctica artística convencidas y convencidos de una verdad inmune al éxito o al beneficio. El arte, como el activismo campesino, se moviliza por el convencimiento de que la realidad que crean es mejor a la realidad que se les impone, pues se basa en la verdad. Es la voluntad de verdad la que permite la creación de espacios autónomos, donde rigen leyes distintas a las que regulan la realidad supuestamente objetiva. En su defensa de la singularidad y del saber, a costa de la inutilidad, las comunidades indígenas coinciden con las y los artistas. En su defensa del territorio, a expensas de las agresiones, las guardianas de las semillas y las comunidades indígenas con las que trabajan van mucho más allá que quienes afirman la autonomía de su práctica, pues aquéllas en su acción están dispuestas a arriesgar la propia vida. 

Podríamos denominar “ideología” a esa convicción que hace que rechacemos las pruebas y los golpes de la realidad impuesta para perseverar en una vida que conforme una realidad distinta. Pero podríamos repensar la “ideología”, siguiendo a Karen Barad, como un encuentro a medio camino, y lo que obtendríamos sería algo muy similar a lo que denominamos “cosmovisión”. Reconceptualizada la ideología como cosmovisión, ¿quién tendría miedo de las transformaciones y de las realidades concretas que esas transformaciones producen?

“Vamos a cantar con cariño y con amor”, canta la campesina a quien Marwa pide que actúe ante la cámara. Canta mientras se aleja en dirección contraria a las abejas, que “están bravas”. 

Lo poético consiste en hacer existir algo que no existía. 

La acción de convertir un trozo de tierra estéril en tierra común de cultivo es una realización poética. 

La acción de plantar semillas para devolver a la vida lo que había desaparecido, con independencia de su valor económico, es una realización poética.

No podemos avanzar hacia la utopía sin justicia.

Pero la justicia no crea utopías, solo realidades clausuradas.

Es el pensamiento poético el que produce utopías.

El pensamiento poético no es propiedad de los artistas, aunque las artistas tienen la habilidad de reconocerlo allí donde se produce.

Su responsabilidad es mantener viva la profunda integración de la acción poética y la acción política. 

Del cruce de la poesía y la ideología emergen las utopías concretas y las imágenes utópicas. 

José A. Sánchez

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