Comentario a la película de Wim Wenders y Nicholas Ray
Relámpago sobre el agua, la película que Wim Wenders y Nicholas Ray realizaron entre abril y junio de 1979, durante las semanas previas a la muerte de éste, constituye probablemente una de las tentativas más arriesgadas de ir más allá del límite fijado por los realismos en la representación de la muerte sin abandonar por ello la pretensión realista.
La película comienza con la escenificación de la llegada del propio Wenders a la casa de Ray, enfermo terminal de cáncer, en Nueva York. Ray no está sólo, le acompañan su mujer, Susan, y su amigo Tom Farell. Sin embargo, la primera imagen que el espectador recibe de él, y que Wenders se resiste a mirar, es la de un hombre solo en resistir a la enfermedad que le condena, abrumado por los obstáculos que su propio cuerpo le interpone, y solo también en la lucha por mantener hasta el final la dignidad. La compañía de los otros puede aliviar el sufrimiento, pero no cabe esperar relevos en la lucha contra el agostamiento de la vida en el propio cuerpo.
Las secuencias iniciales representan aparentemente un fragmento de realidad, la llegada de Wenders al apartamento de Ray en el amanecer del 8 de abril de 1979, un efecto reforzado por la voz en off del director, que relata el encuentro y las impresiones que el mismo le producen como una confesión de hechos reales. Se trata de una representación en la que los actores coinciden con los protagonistas de los hechos reales. Pero Wenders, consciente de la diferencia insalvable entre la realidad y su representación, insiste en mostrar desde el primer momento el aparato de ficción inevitablemente asociado a la filmación cinematográfica para de ese modo facilitar al espectador la tarea de seguir siendo capaz de diferenciar lo real de lo construido. Fragmentos de material bruto aparecerán en las tomas de vídeo realizadas por Tom, previas al rodaje de la película, y que serán incrustadas rompiendo tanto por su calidad como por su diferente nivel de realidad la narración fílmica. En ésta se verán algunas de esas secuencias bien filmadas y al propio Tom en el ejercicio de la grabación.
La distancia entre lo real y la realidad construida para ser filmada está marcada por la distancia entre las secuencias de vídeo y la película en su conjunto realizada por Wenders, con la colaboración de Sam Shepard en el guión, y del propio Ray en la dirección (asistido por Jim Jarmush). A diferencia de las secuencias de vídeo, las de cine requieren iluminación, actuación y puesta en escena, obligan a convertir el espacio privado de la casa de Ray en un plató público: frente a la mirada furtiva de Tom con su cámara de video, Wenders debe utilizar un gran aparato. Para que el espectador pueda reconstruir la inmediatez de la experiencia, es preciso hacerle consciente de todos los elementos de mediación utilizados.
La gestación de la película está incluida en las secuencias iniciales de la misma. La idea surge durante una conversación entre Ray y Wenders. El primero cuenta al segundo su proyecto de guión sobre la vida de un pintor, en el que resulta fácilmente reconocible al propio Ray. Wenders le propone que renuncie a ocultarse detrás de su personaje, que presente a su protagonista como un director de cine. El siguiente paso será prescindir del actor que represente al director y actuar él mismo, no como en El amigo americano, la anterior colaboración Ray-Wenders, interpretando a un personaje ficticio, sino manteniendo su identidad. La película resulta de esta decisión que aparece representada en su interior: y es que esta secuencia, como todas las demás, ha sido escenificada, repetida, actuada por las personas que se interpretan a sí mismas, ya no de forma espontánea, sino de acuerdo a un guión escrito a partir de la realidad vivida.
Las grabaciones de vídeo tomadas por Tom constituyen el otro punto de partida de la película, y Wenders no las borra, sino que las potencia. De ahí que no sólo se inserten en las secuencias iniciales, cuando se narra el momento previo a la decisión de filmar, sino incluso posteriormente, cuando ya ha comenzado el proceso de rodaje. Las imágenes ya no mostrarán a Ray en su lucha contra el cáncer, sino a Wenders y su equipo en su acompañamiento cinematográfico del enfermo. Uno de los momentos en que cine y vídeo se alternan es durante la conferencia que sigue a la proyección de The Lusty Men (1952), en la que el personaje interpretado por Robert Mitchum vuelve a su casa y busca el revólver bajo el suelo de madera, mientras Tom, Susan y Ray esperan en la antesala, conversan y cantan. En la conferencia, Ray explica que todos están inmersos en el proceso de hacer una película con la misma metodología con la que se filmó The Lusty Men, partiendo de un libreto de 26 páginas, y escribiendo cada noche el guión para el día siguiente. Además de reflexionar sobre la realidad y las múltiples formas de aproximarse a ella y, por tanto, de definirla, y de su incomodidad en el sistema de producción hollywodiense, Ray reflexiona sobre los paralelismos también a nivel de contenido entre The Lusty Men y el proyecto en el que está inmerso; el tema de la primera era la “búsqueda de un hogar propio”; el de la actual, el de “un hombre que quiere encontrarse consigo mismo antes de morir, una reconstrucción de la autoestima, un hombre que una vez fue muy exitoso…” Ese hombre imparte ahora una conferencia, actúa para las cámaras (la de vídeo y la de cine) y además mantiene la autoría de sus palabras y de su imagen. Sin embargo, la imagen que de él devuelve la cámara (especialmente la de vídeo) no corresponde a la fortaleza de sus palabras, es, como observa Wenders, la imagen de un hombre que está llegando a su fin, una imagen que sólo la cámara descubre, que no se ve a simple vista.
Esa imagen resulta aún más impactante en la secuencia de vídeo grabada por el propio Wenders en la habitación de hospital a la que Ray ha debido ser trasladado después de una crisis. En ese momento, Wenders confiesa a su amigo las dudas que le han asaltado en los últimos días sobre la conveniencia de seguir filmando: cree que el rodaje les separa y que la película le está provocando un sufrimiento innecesario. Pero Ray se resiste a abandonar, del mismo modo que se niega a privarse de sus puritos, hasta el último momento. La convicción del viejo director provoca entonces un paso adelante de Wenders: reconoce que todo lo filmado hasta el momento es sorprendentemente muy bonito, o más bien, muy decoroso. El decoro es el resultado del miedo, de la inseguridad sobre lo que se quiere o no se quiere mostrar. ¿Cuál es el límite? “Cómo se supera el miedo?”, lee Wenders en el diario que Ray le presta: “Confrontándolo”. Diez años más tarde, el director respondería a una encuesta de Libération:
Una frase de Bela Balázs me emocionó especialmente, cuando habla de la posibilidad (y de la responsabilidad) del cine de “mostrar las cosas como son” y de que el cine puede “salvar la existencia de las cosas”. O Cézanne diciéndonos que “las cosas desaparecen” y que “es necesario apurarse si queremos ver algo…” ¡Algo está pasando, vemos que está pasando, se filma cuando está pasando, la cámara lo mira, lo guarda… la verdad de la mirada en ese momento, la verdad de la existencia de esta cosa, ella no está perdida, mi mirada no se perdió, yo quizás, pero no ese momento de mi vida! [1]
El compromiso con la verdad, con el “mostrar las cosas como son” remite, desde el punto de vista intencional, a las premisas del primer realismo decimonónico, y de forma más inmediata a las que llevaron a los directores neorrealistas a incorporar a sus películas de ficción recursos propios del documental y hacer accesibles a los espectadores imágenes que hasta entonces evitadas por decoro. Quintana recuerda la importancia de una secuencia de Roma, ciudad abierta (1945) de Roberto Rossellini, en que la cámara muestra el rostro desfigurado del líder de la resistencia sometido a tortura. A propósito de esta secuencia, Víctor Erice comentó:
la necesidad de mostrarlo todo, de no callar, nos parecia unida a la noción de crueldad en la escena en que el comunista Manfredi era torturado por un miembro de la Gestapo frente a la mirada de un tercer personaje. Justamente allí donde un cineasta clásico habría utilizado en el noventa y nueve por ciento de los casos, una elipsis, el director de Roma, città aperta no lo hacía. Rossellini no escondía a nuestra mirada el acto del horror, quizá por esto, unos años después, podemos escribir que en aquel preciso instante de Roma, città aperta había nacido el cine moderno.[2]
Wenders trató de adelgazar aún más la brecha que separa lo real de su representación evitando la ficción tanto en la narración como en el reparto, si bien el espacio elegido por Wenders ya no es histórico o público, sino más bien biográfico o privado. Su pretensión no es la de “mostrar la realidad”, sino “mostrar las cosas como son”, profundizar en lo real más allá de sus representaciones aceptadas. De ahí que después de la conversación con Ray en el hospital, Wenders decida prescindir del decoro. A la vuelta de su breve viaje a Hollywood, durante el cual lee el diario de Ray, en el que éste había dejado constancia de su deseo de “experimentar la muerte sin morir”, la película incursiona más decididamente en el terreno de la construcción ficcional, sin por ello ocultar el deterioro real de la salud de Ray y su permanente lucha por continuar trabajando hasta el final.
Se suceden entonces una serie de secuencias teatrales. En la primera se ve a Ray dirigiendo a un actor que interpreta una versión de Informe para una academia, de Kafka. No deja de resultar significativa la elección de Kafka, y de ese texto en concreto, en el contexto de este ejercicio de documentación real de la muerte. A petición del director, el actor evidencia su animalidad, prescinde del decoro, se baja los pantalones, muestra la herida… Cuando pronuncia una de las frases claves en el cuento: “buscaba salida, no libertad”, Ray queda absorto, imaginando también una salida imposible que sólo le permitirá la muerte. Ésta se anuncia en la imagen del junco vacío sobre el río Hudson, ocupado sólo por cámaras y proyectores, que reaparecerá al final de la película portando las cenizas del protagonista.
La segunda secuencia teatral invierte las funciones. Inspirada en El rey Lear de Shakespeare, se ve en ella a Ray en el papel de padre y a una actriz contratada en el papel de Cordelia, mientras que Wenders asume la dirección de esta película en el interior de la película. La escenografía es similar a la que se había visto unos minutos antes con motivo de la recreación de un sueño en el que Wenders ocupaba el lecho de enfermo de Ray en un espacio blanco, impoluto, sólo roto ahora por la presencia caprichosa de un gato negro. Postrado en la cama, Ray, en el papel de Lear, recibe la visita de su hija; él describe el proceso de su enfermedad, la extirpación del cáncer de pecho y la aparición del cáncer del cerebro. La cámara se fija en la mujer real de Ray mientras su hija ficticia pregunta: “¿No tienes miedo?” Él reflexiona un momento y contesta: “¡No!”. Ambos ríen. El texto vuelve entonces a la ficción. “Somos dueños de media Britania y de una parte de nosotros mismos. Y me gusta esa pequeña parte de nosotros mismos que compartimos.”
Un segundo sueño de Wenders es interrumpido por la tercera secuencia teatral, que enfrenta sin mediaciones a los dos directores. Ray lleva un parche en el ojo, recuperado de su caracterización como Andrew Prokasch en El amigo americano. Su aspecto físico es lamentable, está ya al límite de lo soportable, tanto por él como por quienes le acompañan. Consciente de la situación, Ray trata de bromear: “Podríamos hacerlo gracioso si vomitara encima de ti”. Lo intenta, cantando y gritando para provocarse arcadas. Pero desiste. “Estás haciendo que me enferme del estómago”. La escena es una respuesta a directa a la de Kafka, la degradación a la que se somete el actor que interpreta al mono en su enfrentamiento a la Academia tiene su equivalente en la exhibición indecorosa del estado límite de un cuerpo aún sujeto que se resiste a la disociación y que, finalmente, se ve obligado a ordenar: “¡Corten!” Wenders lo desoye en la primera ocasión y la cámara sigue filmando. Ray parece aceptar su destino, pero inmediatamente se reafirma en su decisión. El segundo “¡Corten!” de Ray provoca el oscuro.
La película concluye con un epílogo, sobre el junco chino, tal como había imaginado Ray: en el camarote, el equipo de filmación que comenta el proceso, la decisión de Ray, el final; sobre la cubierta, la urna con sus cenizas, una cámara abandonada, un rollo de película, Susan, vestida de blanco, dejándose acariciar por el viento.
Es lo que queda después del desorden provocado por el relámpago. Wenders trató de seguir su trayectoria asomándose al abismo, pero el agua volvió a repelerlo; la realidad, fiel a la ley matemática de Arquímedes, lo devolvió a la superficie. Vanas fueron sus tentativas de documentación, tanto como las de teatralización: llega un momento en que la imagen debe ir al negro. Ese negro es el límite de la alteridad. Pero llegar hasta ahí no habría sido posible sin asumir un gran riesgo.
El riesgo, del que en todo momento es consciente Wenders, deriva del empeño por documentar el proceso físico, mostrándolo todo, sin por ello convertir en objeto al enfermo, todo lo contrario, manteniéndolo como sujeto. La observación imparcial, propia de la actitud realista, cede paso a un diálogo intersubjetivo; esto obliga al director a introducirse como actor-testigo-interlocutor en su propia película y a multiplicar los planos de realidad. Sólo multiplicando los planos de realidad considera Wenders posible aproximarse a la complejidad de la muerte de su amigo a quien en todo momento trata de mantener como co-director, co-autor, que está a la vez delante y detrás de la cámara.
José A. Sánchez, 2005
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