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La danza que se toca (2008)

Sobre Solo a ciegas (con lágrimas azules) de Olga Mesa

Olga Mesa ha compuesto una pieza escénica que funciona como un objeto, o más bien como una construcción cuidadosamente realizada mediante el agregado de pequeños pero sólidos objetos. Los objetos son inmateriales, existen sólo cuando el espectador asume que ya no está ahí para mirar, sino para tocar lo que en su imaginación se va conformando. La coreógrafa de los ojos cerrados no puede ver y las imágenes que crea no son para ser vistas: si en la danza conceptual la visión imaginaria sustituye la inmediatez estética del cuerpo en movimiento, en la “danza a ciegas” de Olga Mesa, es el tacto imaginario el único sentido que permite un vínculo directo entre el espectador y el artista.

Desde Daisy Planet Olga Mesa se ha interesado por invitar al público a abandonar la mirada de quien contempla y compartir con la intérprete la mirada de quien actúa. Mediante las proyecciones de circuito cerrado, la coreógrafa jugaba a invertir las miradas: mostrar al espectador la posibilidad de usar el cuerpo para ver y la mirada para tocar. El recurso a reflejar al espectador en escena se repite en Solo a ciegas, pero de una manera oblicua, por medio de pequeños espejos dispuestos en los laterales del escenario. El espectador puede descubrirse a sí mismo nada más llegar al teatro, o puede tal vez ni darse cuenta de que su imagen está siendo reflejada en ese espejo. Lo que ocurre en el espacio intermedio es responsabilidad suya.

En Suite au dernier mot, la decepción del espectador mirón llegaba a su extremo en el momento en que Olga abandonaba la escena y ésta era ocupada sólo por el sonido directo. El “fuera de campo” sería desde entonces el núcleo de sus investigaciones. ¿Cómo vemos aquello que no vemos? ¿Qué conocimiento reside en la invisibilidad? En lo que incide Olga Mesa es en la falsa identificación entre oscuridad y vacío, entre invisibilidad y ausencia. Con los ojos cerrados, ella recibe al público. Su ausencia de visión es inversamente proporcional a la intensidad de su presencia para el espectador en escena. Pero ¿qué está viendo? ¿Cómo puede el espectador ir más allá de ese cuerpo temporalmente ciego y participar de la visión que ahora se le niega?

Los ojos cerrados de la coreógrafa nos anuncian que la suya no será una pieza de cuerpos que componen imágenes, sino más bien la pieza de un cuerpo que maneja la luz y el tiempo para componer objetos. Las imágenes son sustituidas por objetos, pero los objetos son construidos mediante una combinación de inmaterialidad (luz) y efimeridad (tiempo). La solidez está reservada al cuerpo. Sin embargo, el cuerpo parece ausente, extrañado, como si actuara independencia de la subjetividad que se le supone en cuanto cuerpo de autora, desplazada ahora al espacio inmaterial que sólo con los ojos cerrados el espectador podría compartir.

Mediante los largos oscuros, Olga Mesa fuerza al espectador a cerrar también los ojos. Por si esto no fuera suficiente, ya al principio del solo su cuerpo obstruye el chorro de luz que muestra los fragmentos cinematográficos, recuperados de forma indirecta, oblicua, como la imagen misma del público, y como ésta, arbitrariamente recortada sobre un espejo. Al interferir con su cuerpo-carne la imagen cinematográfica, Olga Mesa parece insistir en la materialidad del cine, incluso cuando el soporte es ya electrónico y su imagen el resultado de una multiplicación de reflejos.

El cine es luz y el cuerpo es memoria. En la memoria del cuerpo habita el dolor de aquellos a quienes no se conoció. Habita también el impulso animal, la naturaleza extraña (y sin embargo reconocible en alguna de nuestras zonas oscuras). Y habita la disciplina, la disciplina conocida (la de nuestra educación como ciudadanos y como autores o consumidores de experiencias estéticas), la disciplina por conocer (la bailarina de tango, como víctima de una tortura). La memoria no se muestra en imágenes; se manifiesta primariamente como eco, como sonidos que retornan: imposible controlar su estructura, o prever su frecuencia. Las imágenes están ahí, debemos interpretar su flujo para escuchar. Olga Mesa invita a un juego de silencio, de referencias cruzadas, de penetración en el otro.

Y el espectador durante largos minutos privado de su condición de tal, comienza a disfrutar estéticamente en el momento en que sus ojos se acostumbran a la oscuridad, cuando comprende que las imágenes documentales que fragmentariamente observa no le devuelven la realidad, sino la memoria (la memoria reside siempre en el cuerpo), cuando comprende que la extrañeza del movimiento no es el resultado de construcciones caprichosas, sino una destilación de lo que nos resulta más próximo, y que ese cuerpo disfrazado o disciplinado es un deseo que tanto como un recuerdo, que no se construye en escena, que está en nosotros, muy cerca, y que lo podemos tocar. La experiencia estética se produce cuando el espectador asume que las lágrimas azules no son metafóricas ni líquidas, sino sólidas, escultóricas, y que, para comprender, debe cerrar los ojos y extender las manos hacia la oscuridad de su imaginación.

José A. Sánchez, 2008

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La construcción del accidente (2006)

Sobre The real fiction de Cuqui Jerez

 

The real fiction es una puesta en abismo basada en una minuciosa construcción formal y un humor disparatado que se nutre de los archivos compartidos por  la generación “postcinema”. El accidente, modo habitual de irrupción de lo real en la ficción construida, se desvela una y otra vez como construcción que destruye la ficción previa (en sí misma una construcción falsa) y elabora una nueva ficción, abstracta, compuesta de pequeños fragmentos robados de grandes ficciones. El “fake” cinematográfico se instala en el escenario, sólo que no se trata de un ejercicio crítico sobre los mecanismos de construcción de realidad ni de una huida hacia delante en los terrenos de la ciencia ficción y la hiperrealidad, sino de una propuesta lúdica, de una comedia absurda que utiliza códigos, experiencias e informaciones propias del espectador del siglo XXI.

Dos actrices se entregan a la realización de una partitura de precisión con objetos cotidianos, espacios y tiempos rigurosamente marcados e instrumentos de baja tecnología que, obviamente, comportan un gran riesgo de error. Quien ha visto los anteriores trabajos de Cuqui Jerez y otras artistas de su generación puede imaginar cómo se desarrollará la construcción de la imagen y se prepara para esperar pacientemente la llegada del “anverso” que lo explique todo. Pero sobreviene el accidente, representado con naturalidad rayana en la verosimilitud (“verosimilitud”, ¡qué palabra tan antigua!), y el espectador se ve obligado a cancelar la atención, a interrumpir su propia programación de tiempo y redoblar los esfuerzos por observar lo incomprensible. Pronto advierte que su primera expectativa no tenía sentido, que estas chicas tan formales se entregan ahora a la construcción del accidente con la misma convicción con la que antes se entregaron a la construcción de una imagen que, empezamos a sospechar, no conducía a ninguna ficción revertida.

Tras el segundo accidente, el espectador se prepara para descifrar los códigos de la propuesta al tiempo que se da cuenta de que la supuesta formalidad de las actrices manipuladoras podría ser tan ficticia, es decir, tan construida como los pequeños accidentes exhibicionistas o los guiños sádicos. ¿Quiénes son las actrices? ¿Esas jóvenes previsibles que siguen el camino marcado, hablan contenidamente, renuncian al poder de la escena al reconocer sus problemas y sus errores y continúan su trabajo como si se encontraran en un ejercicio de clase en vez de en un acto público? ¿O lo que se adivina en el juego de la sangre, los tangas, el travestismo, el pecho al descubierto y su indiferencia ante el dolor, la destrucción e incluso la muerte del otro?

Se puede decir que en esta pieza, todo es falso, hasta la falsedad, y sin embargo no faltan momentos en que el espectador siente el vértigo de lo real que se desliza hacia el patio de butacas de manera amenazante: ¿será que por fin somos conscientes de que la hiperrealidad tiene un límite y que antes o después sobrevendrá un choque mucho más impactante que el de los objetos que caen, los telones que se desprenden o los focos que estallan. De ahí la paradoja de que una pieza tan aparentemente ingenua como ésta, en su ejecución y en sus materiales, ponga tan en evidencia la ingenuidad de ficciones absolutas tipo Matrix, donde lo real queda desplazado fuera de la experiencia estética y la sorpresa reducida a unos burdos golpes de efecto.

En The real fiction, en cambio, el espectador que ya ha asistido pacientemente a tres repeticiones y que empieza a abandonarse a los pequeños placeres de esta “comedia de los errores”, puede verse desconcertado cuando la directora de la pieza pide voluntarios para cantar el karaoke de Abba, y no puede evitar sentir, por más evidente que sea la profesionalidad del espontáneo, la amenaza de un desplazamiento definitivo de la acción hacia el patio de butacas. Así ocurre, en parte, sólo que por la intervención de nuevos extras que introducen nuevos dobleces en la pantalla de la ficción, espectadores “reales” que recitan su texto con la misma falsa candidez que las actrices ejecutaron en la primera repetición sus acciones, y técnicos y acomodadores “ficticios” que se entregan a la disparatada tarea de desmontar el teatro para poner al descubierto sus recursos ficcionales o interrumpir la función para acortar su tiempo.

El escenario desmontado, el tiempo destruido, la acción y la imagen sustituida por la descripción acelerada que lleva a prescindir (sólo ficticiamente) de la intervención del vehículo (real) utilizado por los dos bomberos (ficticios) y la narración del gran disparate final, la fiesta de la destrucción tan habitual en las pantallas, aquí narrada con prudencia y un justo entusiasmo. Una vez más, la corrección de las intérpretes, en este caso de la directora (en el papel de falso extra), que aceptan la necesidad de acortar su pieza para no robar tiempo al espectáculo siguiente, se ve contrastada por esa maligna complacencia en el voyeurismo apocalíptico en el que nos situamos. En esta ocasión toca reírse, no lamentarse. Y es el humor lo que sostiene la pieza, pero no lo que la justifica: la justificación está en otra parte: en ese fondo real que las pantallas anuncian, que las construcciones señalan y que no tiene sentido hacer visible para no convertirlo en espectáculo. Ya somos demasiado viejos, históricamente viejos, y podemos construir nuestras propias ficciones con la misma enérgica juventud con la que podemos construir nuestros proyectos. De vez en cuando, sienta bien reírse con inteligencia.

José A. Sánchez
Madrid, 9 de septiembre de 2006
Publicado con el título «La construcción del accidente», en Cairon. Revista de ciencias de la danza nº 9, pp. 55-56. ISSN: 1135-9137

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La Commune (Paris, 1871) (1999)

Comentario a la película de Peter Watkins

 Peter Watkins rodó en 1999 una de las películas más extrañas y estimulantes de la historia reciente en el Centro de Acción Cultural de Montreuil, una fábrica abandonada que se había levantado sobre los terrenos ocupados en otro tiempo por el primer estudio de cine de la historia construido en 1897 por el mago Georges Mélies en ahora sede de La Parole Errante, la compañía fundadaza por el dramaturgo y director Armand Gatti. Watkins no pudo evitar una cierta identificación con Mélies, que acabó sus días pobre, vendiendo juguetes en un quiosco junto al Sena, después de haber sido uno de los más importantes realizadores de los primeros tiempos y haber contado con la colaboración de grandes personalidades para la recreación cinematográfica de acontecimientos históricos como Le Couronement d’Eduard VII (1901). El propio Watkins, que también había producido (para la BBC) recreaciones históricas como Culloden(1964) y obtenido un óscar por su documental de ficción War Game (1965), se vio progresivamente marginado tanto de la televisión como de la industria cinematográfica. Su posición era similar a la de Armand Gatti: dramaturgo de prestigio a quien, por su vocación de intervención social y política radical, sólo se consentía una producción en los márgenes. Y como a Armand Gatti, también a Watkins le interesaba la reflexión sobre la historia para criticar el presente, así como el trabajo con actores no profesionales.

Para el rodaje de La Commune (Paris, 1871), Watkins reclutó a doscientas veinte personas, de las cuales más de la mitad carecían de experiencia como actores. No era la primera vez que Watkins trabajaba con no profesionales: lo había hecho ya en su segunda película, The forgotten faces (1961) y continuaría haciéndolo en sus producciones posteriores. El trabajo de Watkins con personas sin experiencia interpretativa presenta rasgos distintos a los que se pueden reconocer en las películas neorrealistas [1]: no se trata de aproximarse a la realidad inmediata mediante la eliminación de la interpretación y la búsqueda de una máxima proximidad entre actor y personaje, sino más bien, precisamente, la puesta en evidencia del aparato representacional que convierte en verosímil la ficción. Los actores de Watkins no tienen que representarse a sí mismos, sino, por lo general, a personas corrientes situadas en contextos o situaciones históricas diferentes en los que tratan de reaccionar con una naturalidad imposible: es en el choque de la naturalidad y las carencias interpretativas, entre lo espontáneo y lo defectuoso donde aparece un elemento de discurso sumamente interesante para el realizador inglés.

Por otra parte, los actores no profesionales no son instrumentalizados meramente para la dramatización de un suceso histórico o la representación de una ficción verosímil, sino que son invitados, como los actores brechtianos, a implicarse críticamente en la fábula y hacer visible su propio discurso. En La Commune esto resulta especialmente visible: a medida que avanza la película, las discusiones entre los actores en el papel de ciudadanos del París de 1871 van centrándose en temas de interés actual: la religión, la situación de la mujer, los modos de organización social, la educación, la violencia…

La película presenta, haciendo uso de diferentes procedimientos narrativos y dramáticos, los acontecimientos ocurridos en París entre el 18 marzo de 1871, cuando Thiers trató de apoderarse en vano del cañón de la Guardia Nacional en Motmartre, y el 21 de mayo del mismo año, inicio de la “semana sangrienta”, durante la cual murieron entre veinte y treinta mil personas como consecuencia de la decisión tomada por el gobierno desde su sede provisional en Versalles de lanzar contra población de París un gobierno de trescientas mil soldados.

José A. Sánchez

 

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Todos los buenos espías tienen mi edad

Reseña de la pieza de Juan Domínguez. Publicada en AVAE, 2003

La función del espectador es la del lector. Pero la lectura está condicionada por un tiempo y una presencia, que impone el manipulador de las cartulinas, un cuerpo neutro en quien, sin embargo, se reconoce al autor del texto.

Convertir al espectador en lector durante una hora y media puede parecer un ejercicio demasiado arriesgado, casi un acto de crueldad. Sin embargo, el resultado es brillante.
El contenido de las cartulinas escritas trata de reproducir el proceso creativo de la pieza. El proceso de construcción de la pieza se convierte en objeto, y ese objeto es la pieza misma, que se cierra sobre sí en contra de lo que el proceso anuncia.
Como todo proceso, el de Juan Domínguez está plagado de interrupciones, dispersiones, vacilaciones, contaminado por impresiones cotidianas, recuerdos, vivencias emocionales, golpes de realidad y sometido a la disciplina que el propio autor se impone a nivel de tiempo, espacio, código… El despliegue del proceso podría haber dado lugar a una presentación sin límites, a un espectáculo amorfo, expandido en el tiempo y en el espacio. O bien a un espectáculo comprimido y recargado, una acumulación difícilmente penetrable para el espectador.
Pero Juan Domínguez encuentra en la escritura convertida en imagen un medio adecuado para vehicular su discurso: la adecuación entre los materiales y el formato resulta perfecta.
El autor-manipulador consigue que el espectador penetre poco a poco, sin quererlo y con placer, en los vaivenes del proceso creativo, hasta dimensiones muy profundas, y que se sienta cómodo ahí.
A pesar de que el acomodo que se le ofrece es algo a primera vista tan incómodo como el juego de los códigos. Porque toda la pieza no es más que la codificación de un proceso coreográfico interrumpido antes de su materialización física. Y ello produce un tránsito constante entre los códigos de la literatura, el vídeo y la danza (teatro).
Al mismo tiempo que el espectador va leyendo las cuartillas, realiza una doble lectura. Por una parte, lee el proceso de trabajo. Por otra parte, puede hacer una lectura del código mismo, y trazar puentes con otros códigos: hacia las fotos de Santos, las novelas no escritas de Borges, los proyectos de vidas de Sophie Calle… y tantas otras. Y todo va penetrando en el discurso, en una enriquecedora mezcla de experiencia personal y ampliación libre.
La sencillez del planteamiento es síntoma de una complejidad controlada, y por ello resulta tan eficaz. Hay textos de una fuerza irresistible, y momentos en que los saltos de lo vivido a lo soñado y a lo metalingüístico resultan sorprendentes. Lo anecdótico se convierte en signo. Y la experiencia cotidiana, sin perder su cotidianidad, adquiere rango de discurso.
Igualmente eficaz resulta la alternancia de la cotidianidad, la biografía, la biografía imaginada, en cruce constante con la construcción, que tiene su correlato en la transformación escénica del autor-manipulador. Y esto es lo más interesante, que, a pesar del nivel conceptual del discurso, siga siendo tan necesaria esa presencia, tan determinante en la recepción.
El final, cuando el autor, a quienes nos hemos acostumbrado a ver como mero manipulador, se levanta y se pone una máscara de sí mismo a la edad de setenta años (replicando la imagen deformada de su rostro envejecido que antes ha proyectado como final de su biografía fotográfica) tiene la función de subvertir la temporalidad y el sistema espectacular creado durante la pieza situándonos ante un final que en realidad es un principio.

José A. Sánchez
Madrid, 2003

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