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Estética relacional

Comentario al libro de Nicolas Bourriaud

El punto de partida es la constatación del desarrollo de lo que Guy Debord había descrito treinta años atrás como “sociedad del espectáculo”: el control ya no de los medios de producción y de comunicación sino de los canales de relación intersubjetiva han llevado a la inclusión de los usuarios o consumidores en el interior del propio espectáculo. La extensión de la interactividad a la cotidianidad económica, política y mediática ha producido la falsa idea de incorporación de los usuarios a los mecanismos de toma de decisión y poder; en realidad, lo que se ha producido no es la conversión del usuario en actor (agente), sino su conversión en figurante. El resultado sería la transformación de la sociedad del espectáculo en una “sociedad de figurantes”, en la que éstos, no obstante, habrían (habríamos) quedado aún más reducido a la condición de consumidores “de tiempo y de espacio”.

La insistencia en la actuación de los otros y en la cesión de autoría a los otros por parte de muchos de los artistas anteriormente tratados podría entonces ser entendida como una respuesta a esa figuración masiva que en la sociedad actual provoca el traslado de la relación intersubjetiva a la relación falsamente interactiva con aquello que se consume y que no necesariamente es objetual, sino que puede ser incluso una duración. Según Bourriaud, y en contra de lo que pensaba Debord, “la práctica artística aparece hoy como un rico terreno de experimentación social, como un espacio en parte preservado a la uniformización de los comportamientos”, en el cual son posibles lo que Bourriaud denomina “utopías de proximidad”.

La actividad artística es descrita por Bourriaud no en términos de producción, sino en términos de juego y organización. “El arte”, sostiene, “es la organización de presencia compartida entre objetos, imágenes y gente”, pero también “un laboratorio de formas vivas que cualquiera puede apropiar”. Según su propuesta, el arte se instala en el intersticio social, esa zona (según Marx) de actividad económica que escapa a la regulación; la obra de arte es en sí misma un intersticio social. Y lo que la obra de arte propone es un modelo de organización, una forma, algo que puede ser trasladado a la vida cotidiana, o algo que puede ser apropiado por el receptor, ya no concebido como espectador pasivo, sino como agente que interactúa con la propuesta. Para él la actividad artística es un juego que precisa de la participación del receptor, no ya para adquirir sentido sino incluso para existir. En este contexto, el artista aparece ya no como “autor”, sino más bien como “incubador” o “conceptor”, abierto a un proceso marcado por la “promiscuidad de las colaboraciones”.[1]

La obra, por su parte, carece de esencia, no es un objeto, sino más bien una “duración”, el tiempo en que se produce el encuentro. Obviamente, lo relacional está íntimamente ligado a lo performativo, y al mismo tiempo comporta una disolución de los límites entre las artes del tiempo (la música, la danza, el teatro) y las artes del espacio (las artes plásticas). “Ya no se puede considerar la obra contemporánea como un espacio a recorrer. La obra se presenta más bien como una “duración” que debe ser vivida, como una apertura a la discusión ilimitada.” [2]

Frente a las formas de vivencia caracterizadas por la personalización de menús y las formas de relación caracterizadas por la mediación dirigida, el arte podría generar nuevas formas de relación inmediatas, tanto entre el espectador y la obra como entre los individuos que coinciden en el espacio generado por la obra. En muchas prácticas contemporáneas descritas por Bourriaud, esa coincidencia, “el estar-juntos”, se convierte en tema central, porque de lo que se trata es de la posibilidad de elaborar colectivamente el sentido. “El arte”, sostiene el autor, “es un estado de encuentro.” “La esencia de la práctica artística radicaría entonces en la invención de relaciones entre sujetos; cada obra de arte encarnaría la proposición de habitar un mundo en común, y el trabajo de cada artista, un haz de relaciones con el mundo que a su vez generaría otras relaciones, y así hasta el infinito.”  [3]

Tal invención de relaciones podría realizarse de dos maneras: mediante la generación de espacios y momentos de sociabilidad, o mediante la creación de “objetos productores de sociabilidad”. Bourriaud recoge y comenta multitud de ejemplos de estos dos tipos de obras, realizados por artistas que han desplazado su interés de la producción de imágenes o formas materiales a la producción de formas de organización y relación.

Si las artes escénicas parecían obligadas a compensar importantes desventajas respecto a la fotografía o el cine en su esfuerzo por restituir la realidad, se diría en cambio que ofrecen un medio óptimo para el cumplimiento de este nuevo objetivo fijado a la actividad artística. En primer lugar por la naturaleza colectiva de lo escénico; en segundo lugar por la centralidad de lo lúdico en su definición (evidente en la coincidencia terminológica que se produce en numerosos idiomas entre ambos ámbitos de actividad, el teatro y el juego).[4] Toda producción escénica es siempre, en el interior del proceso, “una producción de formas de organización y relación”. Ahora bien, en este contexto habrá que tener en cuenta quién, cómo y qué organiza. En relación al quién, las dramaturgias de creación colectiva de los sesenta indicaron un camino para la disolución de la autoría en un colectivo. En relación al cómo, la danza y el teatro gestual mostraron la posibilidad de crear un sentido colectivo no solo mediante la palabra, sino también mediante el movimiento, el cuerpo y la imagen. Y en relación al qué, en los últimos años se descubrió el modo de poner los recursos escénicos al servicio de procesos de organización realizados directamente en la esfera de lo social.

La posibilidad de establecer ese espacio de encuentro en el interior del proceso artístico, invitando a quienes habitualmente son espectadores a participar en el mismo, choca contra la inevitable tensión hacia el resultado, hacia el momento de presentación, donde una vez más se repite la división entre actores y espectadores. La cuestión sería entonces observar hasta qué punto ese objeto llamado espectáculo, construido mediante el diálogo con los otros y el tejido de una estructura de relaciones, puede a su vez funcionar como “productor de sociabilidad”.

Esta cuestión reedita la que se produjo en los años sesenta, en los momentos fundadores de la sociedad del espectáculo. Entonces, la alergia a lo espectacular motivó un desplazamiento hacia la improvisación, la no ficcionalidad, la participación y la adopción de modos de exhibición de la creación escénica que se aproximaban a los de la artes visuales o la literatura oral. Un proceso que coincidió con el interés de los artistas visuales por adoptar procedimientos propios de lo escénico en sus propuestas de acciones, happenings y arte corporal. En ambos casos, la ruptura del formato era solidaria con la intención de romper los límites de la institución y disolver la actividad artística en el espacio social. Sin embargo, la respuesta a esa cuestión, en el contexto de la sociedad de los figurantes, es, como observa Bourriaud, muy diferente: “el problema ya no es ampliar los límites del arte, sino probar las capacidades de resistencia del arte en el interior del campo social global”.[5] Es decir, se trata de mantener una actividad artística autónoma en el interior de la cual sea posible plantear una práctica de resistencia frente a los modelos hegemónicos de relación y sociabilidad. Consecuentemente, tampoco se trata de romper definitivamente con lo espectacular o con lo objetual, sino de proponer lo espectacular y lo objetual como generadores de acción.

El arte de los noventa y de los primeros años del siglo XXI no renuncia al objeto, no apuesta necesariamente por la inmaterialidad ni por la procesualidad en el interior de la obra, pero tampoco considera el objeto como final de la propuesta: es el objeto (o los objetos en múltiples formatos y combinaciones) el que provoca la acción de aquel o aquellos con quienes entra en relación y a quienes anima a una relación y una organización formal, y es finalmente esa organización formal la que cumple el objetivo de la obra artística. Aunque también cabe la posibilidad inversa: la consideración del objeto o del espectáculo en cuanto documento de un proceso de relaciones previas sin que de ello se deduzca la total desvalorización de lo que se muestra al final, y que se contempla más bien como límite, y no ya como huella, pero tampoco como resultado o producto.

 

José A. Sánchez

 

Nicolás Bourriaud, L’esthétique relationnelle, Les presses du réel, 1997.

 

[1] Hal Foster, “Arte festivo”, Otra parte, nº 6 (invierno 2005), pp. 2 y 3 y R. Laddaga, art. cit., p. 11.

[2] Nicolas Bourriaud, Esthétique relationnelle, Presses du réel, 1998, p. 15
[3] Idem, 16-18.
[4] “Jeu” utilizado en francés en el sentido de “actuación”, o “play” utilizado en inglés como verbo en el sentido de “actuar” y como sustantivo en el sentido de “obra teatral”.
[5] Idem, p. 31.

>> Ver también Prácticas de lo real (2007)

 

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Relámpago sobre el agua (1979)

Comentario a la película de Wim Wenders y Nicholas Ray

Relámpago sobre el agua, la película que Wim Wenders y Nicholas Ray realizaron entre abril y junio de 1979, durante las semanas previas a la muerte de éste, constituye probablemente una de las tentativas más arriesgadas de ir más allá del límite fijado por los realismos en la representación de la muerte sin abandonar por ello la pretensión realista.

La película comienza con la escenificación de la llegada del propio Wenders a la casa de Ray, enfermo terminal de cáncer, en Nueva York. Ray no está sólo, le acompañan su mujer, Susan, y su amigo Tom Farell. Sin embargo, la primera imagen que el espectador recibe de él, y que Wenders se resiste a mirar, es la de un hombre solo en resistir a la enfermedad que le condena, abrumado por los obstáculos que su propio cuerpo le interpone, y solo también en la lucha por mantener hasta el final la dignidad. La compañía de los otros puede aliviar el sufrimiento, pero no cabe esperar relevos en la lucha contra el agostamiento de la vida en el propio cuerpo.

Las secuencias iniciales representan aparentemente un fragmento de realidad, la llegada de Wenders al apartamento de Ray en el amanecer del 8 de abril de 1979, un efecto reforzado por la voz en off del director, que relata el encuentro y las impresiones que el mismo le producen como una confesión de hechos reales. Se trata de una representación en la que los actores coinciden con los protagonistas de los hechos reales. Pero Wenders, consciente de la diferencia insalvable entre la realidad y su representación, insiste en mostrar desde el primer momento el aparato de ficción inevitablemente asociado a la filmación cinematográfica para de ese modo facilitar al espectador la tarea de seguir siendo capaz de diferenciar lo real de lo construido. Fragmentos de material bruto aparecerán en las tomas de vídeo realizadas por Tom, previas al rodaje de la película, y que serán incrustadas rompiendo tanto por su calidad como por su diferente nivel de realidad la narración fílmica. En ésta se verán algunas de esas secuencias bien filmadas y al propio Tom en el ejercicio de la grabación.

La distancia entre lo real y la realidad construida para ser filmada está marcada por la distancia entre las secuencias de vídeo y la película en su conjunto realizada por Wenders, con la colaboración de Sam Shepard en el guión, y del propio Ray en la dirección (asistido por Jim Jarmush). A diferencia de las secuencias de vídeo, las de cine requieren iluminación, actuación y puesta en escena, obligan a convertir el espacio privado de la casa de Ray en un plató público: frente a la mirada furtiva de Tom con su cámara de video, Wenders debe utilizar un gran aparato. Para que el espectador pueda reconstruir la inmediatez de la experiencia, es preciso hacerle consciente de todos los elementos de mediación utilizados.

La gestación de la película está incluida en las secuencias iniciales de la misma. La idea surge durante una conversación entre Ray y Wenders. El primero cuenta al segundo su proyecto de guión sobre la vida de un pintor, en el que resulta fácilmente reconocible al propio Ray. Wenders le propone que renuncie a ocultarse detrás de su personaje, que presente a su protagonista como un director de cine. El siguiente paso será prescindir del actor que represente al director y actuar él mismo, no como en El amigo americano, la anterior colaboración Ray-Wenders, interpretando a un personaje ficticio, sino manteniendo su identidad. La película resulta de esta decisión que aparece representada en su interior: y es que esta secuencia, como todas las demás, ha sido escenificada, repetida, actuada por las personas que se interpretan a sí mismas, ya no de forma espontánea, sino de acuerdo a un guión escrito a partir de la realidad vivida.

Las grabaciones de vídeo tomadas por Tom constituyen el otro punto de partida de la película, y Wenders no las borra, sino que las potencia. De ahí que no sólo se inserten en las secuencias iniciales, cuando se narra el momento previo a la decisión de filmar, sino incluso posteriormente, cuando ya ha comenzado el proceso de rodaje. Las imágenes ya no mostrarán a Ray en su lucha contra el cáncer, sino a Wenders y su equipo en su acompañamiento cinematográfico del enfermo. Uno de los momentos en que cine y vídeo se alternan es durante la conferencia que sigue a la proyección de The Lusty Men (1952), en la que el personaje interpretado por Robert Mitchum vuelve a su casa y busca el revólver bajo el suelo de madera, mientras Tom, Susan y Ray esperan en la antesala, conversan y cantan. En la conferencia, Ray explica que todos están inmersos en el proceso de hacer una película con la misma metodología con la que se filmó The Lusty Men, partiendo de un libreto de 26 páginas, y escribiendo cada noche el guión para el día siguiente. Además de reflexionar sobre la realidad y las múltiples formas de aproximarse a ella y, por tanto, de definirla, y de su incomodidad en el sistema de producción hollywodiense, Ray reflexiona sobre los paralelismos también a nivel de contenido entre The Lusty Men y el proyecto en el que está inmerso; el tema de la primera era la “búsqueda de un hogar propio”; el de la actual, el de “un hombre que quiere encontrarse consigo mismo antes de morir, una reconstrucción de la autoestima, un hombre que una vez fue muy exitoso…” Ese hombre imparte ahora una conferencia, actúa para las cámaras (la de vídeo y la de cine) y además mantiene la autoría de sus palabras y de su imagen. Sin embargo, la imagen que de él devuelve la cámara (especialmente la de vídeo) no corresponde a la fortaleza de sus palabras, es, como observa Wenders, la imagen de un hombre que está llegando a su fin, una imagen que sólo la cámara descubre, que no se ve a simple vista.

Esa imagen resulta aún más impactante en la secuencia de vídeo grabada por el propio Wenders en la habitación de hospital a la que Ray ha debido ser trasladado después de una crisis. En ese momento, Wenders confiesa a su amigo las dudas que le han asaltado en los últimos días sobre la conveniencia de seguir filmando: cree que el rodaje les separa y que la película le está provocando un sufrimiento innecesario. Pero Ray se resiste a abandonar, del mismo modo que se niega a privarse de sus puritos, hasta el último momento. La convicción del viejo director provoca entonces un paso adelante de Wenders: reconoce que todo lo filmado hasta el momento es sorprendentemente muy bonito, o más bien, muy decoroso. El decoro es el resultado del miedo, de la inseguridad sobre lo que se quiere o no se quiere mostrar. ¿Cuál es el límite? “Cómo se supera el miedo?”, lee Wenders en el diario que Ray le presta: “Confrontándolo”. Diez años más tarde, el director respondería a una encuesta de Libération:

Una frase de Bela Balázs me emocionó especialmente, cuando habla de la posibilidad (y de la responsabilidad) del cine de “mostrar las cosas como son” y de que el cine puede “salvar la existencia de las cosas”. O Cézanne diciéndonos que “las cosas desaparecen” y que “es necesario apurarse si queremos ver algo…” ¡Algo está pasando, vemos que está pasando, se filma cuando está pasando, la cámara lo mira, lo guarda… la verdad de la mirada en ese momento, la verdad de la existencia de esta cosa, ella no está perdida, mi mirada no se perdió, yo quizás, pero no ese momento de mi vida! [1]

El compromiso con la verdad, con el “mostrar las cosas como son” remite, desde el punto de vista intencional, a las premisas del primer realismo decimonónico, y de forma más inmediata a las que llevaron a los directores neorrealistas a incorporar a sus películas de ficción recursos propios del documental y hacer accesibles a los espectadores imágenes que hasta entonces evitadas por decoro. Quintana recuerda la importancia de una secuencia de Roma, ciudad abierta (1945) de Roberto Rossellini, en que la cámara muestra el rostro desfigurado del líder de la resistencia sometido a tortura. A propósito de esta secuencia, Víctor Erice comentó:

la necesidad de mostrarlo todo, de no callar, nos parecia unida a la noción de crueldad en la escena en que el comunista Manfredi era torturado por un miembro de la Gestapo frente a la mirada de un tercer personaje. Justamente allí donde un cineasta clásico habría utilizado en el noventa y nueve por ciento de los casos, una elipsis, el director de Roma, città aperta no lo hacía. Rossellini no escondía a nuestra mirada el acto del horror, quizá por esto, unos años después, podemos escribir que en aquel preciso instante de Roma, città aperta había nacido el cine moderno.[2]

Wenders trató de adelgazar aún más la brecha que separa lo real de su representación evitando la ficción tanto en la narración como en el reparto, si bien el espacio elegido por Wenders ya no es histórico o público, sino más bien biográfico o privado. Su pretensión no es la de “mostrar la realidad”, sino “mostrar las cosas como son”, profundizar en lo real más allá de sus representaciones aceptadas. De ahí que después de la conversación con Ray en el hospital, Wenders decida prescindir del decoro. A la vuelta de su breve viaje a Hollywood, durante el cual lee el diario de Ray, en el que éste había dejado constancia de su deseo de “experimentar la muerte sin morir”, la película incursiona más decididamente en el terreno de la construcción ficcional, sin por ello ocultar el deterioro real de la salud de Ray y su permanente lucha por continuar trabajando hasta el final.

Se suceden entonces una serie de secuencias teatrales. En la primera se ve a Ray dirigiendo a un actor que interpreta una versión de Informe para una academia, de Kafka. No deja de resultar significativa la elección de Kafka, y de ese texto en concreto, en el contexto de este ejercicio de documentación real de la muerte. A petición del director, el actor evidencia su animalidad, prescinde del decoro, se baja los pantalones, muestra la herida… Cuando pronuncia una de las frases claves en el cuento: “buscaba salida, no libertad”, Ray queda absorto, imaginando también una salida imposible que sólo le permitirá la muerte. Ésta se anuncia en la imagen del junco vacío sobre el río Hudson, ocupado sólo por cámaras y proyectores, que reaparecerá al final de la película portando las cenizas del protagonista.

La segunda secuencia teatral invierte las funciones. Inspirada en El rey Lear de Shakespeare, se ve en ella a Ray en el papel de padre y a una actriz contratada en el papel de Cordelia, mientras que Wenders asume la dirección de esta película en el interior de la película. La escenografía es similar a la que se había visto unos minutos antes con motivo de la recreación de un sueño en el que Wenders ocupaba el lecho de enfermo de Ray en un espacio blanco, impoluto, sólo roto ahora por la presencia caprichosa de un gato negro. Postrado en la cama, Ray, en el papel de Lear, recibe la visita de su hija; él describe el proceso de su enfermedad, la extirpación del cáncer de pecho y la aparición del cáncer del cerebro. La cámara se fija en la mujer real de Ray mientras su hija ficticia pregunta: “¿No tienes miedo?” Él reflexiona un momento y contesta: “¡No!”. Ambos ríen. El texto vuelve entonces a la ficción. “Somos dueños de media Britania y de una parte de nosotros mismos. Y me gusta esa pequeña parte de nosotros mismos que compartimos.”

Un segundo sueño de Wenders es interrumpido por la tercera secuencia teatral, que enfrenta sin mediaciones a los dos directores. Ray lleva un parche en el ojo, recuperado de su caracterización como Andrew Prokasch en El amigo americano. Su aspecto físico es lamentable, está ya al límite de lo soportable, tanto por él como por quienes le acompañan. Consciente de la situación, Ray trata de bromear: “Podríamos hacerlo gracioso si vomitara encima de ti”. Lo intenta, cantando y gritando para provocarse arcadas. Pero desiste. “Estás haciendo que me enferme del estómago”. La escena es una respuesta a directa a la de Kafka, la degradación a la que se somete el actor que interpreta al mono en su enfrentamiento a la Academia tiene su equivalente en la exhibición indecorosa del estado límite de un cuerpo aún sujeto que se resiste a la disociación y que, finalmente, se ve obligado a ordenar: “¡Corten!” Wenders lo desoye en la primera ocasión y la cámara sigue filmando. Ray parece aceptar su destino, pero inmediatamente se reafirma en su decisión. El segundo “¡Corten!” de Ray provoca el oscuro.

La película concluye con un epílogo, sobre el junco chino, tal como había imaginado Ray: en el camarote, el equipo de filmación que comenta el proceso, la decisión de Ray, el final; sobre la cubierta, la urna con sus cenizas, una cámara abandonada, un rollo de película, Susan, vestida de blanco, dejándose acariciar por el viento.

Es lo que queda después del desorden provocado por el relámpago. Wenders trató de seguir su trayectoria asomándose al abismo, pero el agua volvió a repelerlo; la realidad, fiel a la ley matemática de Arquímedes, lo devolvió a la superficie. Vanas fueron sus tentativas de documentación, tanto como las de teatralización: llega un momento en que la imagen debe ir al negro. Ese negro es el límite de la alteridad. Pero llegar hasta ahí no habría sido posible sin asumir un gran riesgo.

El riesgo, del que en todo momento es consciente Wenders, deriva del empeño por documentar el proceso físico, mostrándolo todo, sin por ello convertir en objeto al enfermo, todo lo contrario, manteniéndolo como sujeto. La observación imparcial, propia de la actitud realista, cede paso a un diálogo intersubjetivo; esto obliga al director a introducirse como actor-testigo-interlocutor en su propia película y a multiplicar los planos de realidad. Sólo multiplicando los planos de realidad considera Wenders posible aproximarse a la complejidad de la muerte de su amigo a quien en todo momento trata de mantener como co-director, co-autor, que está a la vez delante y detrás de la cámara.

José A. Sánchez, 2005

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S-21. La máquina de matar (2003)

Comentario a la película de Rithy Panh sobre el campo de exterminio del Jemer rojo.

Rithy Panh acompaña a uno de los escasos supervivientes al lugar donde había sido detenido y sometido a tortura, el célebre campo de exterminio de Toul Sleng, también conocido como S-21. El protagonista, que se apoya en fotografías y en sus propios cuadros para provocar la memoria de otros dos supervivientes y un grupo de guardianes, se esfuerza vanamente en arrancar a estos unas palabras de arrepentimiento, el reconocimiento al menos de la indignidad de su comportamiento. Al igual que los oficiales nazis, ellos se limitan a declarar que cumplían órdenes del partido, que los prisioneros eran enemigos del país, que desde que atravesaban la puerta del campo ya no eran seres humanos, sino muertos y que, por tanto, al golpearlos y torturarlos para extraer de ellos absurdas confesiones, minuciosamente documentadas, no hacían algo muy diferente a manipular cadáveres. La alienación de los guardianes, que en el momento del genocidio tenían entre trece y veintitrés años, constituye un signo irrefutable de la eficacia de la maquinaria de exterminio ideada por Pol Pot y los jemeres rojos, a la que sucumbieron un millón doscientos cincuenta mil camboyanos, una sexta parte de la población del país.

Una de las secuencias más espeluznantes del documental de Panh es aquella en que uno de aquellos torturadores-niños escenifica, al modo de una “escena de calle” brechtiana, su rutina de trabajo como vigilante de una celda de prisioneros: el exterminio convertido en teatro, la crueldad y la tortura, en juego. Cuando se le pide que recuerde cómo era su trabajo en el campo, él repite en un asombroso ejercicio de memoria corporal, sus acciones cotidianas, los paseos, los gritos, los golpes, etc. Su cuerpo repite, su voz repite, pero en su memoria no hay conciencia crítica. Por más que el pintor que protagoniza el documental trata de arrancar una palabra o un gesto de arrepentimiento a los torturadores, ellos se mantienen bloqueados, no reconocen la indignidad de su acción. Sin embargo las pueden repetir en los detalles más mínimos. La memoria física no va acompañada por el juicio ético, más bien contribuye a su anulación. Estos actores espontáneos, estos bailarines espontáneos comparten con los actores teatrales aquello que ya Brecht denunciara: la repetición como autocompasión, la repetición como anulación de la crítica.

Este tipo de actuación corresponde a lo que Ricoeur denomina, citando a Bergson “memoria hábito”, “aquella que desplegamos cuando recitamos la lección sin evocar, una por una, las lecturas sucesivas del período de aprendizaje. En este caso, la lección aprendida “forma parte de mi presente por la misma razón que mi hábito de caminar o de escribir; es vivida, “actuada”, más que representada”.[1] La memoria repetición se opondría a la memoria imaginativa y estaría emparentada con los “hábitos” o las “destrezas”, que no permiten, por su cuasi-automatismo, el despertar de la crítica.

El S-21 es ahora un museo del genocidio, en el que se exponen las fotografías de las víctimas que los propios verdugos realizaron de acuerdo al afán documental del régimen.[2] Los rostros siguen mirando perplejos o aterrados al visitante, reclamando la justicia que no se les hizo y en cualquier caso la memoria. Sin embargo, esas fotografías son también signo de una muerte prematura, una muerte que sobrevino en el mismo momento en que la fotografía fue tomada. Como aseguran los guardianes, aquellas personas estaban ya muertas, era imposible tratarles como a seres humanos: habían sido condenados en el momento de la detención y esa condena se había materializado en la fotografía adjunta a la ficha. De ahí que los interrogados no reaccionen ante las fotos de las víctimas que les muestra insistentemente el protagonista del documental de Panh: son incapaces de reconocer al ser humano que el rostro revela.

La reducción del cuerpo a imagen practicada por los documentalistas del Khemer rojo es testimonio de una negación de la alteridad que permitió la aniquilación de millones de personas en el contexto no de una guerra entre Estados, sino de una guerra del Estado contra sus ciudadanos, una guerra loca donde ni siquiera había diferencias objetivas de clase, de raza o de religión. La negación de la alteridad se producía en primer lugar mediante la fotografía, mediante la reducción del rostro a cosa, mediante el cierre de la apertura a la trascendencia; sobre ese cierre se podía construir la totalidad imaginada por los ideólogos rojos: el control férreo de la población aseguraba el blindaje contra la amenaza de lo infinito. La tortura y la muerte constituían los procedimientos seguros para alcanzar el objetivo.

La exhibición de esas fotos en el museo del genocidio pretende restituir la potencialidad trascendente de cada uno de los allí fotografiados, es decir, permitir al visitante imaginar la posibilidad de un auténtico cara a cara que al menos en el ámbito de la memoria haga posible el reconocimiento de la alteridad y, por tanto, el acceso a lo infinito. Pero ¿cumplen realmente esa función? ¿Consiguen esos rostros inertes superar la fijación, la cosificación que les impusieron sus torturadores? ¿O tenía razón Weiss al optar por el anonimato para poner de relieve la aniquilación de la identidad practicada efectivamente durante el genocidio?

José A. Sánchez

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Artes y Literaturas de Marruecos (2004)

en colaboración con Gonzalo Fernández Parrilla

Los episodios que entrelazan la Península Ibérica y el norte de África, unidos por una geografía y una historia que al mismo tiempo los separan, se remontan hasta donde no llega la memoria. En las últimas décadas del siglo XX y los albores del XXI las relaciones entre España y Marruecos han adquirido un protagonismo que hace de ellas actualidad permanente; a la inevitable dimensión política de esta vecindad se ha venido a sumar el auge de los intercambios comerciales y, sobre todo, ese nuevo factor que es la inmigración marroquí en España. Más allá de la retórica “historia compartida”, parece obvio que España y Marruecos están abocados a mantener abiertos cauces de diálogo y cooperación en todos los ámbitos de unas relaciones totales.

Pese a la cercanía geográfica, a los lazos históricos y la creciente presencia de ciudadanos marroquíes en España, las sociedades española y marroquí son todavía grandes desconocidas. Uno de los ámbitos donde esas relaciones son más vulnerables es el cultural. El fomento de esas relaciones es más necesario que nunca.

Este programa pretendió acercar la vitalidad y variedad de las artes y literaturas del Marruecos actual a la sociedad española. Escritores, pintores, cineastas, videoartistas, universitarios, críticos y traductores participarán en unas jornadas en las que se quiere dejar constancia de la dimensión cultural contemporánea de Marruecos.

Exposición: “La nueva escuela de Tetuán”: obras de Hassan Echair, Safaa Erruas y Younès Rahmoun.

Muestra de vídeo marroquí organizada por Toni Serra (OVNI), con obras de Bouchra Khalili, Abdelaziz Taleb, Abdelghani Bibt, Mounir Fatmi, Bouchra Khalili, Abdelatif Benfaidoul, Nora Bouhjar, Abu Ali, Hakim Belabbes

Concierto de música contemporánea a cargo de Abdelkrim Kodssi

Taller de fotografía a cargo de Ali Chraïbi

Taller de grabado impartido por Said Messari,

Exposición de libros organizada por la Escuela de Traductores de Toledo,

Exposición de fotografía Xma-el-Fnaa, con textos de Juan Goytisolo.

Seminario con la participación de: Abdellatif Laâbi, Farid Zahi, Said Messari, Hamid Aidouni, Abdelkrim Ouazzani, Manuel Valls, Rachid Niny, Rogelio López Cuenca,  Toni Serra, Abdelmajid Sedatti, Rogelio López Cuenca, Shuayb Halifi, Driss Bouyusef Rekab y Khadija Menebbehi.

Fundación Antonio Pérez, Multicines, Teatro Auditorio, Facultad de Bellas Artes, Centro Cultural Aguirre.

Cuenca, del 21 al 27 de noviembre de 2004.

La Commune (Paris, 1871) (1999)

Comentario a la película de Peter Watkins

 Peter Watkins rodó en 1999 una de las películas más extrañas y estimulantes de la historia reciente en el Centro de Acción Cultural de Montreuil, una fábrica abandonada que se había levantado sobre los terrenos ocupados en otro tiempo por el primer estudio de cine de la historia construido en 1897 por el mago Georges Mélies en ahora sede de La Parole Errante, la compañía fundadaza por el dramaturgo y director Armand Gatti. Watkins no pudo evitar una cierta identificación con Mélies, que acabó sus días pobre, vendiendo juguetes en un quiosco junto al Sena, después de haber sido uno de los más importantes realizadores de los primeros tiempos y haber contado con la colaboración de grandes personalidades para la recreación cinematográfica de acontecimientos históricos como Le Couronement d’Eduard VII (1901). El propio Watkins, que también había producido (para la BBC) recreaciones históricas como Culloden(1964) y obtenido un óscar por su documental de ficción War Game (1965), se vio progresivamente marginado tanto de la televisión como de la industria cinematográfica. Su posición era similar a la de Armand Gatti: dramaturgo de prestigio a quien, por su vocación de intervención social y política radical, sólo se consentía una producción en los márgenes. Y como a Armand Gatti, también a Watkins le interesaba la reflexión sobre la historia para criticar el presente, así como el trabajo con actores no profesionales.

Para el rodaje de La Commune (Paris, 1871), Watkins reclutó a doscientas veinte personas, de las cuales más de la mitad carecían de experiencia como actores. No era la primera vez que Watkins trabajaba con no profesionales: lo había hecho ya en su segunda película, The forgotten faces (1961) y continuaría haciéndolo en sus producciones posteriores. El trabajo de Watkins con personas sin experiencia interpretativa presenta rasgos distintos a los que se pueden reconocer en las películas neorrealistas [1]: no se trata de aproximarse a la realidad inmediata mediante la eliminación de la interpretación y la búsqueda de una máxima proximidad entre actor y personaje, sino más bien, precisamente, la puesta en evidencia del aparato representacional que convierte en verosímil la ficción. Los actores de Watkins no tienen que representarse a sí mismos, sino, por lo general, a personas corrientes situadas en contextos o situaciones históricas diferentes en los que tratan de reaccionar con una naturalidad imposible: es en el choque de la naturalidad y las carencias interpretativas, entre lo espontáneo y lo defectuoso donde aparece un elemento de discurso sumamente interesante para el realizador inglés.

Por otra parte, los actores no profesionales no son instrumentalizados meramente para la dramatización de un suceso histórico o la representación de una ficción verosímil, sino que son invitados, como los actores brechtianos, a implicarse críticamente en la fábula y hacer visible su propio discurso. En La Commune esto resulta especialmente visible: a medida que avanza la película, las discusiones entre los actores en el papel de ciudadanos del París de 1871 van centrándose en temas de interés actual: la religión, la situación de la mujer, los modos de organización social, la educación, la violencia…

La película presenta, haciendo uso de diferentes procedimientos narrativos y dramáticos, los acontecimientos ocurridos en París entre el 18 marzo de 1871, cuando Thiers trató de apoderarse en vano del cañón de la Guardia Nacional en Motmartre, y el 21 de mayo del mismo año, inicio de la “semana sangrienta”, durante la cual murieron entre veinte y treinta mil personas como consecuencia de la decisión tomada por el gobierno desde su sede provisional en Versalles de lanzar contra población de París un gobierno de trescientas mil soldados.

José A. Sánchez

 

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Ararat (2002)

Comentario a la película de Atom Egoyan

 La película muestra, entre otras cosas, el proceso de rodaje de otra película que trata sobre un genocidio olvidado, el genocidio de los armenios turcos a manos de sus compatriotas árabes durante la primera guerra mundial (1915), una matanza sistemática de un millón de personas que borró del mapa de Turquía a los armenios residentes en ese país. Recuperando procedimientos postbrechtianos, Egoyan recurre al cine dentro del cine para evitar la espectacularización del sufrimiento, aunque la distancia respecto a lo único real en la película, el genocidio histórico, obliga al director a plantear una estructura más compleja, en la que se cruzan diversas líneas argumentales y diversas experiencias vitales. Una compleja trama de relaciones personales marcadas por la memoria se posa sobre el objeto mismo de la película, relaciones construidas a partir de tres núcleos: el cineasta Saroyan, que rueda la película sobre el genocidio, el aduanero David, que interroga al joven Raffi a su regreso de Armenia portando tres latas cerradas que presumiblemente contendrían droga, y la familia de Ani, la historiadora del arte experta en la obra de Arshile Gorky, madre de Raffi y madrastra de la amante de éste. Las relaciones entre estos personajes, que se cruzan de diversos modos a lo largo de la película, permiten la constante interpenetración de lo privado y lo público, de la memoria y la historia. La historiadora turco-armenia escribe un libro sobre el suicidio de su compatriota Gorky; al hacerlo, escribe también en parte sobre la muerte de su primer marido, padre de Raffi, muerto en el intento de asesinar a un diplomático turco. La hijastra, Celia, pertenece a otro mundo, y a veces habla francés con su madrastra, a quien le reprocha el haber inducido el suicidio de su padre tras comunicarle que lo abandonaría por un nuevo amante. La relación tormentosa entre madre, hijo e hijastra atraviesa toda la película, estableciendo un paralelismo constante con la figura de Gorky. El segundo eje de personajes lo compone la familia del aduanero, incapaz de adaptarse a la nueva realidad familiar: su hijo, tras asumir su homosexualidad, se ha separado y convive con un actor de origen turco, musulmán, cuya presencia interfiere la relación del aduanero con su nieto. El tercer eje es el de Saroyan y su guionista, los autores de la película sobre el genocidio armenio, que deciden contratar como asesora a la historiadora del arte.

El punto de arranque lo constituye el retrato que Gorky hizo de su madre a partir de una fotografía en la que se les ve a ambos posando frente a la cámara en 1915.  El director y el guionista de la película deciden introducir al personaje de Gorky en ella, para lo cual contratan a Ani como asesora. Es una licencia poética más, como tantas otras que se admiten en el cine de ficción. Pero Egoyan descubre la licencia y de esa manera se puede permitir no sólo introducir a Gorky en la película de Saroyan sino convertir el cuadro en motivo recurrente de la misma. Ese cuadro, inspirado en un relieve de una pequeña iglesia armenia que representa una maternidad, es el lugar de encuentro de todos los personajes: Gorky, testigo directo del genocidio; Raffi y Ani, que se identifican con esa representación; Celia y el padre suicidado; el aduanero y su hijo (y su nieto); el propio Saroyan y la memoria de su pueblo. Los personajes se encuentran y desencuentran, se confrontan con sus memorias y sus fantasmas en tres niveles narrativos: el interrogatorio del aduanero al joven, cuando éste vuelve de Turquía con varios vídeos digitales con imágenes de la zona arrasada y tres latas de película precintadas; el proceso de rodaje de la película y los sucesos que ocurren alrededor de la misma; las escenas de la película: el asedio al barrio armenio de Van, los intentos de Usher por salvar a la población armenia en torno a la misión estadounidense, la deportación masiva y los asesinatos en masa.

La virtud de esta opción de cine dentro del cine es que evita el sentimentalismo que afecta a la representación de la masacre e invita al espectador a buscar más documentación sobre un hecho histórico olvidado y a pensar sobre las consecuencias del genocidio en las relaciones cotidianas que se establecen entre personas en teoría muy alejadas del mismo. Además de las situaciones de conflicto derivadas de la compleja relación familiar, una de las más intensas se produce cuando se encuentran el actor de origen turco que representa al militar responsable de la masacre de Van y Raffi, que no puede dejar de mirar al actor con odio ni perdonarle su incredulidad respecto al genocidio. De la película interior, en cambio, sólo se ven fragmentos, durante las secuencias que representan su estreno. La mirada de Saroyan en ese momento es tan importante como las imágenes de la película.

Lo importante de la película de Egoyan es que invierte el sentido de la mirada. La multiplicación de planos de realidad, la reflexividad y el barroquismo, que en el teatro y el cine de los ochenta habían servido para poner de relieve la imposibilidad de la representación de la realidad, aquí son puestas al servicio de un redescubrimiento de la realidad olvidada. La eficacia de ese redescubrimiento puede medirse por las reacciones que la película provocó en Turquía: más allá de la compleja trama de ficción, los espectadores vieron aquello que durante tantos años se había tratado de silenciar. Lo mismo cabe decir respecto a la interrelación entre lo público y lo privado: lejos de convertir lo histórico en paisaje de una relación privada (esquema habitual no sólo en producciones posmodernas, sino también en muchas producciones comerciales), el cuidadoso seguimiento de las relaciones entre los personajes permite, mediante una especie de ósmosis entre los diversos planos narrativos y temporales, introducir densidad humana en una historia de la que sólo quedan huellas, documentos y memorias.

 

José A. Sánchez

Las reglas del arte

Comentario al libro de Pierre Bourdieu sobre La educación sentimental, de Flaubert

Bourdieu parte del análisis de La educación sentimental, de Flaubert, para mostrar de qué modo opera la literatura en el descubrimiento de las estructuras de la realidad. Defiende la posibilidad que las ciencias sociales tienen de utilizar la obra literaria y su campo para definir esas estructuras de la realidad que la literatura sólo descubre velándolas. Y muestra la ausencia de contradicción entre la reivindicación de la autonomía del campo literario y la posibilidad de una crítica sociológico de este campo. El análisis sociológico no atenta contra la autonomía del campo, sino que la asume como punto de partida, incluso como condición necesaria para que el análisis sea efectivo. Y la defensa de la autonomía se extiende al trabajo del intelectual y al campo de los intelectuales, definido al final del libro como un corporativismo de lo universal.

El texto de Bourdieu, con el que arranca su libro Las reglas del arte, trata de desarrollar la hipótesis según la cual La educación sentimental restituye fielmente la estructura del campo social de la cual esa misma novela es producto. Al hacerlo, asume la eficacia del proyecto realista flaubertiano, si bien reconoce la necesidad de completar sus logros mediante un análisis sociológico que permita el desenmascaramiento de las estructuras sociales que subyacen a las interacciones sentimentales frente a las que habitualmente se han detenido quienes han realizado el análisis desde un “sentido literario”.

La educación sentimental es, como se le echó en cara a Flaubert en su momento, “un trozo de vida”. Relata el proceso de maduración de Fréderic, un joven provinciano, estudiante de derecho a expensas de su madre, quien recién llegado a París, se enamora de la señora Arnoux, mujer de un editor de una revista de arte y vendedor de cuadros. Este amor imposible condicionará toda la vida del protagonista, a quien Flaubert retrata como un personaje incapaz de implicarse profundamente en nada: la economía (los negocios que le propone el señor Dambreuse), la política (su candidatura a diputado) o los juegos de la alta sociedad. Fréderic es un personaje que, literalmente, pasa por la vida. Flaubert se encarga de construir su narración de modo que el tiempo transcurra rápidamente, sin grandes cambios. Incluso la revolución de 1848 se desliza sobre la vida de Fréderic sin afectarle mayormente. Sin embargo, como observa Bourdieu, esa apariencia de naturalidad, ese “trozo de vida” es el resultado de una “magia evocadora de palabras aptas para hablar a la sensibilidad y para conseguir una creencia y una participación imaginaria análogas a las que atribuimos habitualmente al mundo real”. “El efecto de realidad”, añade Bourdieu, “es esta forma muy particular de creencia que la ficción literaria produce a través de una referencia denegada a lo real designado que permite saber rehuyendo saber de qué se trata en realidad. (63)

La lectura sociológica rompe el hechizo y saca a la luz la estructura del espacio social en el que se desarrollan las aventuras de Frédéric, resulta ser también la estructura del espacio social en el que su propio autor está situado.” Lo hace habitualmente, atravesando los velos de esa “ilusión (casi) universalmente compartida” que llamamos realidad social. Lo hace en este caso, atravesando el “hechizo” de una creación narrativa que consigue reproducir fielmente esa ilusión. La utilización de los términos ilusión y realidad que Bourdieu realiza se sitúa en dos niveles. En el campo social, la ilusión literaria se opone  a la ilusión compartida (realidad social), de la que en este caso es “reflejo”. En el campo literario, la ilusión personal se opone a la realidad social reproducida, de la que es antagonista (tanto en el caso de Fréderic como en el caso de Madame Bovary o de Bouvard y Pécuchet). Lo real sería aquello que resquebraja la ilusión en cualquiera de sus niveles, aquello que provoca la experiencia amarga en el ámbito literario y el conocimiento científico en el ámbito sociológico. Pero lo real escapa a la representación: toda representación lo es siempre de una ilusión, más o menos compartida, a la que denominamos realidad.

De modo que, podríamos distinguir al menos tres niveles en el campo de la construcción realista: lo real, la realidad (ilusión compartida) y la ilusión (segunda realidad). En el análisis de Bourdieu, lo real se identifica con la estructura social. Pero en otros análisis podría ser identificado con el espíritu racional (idealismos), la materia (realismo crudo), la vida (realismo impresionista). La realidad es “el referente universalmente garantizado de una ilusión colectiva”, que sirve como garantía para la evaluación del resto de las ficciones; es la representación o composición en que la sociedad se concibe, que incluye lo real, pero disponiéndolo de un determinado modo. Finalmente, estaría la “illusio”, la segunda realidad, no compartida, sino reservada a unos pocos, o incluso a uno solo, esa realidad en la que deciden vivir los principales personajes novelescos de Flaubert.

Bourdieu procede estableciendo un esquema del campo del poder según La educación sentimental: los personajes se dividen en dos ámbitos: el del arte y la política, de un lado, y el de la política y los negocios de otro. En la intersección de ambos campos se encuentra el protagonista, Frédéric, sobre el que Flaubert proyecta gran parte de sus preocupaciones y sus gustos.

El campo del poder es descrito por Bourdieu como un campo de juego: “las posesiones, es decir el conjunto de propiedades incorporadas, incluyendo la elegancia, el desahogo o incluso la belleza, y el capital bajo sus diversas formas, económica, cultural, social, constituyen bazas que impondrán tanto la manera de jugar como el éxito en el juego, en resumidas cuentas todo el proceso de envejecimiento social que Flaubert llama “educación sentimental”. (29)

Gran parte del estudio de Bourdieu está dedicado precisamente a la constatación de eso que él llama la “adolescencia” de Fréderic. La adolescencia es ese momento en que aún no se ha “entrado en la vida”, en el que aún no se han aceptado “las reglas del juego social” y se persiste por tanto en dar la espalda a la realidad, aferrándose al territorio de la “illusio”. “Entrar en la vida”, como se suele decir, es aceptar entrar en uno u otro de los juegos sociales socialmente reconocidos, e iniciar el compromiso inaugural, económico y psicológico a la vez, que implica la participación en los juegos serios que integran el mundo social. […] Fréderic no consigue comprometerse en uno u otro de los juegos de arte o de dinero que propone el mundo social. Rechazando la illusio como ilusión unánimemente aprobada y compartida, por lo tanto como ilusión de realidad, se refugia en la ilusión verdadera, declarada como tal, cuya forma por excelencia es la ilusión novelesca en sus formas más extremas (en don Quijote o Emma Bovary, por ejemplo). La entrada en la vida como entrada en la ilusión de realidad garantizada por todo el grupo no es tan evidente. (35)

Según Bourdieu, la negativa de Fréderic a “entrar en la vida” es indicio de una impotencia para tomarse en serio lo real, pero también consecuencia de su cobardía, de su miedo al fracaso. Desde esta perspectiva, la construcción del mundo imaginario en la que se empeñan tanto Fréderic como Emma no son más que el resultado de su incapacidad para intervenir en lo real. ¿En qué medida el bovarysmo afecta también al propio autor de la novela? A juzgar por el retraimiento de Flaubert, su vida de retiro en la provincia y su amor por el Arte (en cuanto “mundo de ficciones” donde “todo es libertad”), cabría pensar que también él habría estado afectado por la enfermedad de la adolescencia, ese desfase entre el envejecimiento biológico y el envejecimiento social que sufren sus personajes. Y, sin embargo, la diferencia es clara: si Fréderic rehúye “entrar en la realidad” por cobardía, por temor al fracaso en el interior del campo social elegido, el autor, dueño de su campo, el literario, decide voluntariamente recluirse en él y hacer de la literatura un duplicado de la realidad, un mundo tan bien estructurado como el real. Al contrario que Fréderic, Flaubert entra de lleno en el “juego serio” de la literatura, ocupando así un lugar definido en el interior del campo social, del campo de la realidad. Lo peculiar de este campo es que permite a sus habitantes la práctica de una actividad en que la “illusio” tiene una función en el ámbito de la realidad.

De modo que la adolescencia, despreciada como síntoma de impotencia y cobardía en el campo social (o en el interior del campo de la ficción literaria en cuanto reflejo del social), puede convertirse en un rasgo valioso de carácter en el interior del campo artístico.

 

José A. Sánchez,

México, 2004

 

Pierre Bourdieu, Las reglas del arte. Génesis y estructura del campo literario (1992), Anagrama, Barcelona, 1995.

Gustave Flaubert, La educación sentimental (1869), trad. de Miguel Salabert, Alianza, Madrid, 1981.

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Los Idiotas (1998)

Comentario a la película de Lars von Trier


Filmada de acuerdo a las reglas de Dogma, el director consigue que la cámara se introduzca plenamente en la pequeña comunidad de los idiotas, se convierta en uno más de ellos, forzando al espectador a la función de observador-cómplice o, como mínimo, testigo parcial de la acción. La acción es sencilla: un grupo de personas entre los treinta y los cuarenta se reúnen en una casa residencial y dan rienda suelta a su idiota interior. Lo hacen colectivamente en diferentes lugares para engañar a quienes los reciben e incluso sacar dinero con ello. Y lo hacen individualmente en el seno de la pequeña comunidad. La película plantea en su nivel más básico un conflicto moral: ¿está bien engañar a los demás, jugar con la compasión de la gente, instrumentalizar el sufrimiento de quien realmente es idiota? Pero plantea también otro problema límite: el de la libertad. Los “idiotas” consiguen la liberación, la expresión del idiota interior, gracias a la aceptación de unas reglas de comportamiento en el seno de un grupo cerrado: liberación del dinero y de las relaciones mercantiles, liberación de las obligaciones y compromisos familiares, liberación del cuerpo en la naturaleza o en la sexualidad (la orgía). Pero esa liberación se descubre como ficticia cuando se plantean trasladar su juego a un contexto abierto, al de las relaciones habituales de cada uno de los miembros. Todos fracasan, a excepción de Karen, la última en incorporarse al grupo y la que nunca ha hecho el idiota. Su situación personal es tan fuerte (ha perdido a su hijo, su marido la maltrata y su familia la oprime) que no pierde nada jugando a la idiotez. Es ella la que salva el juego precisamente anulando el juego: porque para ella no es un juego sino meramente una opción de supervivencia. La inclusión de ráfagas documentales en las que los protagonistas nos hablan de su experiencia como algo acabado, permite concluir que el juego, a pesar de la hazaña de Karen, no tuvo continuidad.

La utilización de la improvisación y el estilo documental emparentan esta película con La conexión, del Living, y Shadows, de Cassavettes. Sin embargo, el cinismo contenido en esta y otras películas de von Trier indica con claridad el cambio de perspectiva en el tratamiento de las relaciones entre lo público y lo privado y también en la relación entre cuerpo e imagen, así como la función de lo corporal en el proyecto de liberación. Lars von Trier lleva el hiperrealismo propuesto de los sesenta al extremo de lo pornográfico, haciendo desaparecer los límites entre la simulación y la acción real a la que se entregan los actores, filmados documentalmente en su actividad pretendidamente privada por el constructor de la ficción pública. Las dificultades del rodaje, los límites de la improvisación durante el mismo, los conflictos con los actores, las humillaciones constantes a las que fueron sometidos son síntomas no sólo de un rasgo de carácter, sino de una distancia histórica insalvable respecto a las producciones de los sesenta basadas en la actuación real. Los actores de von Trier fueron más bien forzados hasta el límite de su resistencia de forma no del todo previamente acordada. A von Trier no le interesaban las personas, sino su aparición en escena; lo real de la acción le interesaba más que la realidad de los actores: de ahí que no dudara en utilizar dobles para la escena de la orgía o en recurrir a mongólicos reales en una de las escenas que más molestó a algunos críticos.[1] Lo real, tal como explicó Clément Rosset, es idiota: “la existencia en tanto que hecho singular, sin reflejo ni doble es una idiotez”[2]; y la ruptura de las barreras, preconizada por Beck, queda restringida a un juego privado. En este contexto, el cuerpo desnudo ya no irrumpe en escena como manifestación de una libertad natural que abre el espacio de un encuentro sincero con el otro, sino como una realidad idiota, que sólo mediante su acción, su gesto o sus marcas puede llegar a ser significante. La utilización de la persona en beneficio de un fin más alto y la construcción de la acción sobre un ejercicio de permanente violencia permiten contemplar Los idiotas como la inversión treinta años más tarde del sueño sesenta y ochesco plasmado, por ejemplo, en Paradise Now, del Living Theatre.

José A. Sánchez

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Mediaciones Africanas (2003)

En colaboración con Landry Wilfrid Miampika

Una propuesta para recorrer las interconexiones entre las modalidades artísticas (artes plásticas, fotografía, cine) y las creaciones literarias postcoloniales (francófonas, hispanófonas, lusófonas y anglófonas) del África Negra en su diversidad de tendencias y problemáticas.

Exposición de fotografía de Angèle Etoundi Essamba

Ciclo de cine a cargo de la asocación L’Ull Anonym:

-Si Gueriki, la reine mère de Idrissou Mora-Kpai

-Kini & Amas, de Idrissa Quedraogo

Concierto del dúo malgache Tamae.

Seminario: Donato Ndongo-Bidoyo, Jean-Godefroy Bidima, Angèle Etoundi Essamba, Victorien Lavou, Bárbara Fraticelli Rege-Cambrin, Elvira Dyangani Soe, Marie-Elene Valpuesta, Marta Sofía López Rodríguez, Maya García Vinuesa.

Fundación Antonio Pérez, UCLM, Multicines, Teatro Auditorio

Cuenca, del 10 al 14 de noviembre de 2003.

Todos los buenos espías tienen mi edad

Reseña de la pieza de Juan Domínguez. Publicada en AVAE, 2003

La función del espectador es la del lector. Pero la lectura está condicionada por un tiempo y una presencia, que impone el manipulador de las cartulinas, un cuerpo neutro en quien, sin embargo, se reconoce al autor del texto.

Convertir al espectador en lector durante una hora y media puede parecer un ejercicio demasiado arriesgado, casi un acto de crueldad. Sin embargo, el resultado es brillante.
El contenido de las cartulinas escritas trata de reproducir el proceso creativo de la pieza. El proceso de construcción de la pieza se convierte en objeto, y ese objeto es la pieza misma, que se cierra sobre sí en contra de lo que el proceso anuncia.
Como todo proceso, el de Juan Domínguez está plagado de interrupciones, dispersiones, vacilaciones, contaminado por impresiones cotidianas, recuerdos, vivencias emocionales, golpes de realidad y sometido a la disciplina que el propio autor se impone a nivel de tiempo, espacio, código… El despliegue del proceso podría haber dado lugar a una presentación sin límites, a un espectáculo amorfo, expandido en el tiempo y en el espacio. O bien a un espectáculo comprimido y recargado, una acumulación difícilmente penetrable para el espectador.
Pero Juan Domínguez encuentra en la escritura convertida en imagen un medio adecuado para vehicular su discurso: la adecuación entre los materiales y el formato resulta perfecta.
El autor-manipulador consigue que el espectador penetre poco a poco, sin quererlo y con placer, en los vaivenes del proceso creativo, hasta dimensiones muy profundas, y que se sienta cómodo ahí.
A pesar de que el acomodo que se le ofrece es algo a primera vista tan incómodo como el juego de los códigos. Porque toda la pieza no es más que la codificación de un proceso coreográfico interrumpido antes de su materialización física. Y ello produce un tránsito constante entre los códigos de la literatura, el vídeo y la danza (teatro).
Al mismo tiempo que el espectador va leyendo las cuartillas, realiza una doble lectura. Por una parte, lee el proceso de trabajo. Por otra parte, puede hacer una lectura del código mismo, y trazar puentes con otros códigos: hacia las fotos de Santos, las novelas no escritas de Borges, los proyectos de vidas de Sophie Calle… y tantas otras. Y todo va penetrando en el discurso, en una enriquecedora mezcla de experiencia personal y ampliación libre.
La sencillez del planteamiento es síntoma de una complejidad controlada, y por ello resulta tan eficaz. Hay textos de una fuerza irresistible, y momentos en que los saltos de lo vivido a lo soñado y a lo metalingüístico resultan sorprendentes. Lo anecdótico se convierte en signo. Y la experiencia cotidiana, sin perder su cotidianidad, adquiere rango de discurso.
Igualmente eficaz resulta la alternancia de la cotidianidad, la biografía, la biografía imaginada, en cruce constante con la construcción, que tiene su correlato en la transformación escénica del autor-manipulador. Y esto es lo más interesante, que, a pesar del nivel conceptual del discurso, siga siendo tan necesaria esa presencia, tan determinante en la recepción.
El final, cuando el autor, a quienes nos hemos acostumbrado a ver como mero manipulador, se levanta y se pone una máscara de sí mismo a la edad de setenta años (replicando la imagen deformada de su rostro envejecido que antes ha proyectado como final de su biografía fotográfica) tiene la función de subvertir la temporalidad y el sistema espectacular creado durante la pieza situándonos ante un final que en realidad es un principio.

José A. Sánchez
Madrid, 2003

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