Caligrafía de enero (2013)

Caligrafía de enero

 

Este texto fue escrito entre escrito durante una residencia de escritura en Mas Empollá, sede de L’animal a l’esquena entre el 14 y el 18 de enero de 2009. La residencia respondía a la invitación realizada por Mal Pelo para contribuir con un texto a este libro. Fueron cinco días de reflexión, conversaciones con María Muñoz y Pep Ramis, lectura de libros encontrados en su biblioteca, visionado de vídeos del archivo, paseos por los alrededores… Mi estancia coincidió con la Operación Plomo Fundido del ejército israelí contra la franja de Gaza, que provocó la muerte de más de mil trescientas veintiocho personas y varios miles de heridos. 

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Una hilera de olivos flanquea un camino que rodea la masía y conduce hasta el carromato de madera, inutilizable en invierno, y a la nave donde ahora escribo. A través de uno de los ventanales se ve un vasto campo, de un verdor tan intenso que desborda la retina, y al fondo, el bosque, ¿silencioso?, no, más bien discreto, incitante en la distancia. Cualquiera de los caminos que salen de la casa se adentra por más o menos tiempo en la espesura. Es un bosque joven, vigilado por torres de alta tensión y atravesado por caminos en que las huellas de los automóviles son más visibles que las de los humanos o las de los caballos, que también hay, pero que pastan tranquilos en los prados próximos.

“Más de mil kilos de olivas se recogieron en la última cosecha. Cuando el teatro nos aprieta, el trabajo en el campo es un refugio.”

También a este paraíso llega el fragor de las bombas, que rasga el cielo. A tres mil kilómetros de aquí, los tanques israelíes continúan su vergonzosa ofensiva sobre la ciudad de Gaza. Decenas de niños, como los tres que habitan esta casa, han muerto en las últimas semanas, otras tantas decenas han perdido a sus padres o hermanos, miles de ellos sobreviven aterrorizados bajo el fuego que destruye su pequeño mundo. Ese mundo es para ellos el mundo, el único que conocen, y el único que conocerán, aislados por la crueldad y el desinterés impuesto, castigados por el fanatismo y la glorificación de la muerte.

Los más pequeños probablemente no sepan que el 9 de agosto perdieron a su poeta, a Mahmud Darwish. A él también le despertaron las bombas, hace sesenta años: como un millón de palestinos, fue víctima de la “Nakba”. Le tocó huir a los bosques, cruzar la frontera, vivir el exilio, la cárcel, la defensa de una patria desposeída, la añoranza de una casa junto a la cual su padre dejó el caballo con la esperanza de un regreso próximo. A los refugiados de Gaza hoy ni siquiera les está permitido huir.

Toma mi caballo / y sacrifícalo / para que, cual guerrero tras la derrota, yo camine / sin sueños ni emociones…

La poesía, como el teatro, permite conversar con los muertos. Es un espacio de comunicación resistente a las bombas; la tecnología más poderosa del más inmoral de los ejércitos queda desconcertada frente a la fragilidad del poeta. La palabra resiste. Resiste también el cuerpo: incluso desgarrado, transfiere su potencia a otros cuerpos.

Hace poco más de un mes asistí al estreno de He visto caballos. Las palabras de Darwish resonaban poderosas, incluso en su dolor, incluso en su desgarradora esperanza. En el espacio del teatro, Darwish estaba vivo, nosotros, espectadores, muertos. O bien él y nosotros acudíamos a un punto intermedio entre la vida y la muerte, a un momento de suspensión. ¿Es eso el teatro? ¿Una suspensión de la temporalidad que nos lleva colectivamente a lo sombrío?

Detrás de mí se sentaba John Berger. Sus palabras se encarnaban sobre la escena, pero su cuerpo estaba ahí, yo podía sentirlo a mi espalda, sus ojos transparentes muy atentos al resultado de aquella traducción insólita, poniendo con su sonrisa el contrapunto necesario a la sombra de los cuerpos. Las palabras del escritor recibían una respuesta demorada en el dúo de los bailarines. Ellos dotaban de movimiento y emoción unas cartas escritas por un hombre que a su vez se había situado en la experiencia de una mujer privada de su amante. Este era el tema del espectáculo, y del libro que lo hizo posible: una afirmación de la vida en la distancia.

¿Y la experiencia? ¿Dónde quedaba la experiencia? ¿Dónde el dolor real? ¿El amor real? ¿Alguna vez individualmente existió? ¿Acaso el escritor no la construyó sumando un haz de voces, de miradas perdidas, de gestos duros, de temblores? Creí reconocer su huella en los cuerpos que me hablaban desde el escenario. Pero en este lugar, donde todo empezó, no consigo escuchar los ecos. Desde la placidez confortable, contemplo: la tarima vacía, las paredes silenciosas, los equipos de iluminación desmontados para su limpieza, la claridad sin misterio de un nuevo día de frío invierno, quisiera arrojar mi cuerpo al lugar sombrío en que todos los encuentros son posibles. Si no soy capaz de llegar con la palabra, que pueda al menos llegar con los ojos cerrados, desde la mudez de mis músculos, desde el silencio de mis nervios.

La puerta se abre. Una humedad de origen desconocido ha levantado el suelo de madera y es preciso secarlo, repararlo, pero sobre todo averiguar el origen del problema. Dos hombres cruzan la nave, miran, comentan, se marchan.

Enciendo el monitor y veo: otra tarima de madera de pino que en posición vertical enmarca el proscenio en el cual María Muñoz baila. Reconozco su lenguaje, ese bailar sin mirar, sus angulaciones, sus caídas, la voluntaria representación de un dolor indefinido, y ese constante aflorar de la energía desde las caderas que rigen el impulso de las piernas y las oscilaciones del tronco. Su rostro se esconde, una vez más. Han pasado casi diez años. La emoción es un recuerdo que quizá podría bailarse, pero difícilmente se podría recuperar en la consciencia. Cuando la tarima se posa sobre el escenario, Pep Ramis entra cargando un árbol, un árbol que “quizás ha pasado una guerra”.

No, nosotros no vivimos ninguna guerra, otros sí. Nuestros padres, nuestros abuelos, nuestros amigos del otro lado. Nosotros no. Tampoco nuestros hijos. Pero sí los hijos de otros que son o podrían ser nuestros amigos. Ellos sí. También los nietos de los nietos de aquellos que un día vivieron en las empinadas calles de la ciudad que se levanta bienestante y calma, a veinte kilómetros de aquí, y que los abuelos de nuestros abuelos expulsaron. También los nietos de los nietos de quienes habitaron la ciudad ahora enterrada bajo aquella donde yo nací y que los abuelos de mis abuelos igualmente expulsaron. Aquí siguen repicando las campanas de las iglesias. Aquí los días transcurren con una monotonía mansa, tanto que se hace necesario el artificio del teatro.

La eternidad abre sus puertas de lejos / a los caminantes de la noche. / Los lobos de los páramos aúllan a una luna / temerosa, y un padre le dice a su hijo: / Sé fuerte como tu abuelo, / escala conmigo la última colina de robles / y recuerda…

En el teatro, los actores suspenden su vida para dar vida a otros que no están. Resulta indiferente que esos otros efectivamente vivan o hayan muerto. No están sobre el escenario. Y por tanto los escuchamos muertos. La vida no está ni en los actores ni en las figuras que representan. La vida está en un espacio intermedio, huye constantemente. Y esa huida de la vida afecta también al espectador.

El teatro no hace presente lo ausente, sino que más bien afirma la ausencia de aquellos a quienes se convoca mediante sus palabras y sus figuras. Darwish no se hace presente cuando desde el escenario nos llega el sonido de sus versos: al escucharlos, se activa la memoria de su imagen, de su relevancia política, de su trayectoria vital. La figura se desvanece, queda la palabra. Y un cuerpo que la acompaña, el cuerpo de otro que voluntariamente acepta suspender su presente en beneficio de la memoria.

El tiempo del teatro nunca es presente: la acción siempre es anticipación (proyecto) o repetición (demora). El teatro sólo puede producir el efecto del presente cuando consigue borrar las huellas de su construcción y se convierte en pura virtualidad: cuando suspende la corporalidad de los actores y de la escena y transfiere la corporalidad a lo que representa. El teatro es presente cuando se convierte en cine o cuando recupera la magia hipnótica de la narración oral y la imaginación de quien escucha (o de quien ve), sale literalmente del cuerpo y entra en el espacio de la representación. Cuando esto no ocurre, el teatro se sitúa necesariamente en un tiempo distinto al presente.

He visto caballos se instala en ese tiempo intermedio, a pesar de que ambas tensiones hacia el presente lo atraviesan. La tensión cinematográfica aparece en el encuadre de la larga secuencia inicial, en los aparatosos movimientos de cámara producidos por el desplazamiento de la caja metálica, pero sobre todo en la dislocación del tiempo, en ese montaje en directo producido por las repeticiones, las aceleraciones o los “ralentis”. Que el presente cinematográfico se construye mediante la descomposición y recomposición del tiempo es algo conocido: al producir en directo la descomposición, más bien nos acercamos al anacronismo del sueño. Tampoco la tensión fabuladora produce aquí el efecto de presente, en parte porque la fabulación oral, la voz que nos cuenta un cuento, ha sido sustituida por la voz que lee una carta.

La comunicación epistolar es una de las formas más alejadas de la inmediatez, una demora se produce en cada una de las etapas: entre lo que pienso y lo que escribo, lo que el otro lee, lo que el otro piensa, lo que el otro escribe, lo que yo leo, lo que yo pienso, lo que pienso sobre lo que he escrito, sobre lo que el otro ha pensado, sobre lo que el otro ha escrito… La distancia puede dotar a las palabras y a las imágenes de una profundidad que en la proximidad se evita. Pero al mismo tiempo la demora permite un cálculo más preciso del efecto de mis palabras, puedo concentrarme más en el ejercicio de autorepresentación y mostrarme tal como quiero ser imaginado. O bien puede ocurrir también lo contrario: que la ausencia de la mirada del otro libere la formulación de una intimidad escondida.

Al escribir, me libero de la mirada, lo que se someterá a ésta serán las palabras, unas palabras sin cuerpo: el cuerpo que el otro adivina ya no es mi propio cuerpo, es un ser tan irreal como el que yo imagino de aquel a quien dirijo mi carta.  Es un cuerpo representado, una intimidad representada. ¿Cancela esto la posibilidad del diálogo?

Alguien recuerda tu cuerpo ausente. Recuerda tu cuerpo con ternura. Sé que es un gran reto, pero ¿podrías representar ese recuerdo, el recuerdo de quien te está recordando?

Abro el navegador y busco: Quarere. Dos rostros tímidos, dos cuerpos jóvenes, atrevidos, bailan su historia de amor y vuelan. Recuerdo sus trajes oscuros, sus diagonales, sus elevaciones y sus silencios. Me remonto a una noche de festival en mi pequeña ciudad, me llegan los ecos de una atmósfera, imágenes que no consigo apresar, la idea de una música que no escucho, colores, sensaciones trasladadas a una dimensión abstracta. Y aparecen también algunas miradas que entonces me acompañaban, labios que articulan palabras irrecuperables. Sobre la escena no había un árbol, había un poste, y dos cuerpos aún con muy escasa memoria. Diez años más tarde, sobre el escenario del Círculo de Bellas Artes de Madrid, esos mismos intérpretes habían transformado el poste en un árbol y su decisión de volar en una aceptación lúdica de la teatralidad. De allí no me llegan voces, ni miradas, ni presencias, sólo una sensación de crueldad tan contraria a la ternura irónicamente desplegada sobre la tarima. Desde entonces, los pájaros fueron sustituidos por jabalíes, rinocerontes, lobos, caballos.

Al caer la tarde, abandono mi rincón en la nave silenciosa y recorro los escasos metros que me separan de las antiguas caballerizas. Allí, en el interior de la casa estudio, en torno a una pequeña mesa, les planteo la pregunta que me intriga. ¿Es posible el diálogo? Pregunta aparentemente absurda, pues ellos son dos, durante veinte años han construido su mundo personal y artístico a dos, y desde hace al menos diez se han esforzado en invitar a terceros a ese diálogo (triálogo, tetrálogo…) del que han surgido sus piezas. Sin embargo, hay algo que me inquieta: esa sensación de soledad que se cuela en la demora entre la palabra y el movimiento, entre la mano que roza y la mirada que se resiste, entre la presencia huidiza y el recuerdo siempre acechante… Me hablan del diálogo de los cuerpos, de una comunicación efectiva, que sí se produce, hasta el punto de que en determinados momentos dos pueden ser uno, tres pueden ser uno. Es algo preverbal que ocurre en el escenario, algo que difícilmente se puede escribir, pero que también difícilmente se puede mirar. ¡Claro!, ¿cómo pretendía ver aquello que ocurre más abajo de los ojos, detrás de los ojos, en esa zona en que la imagen se convierte en mancha, en que la luz casi no se distingue de la sombra? Yo quería entrar ahí con la mirada, pero sólo lo puedo hacer con mi imaginaria presencia.

Los niños irrumpen en la sala. El más pequeño, Sam, juega con su perra. El niño le besa el hocico y el animal le lame la cara. Sam acaricia con sus mejillas la cabeza de Bruna. Y ésta le responde a su modo con caricias. Sam sonríe. Para alcanzar la comunicación se ha puesto a la altura de su interlocutora, se ha agachado y ha renunciado a la palabra. A cambio, ha obtenido el placer del cariño y de la escucha. Si comparo este diálogo con el que se establece en escena entre María y Pep, o entre ellos y Jordi Casanovas, comprendo que es posible un refinamiento comparable al que distingue la poesía del balbuceo infantil. Y que sólo desde ahí es posible acometer tareas tan complejas como la de dar cuerpo al recuerdo de quien me está recordando a mí. Lo que yo interpretaba como incomunicación en las no miradas y en las resistencias de los bailarines en su danza compartida no es más que mi incapacidad de llegar a ella mediante la mirada: no es incomunicación, más bien incomunicabilidad.

Debido a la limitación de nuestra escucha, el cuerpo es mudo incluso cuando habla. Un cuerpo sólo puede hablar a otro cuerpo. Y para que la comunicación sea efectiva es necesario suspender la construcción del mundo en la que los cuerpos actúan. Un ser humano no puede comprender a un caballo si no lo toca, si no lo monta, si no viaja con él. Si no es en la acción, el cuerpo del caballo es mudo. El cuerpo de un actor no puede comunicar con el del espectador en cuanto cuerpo: necesita el apoyo de la dramaturgia, sea del tipo que sea, para establecer la comunicación. Pero al introducir la dramaturgia, el cuerpo enmudece. Actúa, pero enmudece. Sí, ya lo sé, es mi sordera la que me impide reconocer su voz.

Cuando buscamos el origen carnal de las palabras, su formación en las membranas, su moldeamiento en las mucosidades, podemos fácilmente enfangarnos en la mudez o vernos paralizados por la sordera. En el sexo se produce la comunicación más elemental y también la más intensa. Pero es una comunicación sin palabra. En el sexo imaginamos al otro de la misma manera que imaginamos el cuerpo del otro cuando le escribimos. En el sexo se revela otra dimensión de la ausencia. Y si en algún momento durante la relación sexual se producen momentos de comunicación verbal intensa, ello se debe a que entonces nos afecta la ceguera, dejamos de ver el cuerpo, prescindimos de la mirada, y ello nos libera.

Me viene a la memoria la imagen del cuerpo inerte de María sobre las espaldas de Pep, un peso muerto que retarda su danza, que le impide el salto, que entorpece su desplazamiento. El animal a la espalda provoca la caída, actúa como una resistencia al movimiento veloz de la conciencia; al ralentizarnos, nos aleja del mundo, del mundo de los otros, pero también de la tarea de construirnos de acuerdo a las expectativas y las necesidades de ese mundo. Podemos también aumentar el peso, cargar tanto a la espalda que la columna ya no pueda resistir erguida, que deba buscar apoyo de las manos. Retorno a lo animal. ¿Por qué retorno y no avance? ¿Reencuentro? ¿Por qué “re” en cualquier caso?

Los ojos de un animal cuando observan a un hombre, tienen una expresión atenta y cautelosa. Ese animal puede mirar  a otra especie del mismo modo. […]. Pero, salvo la humana, ninguna otra especie reconocerá la mirada del animal como algo familiar. Otros animales se quedan atrapados en ella. El hombre toma conciencia de sí mismo al devolverla.

Giorgio Agamben releyó recientemente los textos del biólogo estonio Jakob von Uexküll, quien hace ya cien años observó que los humanos y los animales no comparten el mismo mundo. ¿Cómo podrían mirarnos si su mundo es diverso? Los animales no comparten nuestro mundo porque, en sentido estricto, los animales carecen de mundo. El ambiente en el que los animales viven, con el cual interactúan, no es un mundo tal como nosotros entendemos el mundo, sino un entorno inmediato, que se mueve con su movimiento, que interroga y responde con rapidez. Ese entorno carece de mediaciones y de clausuras; Agamben lo llama “el abierto”, la ausencia de mundo, y les está reservado. “Mientras el hombre tiene siempre ante sí el mundo, está siempre y solamente “de frente” (gegenüber) y no accede nunca al “puro espacio” del afuera, el animal se mueve en cambio en el abierto, en un “de ninguna parte sin no”. El animal es incapaz de interrumpir la relación con su ambiente; el ser humano, en cambio, es el animal que ha despertado de su aturdimiento. Al hacerlo, ha creado un mundo, vive y actúa en la mediación del mundo. Pero, a diferencia de lo que ocurre al animal en relación con su entorno, cuando el ser humano cesa en su actividad, cae en el aburrimiento. “El ser humano es el animal que ha aprendido a aburrirse”. Y en el aburrimiento aflora la consciencia de ese vacío que ha dejado el animal que fuimos, una insatisfacción que remite al “temblor esencial” del animal en su “ser expuesto y absorbido” en algo otro que no se revela.

En un momento de Testimoni de llops, se mostraba un vídeo en que una intérprete se adentraba como un animal en la espesura del bosque, sin protección y sin guía. Caminaba en busca del “aturdimiento”, pero sin las destrezas que hacían posible la eficaz comunicación con su entorno. ¿Es eso la danza? ¿Un adentrarse en el bosque en busca de la animalidad que el lenguaje ha hecho enmudecer?

Según María Zambrano, “el hombre es el ser que padece su propia trascendencia”. La “padece” y por ello puede añorar la inmanencia en la que el animal habita el abierto. En ocasiones, la distancia que le separa de “aquello que de sí ha quedado en la zona de sombra” puede provocar un viaje de la conciencia al interior de las entrañas. Pero del mismo modo que el animal está expuesto en lo abierto y atrapado en su inmanencia, el ser humano se encuentra clausurado en el mundo y determinado a su trascendencia. Cuando en busca de la animalidad se adentra en el bosque lo que encuentra es una proyección de la luz de la que huye. ¿Qué hay en el ojo del caballo sino el mar en que mi conciencia nada?

Salir del aturdimiento es algo parecido a salir del sueño. “En sueños aparece la vida del hombre en la privación del tiempo, como una etapa intermedia entre el no ser –el no haber nacido- y la vida en la conciencia, en el fluir temporal. En esta situación intermedia no se tiene tiempo todavía”. En la reflexión de María Zambrano, lo que diferenciaría a los animales de los seres humanos es la tajante separación de sueño y vigilia, la consciencia del sueño que impulsa al ser humano a despertar, a abandonar la pasividad y apropiarse del tiempo. La vida en el tiempo es para el ser humano realidad, mientras que el sueño le aleja de ella. Ahora bien, en el tiempo el ser humano encuentra otro motivo de profunda insatisfacción: la efimeridad, la sensación de un fluir que impide la propiedad de las cosas y, sobre todo, la propiedad de la experiencia. Esa efimeridad levanta la sospecha de que nuestra vida en el tiempo tampoco es real, que la realidad se halla más allá de la superficie de imágenes y sensaciones inaferrables que constituyen lo cotidiano. Por ello retorna recurrentemente a la zona de sombra. “En los sueños que se desvanecen hay una referencia al “ser”, mientras que en la vigilia – en lo efímero- se está lejos del ser, suelto del ser, sobrado de tiempo y sin realidad, con sólo la “forma” del vivir.”

En busca del ser, podríamos renunciar al tiempo del mundo y caer en la pesadez atemporal del sueño. Atemporal, porque el movimiento queda bajo el nivel de la consciencia: en el rumor de las vísceras, en la expansión y contracción del pecho, en la circulación de los flujos, en el tránsito de las hormonas o en los choques eléctricos en el interior del cerebro. Ese movimiento no crea tiempo, pues la consciencia no puede referirlo fuera de sí. Huyendo del padecer de la trascendencia caemos en la sombra del ser. ¿Nos reencontramos entonces con nuestro animal? ¿O se nos muestra más bien una vía de acceso a una imposible consciencia de lo sombrío? ¿No será que en ese tránsito de la vigilia al aturdimiento y del aturdimiento a la vigilia vivimos un día tras otro la experiencia insatisfecha de nuestro ser espiritual? ¿Es la espiritualidad algo más que aquello que experimenta el animal capaz de mirarse a sí mismo y aceptarse en la oscilación del ser al tiempo y del tiempo al ser?

Los rayos de sol rasantes que se cuelan por la ventana atraen mi atención hacia el exterior. Visto mi abrigo y abandono la nave. Sigo el camino de arcilla roja que paso a paso se va adhiriendo a mis zapatos, demasiado urbanos. Cruzo el primer charco, y el barro llega ahora hasta el pantalón. Abandono el camino principal y me adentro en un sendero cubierto de hojas secas. Tengo que agachar la cabeza para avanzar, apartar con mis manos las zarzas invasivas. Subo, bajo. Y al cabo llego a un pequeño claro desde el que se vuelven a ver los postes de alta tensión y entre ellos el atardecer ligeramente nuboso. ¿Es este el “claro del bosque” donde la trascendencia se anuncia, ese que se encuentra si no se busca?

Este bosque lo trazó mi padre.

El bosque es una arquitectura orgánica: es vida dilatada, nos confronta con un tiempo distinto al de nuestra experiencia biográfica,  con una dimensión más amplia que la de nuestra vida individual. Espacio de dilación y de resonancias. Un escenario adecuado para dialogar con los ausentes. Para agazaparse, para sustraerse a la mirada. Los bosques son el lugar de la memoria, porque (no siempre) son más viejos que nosotros, porque impiden habitualmente la visión del horizonte y por tanto animan a la exploración interna. La exploración interna es un viaje en el tiempo, hacia el pasado o hacia el futuro. El bosque no cancela el tiempo, pero lo ralentiza. Tenemos la sensación entonces de que nos liberamos de esa inautenticidad que afecta a lo efímero, a lo cotidiano que se nos escapa, pero que también se nos impone en su fluir inexorable.

¿Por qué ha desaparecido el placer de la lentitud? Ay, ¿dónde estarán los paseantes de antaño? ¿Dónde estarán esos héroes holgazanes de las canciones populares, esos vagabundos que vagan de molino en molino y duermen al raso? ¿Habrán desaparecido con los caminos rurales, los prados y los claros, junto con la naturaleza?

Nos han enseñado que debemos construir nuestra vida, cuanto antes mejor, para distinguirnos. Pero empleamos tanto tiempo en construir nuestra vida real, que no nos queda tiempo para vivirla. Buscamos entonces la vida con sentido fuera de nosotros, la buscamos prefabricada, en historias o en experiencias que compramos. Porque las compramos, las creemos propias. Nos conformamos con la contemplación de otras vidas, de otros itinerarios, de otras derivas. Pero en esa transacción renunciamos a la construcción del sentido.

Los niños fabulan espontáneamente porque carecen de memoria, y porque su mundo es aún demasiado reducido. Los adultos perdemos progresivamente la capacidad de fabulación, acuciados por la realidad que se nos impone. Para recuperarla, debemos ejercer una resistencia. La lentitud favorece la aparición del recuerdo, y éste reintroduce la posibilidad de la fábula. La imaginación de lo que fuimos y de lo que vivimos acompaña a la imaginación de lo que podríamos haber sido y de lo que podríamos haber vivido, y también de lo que otros a quienes conocimos vivieron, sintieron y podrían haber sentido o vivido. En la amalgama de fabulación, realidad y memoria se construye parsimoniosamente el sentido.

La fabulación, sin embargo, no es contraria a la autenticidad. Pues nuestra vida es un constante trasiego de una situación a otra y de una máscara a otra. Se trata de sobrevivir en el ambiente social recurriendo al instinto y a la astucia, en un modo comparable al de los animales en la interacción con su entorno. Cuando ese juego de máscaras se libera del proyecto de supervivencia, se abre el espacio del juego, de la literatura y del teatro. En ellos mi identidad se entrelaza libremente con las de aquellos a quienes recuerdo o a quienes anticipo. Me dejo arrastrar por las voces o por los cuerpos de esos otros que en gran parte son también yo. ¿Quién soy yo sino un límite inestable en la maraña de mis voces? O acaso mi identidad reside en la maraña. En ese caso, no es inautenticidad sino crecimiento lo que se produce cuando me finjo otro con el único fin de conseguir que otras voces resuenen junto a las mías y formen parte de mí.

El grado de lentitud es directamente proporcional a la intensidad de la memoria; el grado de velocidad es directamente proporcional a la intensidad del olvido.

El teatro es uno de los medios de que dispone el hombre urbano para ralentizar el tiempo de la vida en busca de la experiencia. El teatro es como los caballos: su velocidad es la de otro tiempo. Antes los caballos eran ligeros; ahora unas cuantas toneladas de metal cargadas de keroseno son más ligeras que esos pesados seres vivos a quienes se debe transportar en cajones especiales de madera y que requieren más cuidados que cualquier máquina voladora. La velocidad del caballo se convierte en fantasía literaria cuando se piensa desde el estrecho sillón de un avión en pleno vuelo. El teatro es al cine lo que el caballo a los aviones. “¿A quién no le gusta ver galopar a un caballo?” Tienes razón, pero sólo quien galopa puede comprender el despliegue de medios que el transporte de un caballo requiere. Quien galopa lo hace por puro placer, pero hay un conocimiento que le está reservado en exclusiva. Puede intentar transmitirlo, pero no tiene garantizado el éxito.

Ahora me refugio junto a la chimenea de la casa de Bordils. Unas verduras con patatas, unas rodajas de fuet, una copa de vino cosechero y un flan denso cocinado con tiempo me han permitido descansar durante un rato del lenguaje. Satisfecho, miro el fuego que devora la madera con una velocidad inversamente proporcional a la que requirió la formación de las ramas. Yo me dispongo a hacer lo mismo con un libro que he tomado prestado de la biblioteca de Pep y María: Aquí nos vemos, de John Berger. No lo he elegido al azar, lo he elegido porque se trataba de un libro viajero y porque proponía un diálogo con los muertos.

La reflexión sobre la lentitud en la novela de Kundera arrancaba de la impresión que le produjo al narrador ser adelantado por un motorista a toda velocidad en una carretera francesa. El motorista, “encorvado encima de su moto”, “se aferra a un fragmento de tiempo desgajado del pasado y del porvenir”: “delega la facultad de ser veloz a una máquina” y “su propio cuerpo queda fuera de juego”, “se entrega a una velocidad que es incorporal, inmaterial”, “velocidad de éxtasis”. Nada tiene que ver ese motorista con el protagonista de la novela de Berger, que se imagina heredero de los jinetes románticos. Cuando se le pregunta qué epitafio le gustaría ver inscrito en su propia tumba, él responde: “El jinete polaco”. No es parte de un poema, sino un cuadro atribuido a Rembrandt que se conserva en la Frick Collection de Nueva York. A Berger, la posición del jinete le recuerda a la del motero, y en efecto, el narrador de Aquí nos vemos recorre Europa a lomos de su moto, en busca de viejos conocidos: en Lisboa pasa algunos días con su madre, en Cracovia reencuentra a su amigo Ken, en Islington recuerda el nombre de una amante casi adolescente, en Madrid a un antiguo maestro, en Mirek a unos amigos polacos con quienes se encontró en París; todos están muertos, como lo está Jorge Luis Borges, cuya tumba visita en Ginebra; como lo están los pintores de las cuevas de Chauvert… Pero la literatura hace posible que los muertos no se conformen con marchar al otro lado, decidan en qué lugar prefieren seguir viviendo y se abra así un diálogo entre los vivos y los muertos. De ese modo, la vida se expande y se despliega en todas las vidas posibles. “El número de vidas que entran en la vida de uno es incalculable”, se asombra el narrador (y para enfatizarlo, deja el resto de la página en blanco). Y su madre, en uno de los encuentros en Lisboa, explica a su hijo por qué no ha leído sus libros: “Me gustaban los libros que me llevaban a otra vida. Por eso leía los libros que leía. Muchos. Todos trataban de una vida real, pero no de lo que me pasaba a mí cuando volvía a abrirlo por donde lo había dejado la última vez. Cuando leía perdía el sentido del tiempo. Las mujeres siempre sienten curiosidad por las vidas de los otros; la mayoría de los hombres son demasiado ambiciosos para entenderlo. Otras vidas, otras vidas que has vivido antes o que podrías haber vivido.” Tanto le impresiona al narrador esta justificación, que la repite haciéndola suya al final de su novela.

Lo fascinante de los libros de John Berger es la capacidad del narrador para hacerse amigo de sus personajes, no sólo de quienes como en esta novela ya lo fueron, sino de aquellos a quienes nunca ha conocido, incluso de aquellos a quienes inventa. Y su amistad es tan sincera, que el mundo en torno a ellos se abre, se aproxima a esa sencillez propia de los cuentos antiguos, o hasta de las fábulas de animales. La fisicidad entra en las palabras, y entra también en los sentimientos. Es de ese modo como consigue dar vida a los muertos, y sentarse con ellos junto a la chimenea para conversar.

El tema del diálogo con los muertos ha estado presente en mi imaginación desde que asistí al estreno de He visto caballos. Me impresionó el modo en que Darwish y Berger dialogaban en escena a través de los cuerpos de María y Pep, y de qué modo esa mujer palestina dialogaba con su marido preso a través de las palabras de Berger, y cómo Darwish en sus cartas desde la prisión daba voz a un diálogo en que participaban cientos de vivos y de muertos.

Ensillaron, / no sabían por qué, / pero ensillaron / en el límite de la  noche, / y aguardaron / una sombra que ascendía de las simas del lugar….

Imagino las manos del poeta trazando sobre el papel los signos caligráficos que encriptan su voz. Son las cicatrices de la mano de su amante lo que recuerda la mujer que escribe la carta a la que María Muñoz pone voz en He visto caballos. Ve esa mano junto a la suya, en el mismo espacio en el que ella ahora compra alubias: devuelve la mano con  cicatrices a la cotidianidad, y desde la mano escribe, desde la mano imagina.

En el porche de la masía, en torno a una larga mesa de madera, damos cuenta de los platos que Pep alegremente ha cocinado. Las manos compiten con los ojos y vuelan sobre la mesa en busca del pan, del vino, del tomate, de la ensalada. El aceite procede de los olivos de la finca y cae denso sobre la tajada de pan. Me entrego al placer de la comida y de la conversación, me dejo acariciar por el sol de invierno, que adelanta su caída sobre el horizonte: nació en el mar y se lo tragará la meseta.

Pero no es entonces cuando escribo, escribo muy lejos ya de Celrá. Y recuerdo. Recuerdo las manos que pulieron la tarima, las manos que ensamblaron los muebles, las manos que para mí eran mudas, porque oprimían el rostro sin mirarlo o agarraban los muslos sin prestar atención a los ojos. Ahora las escucho: son capaces de escribir sin rozar y de hablar tocando.

Recuerdo las cicatrices. La enorme cicatriz de los muros que dividen la tierra de Cisjordania, la razón implacable de un estado que ha puesto toda su tecnología al servicio de la irracionalidad de otras épocas, las máquinas que arrancaron los olivos centenarios, y los caminos de los antiguos paseantes interrumpidos por el hormigón y las metralletas. Hoy es domingo, un hermoso domingo de invierno. Una espesa capa de nieve cubre los Pirineos, el Montseny, los campos de la meseta y la sierra de Guadarrama de la que beben nuestros ríos. El estado de Israel ha decretado un alto el fuego unilateral y el primer ministro israelí, Ehud Olmert ha pedido perdón a los palestinos por las bajas civiles no deseadas. Un viejo político desahuciado ha pedido perdón a más de cuatrocientos niños muertos, a cientos de familias desgarradas, a miles de hombres y mujeres a quienes se ha pretendido una vez más aniquilar en su dignidad y en su esperanza. Para ellos están reservadas las palabras del poeta. Para ellos el dolor y la felicidad revividos en nuestros cuerpos.

José A. Sánchez 

 

Referencias:

Pág. 1. “Más de mil kilos de olivas…”. Pep Ramis en conversación (enero 2009)

Pág. 1. “Nakba”: an-nakba (la catástrofe) es la denominación dada por los palestinos a los sucesos ocurridos entre abril y mayo de 1948, que concluyeron con la creación del Estado de Israel, la desaparición de Palestina y el éxodo de su población. Ver: http://www.palestine-studies.org/enakba/index.html

Pág. 2. “Toma mi caballo y sacrifícalo”. Fragmento del poema del mismo título en Mahmud Darwish, El lecho de una extraña (1999), Hiperión, Madrid, p. 87. Traducción de Maria Luisa Prieto.

Pág. 2. “…del libro que lo hizo posible”: John Berger, From A to X (2008)

Pág. 3. “Enciendo el monitor y veo”. Referencia al espectáculo de Mal Pelo, L’animal a l’esquena (2001), dúo de María Muñoz y Pep Ramis.

Pág. 3. “La eternidad abre sus puertas…”. Fragmento del poema “La eternidad de las chumberas”, en Mahmud Darwish, ¿Por qué has dejado solo al caballo? (1995). Traducción de María Luisa Prieto. http://www.poesiaarabe.com/Mahmud%20Darwish.htm (18/01/2009)

Pag. 5. “Alguien recuerda tu cuerpo ausente”. Fragmento de una carta de John Berger a María Muñoz durante el proceso de trabajo de Testimoni de llops (2006)

Pag. 5. Quarere. Referencia al espectáculo de Mal Pelo, Quarere (1990), dúo de María Muñoz y Pep Ramis.

Pag. 7. “Los ojos de un animal cuando observan”. John Berger, “¿Por qué miramos a los animales?”, en Mirar (1987), Gustavo Gili, Barcelona, 2001, p. 11. Este fragmento, con algunas variaciones, fue utilizado en el solo de María Muñoz Atrás los ojos (2002).

Pág. 7. Jakob von Uexküll, Umwelt und Innerwelt der Tieren, 1909. El libro fue publicado en castellano a instancias de Ortega y Gasset, a quien marcaron decisivamente las ideas del biólogo alemán: Ideas para una concepción biológica del mundo, Calpe, Madrid, 1922

Pág. 7. “Mientras el hombre…” “Mentre l’uomo ha sempre davanti a sé il mondo, sta sempre e soltanto “di fronte” (gegenüber) e non accede mai al “puro spazio” del fuori, l’animale si muove invece nell’aperto, in un “da nessuna parte senza non”. Giorgio Agamben, L’aperto. L’uomo e l’animale, Bollati Boringhieri, Torino, 2002, p. 60.

Pág. 7. “El ser humano es el animal que ha aprendido a aburrirse…”. Idem, pp. 68-72.

Pág. 8. “el hombre es el ser que padece su propia trascendencia” María Zambrano, El sueño y el tiempo, Siruela, Madrid, 1992, p. 21.

Pág. 8. “…la distancia que le separa de “aquello que de sí ha quedado en la zona de sombra”… “Pues que el hombre puede sentirse extraño a sí mismo. Extraño a sí mismo por no estar consigo; porque algo, la conciencia, se ha adelantado en la luz, se ha casi separado del ser que permanece retenido, anclado en la oscuridad mientras la conciencia vuela recorriendo la realidad, arrastrada por la corriente. ¿Se extraña la conciencia y su centro llamado Yo del “sí mismo” oscuro y yacente, impedido de seguirla, o se siente obligada a entrañarse?” Idem, p. 38.

Pág. 8. “En sueños aparece la vida del hombre…” Idem, p. 15

Pág. 8. “En los sueños que se desvanecen…” Idem, p. 84

Pág. 9. “Este bosque lo trazó mi padre”. Texto de John Berger en el espectáculo de Mal Pelo He visto caballos (2008)

Pág. 9. “¿Por qué ha desaparecido el placer de la lentitud?”. Milan Kundera, La lentitud, Tusquets, Barcelona, 1995, p. 11.

Pág. 10. “El grado de lentitud es directamente proporcional…”. Idem, p. 48.

Pág. 11.  El motorista “encorvado encima de su moto”. Idem, p. 10.

Pág. 11. John Berger, Aquí nos vemos, Alfaguara, Madrid, 2005.

Pág. 11. “El número de vidas que entran en la vida de uno…”. Idem, p. 149.

Pág. 11. “Me gustaban los libros que me llevaban a otra vida…”. Idem, pp. 44 y 215.

Pág. 12. “Ensillaron…”. Fragmento del poema “Una nube en mi mano”, en Mahmud Darwish, El fénix mortal, traducción de Luz Gómez, Madrid, Cátedra, 2000, publicado en 21 poemas de Mahmud Darwish leídos el 25 de abril de 2006 en la Residencia de Estudiantes, Poesía en Residencia, Madrid, 2006, p. 19.

 

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Publicado en el libro Swimming Horses, editado Mal Pelo y Polígrafa, Barcelona, 2013, pp. 165-187.    Descargar pdf del libro