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Madeinusa (2005)

Reseña de la película de Claudia Llosa

Un relato escondido en la profundidad de los Andes, un relato de oscuridad y de liberación. Llosa filma en planos cortos, incluso en planos detalle, una historia en la que, sin embargo, la narración mantiene una distancia insalvable hacia los protagonistas; la narradora se condena a sí misma para liberar simbólicamente al final a la ingenua pero no inocente Madeinusa. Es una chica indígena, que vive con su padre y su hermana en un pequeño pueblo de los Andes; su madre abandonó la familia hace tiempo y de ella sólo queda el recuerdo y los aretes.

La película comienza con una acción cotidiana de la chica, que debe rodear la casa con matarratas para evitar su agresión. Al día siguiente comenzará Tiempo Santo, los dos días que conmemoran el tiempo entre la muerte y la resurrección de Cristo: Dios está muerto, no puedo vigilar a los humanos y por esa razón los pecados no existen en ese tiempo. Es en ese momento cuando llega por casualidad un joven de Lima, que no puede continuar su camino hacia el lugar al que se dirigía porque el camión de El Mudo, en el que viajaba, sigue en dirección distinta y durante esos dos días nadie trabaja y tampoco viaja. El alcalde, padre de Madeinusa, lo recibe primero y a continuación lo encierra para evitar que asista a sus ancestrales fiestas. Gran parte de la película consiste precisamente en mostrar los distintos momentos de la fiesta: la elección de la virgen entre las jóvenes del pueblo (Madeinusa), el reloj manual en el centro de la plaza, la celebración de la muerte de Dios, los bailes, las borracheras, las procesiones, los ritos (el corte de corbatas), los excesos, las injusticias, los fuegos artificiales, las máscaras…

Como Dios no ve, Madeinusa decide seducir al limeño y así convencerle de que la lleve con ella. Él cede a la tentación de la joven virgen dolorosa. Pero después se niega a llevarla. La historia entre Madeinusa y el gringo no es una historia de amor. La misma noche, el padre se acuesta con las dos hijas. El limeño no interviene: contempla a Madeinusa con distancia, con desprecio, incluso con repulsión. Y ella no tiene tampoco ningún interés afectivo. Sólo quiere seguir el camino de su madre y liberarse de la opresión del pueblo y de la familia.

El padre y la hermana tratan de evitar la fuga de Madeinusa. La hermana le ata el calzón, le corta la trenza; el padre la encierra en la buhardilla donde duermen todos los regalos del pueblo a la virgen… Pero ella consigue escapar, y el limeño acepta llevarla consigo. Cuando el final se anuncia feliz, ella se acuerda de sus aretes. Vuelve a buscarlos, pero el padre, en un arrebato de melancolía, los ha destrozado con los dientes, borracho, antes de caer dormido. Ella se venga: envenena el caldo de gallina con matarratas y se lo da a beber al padre. Ya ha acabado Tiempo Santo. Madeinusa es pecadora. Pero no parece importarle. Cuando el limeño llega a la casa, se encuentra al padre agonizante. Tampoco esta vez interviene. Madeinusa trata de acercarse a él; él la rechaza. Es la hermana la que acusa directamente al gringo de haber matado a su padre. Madeinusa se une a la acusación. Lo último que se ve es el camión de El mudo, el mismo que trajo al gringo al pueblo. Esta vez lleva como pasajera a Madeinusa, que peina el cabello largo de su muñeca. Ella dice que va a Lima, sonríe. El mundo comienza su historia.

José A. Sánchez

 

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S-21. La máquina de matar (2003)

Comentario a la película de Rithy Panh sobre el campo de exterminio del Jemer rojo.

Rithy Panh acompaña a uno de los escasos supervivientes al lugar donde había sido detenido y sometido a tortura, el célebre campo de exterminio de Toul Sleng, también conocido como S-21. El protagonista, que se apoya en fotografías y en sus propios cuadros para provocar la memoria de otros dos supervivientes y un grupo de guardianes, se esfuerza vanamente en arrancar a estos unas palabras de arrepentimiento, el reconocimiento al menos de la indignidad de su comportamiento. Al igual que los oficiales nazis, ellos se limitan a declarar que cumplían órdenes del partido, que los prisioneros eran enemigos del país, que desde que atravesaban la puerta del campo ya no eran seres humanos, sino muertos y que, por tanto, al golpearlos y torturarlos para extraer de ellos absurdas confesiones, minuciosamente documentadas, no hacían algo muy diferente a manipular cadáveres. La alienación de los guardianes, que en el momento del genocidio tenían entre trece y veintitrés años, constituye un signo irrefutable de la eficacia de la maquinaria de exterminio ideada por Pol Pot y los jemeres rojos, a la que sucumbieron un millón doscientos cincuenta mil camboyanos, una sexta parte de la población del país.

Una de las secuencias más espeluznantes del documental de Panh es aquella en que uno de aquellos torturadores-niños escenifica, al modo de una “escena de calle” brechtiana, su rutina de trabajo como vigilante de una celda de prisioneros: el exterminio convertido en teatro, la crueldad y la tortura, en juego. Cuando se le pide que recuerde cómo era su trabajo en el campo, él repite en un asombroso ejercicio de memoria corporal, sus acciones cotidianas, los paseos, los gritos, los golpes, etc. Su cuerpo repite, su voz repite, pero en su memoria no hay conciencia crítica. Por más que el pintor que protagoniza el documental trata de arrancar una palabra o un gesto de arrepentimiento a los torturadores, ellos se mantienen bloqueados, no reconocen la indignidad de su acción. Sin embargo las pueden repetir en los detalles más mínimos. La memoria física no va acompañada por el juicio ético, más bien contribuye a su anulación. Estos actores espontáneos, estos bailarines espontáneos comparten con los actores teatrales aquello que ya Brecht denunciara: la repetición como autocompasión, la repetición como anulación de la crítica.

Este tipo de actuación corresponde a lo que Ricoeur denomina, citando a Bergson “memoria hábito”, “aquella que desplegamos cuando recitamos la lección sin evocar, una por una, las lecturas sucesivas del período de aprendizaje. En este caso, la lección aprendida “forma parte de mi presente por la misma razón que mi hábito de caminar o de escribir; es vivida, “actuada”, más que representada”.[1] La memoria repetición se opondría a la memoria imaginativa y estaría emparentada con los “hábitos” o las “destrezas”, que no permiten, por su cuasi-automatismo, el despertar de la crítica.

El S-21 es ahora un museo del genocidio, en el que se exponen las fotografías de las víctimas que los propios verdugos realizaron de acuerdo al afán documental del régimen.[2] Los rostros siguen mirando perplejos o aterrados al visitante, reclamando la justicia que no se les hizo y en cualquier caso la memoria. Sin embargo, esas fotografías son también signo de una muerte prematura, una muerte que sobrevino en el mismo momento en que la fotografía fue tomada. Como aseguran los guardianes, aquellas personas estaban ya muertas, era imposible tratarles como a seres humanos: habían sido condenados en el momento de la detención y esa condena se había materializado en la fotografía adjunta a la ficha. De ahí que los interrogados no reaccionen ante las fotos de las víctimas que les muestra insistentemente el protagonista del documental de Panh: son incapaces de reconocer al ser humano que el rostro revela.

La reducción del cuerpo a imagen practicada por los documentalistas del Khemer rojo es testimonio de una negación de la alteridad que permitió la aniquilación de millones de personas en el contexto no de una guerra entre Estados, sino de una guerra del Estado contra sus ciudadanos, una guerra loca donde ni siquiera había diferencias objetivas de clase, de raza o de religión. La negación de la alteridad se producía en primer lugar mediante la fotografía, mediante la reducción del rostro a cosa, mediante el cierre de la apertura a la trascendencia; sobre ese cierre se podía construir la totalidad imaginada por los ideólogos rojos: el control férreo de la población aseguraba el blindaje contra la amenaza de lo infinito. La tortura y la muerte constituían los procedimientos seguros para alcanzar el objetivo.

La exhibición de esas fotos en el museo del genocidio pretende restituir la potencialidad trascendente de cada uno de los allí fotografiados, es decir, permitir al visitante imaginar la posibilidad de un auténtico cara a cara que al menos en el ámbito de la memoria haga posible el reconocimiento de la alteridad y, por tanto, el acceso a lo infinito. Pero ¿cumplen realmente esa función? ¿Consiguen esos rostros inertes superar la fijación, la cosificación que les impusieron sus torturadores? ¿O tenía razón Weiss al optar por el anonimato para poner de relieve la aniquilación de la identidad practicada efectivamente durante el genocidio?

José A. Sánchez

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