J.M. Coetzee. Esperando a los bárbaros (1980). Traduccion de Concha Manella y Luis Martínez Victorio, Mondadori, Barcelona, 1989.
Se trata de una novela alegórica de factura realista, que nos presenta los acontecimientos ocurridos en un pequeño lugar fronterizo, en los límites del desierto, último bastión del Imperio antes de adentrarse en el territorio de los bárbaros. La novela comienza con la llegada al pueblo del coronel Joll, del Tercer Departamento, que investiga la amenaza de los bárbaros al Imperio. Hasta entonces, la vida en el pueblo había sido muy tranquila, y el magistrado, máxima autoridad local, llevaba una vida reposada y licenciosa, animado por sus excavaciones arqueológicas y el descubrimiento de las tabillas “bárbaras”, las visitas de sus criadas jóvenes a su cama y la suyas al burdel. Los bárbaros nunca han constituido una amenaza, siempre han estado ahí, en el desierto, y siempre han respetado los límites. Pero el coronel Joll se empeña en que hay que hacer una expedición para descubrir sus verdaderas intenciones. De tal expedición, Joll vuelve con un grupo de prisioneros, pertenecientes, como le advierte el magistrado, a un pueblo de pacíficos pescadores. Sordo a las advertencias, Joll los interroga bajo tortura. Un hombre muere en presencia de su hijo. El magistrado trata de ayudarle mínimamente, pero no se atreve a intervenir. Las diferencias entre el magistrado y Joll provocan la desconfianza de éste. Pero nada solucionan.
Cuando Joll abandona la ciudad, los prisioneros se encuentran en un estado lamentable. El magistrado los libera y les ayuda a regresar a sus casas. Pero queda una chica, a la que al cabo del tiempo el magistrado encuentra, ciega y con los tobillos rotos, en la calle. La acoge en su casa, la cuida él mismo y convierte en estos cuidados en un extraño ejercicio erótico: desnuda, le frota el cuerpo con aceite, especialmente los pies quebrados, pero no la posee. Poco a poco, vamos descubriendo que la chica había pasado un tiempo como prostituta, que todos los soldados habían estado con ella, y que la extraña relación del magistrado con ella actúa claramente en contra de su prestigio. A pesar de las apariencias, el magistrado no llega a copular con ella durante la estancia en la casa, y satisface en cambio su deseo fisiológico con una prostituta de la posada. La chica es para él una obsesión, una obsesión de la que trata de liberarse sin conseguirlo.
Finalmente, decide devolverla con los suyos. Escribe a sus superiores que va a emprender una misión de reconocimiento para tratar de hacer una negociación con los bárbaros. Junto a dos soldados emprende una larga marcha a través del desierto, una penosa y larga marcha, hacia el territorio de los bárbaros. Es durante esa marcha cuando por primera vez el magistrado hace el amor con la chica. Consciente de sus sentimientos, una vez que llegan a contactar con el grupo de bárbaros, él le da libertad para quedarse allí o regresar junto a él. Para su decepción, la chica se queda con los suyos.
Los soldados, enfurecidos por el objetivo real de la misión, transmiten la noticia de que el magistrado ha hablado en secreto con los jefes bárbaros y que por tanto puede haber conspirado en contra del Imperio. Esta es la versión que cree Joll, quien de regreso al pueblo, arresta al magistrado y lo aísla en una pequeña celda. Poco después comenzarán las torturas. Mientras Joll emprende una expedición de combate contra los bárbaros, el magistrado se va hundiendo en un infierno sin fondo, en una larga serie de torturas y humillaciones que culminan con su falso ahorcamiento vestido de mujer. Perdida por completo la dignidad, el magistrado llega a servir de diversión a los soldados y a los niños, su dolor se convierte en objeto de burla y su degradación le lleva a ser identificado como un animal.
Cuando las tropas vuelven, derrotadas, traen un grupo de prisioneros a quienes se pretende someter a tortura pública y colectiva. El magistrado, huido de su reclusión, interviene en su defensa, pero sólo consigue convertirse él en objeto de agresión y humillación.
Al cabo del tiempo, se hace evidente el fracaso del ejército y la derrota de las tropas. Diezmados e incapaces de afrontar el crudo invierno bajo la amenaza de los bárbaros, el ejército abandona el pueblo, dejando solo una pequeña guarnición. Entonces sorprendentemente, el magistrado, que últimamente había vivido, olvidado de todos, de la caridad de los pescadores a quienes se había prohibido el acceso al pueblo y que habían sido también objeto de represión, se convierte nuevamente en líder del pueblo. Líder para los que quedan, porque muchos han decidido seguir al ejército y arriesgarse a una travesía en medio del invierno, a quedarse allí a la espera de los bárbaros. El magistrado organiza entonces las cosechas, las reservas mínimas para soportar el acoso, y junto a los habitantes del pueblo que han recuperado la confianza en él espera la llegada de los bárbaros.
Coetzee plantea la cuestión de la perversidad del poder, que inventa un enemigo para afianzar su autoridad incuestionada, más allá del sentido común. En coherencia con el mantenimiento de la autoridad incuestionada está la utilización de la tortura, que provoca el terror y divide a la población entre quienes son torturados o torturables y hacen todo lo posible por no serlo. El magistrado, en su afán de mantener el sentido común, desconoce ese límite tajante y cae en manos de los torturadores. Coetzee describe con frialdad, desde la primera persona, el proceso de tortura y degradación del magistrado, sin duda la parte más impresionante de la novela. Aunque esa degradación ha tenido un antecedente, y es el extraño episodio de los masajes de aceite nocturnos a la chica ciega. Esa relación perversa, pero que a nadie daña más que a quienes la practica, se contrapone a esa otra perversidad que tiene la forma de invasión, asesinato, apresamiento, tortura…
La relación del magistrado con la chica adelanta la relación de la anciana enferma de cáncer y el negro vagabunda en La edad de hierro y, más remotamente, otras relaciones no convencionales que aparecen en Desgracia.
José A. Sánchez
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