Comentario al libro de Nicolas Bourriaud
El punto de partida es la constatación del desarrollo de lo que Guy Debord había descrito treinta años atrás como “sociedad del espectáculo”: el control ya no de los medios de producción y de comunicación sino de los canales de relación intersubjetiva han llevado a la inclusión de los usuarios o consumidores en el interior del propio espectáculo. La extensión de la interactividad a la cotidianidad económica, política y mediática ha producido la falsa idea de incorporación de los usuarios a los mecanismos de toma de decisión y poder; en realidad, lo que se ha producido no es la conversión del usuario en actor (agente), sino su conversión en figurante. El resultado sería la transformación de la sociedad del espectáculo en una “sociedad de figurantes”, en la que éstos, no obstante, habrían (habríamos) quedado aún más reducido a la condición de consumidores “de tiempo y de espacio”.
La insistencia en la actuación de los otros y en la cesión de autoría a los otros por parte de muchos de los artistas anteriormente tratados podría entonces ser entendida como una respuesta a esa figuración masiva que en la sociedad actual provoca el traslado de la relación intersubjetiva a la relación falsamente interactiva con aquello que se consume y que no necesariamente es objetual, sino que puede ser incluso una duración. Según Bourriaud, y en contra de lo que pensaba Debord, “la práctica artística aparece hoy como un rico terreno de experimentación social, como un espacio en parte preservado a la uniformización de los comportamientos”, en el cual son posibles lo que Bourriaud denomina “utopías de proximidad”.
La actividad artística es descrita por Bourriaud no en términos de producción, sino en términos de juego y organización. “El arte”, sostiene, “es la organización de presencia compartida entre objetos, imágenes y gente”, pero también “un laboratorio de formas vivas que cualquiera puede apropiar”. Según su propuesta, el arte se instala en el intersticio social, esa zona (según Marx) de actividad económica que escapa a la regulación; la obra de arte es en sí misma un intersticio social. Y lo que la obra de arte propone es un modelo de organización, una forma, algo que puede ser trasladado a la vida cotidiana, o algo que puede ser apropiado por el receptor, ya no concebido como espectador pasivo, sino como agente que interactúa con la propuesta. Para él la actividad artística es un juego que precisa de la participación del receptor, no ya para adquirir sentido sino incluso para existir. En este contexto, el artista aparece ya no como “autor”, sino más bien como “incubador” o “conceptor”, abierto a un proceso marcado por la “promiscuidad de las colaboraciones”.[1]
La obra, por su parte, carece de esencia, no es un objeto, sino más bien una “duración”, el tiempo en que se produce el encuentro. Obviamente, lo relacional está íntimamente ligado a lo performativo, y al mismo tiempo comporta una disolución de los límites entre las artes del tiempo (la música, la danza, el teatro) y las artes del espacio (las artes plásticas). “Ya no se puede considerar la obra contemporánea como un espacio a recorrer. La obra se presenta más bien como una “duración” que debe ser vivida, como una apertura a la discusión ilimitada.” [2]
Frente a las formas de vivencia caracterizadas por la personalización de menús y las formas de relación caracterizadas por la mediación dirigida, el arte podría generar nuevas formas de relación inmediatas, tanto entre el espectador y la obra como entre los individuos que coinciden en el espacio generado por la obra. En muchas prácticas contemporáneas descritas por Bourriaud, esa coincidencia, “el estar-juntos”, se convierte en tema central, porque de lo que se trata es de la posibilidad de elaborar colectivamente el sentido. “El arte”, sostiene el autor, “es un estado de encuentro.” “La esencia de la práctica artística radicaría entonces en la invención de relaciones entre sujetos; cada obra de arte encarnaría la proposición de habitar un mundo en común, y el trabajo de cada artista, un haz de relaciones con el mundo que a su vez generaría otras relaciones, y así hasta el infinito.” [3]
Tal invención de relaciones podría realizarse de dos maneras: mediante la generación de espacios y momentos de sociabilidad, o mediante la creación de “objetos productores de sociabilidad”. Bourriaud recoge y comenta multitud de ejemplos de estos dos tipos de obras, realizados por artistas que han desplazado su interés de la producción de imágenes o formas materiales a la producción de formas de organización y relación.
Si las artes escénicas parecían obligadas a compensar importantes desventajas respecto a la fotografía o el cine en su esfuerzo por restituir la realidad, se diría en cambio que ofrecen un medio óptimo para el cumplimiento de este nuevo objetivo fijado a la actividad artística. En primer lugar por la naturaleza colectiva de lo escénico; en segundo lugar por la centralidad de lo lúdico en su definición (evidente en la coincidencia terminológica que se produce en numerosos idiomas entre ambos ámbitos de actividad, el teatro y el juego).[4] Toda producción escénica es siempre, en el interior del proceso, “una producción de formas de organización y relación”. Ahora bien, en este contexto habrá que tener en cuenta quién, cómo y qué organiza. En relación al quién, las dramaturgias de creación colectiva de los sesenta indicaron un camino para la disolución de la autoría en un colectivo. En relación al cómo, la danza y el teatro gestual mostraron la posibilidad de crear un sentido colectivo no solo mediante la palabra, sino también mediante el movimiento, el cuerpo y la imagen. Y en relación al qué, en los últimos años se descubrió el modo de poner los recursos escénicos al servicio de procesos de organización realizados directamente en la esfera de lo social.
La posibilidad de establecer ese espacio de encuentro en el interior del proceso artístico, invitando a quienes habitualmente son espectadores a participar en el mismo, choca contra la inevitable tensión hacia el resultado, hacia el momento de presentación, donde una vez más se repite la división entre actores y espectadores. La cuestión sería entonces observar hasta qué punto ese objeto llamado espectáculo, construido mediante el diálogo con los otros y el tejido de una estructura de relaciones, puede a su vez funcionar como “productor de sociabilidad”.
Esta cuestión reedita la que se produjo en los años sesenta, en los momentos fundadores de la sociedad del espectáculo. Entonces, la alergia a lo espectacular motivó un desplazamiento hacia la improvisación, la no ficcionalidad, la participación y la adopción de modos de exhibición de la creación escénica que se aproximaban a los de la artes visuales o la literatura oral. Un proceso que coincidió con el interés de los artistas visuales por adoptar procedimientos propios de lo escénico en sus propuestas de acciones, happenings y arte corporal. En ambos casos, la ruptura del formato era solidaria con la intención de romper los límites de la institución y disolver la actividad artística en el espacio social. Sin embargo, la respuesta a esa cuestión, en el contexto de la sociedad de los figurantes, es, como observa Bourriaud, muy diferente: “el problema ya no es ampliar los límites del arte, sino probar las capacidades de resistencia del arte en el interior del campo social global”.[5] Es decir, se trata de mantener una actividad artística autónoma en el interior de la cual sea posible plantear una práctica de resistencia frente a los modelos hegemónicos de relación y sociabilidad. Consecuentemente, tampoco se trata de romper definitivamente con lo espectacular o con lo objetual, sino de proponer lo espectacular y lo objetual como generadores de acción.
El arte de los noventa y de los primeros años del siglo XXI no renuncia al objeto, no apuesta necesariamente por la inmaterialidad ni por la procesualidad en el interior de la obra, pero tampoco considera el objeto como final de la propuesta: es el objeto (o los objetos en múltiples formatos y combinaciones) el que provoca la acción de aquel o aquellos con quienes entra en relación y a quienes anima a una relación y una organización formal, y es finalmente esa organización formal la que cumple el objetivo de la obra artística. Aunque también cabe la posibilidad inversa: la consideración del objeto o del espectáculo en cuanto documento de un proceso de relaciones previas sin que de ello se deduzca la total desvalorización de lo que se muestra al final, y que se contempla más bien como límite, y no ya como huella, pero tampoco como resultado o producto.
José A. Sánchez
Nicolás Bourriaud, L’esthétique relationnelle, Les presses du réel, 1997.
[1] Hal Foster, “Arte festivo”, Otra parte, nº 6 (invierno 2005), pp. 2 y 3 y R. Laddaga, art. cit., p. 11.
>> Ver también Prácticas de lo real (2007)
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