Comentario al libro de Michel Onfray
Un libro militante, que pretende luchar contra el dominio de las religiones en el espacio público, no sólo para alcanzar una sociedad laica basada en la separación del ordenamiento social y el religioso, sino para erradicar la ideología religiosa infiltrada en la cultura contemporánea y en los modelos de comprensión de la realidad y la convivencia.
En la primera parte explica lo difícil que resulta aún socialmente ser ateo, el estigma que sigue pesando sobre quienes se consideran ateos, la identificación de ateísmo e inmoralidad.
Reconoce su deuda con Bataille, que concibió el proyecto de una Suma ateológica (1950). Hace una breve historia del ateísmo, reivindicando la herencia de la Ilustración, pero proponiendo recuperar a autores menos conocidos y más radicales, como el barón Holbach, en contraste con otros autores ilustrados que más bien habrían propuesto un laicismo deísta. Se detiene inevitablemente en Nietzsche, pero expone a continuación un cierto fracaso del proyecto más radical de Nietzche en su superación del nihilismo y la pervivencia del cristianismo en las sociedades occidentales, incluso en las formas de un ateísmo cristiano. Onfray se decanta por luchar contra esos restos de ideología cristiana en el ateísmo contemporáneo. Y aquí es donde se introduce una de las denuncias más certeras del libro: la persistencia de una concepción del cuerpo escindido y jerárquicamente constituido por una parte mental (o espiritual), que se prioriza, y otra orgánica (o carnal), que se desprecia como baja, grosera o pecaminosa.
El objetivo de la ateología, como el autor explicita al final de esta primera parte, es crear las condiciones para proyectar una política más fascinada con la pulsión de vida que con la pulsión de muerte y afirmar una intersubjetividad no dominada por la mirada divina. Para ello se propone hacer una crítica en tres niveles: 1) desconstruir los tres monoteísmos y mostrar su base común, el odio a la vida; 2) desmitificar el cristianismo (el judeocristianismo y también el Islam); 3) criticar la teocracia o los regímenes políticos basados en las religiones.
En el capítulo sobre el monoteísmo insiste en la descripción del pensamiento religioso como aliado de la muerte, explica cómo la religión construye su discurso desde el miedo a la muerte que, paradójicamente, desarrolla como un miedo a la vida y como una prohibición de la vida, que se manifiesta en dos grandes odios: el odio a la inteligencia y el odio a la corporalidad. Una de las aportaciones más interesantes de Onfray es la identificación de ese odio a la sexualidad y el placer, que en las religiones monoteístas se traslada a un odio a las mujeres como enemigas de la bondad masculina. La negación del cuerpo se hace en beneficio de una idea de pureza. La negación de la inteligencia se hace en beneficio del control del saber por parte de las jerarquías religiosas (de ahí la memorización, la repetición, etc.). Y a la realidad cognoscible y practicable se oponen realidades imaginadas, que tienen consecuencias nefastas para la vida. Onfray concreta algunas de ellas: la conversión de la mujer en ángel, la negación del placer sexual mediante la mutilación, la promesa de vidas futuras mediante la negación de la presente.
La tercera parte es una crítica histórica del cristianismo: de su origen, su desarrollo y de su Iglesia. Tras observar algunas imprecisiones y contradicciones del Evangelio, la crítica más fuerte de Onfray se produce al calificar este libro como “performativo”: “Para decirlo en términos de Austin: la enunciación crea la verdad. Los relatos de los Testamentos no se ocupan en absoluto de la verdad, lo verosímil o lo verdadero. Revelan, más bien, el poder del lenguaje, el cual, al afirmar, crea lo que enuncia.” (137) Pero la crítica más virulenta de Onfray se dirige contra Pablo de Tarso, “el histérico”, a quien describe como un personaje acomplejado, bajo, calvo, barbudo, afectado por una enfermedad, que desarrolla un odio a sí mismo que se traduce en un odio al mundo. Ese odio al mundo se concreta en un odio a la carne y al cuerpo, en un elogio de la mortificación y la esclavitud y en un odio a la inteligencia. Pablo crea el catolicismo que con el tiempo daría lugar a lo que Onfray califica como el primer estado totalitario de la historia tras la adopción del cristianismo por Cosntantino como religión oficial. A continuación da una serie de datos de las atrocidades perpetradas por el poder real cristiano a lo largo de la historia.
En la cuarta parte habla del poder real, de lo que llama teocracias. Comienza con una nueva crítica del Libro y en las utilizaciones perversas que se han hecho de él, incluida la que hizo Hitler. Critica la pulsión de muerte presente en la Biblia y en el Corán, la justificación que ambos hacen de las guerras. Denuncia el apoyo a guerras reales, la complicidad del cristianismo con el nazismo, o el apoyo del cristianismo a los genocidios cometidos durante las colonizaciones y los atentados a los derechos humanos que justificaron.
Finalmente, hace una crítica del islamismo, insistiendo en su dimensión más sangrienta. Sostiene la imposibilidad de entender los preceptos islámicos al margen del contexto social y geográfico en que surgieron y acaba calificando esta religión como “arcaica”. Y concluye con la propuesta de un laicismo poscristiano, en defensa de los valores de la Ilustración, y en defensa de una convivencia liberada del sustrato ideológico religioso.
Lo más válido de este Tratado es aquello que propone en positivo: su defensa de una política de la vida y la liberación del ojo que vigila, representado en las iglesias y en los poderes reales que se apropian de la verdad trascendente. Son divertidos los ataques furibundos que realiza, especialmente su ataque a Pablo de Tarso, fundador del catolicismo, que puede tener o no un rigor histórico pero que indudablemente corresponde a una psicología muy extendida en el ámbito de la Iglesia católica. Y también es importante recordar la complicidad de las religiones con regímenes totalitarios y su silencio ante múltiples casos de genocidio. Más allá de la precisión histórica, están apuntando a una verdad: las religiones no son una garantía de moralidad, de mantenimiento de valores. Uno de los grandes miedos de muchos ciudadanos el miedo al nihilismo. Con el argumento de que la educación religiosa sigue siendo la única garantía de mantener una base ética, padres no creyentes siguen enviando a sus hijos a clases de religión y aceptan las liturgias que consagran los cambios sociales: bautismo, matrimonio, funeral. Pero lo cierto es que el judaísmo, el islamismo y el cristianismo, y especialmente ésta última, que es la religión que más poder real ha tenido, han sido cómplices de los mayores crímenes contra la humanidad. ¿Qué garantías hay de que una Iglesia con esa historia pueda ofrecer una ética más positiva para la humanidad que la ética que pueda proponer los ateos? El miedo al nihilismo, a la vida sin valores, es un miedo históricamente injustificado.
Pero Onfray va más allá: no admite la posibilidad de un cristianismo laico, ni siquiera de un laicismo que conserve algunos principios éticos del cristianismo. Y ésta puede ser una de las propuestas más problemáticas. Es cierto que deben ser criticados y denunciados los idealismos subyacentes que siglos y siglos de dominación cristiana han infiltrado en el ordenamiento público, y especialmente, como Onfray observa muy acertadamente, en relación con la corporalidad, la sexualidad, la relación entre el placer y el trabajo. Pero no podemos olvidar que el cristianismo sin Iglesia es una de las religiones más avanzadas en la liberación de los hombres respecto a la dominación de Dios. Y que estando de acuerdo en liquidar el cristianismo y la trascendencia, resultaría empobrecedor prescindir de la herencia de quienes, siendo cristianos, musulmanes o budistas, han pensado la convivencia no en diálogo con Dios, sino en diálogo con los hombres y han volcado su práctica al enriquecimiento de la intersubjetividad. Todas las prácticas humanas y todas las tradiciones contienen valores o herencias positivas que hay que identificar tanto como denunciar las negativas. El desprecio general de una religión y los calificativos monolíticos (“histérico”, “arcaica”) pueden ser una táctica necesaria en determinados contextos, pero no una buena estrategia para la aceptación real del ateísmo poscristiano en el espacio público contemporáneo. No se trata de ser condescendientes con el poder real ni con la infiltración ideológica, pero sí efectivos en la búsqueda de aliados en el pensamiento y en la práctica.
No obstante, este libro debería ser de distribución gratuita entre los jóvenes y adolescentes, y estar disponible en las mesillas de los hoteles, junto a las Biblias, Coranes y Evangelios.
Londres 2010
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