Sobre la pieza de Angélica Liddell
¿Cómo una autora que se declara abiertamente contra el sistema y contra su sostenibilidad es capaz de producir una obra de teatro en su interior, sin por ello abandonar su crítica al mismo y a quienes en él confían, y sin embargo conseguir en esta producción su máxima realización poética y escénica hasta la fecha? ¿Una perversión del sistema? ¿O una perversión más bien de la producción artística misma?
Angélica convierte el teatro nacional en una tintorería: es el lugar donde los marginados lavan la ropa de las putas que sirven a los poderosos. Los actores ocupan la misma posición social que las putas: son consentidos porque son despreciados, son objetos para el placer sin que su entrega les de derecho a ciudadanía y mucho menos a la propiedad, sobre la que se sostiene el sistema. Los cuerpos de las putas son cuerpos de alquiler, ¿a quién pertenecen? ¿A quién pertenecen los cuerpos de los actores? Por sí mismos carecen de valor: sólo lo adquieren en confrontación con el público, con la mirada que representa el poder. Pero esa mirada nunca les otorgará el derecho a una existencia autónoma.
El actor es un cuerpo expuesto. Puede decir lo que quiera durante esa exposición, porque, aunque se dirija a sus espectadores, les eche en cara su hipocresía, su falsedad, su pecado, éstos permanecen protegidos en la oscuridad. Angélica juega con ello, y no concede al espectador el derecho de réplica, no ilumina la sala cuando acusa a los espectadores, no les da posibilidad de respirar, intenta apoderarse simbólicamente del público, lo consigue efímeramente, durante las tres horas que dura el espectáculo, y después los abandona a su suerte. El espectador quisiera tener la fortaleza de ese actor – directora que se identifica a sí mismo con un perro y que es capaz de desafiar a ciento veinte personas, de desafiar al teatro nacional, de desafiar a Europa y cargar todo el dolor que el desafío provoca en un cuerpo frágil, en un cuerpo castigado por la experiencia de tanta muerte ignorada, de tantos cadáveres que sólo ella identifica como cuerpos idénticos al suyo.
Los actores exponen sus cuerpos transformados en esculturas precarias, permanentemente iluminadas al fondo de la escena. Ellos mismos, cuerpos en alquiler, se protegen con extraños atuendos y dorsales deportivos. La vida en esta Europa apocalíptica es una competición en la que no hay lugar para la compasión, para el cariño, para el amor. Quien se quede atrás puede ser considerado extraño, puede ser considerado enemigo, y quien es considerado enemigo debe ser eliminado por el Estado: los enemigos ya no son ciudadanos, ya no son seres humanos, resulta por tanto indiferente si están vivos o muertos: sus cadáveres no son restos de una existencia consciente, son meramente desechos de una batalla necesaria.
Angélica retrocede al origen de Europa, de la Europa democrática, de la Europa de los derechos, pero también de la Europa colonial. Retrocede al contrato social, y retrocede también al pensamiento de Diderot. En la dialéctica entre Rousseau y Diderot se construye el núcleo de su discurso. Quien no acepte firmar el contrato, sólo tiene una salida: el teatro. El teatro es el lugar de la mentira, es el lugar de la marginación. El teatro es también una tintorería: sin quererlo, para comer, los actores deben lavar los vestidos de las putas; sin quererlo, para comer, los actores contribuyen a lavar cada noche las conciencias de quienes han aceptado matar para que su seguridad quede garantizada. Lo que Angélica Liddell propone es enfrentar a esos espectadores al reciclaje de sus desperdicios en forma artística. Herederos de la vieja Europa, la que se columpia en el jardín edénico bajo la mirada atenta del amante, que espía bajo las faldas, a los firmantes del contrato ya ni siquiera les está dado el placer inocente. Su placer es necesariamente culpable.
Nada resultaría demasiado preocupante si el juego se mantuviera entre los clientes, las prostitutas y los tintoreros. ¿Pero qué pasa con los muertos? Los actores son también muertos, muertos anticipados. Su muerte está en los muñecos que los representan, pero también en ellos mismos, en su fracaso, en su expresión de cansancio. Los rostros de estos actores reflejan el cansancio de Europa. Pero también las consecuencia de su carrera inconsciente, la que provoca la destrucción, el dolor, la muerte indiscriminada de tantas mujeres y hombres fuera del recinto reservado a una felicidad alcanforada.
El vestido que vuela por efecto del balanceo del columpio en el cuadro de Fragonard es un vestido acartonado y sucio puesto sobre el cuerpo de la puta Getsemaní en la primera década del siglo XXI. En contraste con ella, Nasima no interpreta ningún personaje, es ella misma, disfrazada, eso sí, con la camiseta del Barça, en color azul y con las letras en blanco de UNICEF. Nasima entra en escena y da clase a los actores, les pregunta por Europa. Ella, el tópico, un tópico construido por la acumulación de cadáveres de musulmanes. El tópico resulta de la ignorancia, de la repetición superficial, de la pereza, de la cobardía, de la hipocresía, de la crueldad. Nasima es la única actriz viva del espectáculo. Sin embargo, está fuera de juego, está fuera de la representación. ¿Cómo una mujer musulmana con velo, que articula mal las frases en castellano y viste una absurda camiseta del Barça, síntoma de un colonialismo consentido, cómo esa mujer puede tener derecho a la representación? No, no lo tiene más allá del tópico. Es decir, no tiene derecho a la ciudadanía. Es decir, debe aceptar trabajar en la tintorería, escondida entre las pilas de ropa sucia de los clientes y de las putas, o bien hacerse visible y convertirse en enemigo al que el Estado, según el contrato social firmado por todos los ciudadanos de derecho, puede matar? Sin embargo, Angélica le cede una silla junto a sus actores – perros, sus actores – muertos, y le ofrece también el privilegio del columpio, ese columpio que fue el símbolo del placer de los europeos, de la esperanza de los europeos, y que ahora sirve a Nasima para soñar, mientras Angélica al fondo, con una energía indomable escribe sobre la pared: “¿Hay algún hijo de puta que quiera matarme?” No los hay en la sala. Fuera, los hay a montones. Pero son cobardes. El contrato social ha educado a los ciudadanos en la cobardía. Su pulsión asesina late aletargada bajo la hipocresía.
José A. Sánchez, 2007
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