Sobre un trabajo coreográfico de Anne Carlson
En diciembre de 1995 Anne Carlson presentó en Nueva York la primera entrega de su proyecto The White Series, en el que aún trabaja. Carlson es una artista que trabaja con un concepto ampliado de coreografía: sus trabajos resultan de la interacción del movimiento, la voz, el sonido y los elementos visuales, y rozan los límites que demarcan el territorio de la autonomía artística. Hasta ahora ha usado el formato de las series. La primera, Real People, es una sucesión de propuestas escénicas creadas y representadas por gente a la que reunía un oficio o profesión común y con las que Carlson se proponía representar y al mismo tiempo descomponer los estereotipos, ofreciendo a los intérpretes la posibilidad de mostrarse desinhibidamente como son y de ser realmente quien son. En el marco de aquella serie, Carlson trabajó con abogados, agentes de seguridad, jugadores de baloncesto, una madre y su hija, ejecutivos empresariales y monjas. Su segunda serie, Animales, presentada a partir de 1988 incorporaba danzas con animales; en la última entrega presentó en escena a 75 intérpretes y un caballo árabe.
El primer espectáculo de La serie blanca, Etihw comenzaba al tiempo que el público entraba en el espacio escénico (un primer piso de un edificio de Chelsea (Manhattan), sede del Dance Theater Workshop. La amplia sala había sido ocupada por una instalación creada por Todd Gilens, quien había cubierto de blanco paredes, suelo, grada para el público (seis filas, no más de cien espectadores) y, en la medida de lo posible, el techo. En escena, un Santa Claus, sentado en una silla, mira al público desde detrás de sus gafas. Sobre él, hacia la izquierda, tres monitores de televisión colgados del techo, en los que aparecen imágenes de programas de televisión sintonizados en directo; el técnico va cambiando de canal y aleatoriamente el público recibe: un discurso de Clinton, fragmentos de alguna teleserie, una película, un reportaje deportivo, etc. Cuando el público ha ocupado su lugar, entra en escena un cámara y la imagen de Santa Claus en primer plano aparecen el monitor central, flanqueada por las imágenes aleatorias que continúan mostrando los otros dos monitores. Es interesante el que las imágenes de la televisión, incluidas las noticias, pierdan interés frente a los detalles que de Santa Claus y su disfraz va mostrando el monitor central. Finalmente Santa Claus se levanta y desaparece por un lateral, el cámara lo sigue y su imagen sigue llegando al mismo monitor: se quita la barba y las gafas, aparece un rostro de mujer. Se ilumina en ese momento una pantalla gigante al fondo, sobre la que se proyectan en primer plano unos labios femeninos, mientras en el monitor vemos cómo la mujer-Santa Claus continúa despojándose de su disfraz hasta quedar desnuda en una silla. Entre tanto, los labios en la pantalla se mueven y de ellos empieza a salir algo; un máximo estiramiento permite la aparición de la cabeza de un niño (un muñeco de plástico). Otros objetos siguen surgiendo de la boca proyectada. La programación televisiva desaparece definitivamente de los monitores y todo el espacio queda libre para la propuesta espectacular. Comienza así la primera parte: CHORUS I.
Cuatro personajes vestidos de azul, dos hombres y dos mujeres, salen a escena y se sientan delante de la pantalla, proyectando sobre ella las sombras de sus cabezas. Aplauden a la imagen y ríen. Su aspecto no es muy atractivo: son cuatro personas de la calle, de constitución gruesa y ademanes torpes. Al cabo de un rato, comienzan a moverse: se van hacia atrás y juegan con las piernas. La cámara recoge un primer plano de sus pies, que aparece simultáneamente en los monitores. Luego se incorporan y ejecutan una coreografía muy lenta, muy sencilla, muy concentrada. Cuando concluyen, se retiran hacia un lateral y una de las mujeres (negra) saca a escena un pedestal blanco. Es el inicio de la segunda escena: “SOLD”.
Aumenta la intensidad de la luz y entra en escena una mujer vestida de novia (Anne Carlson); a continuación, cuatro bailarinas con mallas negras. También la imagen que ofrecen, como la de los cuatro personajes azules, es fea, tanto en su aspecto visual como por la torpeza de los movimientos. Mientras ellas se empeñan en ejecutar coreografías que no dominan (y de lo cual son conscientes, a juzgar por la ironía de su gesto), la novia procede a la subasta, hablando a toda velocidad, jugando con los espectadores, que pujan levantando la mano. De vez en cuando hace chistes sobre las bailarinas y su danza postmoderna. En uno de los monitores va apareciendo el texto de la subasta. El público participa y se divierte.
CHORUS II es una escena paralela a la primera: los personajes azules, concentrados en sí mismos, se entregan a la realización de los movimientos determinados. Justo cuando ellos acaban, regresa la novia con una pequeña cámara fotográfica, avanza hacia el centro del proscenio y toma una foto del público. Comienza entonces la siguiente secuencia, WALK, protagonizada por una monja. Ocupa una silla ante un micrófono, dispuestos por los personajes azules antes de retirarse, y habla. No mira directamente al auditorio, su posición es oblicua, pero su cara aparece en primer plano en la pantalla del fondo y en uno de los monitores. Cuenta historias, pequeñas anécdotas. Que ella no quería ser monja, pero que tenía una hermana gemela que era monja, cada vez que iba a verla ella se asombraba de que pudiera vivir de tal manera, y un día, cuando estaba en su oficina, se vio de pronto a sí misma vestida de monja en la calle y se dijo: “¡Dios mío, no, no me hagas esto!”. O que una vez que volvía de Hawai de unas vacaciones, se le sentó al lado un hombre, que le enseñó un bolígrafo: cuando se le daba la vuelta aparecía una imagen, y ella comprendió enseguida el tipo de imágenes que seguirían a la primera, de modo que antes de que la obscenidad sobrepasara el límite, ella le reveló su estado y él se deshizo en disculpas. Entre anécdota y anécdota, se levanta de la silla, da un paseo circular por el escenario; a mitad de camino, se para, se agacha con la mano extendida hacia el pie, sin mucha tensión. Su expresión es muy simpática.
Un CHORUS III, de naturaleza similar a los anteriores, sirve de transición hacia la última escena: SEE, la más impactante del espectáculo. Un grupo de cuatro ciegos espera en el lateral derecho del proscenio la señal para su entrada. Cuando esta se produce, avanzan rítmicamente en diagonal hacia el fondo del escenario, mientras dicen al compás de sus pasos: “Baby, don’t step, do you see me coming, do you see me running”. Hablan también rítmicamente. Hay dos hombres orientales, de piel oscura; uno de ellos es deforme, gordo, con los brazos demasiado largos, los pies abiertos y la cara desfigurada. De las mujeres, una es japonesa, lleva un vestido corto de lentejuelas azules sobre una malla negra, la otra, rubia, alta, delgada, con traje largo. El cuarto es un muchacho joven, que parece el más perdido. Los cuatro caminan a pasos muy cortos, pegados el uno al otro, sin perder el ritmo del caminar y del hablar. De pronto, en un “Baby don’t step” acabado bruscamente, se detienen. Pausa, inmovilidad. Dejan pasar unos segundos. Continúan su marcha insistente y obsesiva. Hasta que la luz se apaga y entonces se escuchan sus risas, sus animadas conversaciones. Cuando la luz vuelve los encontramos nuevamente en formación, sujetos a su disciplina. Se saben el espacio de memoria y hacen desplazamientos estudiados sobre escena. El apagón de luz se repite varias veces: y en cada ocasión el jolgorio de los ciegos parece aumentar. Terminan acostándose en el suelo en la diagonal contraria a la que entraron. El resto de los participantes va entrando en escena y acostándose sin perder contacto. Aquí concluye el espectáculo.
Me gustaría subrayar los siguientes elementos:
- El público es recibido con imágenes de programas de televisión, los mismos que estaría viendo si hubiera decidido quedarse en el salón de su casa. A pesar de la fuerza de atracción de dichas imágenes, éstas son superadas por la simple y poco estimulante de una mujer disfrazada de Santa Claus. En cierto modo, esa primera propuesta adelanta una de las claves del espectáculo (¿anti-espectáculo?).
- El vídeo no se utiliza para introducir en escena elementos ajenos a la acción en directo, simplemente aporta otra perspectiva, normalmente, sirve de medio para los momentos más privados: el desnudo de la Santa Claus o las confidencias de la monja.
- Se propone un concepto alternativo de belleza, o bien se renuncia al modelo de belleza de los medios de masa. Los ejecutantes individualmente considerados carecen de ningún atractivo físico, más bien resultan desagradables, a lo que contribuye su desaliñado vestuario. Sin embargo, la imagen final resultante de la reconstrucción mental de las cinco secuencias resulta bella.
- Se trata de un espectáculo profesional, producido con un rigor formal intachable, pero ejecutado por aficionados, por gente de la calle. Cumple así dos funciones: una función social (tal vez incluso terapéutica) y una función estética, sin que la una anule a la otra.
Es este último elemento sobre el que me parece más interesante de la propuesta.
El arte escénico de vanguardia se enfrenta a la tragedia de la carencia de espacios propios de representación y, por tanto, a la ausencia de público. En los últimos años ha sufrido un proceso de marginación creciente, y se ha visto desplazado hacia la periferia de las grandes ciudades o a espacios alejados de los públicos no ya mayoritarios, sino incluso de los públicos cultos. La dificultad para la recepción de las propuestas creativas parece conducir a la desaparición del arte escénico como tal.
Esto contrasta con la creciente demanda de actividades escénicas desde la comunidad escolar y desde las grupos sociales diferenciados. Desde los primeros setenta, el escénico ha sido uno de los medios artísticos más utilizados como instrumento de reivindicación de la diferencia, y ha surgido de ello un teatro (performance o danza) feminista, negro, gay, chicano, gitano, campesino, etc. Tal instrumentalización ha dado lugar a una inscripción de lo escénico en comunidades o círculos sociales determinados, que garantizan la comunicación y la fidelidad del público.
El encuentro de la creación escénica de vanguardia con los grupos sociales diferenciados parece inevitable. La marginalización del arte escénico es paralela a la progresiva desaparición de espacios de comunicación colectivos. Es esta la razón que la ha impulsado a la búsqueda de colectividades, allí donde éstas aún existen (la escuela o las asociaciones). Tal vez el futuro del arte escénico esté ligado al desarrollo de éstas. Sin embargo, tal camino está plagado de peligros. El más evidente, la dificultad para conseguir mantener el equilibrio, necesariamente precario, entre la función artística y la social. ¿No correría el riesgo el arte escénico de disolverse definitivamente en la enseñanza o en el ejercicio comunitario una vez que los profesionales del medio perdieran completamente la referencia de la creación autónoma?
La propuesta de Anne Carlson resulta en este sentido modélica, ya que evita la caída en un ejercicio meramente para-teatral, satisfactorio únicamente para los intérpretes, y consigue que la afirmación de éstos se proyecte con toda su energía sobre el público gracias a una construcción formal estimulante del espectáculo (que no anti-espectáculo). Por otra parte, no se alía con ningún grupo claramente diferenciado, sino que establece diversas vías de comunicación extra-teatrales, en busca de la articulación de una colectividad compleja.
Espectáculos como los de Carlson animan a persistir en el intento de reconstruir o construir de nuevo espacios abiertos al encuentro. Es para ello preciso escapar a la inercia, a la complacencia en la privacidad degradada, y atreverse a tomar decisiones. Las decisiones deben conducir necesariamente a la organización de acciones colectivas que, en lo posible, vayan más allá de los intereses parciales de grupos fuertemente diferenciados (sin por ello las acciones que de ellos surjan o la coordinación de ambas). El futuro del arte escénico depende de la recuperación de una colectividad compleja, como la que Carlson incipientemente señala. De ello depende algo más que el futuro del teatro.
Cuenca, abril, 1997
José A. Sánchez