Hubo un momento en la historia en la que se decidió que el aprendizaje era cuantificable. Que se podía asignar un número que reflejase la cantidad de conocimientos, destrezas o habilidades que alguien había adquirido a lo largo de un proceso de enseñanza-aprendizaje. Este número, además de referirse a la calidad de lo aprendido, servía para situar a la persona en comparación con sus co-aprendices. Desde ese momento, existen personas de 4, de 6, de 8 y de 10. Y todas sabemos lo que eso significa.
La calificación numérica se ha ido complejizando hasta tal punto, que ahora, en los actuales sistemas de evaluación por competencias, el número final es el reflejo de la ponderación de muchas notas parciales que miden distintos aspectos del aprendizaje. Al final, la ilusión es que hemos logrado definir con un número el resultado alcanzado por una persona.
En términos generales, una creencia que subyace a esta forma de evaluación es que el alcanzar un 4, un 7 o un 9 depende del esfuerzo que haga el aprendiz, de modo que la calificación alta se convierte en un premio al esfuerzo y la baja en un castigo. Sin embargo, esta forma de concebir la evaluación educativa encierra varios peligros.
El primer peligro es creer que toda persona que se esfuerza acaba aprendiendo y obteniendo una calificación alta. El basar todo el proceso de aprendizaje en el esfuerzo del aprendiz resta importancia a los apoyos educativos que ofrece el docente y que sirven para ir adquiriendo competencias. Si esos apoyos no son adecuados, o no son bien usados por el aprendiz, por mucho esfuerzo y tesón que se ponga en las tareas propuestas, el avance será lento y sin resultados claros. Los niños y niñas con dificultades de aprendizaje no diagnosticadas y no reconocidas sufren esta situación. Acaban hartos de que su esfuerzo sea minusvalorado, son etiquetados como holgazanes y acaban, si no dan con buenos profesionales, tirando la toalla.
En niveles superiores de enseñanza, como la Universidad, donde se intenta fomentar el aprendizaje autónomo y la evaluación está basada a veces en productos muy elaborados, es común escuchar eso de «pero si yo me he esforzado mucho. Merezco más nota». En estos niveles, los estudiantes tienen que aprender que no basta con esforzarse: hay que demostrar que se tienen las destrezas necesarias para ejecutar un producto a nivel profesional. Y para ello, les tenemos que enseñar a usar su caja de herramientas, esas destrezas cognitivas que les ayudan a planificar sus procesos de trabajo y a autoevaluar sus resultados.
El segundo peligro es convertir la calificación numérica en el objetivo de aprendizaje. Si usamos la calificacion como un premio, al final se pierde el objetivo real del proceso de aprendizaje: que se produzca un cambio comportamental en el proceso educativo. Cuando una persona aprende algo, esto significa que se enfrentará al mundo de una forma diferente. Y ese es el objetivo de la educación, no sacar un 8, un 9 o un 10 y salir corriendo. Las calificaciones numéricas usadas como premio o castigo hacen que la motivación por el aprendizaje sea extrínseca: «tengo un 10 y lo llevo como una insignia para enseñársela a todos mis amigos y amigas. Sin embargo, el aprendizaje que se obtiene desde una motivación intrínseca nunca termina con un número. Si un conocimiento nos motiva, queremos seguir sabiendo más y más. El aprendizaje no acaba cuando termina el curso o la asignatura.
¿Por qué seguimos usando entonces las calificaciones numéricas? En términos generales, el sistema impone el uso de estas calificaciones. Es un lenguaje que todas y todos entendemos y del que es muy difícil desprenderse. Todo el sistema está organizado alrededor de la puntuación final. El 95% de las preguntas que me hacen mis estudiantes en mis asignaturas no tienen nada que ver con el contenido de las mismas, sino con el sistema de evaluación. Las pocas preguntas que me hacen sobre conceptos complejos, o sobre argumentos acerca de algún planteamiento, son las que plantean en la revisión de pruebas o exámenes. Todo este sistema de funcionamiento se gesta desde Primaria. Acostumbrados a ser calificados y etiquetados por compiar, repetir, reproducir y resolver problemas estandar, los estudiantes se convierten en el resultado de un sistema viciado, del cuál ya no se pueden desprender y seguirán reproduciendo en todas las facetas de su vida. El esfuerzo se traduce en memorización sin comprensión, y la nota es la insignia que sirve para olvidar y repetir el ciclo. Y así hasta el final.
En definitiva, la calificacion numerica conlleva aprendizajes y aprendices poco creativos. La creatividad es muy difícil de medir y cuantificar, así que, para que el sistema funcione, no se aceptan resultados creativos. No se permite a los aprendices salirse del guión. De todas formas, no tenemos esa dificultad: ellos mismos han aprendido muy bien cómo permanecer dentro del sistema sin desentonar. Por eso, cuando intentas que den respuestas abiertas a problemas que no tienen una única solución (los problemas que normalmente se plantean en la vida real), se enfadan, te dicen mil veces que no saben qué tienen que hacer, intentan buscar en internet la respuesta correcta, etc. etc. Todo menos producir de la nada, crear, argumentar con instrumentos propios. Y dicen que la calificación es subjetiva. ¿Os suena?