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Psicología de la educación: de la teoría al método

Cuando diseñamos un entorno educativo y nos proponemos enseñar algo a alguien, siempre hay una teoría que nos guía de manera implícita o explícita. Esta teoría suele dar respuesta a las siguientes preguntas:

  1. ¿Cómo se aprende?
  2. ¿Cómo se enseña?
  3. ¿Qué es el conocimiento?

En cuanto a la primera pregunta, os animo a que penséis cómo se conceptualiza el aprendizaje desde las teorías que hemos visto en clase. Si alguien piensa que se aprende por exposición, repetición y evaluación ¿Qué teoría estaría siguiendo? Efectivamente, la conductista. Os animo a que volváis a ver el vídeo de la máquina de aprender de Skinner y penséis cuáles de vuestras experiencias de aprendizaje se asemejan a este procedimiento.

Aunque esa máquina no se use en los colegios españoles, el hecho de fragmentar el conocimiento y hacer que los niños lo asimilen y lo reproduzcan en los exámenes para ser evaluados es similar a los procesos implicados en esta situación. Pensad entonces qué cosas cambiaría el planteamiento sociocultural o la neurociencia de esta situación educativa. Recordemos que el planteamiento sociocultural dice que se aprende en situaciones sociales significativas en las que el aprendizaje es situado. Se aprende para hacer cosas reales: se multiplica para saber el precio de las cosas, se lee para informarse sobre algo importante que vamos a hacer, se escribe para comunicar algo a alguien, no solo para ser evaluados o para que la maestra nos diga que lo hemos hecho muy bien.  Además, desde la teoría sociocultural, se tiene muy claro que es necesario el apoyo de personas más capaces en la ZDP de la persona, de modo que el aprendizaje depende de nuestras competencias de partida. No se enseña a todos lo mismo: se parte de una enseñanza personalizada que tiene muy en cuenta las competencias de partida del aprendiz. Aquí no vale eso de «café para todos»: cada aprendiz tiene necesidades distintas y el que enseña tiene que diseñar situaciones que cubran las necesidades de todos y todas sus alumnas.

Esto nos lleva a la segunda pregunta: ¿cómo se enseña? Es decir, ¿cómo se diseñan las situaciones educativas en las que se produce el aprendizaje? ¿Cómo está diseñada el aula? Los alumnos ¿se sientan en grupos y comparten su conocimiento para realizar actividades significativas o, por el contrario, se sientan en pupitres aislados mirando a la maestra o la profesora? ¿Hablan todos o solo el maestro o la maestra? ¿Se tienen en cuenta las formas en que aprenden las personas según lo que nos cuentan las investigaciones psicológicas y neuropsicológicas o se hace lo de siempre, sin reflexionar sobre estos aspectos? La respuesta a estas preguntas os guiará para decidir qué teoría, implícita o explícita, seguían vuestros maestros o profesores.

En cuanto a la última pregunta, qué es el conocimiento, reflexionar sobre la respuesta que dan las teorías es algo más complejo. Desde el conductismo, lo importante son las respuestas de las personas ante los estímulos y estos estímulos son seleccionados por el educador, que los presenta y decide las consecuencias de las conductas ante ellos (la evaluación positiva o negativa, para entendernos). Por tanto, el conocimiento viene dado y es algo externo al aprendiz, que debe aprender a dar respuestas correctas.

Sin embargo, desde la psicología cognitiva y la sociocultural, el conocimiento es una construcción, ya sea del individuo o de la cultura a la que este pertenece e interioriza. Este carácter del conocimiento como algo construido hace que se preste mucha atención a los procesos constructivos del aprendiz, que no solo tiene que memorizar y asimilar, sino actuar sobre el entorno para construir y transformar sus esquemas. El conocimiento que se construye debe servirnos para actuar en el mundo y no solo para responder de manera correcta a las respuestas del examen.

En definitiva, cuando os preguntéis que teoría usan las personas que educan, pensad en esas tres preguntas e intentad contestarlas.

Escribir en la Universidad: no solo una cuestión de redacción

Pensemos en todos los textos que hemos escrito a lo largo de nuestra vida. En la escuela, escribíamos esas redacciones tituladas «mis vacaciones». Eran textos de media cuartilla que nos hacían escribir para matar el rato y que nadie leía después. Y exámenes, muchos exámenes, además de comentarios de texto con una estructura prefijada que era importante conocer porque era la que pedían en la prueba de selectividad (Evau o Ebau actual).

¿Dónde estarán todos esos textos? Eran textos de usar y tirar que nos corregían con un bolígrafo rojo. La intención de estos textos era ser evaluados y evaluadas. No escribíamos para informar, para opinar, para entretener ni para emocionar. Escribíamos para que nos calificasen. Y así crecimos.

Al menos leíamos (algunas/os) para cosas que iban más allá de extraer conocimiento cierto e incuestionable, almacenarlo en nuestra memoria y vomitarlo en un examen. Y esa lectura crítica, emocionante, apasionante, en la que nos perdíamos durante horas, era una actividad alfabetizadora decisiva. A través de esa actividad, pudimos comprender que la escritura iba más allá de reflejar de manera transparente la realidad inamovible. Aprendimos que escribir era construir el conocimiento, un conocimiento que podía ser genuino, propio, crítico con lo establecido.

Usar la escritura como una forma de construir el conocimiento es una competencia superior y avanzada que va mucho más allá de ese «saber redactar» al que nos tienen acostumbradas/os en el ámbito escolar. Saber redactar es fácil: es aprender una serie de normas gramaticales, ortográficas y de puntuación que se adquieren con la práctica y el repaso. Pero saber escribir es bastante más difícil. Y escribir en la Universidad es algo que se aprende siendo miembro de una comunidad de escritores y escritoras que siguen normas escritas y no escritas.

Creer que saber escribir textos de calidad, textos valiosos por el conocimiento que aportan, es solo es una cuestión de redacción, es dejarse por el camino todas las cuestiones sociohistóricas y culturales implicadas en la escritura que se desarrolla dentro de una institución como es la universidad y, dentro de esta, en las distintas disciplinas de conocimiento. Escribir es una cuestión de poder y legitimidad e implica insertarse en un río de intervenciones dialógicas en las que los distintos escritores no tienen el mismo estatus. Pensemos en las revisiones a las que se ven sometidos nuestros artículos cuando intentamos publicar en determinadas revistas, en las que muchas veces tenemos que pagar por publicar nuestro trabajo (qué paradógico, pagar por trabajar).

Y en estas, que llegan nuestras y nuestros estudiantes a escribir su TFG o su TFM. Recuerdo una estudiante de máster que me decía «es que nunca en la vida he tenido que escribir un trabajo de semejante envergadura». Me puse en su lugar e imaginé su historia académica, escribiendo esos trabajos que yo llamo «corta-pega»para entregar en las asignaturas de la diplomatura, la licenciatura o el grado. Y de repente les pedimos que escriban un informe de investigación o una revisión bibliográfica.

Cuando hablamos de la escritura en la Universidad, deberíamos dejar de dar por supuestos todos los procesos implicados en una tarea tal como escribir una revisión bibliográfica, por ejemplo. Pensar que el problema para desempeñar con éxito esta tarea es de redacción es simplificar mucho el asunto. Escribir una buena revisión bibliográfica implica saber cómo se construye el conocimiento y cómo se comunica en este tipo de textos, que son propios de una comunidad humana muy concreta. Estos son los elementos que tenemos que traer a la luz. Para enseñar a redactar, tenemos miles de normas escritas, pero enseñar a escribir en la universidad implica hacer que nuestros estudiantes se inserten en prácticas textuales de una comunidad de práctica que se llevan desarrollando décadas. ¿Cuántas revisiones han leído nuestros estudiantes durante el grado? ¿Saben buscar información? ¿Saben comunicar esta información? ¿Se han apropiado de los recursos textuales característicos de estos tipos de textos? Desde mi punto de vista, esas son las preguntas que nos deberíamos hacer.

¿Cuándo enseñar a leer? Más allá de los postulados madurativistas

Después de una época en que las familias de clase media se han visto alentadas a estimular a sus bebés con música, tarjetas con palabras y bloques de madera desde su más tierna infancia, ahora parece que entramos en un periodo en el que se intenta desandar esa instalada creencia de «cuanto antes, mejor». Esto va ligado a un empeño de los expertos y expertas mediáticos en poner el acento en la educación emocional y/o comportamental de las niñas y niños más que en su enriquecimiento cognitivo o en la estimulación temprana de sus talentos (como si ambas cosas no estuviesen relacionadas.)

Sin detenernos a reflexionar sobre la compatibilidad de enseñar a nuestros hijos e hijas a desarrollar competencias importantes para la cultura en la que van a vivir, como la lectura, la escritura, la música o el arte, a la par que les educamos para la convivencia en sociedad, me gustaría hablar sobre las creencias de la existencia de una edad ideal para empezar a leer.

Lo que voy a plantear aquí es que el simple hecho de hablar de «una edad ideal para empezar a leer» implica una visión de la lectura y de su aprendizaje que está mediatizada por los métodos tradicionales de enseñanza de esa competencia. Si pensamos que la lectura es (solamente) reconocer palabras a partir de la conversión grafema-fonema y que enseñar a leer implica, por tanto, enseñar de manera sistemática esta conversión, la pregunta sobre si existe esa edad ideal es comprensible. Esta visión, unida a una teoría madurativa del desarrollo de los sistemas neurológicos implicados en la lectura dan lugar a establecer la edad adecuada para empezar a leer a ese momento en el que el cerebro está supuestamente preparado para hacerlo.

Sin embargo, la conversión grafema-fonema es una parte insignificante de lo que supone saber leer y aprender a leer. La conversión grafema-fonema está inmersa en una rica y productiva actividad cultural que implica obtener conocimiento de los materiales impresos y, en nuestra época, también de los digitales. Leer es una actividad situada en entornos culturales determinados y que cumple funciones diversas para la persona que lee y, como tal, su aprendizaje no se restringe a las aulas de un colegio. Desde este punto de vista, la edad ideal para comenzar el aprendizaje de la lectura es desde el mismo nacimiento.

Cuando digo eso, suele haber una reacción de rechazo desde dos ámbitos de pensamiento distintos. En primer lugar, aquellas personas que piensan que los niños y niñas deben dedicarse a jugar, pisar charcos y disfrutar de la vida hasta que, en algún momento de sus vidas, surja el interés por la lectura. En segundo lugar, aquellas otras que plantean que el cerebro infantil no está maduro para emprender la aventura de la lectura hasta al menos los 6 años.

En cuanto al primer temor, no tiene mucho fundamento si tenemos en cuenta que los prerrequisitos de la lectura se aprenden en situaciones naturales en las que las personas adultas o las niñas y niños más mayores usan los materiales impresos o los dispositivos digitales, haciendo partícipes a los pequeños de manera lúdica. Los primeros encuentros con la lectura son informales y no tienen el carácter de sistematicidad y evaluación que revisten las prácticas escolares en torno a la lectura (ni lo deben tener). Sin embargo, las niñas y los niños están aprendiendo cosas cruciales sobre la lectura en estos encuentros, como por ejemplo la funcionalidad que tienen los artefactos «legibles», los tipos de artefactos, la direccionalidad de la lectura, el tipo de conocimiento que contienen estos dispositivos, así como algunas características del código de escritura, las letras y su relación con los sonidos del habla.

Existe una extensa evidencia científica que relaciona las actividades tempranas en familia relacionadas con la lectura (como la lectura conjunta de cuentos) con la eficacia lectora en edades más avanzadas; es decir, los niños y niñas que crecen en entornos letrados y a los que se les hace partícipes de las actividades de lectura son mejores lectores que niños y niñas que no han tenido estas experiencias. Y para ello, no hace falta machacar a los niños con cartillas Palau o Micho: basta con leerles un cuento por la noche.

En cuanto al segundo temor, relacionado con la falta de madurez del cerebro para aprender a leer a ciertas edades, creo que se fundamenta en una teoría del desarrollo cerebral y su relación con los correlatos psicológicos y comportamentales rígida y un tanto obsoleta. Por supuesto que los circuitos neuronales implicados en la lectura no están maduros hasta un momento determinado del desarrollo. Sin embargo, esto no significa que haya que prohibir, hasta ese momento, el acceso a los estímulos impresos a las niñas y niños. Tampoco los circuitos neuronales que están implicados en el reconocimiento de caras están maduros desde el nacimiento, y no por ello limitamos a los niños y niñas el acceso a las caras humanas. Muy al contrario, es el ver muchas caras e interactuar con ellas lo que hace que los circuitos neuronales implicados en su reconocimiento maduren. Por tanto, será esencial que en el entorno estimular del niño y la niña haya letras y tengan la ocasión de implicarse en actividades manipulativas con ellas.

Por tanto, no existe una edad ideal para aprender a leer. Existen actividades adecuadas para introducir a las niñas y niños en actividades de lectura, como la lectura conjunta de cuentos, la manipulación de elementos letrados y la animación a la escritura inventada (de la que hemos hablado en otra entrada) y actividades menos adecuadas (como las actividades repetitivas y sin sentido que rodean las cartillas escolares). Para comenzar a usar estas últimas, no existe ninguna edad que sea adecuada.

Para aprender más

Haan, M. D., Pascalis, O., & Johnson, M. H. (2002). Specialization of neural mechanisms underlying face recognition in human infants. Journal of cognitive neuroscience14(2), 199-209

Johnson, M. H. (2000). Functional brain development in infants: Elements of an interactive specialization framework. Child development71(1), 75-81

Melhuish, E. C., Phan, M. B., Sylva, K., Sammons, P., Siraj‐Blatchford, I., & Taggart, B. (2008). Effects of the home learning environment and preschool center experience upon literacy and numeracy development in early primary school. Journal of Social Issues64(1), 95-114

Mol, S. E., & Bus, A. G. (2011). To read or not to read: a meta-analysis of print exposure from infancy to early adulthood. Psychological bulletin137(2), 267

Welsh, J. A., Nix, R. L., Blair, C., Bierman, K. L., & Nelson, K. E. (2010). The development of cognitive skills and gains in academic school readiness for children from low-income families. Journal of educational psychology102(1), 43

Westermann, G., Mareschal, D., Johnson, M. H., Sirois, S., Spratling, M. W., & Thomas, M. S. (2007). Neuroconstructivism. Developmental science10(1), 75-83