Una historia de la represión de guerra y postguerra.
Prólogo de Luis Arroyo Zapatero, Almagro octubre 2018
Cuando por razones severas se apagan las luces de la civilización y sus controles, los criminales campan por sus respetos, como lo vemos cuando en las grandes metrópolis cae el alumbrado durante horas. Los ladrones roban a manta y quienes nunca tuvieron ni tentación ni valor para apoderarse de lo ajeno se convierten en depredadores, que llegan incluso a violar y a matar. Las autoridades intentan controlar el caos y envían refuerzos de gendarmería. Lo peor es cuando no queda gendarmería alguna a la que recurrir, bien por haberse pasado al enemigo o por haber sido destinada forzosa a otros lugares. Como penalista lo tengo claro: el responsable principal, el mayor, es el que apaga la luz. Así fue nuestra guerra civil. Creyeron que apagaban la luz por un rato, pero quedamos a oscuras durante tres años, muy especialmente los cinco primeros meses, unos, porque eran los creadores del desorden y preferían no ver lo que ellos mismos querían hacer: “se tendrá en cuenta que la acción ha de ser extrema… hay que sembrar el terror….eliminando sin escrúpulos ni vacilación a todos los que no piensen como nosotros”, proclamó el General Mola. Otros, porque sin luz no podían ni ver, ni impedir lo que se hacía, como Almagro que se quedaba sin Guardia Civil porque la enviaron al frente, y los mas bajos instintos se desenvolvieron sin freno y en casi en todas partes. Pocos hechos de las primeras semanas de la retaguardia republicana me han impresionada más, por el desvalimiento de las victimas y por la saña inmisericorde de los perpretradores que la masacre de los 26 sacerdotes y estudiantes Pasionistas de Daimiel. A sangre y fuego fueron perseguidos y aniquilados entre la localidad y las de Manzanares y Madrid. Tampoco resulta humanamente comprensible el asesinato en grupo de los dominicos de Almagro. O el del obispo de Ciudad Real, alanceado a la vera de Peralvillo. Los que lo hicieron no sabían que era precisamente allí el lugar medieval de las ejecuciones mediante saetas, y esto es clave: los autores de los crímenes en Almagro y en la provincia de Ciudad Real eran la más acusada excrecencia social y política de la una sociedad de muy pocos ricos y muchos pobres, excluidos y marginados, acostumbrados a quedar en ayunas cuando la agricultura iba de mal año. No resultan compresibles los hechos de aquella España a los ojos de hoy sin tener conciencia de la terrible pobreza de quienes carecían de tierra y de la arrogancia de muchos de los los que la poseían. Hay que mirar hoy en América Latina para visualizar la brutal desigualdad social nuestra de entonces. El mismo Obispo mártir llego a decir que Dios, en su infinita providencia, tenía en el cielo un corral reservado para los paisanos del pueblo calatravo en que se encontraba al decir aquello. Pero el mismo argumento no vale precisamente para la retaguardia franquista, por ejemplo, la de Valladolid, Capital del dolor, bien relatada por Francisco Umbral o la de la Salamanca de Miguel de Unamuno. Allí no son los autores ni los pobres, ni los ignorantes, sino los contrarios, no son las victimas los dueños de las tierras, ni los religiosos, son masacres decretados por el poder militar y político, bien disciplinados y acompañados por la bendición eclesiástica.
En verdad los hechos en territorio de la República parecen imágenes de los asaltos de bandidos que compuso Goya. Los del territorio “nacional” se parecen más a una procesión de Semana Santa, en la que uniformes, estandartes y sacerdotes acompañan a Cristo al calvario. Así lo debió sentir Unamuno cuando la viuda le informa del próximo asesinato del pastor protestante de la ciudad, cuya condición era su único delito, noticia que le inspira la valiente y desesperanzada intervención en el Paraninfo de la Universidad cuyas notas escribe en el mismo sobre de la comunicación de esa muerte anunciada.
Creo que fue Luis López Condés la primera persona que conocí en Almagro. Me impresionó su corpachón y su humanidad, que desprendía a raudales. Tardé en saber su historia personal y familiar. Ni siquiera a fines de los 80 se hablaba de ello. Solo tras mucha intimidad me confesó la emoción que le embargaba ejercer como Alcalde en el mismo salón de plenos en que el tribunal militar condenó a muerte a su padre. En este libro su hijo y profesor titular de Historia Contemporánea y Decano de la Facultad de Periodismo de la Universidad de Castilla-La Mancha en Cuenca desentraña todo el aparato histórico de aquella tragedia. Desde la descripción e interpretación de las condiciones sociales y políticas de la Mancha durante los cinco primeros años de España en República, la guerra civil en la retaguardia republicana y la vida y la muerte en la España de la Victoria, reconstruida a base de expedientes judiciales, en realidad militares, que han permanecido secuestrados durante mucho más de 40 años, no para evitar abrir las heridas, sino para impedir su conocimiento. Vale la pena recordar que apenas entró en vigor la Ley de Memoria Histórica y llegados los conservadores de nuevo al Gobierno los archivos militares volvieron a cerrarse. Es más, se debe recordar que la Ley de la Memoria Histórica se hizo inevitable cuando la Iglesia española se dispuso al proceso de canonización de los cinco mil religiosos masacrados, como si los contrarios hubieren sido todos homicidas. Monseñor Rouco prefirió la gloria personal, que creyó que ya era gratuita, sin piedad y sin pedir perdón por haber acompañado a los pelotones de fusilamiento a decenas de miles de republicanos, cuando ya el Ejército rojo, cautivo y desarmado, no era peligro alguno para los vencedores. De todo, lo que más me desconcierta y me horroriza es precisamente la represión de postguerra, a sangre y fuego, inexorable, hasta que el desenlace de la batalla de Stalingrado dio a todos lección y esperanza y comenzó a cambiar hasta el trato que en las cárceles daban los funcionarios a los presos políticos que seguían vivos.
Soy un decidido partidario de lo que se entiende por la “transición”, fui también modesto protagonista. En la miseria de la historia española desde 1808, con más guerras civiles que guerras de independencia, la transición brilla como el sol. Solo queda en la sombra el conocimiento de la verdad, del destino de las personas honestas como Gervasio Alberto López Crespo, Maestro de la República y el inclemente grito en el silencio de las cunetas. Es este un asunto en el que la Diputación Provincial de Ciudad Real de los últimos doce años ha sido excepcional, por su eficacia y porque ha dado luz sin ofender a nadie. Este es el servicio que Angel Luis López Villaverde rinde a la historia de Almagro y a la historia de su familia, vindicando al abuelo a quien no pudo conocer y a su padre Luis López Condes, Alcalde socialista de Almagro, quien hubo de sobrevivir con la madre y los hermanos en aquella España de traición y de metralla. Hoy todos podemos saber lo injusto de la muerte del abuelo, los padecimientos de una viuda y madre de un enemigo del Régimen y de la gloria de la libertad y la dignidad de todos. Hoy todos debemos de ser bien conscientes de la importancia de mantener a toda costa el entendimiento y consenso sobre las cuestiones básicas de la vida social y política, que es la única garantía del control de las pasiones, siempre al acecho.