Hace años colaboré en una investigación sobre los deberes escolares. En ella, indagábamos la forma en que se insertaban actividades descontextualizadas propias de una comunidad de aprendizaje en otra comunidad en la que el conocimiento se construía en actividades cotidianas muy diferentes a las que se desarrollan en la escuela. En este sentido, los deberes se convertían en una extensión del conocimiento que se manejaba en la escuela y que no aprovechaba en absoluto los saberes propios del contexto familiar.
En este sentido, familia y escuela son dos entornos completamente diferentes, con funciones muy distintas, aunque relacionadas, en el desarrollo de las niñas y los niños. Pero hemos de tener en cuenta que el nicho de origen, el entorno en el que las criaturas están enraizadas, es la familia. No podemos pretender que la escuela dicte normas de funcionamiento a la familia, mientras que la escuela tiene que conocer, respetar y tener en cuenta las características de las familias a las que pertenecen los niños y niñas con los que trabajan. Es un entorno profesionalizado y debe estar preparado para la diversidad en todas sus facetas.
Quizás por ello, el “café para todos” de los deberes escolares cada vez levanta más críticas y menos comprensión en muchas familias. Están las que no comprenden por qué sus hijos e hijas tienen que pasar la tarde haciendo tareas mecánicas y rutinarias, teniendo un rendimiento óptimo en las materias escolares, y también aquellos que tienen que ocuparse de las dificultades de aprendizaje de sus hijos e hijas en el hogar sin tener ninguna formación ni orientación al respecto. Habría otro grupo de familias que abordan de forma diligente las tardes de mesa y cuaderno de sus hijos por motivos que pueden ser diversos.
Nos deberíamos plantear qué utilidad tienen los deberes escolares y si es lícito delegar en la familia funciones que es la escuela la que tiene que desempeñar. Las dificultades de aprendizaje deberían ser atendidas de manera específica por los especialistas. Si consideran que es necesario que los niños y niñas realicen actividades fuera del entorno escolar, estas actividades deberían ser específicas y diseñadas para cada niño o niña en particular. En cuanto a los niños y las niñas que no presentan dificultades, invadir su tiempo libre con más tareas mecánicas y descontextualizadas impide que puedan desarrollar competencias que no están relacionadas con el entorno escolar y que pueden desarrollar de forma abierta fuera de los muros del colegio.
Por otra parte, la familia debería ser respetada como un ente autónomo que decide de manera libre cómo gestionar su tiempo. A menudo, he escuchado quejas de maestras y maestros sobre la sobrecarga de extraescolares de los niños y niñas. Hemos de tener en cuenta que, nos parezca mal o bien, es la familia quien decide cómo usar el tiempo libre. No es función de la escuela organizar este tiempo o decir lo que se debe hacer en el mismo. Quizás en la actualidad existe un afán adoctrinador sobre la forma de ser padres y parece que todo debe estar prescrito por especialistas. No debemos dejar que se pierda la sabiduría que hemos acumulado durante siglos y que ahora parece que sólo está en los libros.
Quizás este reconocimiento de la familia por parte de la escuela, como un entorno autónomo y autogestionado, podría iniciar nuevas formas de colaboración no jerárquicas y verdaderamente constructivas. Los dos entornos son valiosos e importantes. Tender puentes entre ellos implica una colaboración simétrica en la que las decisiones no sean impuestas por una de las partes, sino informadas y consensuadas por ambas.