El sentido de la evaluación en la enseñanza superior

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En la enseñanza superior, cuyo objetivo es formar profesionales que van a adquirir responsabilidades sociales importantes, la evaluación toma un carácter especial. Siempre he abogado por la evaluación formativa, aquella que no sólo asigna un número a una hoja llena de cruces en la opción elegida, sino que va más allá y pide al estudiante trabajar los contenidos y aplicarlos a casos reales. En este proceso, el estudiante tiene que traer a la conciencia sus ideas previas, contrastarlas con el conocimiento y las propuestas nuevas que están a su disposición y trabajar el conflicto en relación a experiencias concretas.

En este sentido, el esfuerzo no siempre se traduce en una alta calificación (aunque sin esfuerzo es prácticamente imposible adquirir las competencias, claro). Si el estudiante, una vez realizadas todas las actividades educativas propuestas en la asignatura, sigue manteniendo ideas previas que entran en conflicto con los contenidos y procedimientos planteados y no es capaz de aplicar los conocimientos sin cometer errores conceptuales de base, no podemos dar por aprobado su proceso formativo. «Es injusto» es una de las frases que más escucho en esta época del año. Pero lo cierto es que superar una asignatura no es una cuestión de justicia, sino de competencias. Poniéndome en plan muy dramático, les suelo decir a mis estudiantes que no, que no sería justo para las familias encontrar un logopeda que dijese el tipo de cosas que pone en sus pruebas de evaluación. Eso no siempre sienta bien, pero es la única forma que se me ocurre de hacerles ver que la evaluación no se trata (solo) de ellos, sino que supone también una responsabilidad para con la sociedad.

Siempre hemos escuchado que las ingenierías o medicina son carreras muy demandantes. Esto me preocupa, porque indica que grados como Magisterio, Logopedia, Trabajo Social, etc. , no lo son. ¿Son acaso las responsabilidades de estos profesionales que salen al mundo laboral menos importantes que las de los ingenieros o los médicos. No lo creo. Por ello, considero que la exigencia en la evaluación de cualquier titulación debe de ajustarse a las exigencias de la sociedad sobre esos profesionales que estamos formando. Esto, seguramente, será muy poco popular, pero posibilita que los profesionales que lanzamos a la calle estén bien formados en la medida de nuestras posibilidades.

Todo esto implica que nos cuestionemos nuestros métodos de evaluación. A mí siempre me ha gustado el concepto de triangulación, tomado de la Investigación-acción, y que implica usar distintas técnicas de recogida de datos para llegar a una conclusión «colegiada» sobre un fenómeno. En este caso, uso distintas formas de evaluación, que van desde el examen tipo test, la exposición oral, la elaboración de proyectos en grupo, las reflexiones escritas, las preguntas cortas, etc. Todos los datos obtenidos por estos diversos medios me hacen formarme una idea más o menos precisa del proceso de aprendizaje que están siguiendo mis estudiantes.  Todo esto implica una gran cantidad de trabajo de producción, que se realiza en su mayor parte en el aula, de modo que las clases magistrales quedan relegadas a una parte muy pequeña del proceso. Su trabajo es producir y aplicar el conocimiento, y el mío es dirigir esta producción. Y de la evaluación no escapa mi forma de guiarles: todos los años me planteo en qué he fallado y por qué no he conseguido que el proceso de aprendizaje haya fluido adecuadamente para ciertas personas. En eso estamos: la docencia es un aprendizaje constante que no cesa y que está lleno de baches. ¿Quién dijo que fuese fácil?