Archivo por meses: mayo 2016

El sentido de la evaluación en la enseñanza superior

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En la enseñanza superior, cuyo objetivo es formar profesionales que van a adquirir responsabilidades sociales importantes, la evaluación toma un carácter especial. Siempre he abogado por la evaluación formativa, aquella que no sólo asigna un número a una hoja llena de cruces en la opción elegida, sino que va más allá y pide al estudiante trabajar los contenidos y aplicarlos a casos reales. En este proceso, el estudiante tiene que traer a la conciencia sus ideas previas, contrastarlas con el conocimiento y las propuestas nuevas que están a su disposición y trabajar el conflicto en relación a experiencias concretas.

En este sentido, el esfuerzo no siempre se traduce en una alta calificación (aunque sin esfuerzo es prácticamente imposible adquirir las competencias, claro). Si el estudiante, una vez realizadas todas las actividades educativas propuestas en la asignatura, sigue manteniendo ideas previas que entran en conflicto con los contenidos y procedimientos planteados y no es capaz de aplicar los conocimientos sin cometer errores conceptuales de base, no podemos dar por aprobado su proceso formativo. «Es injusto» es una de las frases que más escucho en esta época del año. Pero lo cierto es que superar una asignatura no es una cuestión de justicia, sino de competencias. Poniéndome en plan muy dramático, les suelo decir a mis estudiantes que no, que no sería justo para las familias encontrar un logopeda que dijese el tipo de cosas que pone en sus pruebas de evaluación. Eso no siempre sienta bien, pero es la única forma que se me ocurre de hacerles ver que la evaluación no se trata (solo) de ellos, sino que supone también una responsabilidad para con la sociedad.

Siempre hemos escuchado que las ingenierías o medicina son carreras muy demandantes. Esto me preocupa, porque indica que grados como Magisterio, Logopedia, Trabajo Social, etc. , no lo son. ¿Son acaso las responsabilidades de estos profesionales que salen al mundo laboral menos importantes que las de los ingenieros o los médicos. No lo creo. Por ello, considero que la exigencia en la evaluación de cualquier titulación debe de ajustarse a las exigencias de la sociedad sobre esos profesionales que estamos formando. Esto, seguramente, será muy poco popular, pero posibilita que los profesionales que lanzamos a la calle estén bien formados en la medida de nuestras posibilidades.

Todo esto implica que nos cuestionemos nuestros métodos de evaluación. A mí siempre me ha gustado el concepto de triangulación, tomado de la Investigación-acción, y que implica usar distintas técnicas de recogida de datos para llegar a una conclusión «colegiada» sobre un fenómeno. En este caso, uso distintas formas de evaluación, que van desde el examen tipo test, la exposición oral, la elaboración de proyectos en grupo, las reflexiones escritas, las preguntas cortas, etc. Todos los datos obtenidos por estos diversos medios me hacen formarme una idea más o menos precisa del proceso de aprendizaje que están siguiendo mis estudiantes.  Todo esto implica una gran cantidad de trabajo de producción, que se realiza en su mayor parte en el aula, de modo que las clases magistrales quedan relegadas a una parte muy pequeña del proceso. Su trabajo es producir y aplicar el conocimiento, y el mío es dirigir esta producción. Y de la evaluación no escapa mi forma de guiarles: todos los años me planteo en qué he fallado y por qué no he conseguido que el proceso de aprendizaje haya fluido adecuadamente para ciertas personas. En eso estamos: la docencia es un aprendizaje constante que no cesa y que está lleno de baches. ¿Quién dijo que fuese fácil?

 

 

La escuela y la familia en el siglo XXI

Hace ya años, mi compañero David Poveda y yo escribíamos sobre la congruencia cultural en la educación de los niños y niñas gitanas. Mostrábamos cómo las estructuras conversacionales de estas niñas y niños en sus contextos «naturales» eran muy diferentes a las estructuras que se desarrollaban en el colegio. Estas diferencias, entre otras más explícitas, contribuyen al distanciamiento que se produce entre la escuela paya y la familia gitana sin apenas darnos cuenta. En ese artículo, abogábamos porque la escuela se hiciese consciente de este tipo de fenómenos y trabajase en pos de la congruencia cultural.

En la actualidad, me encuentro este artículo y observo que la brecha se agranda. No sólo con la cultura gitana, que sería un caso extremo a considerar. La escuela se está alejando de otro tipo de familias, que comienzan a entender la educación de formas diferentes y a comprender que el aprendizaje repetitivo y falto de significado que predomina en la escuela no es congruente con el modelo cultural en el que ellas se desarrollan.

La evaluación mediante exámenes, la exigencia de repetición textual de los contenidos en los libros de texto, la imposición de tareas que los niños y niñas tienen que realizar en su tiempo libre y el estilo autoritario que les obliga a estar callados y quietos en clase ya no cuadra con la sociedad de la gamificación. Mientras que nuestra sociedad está tendiendo a una forma de producción del conocimiento áltamente creativa, intertextual e interdisciplinar, la escuela sigue anclada en un marco decimonónico que impide el libre desarrollo de nuestros pequeños y pequeñas ciudadanas.

La solución a todo esto no puede ser solo de abajo a arriba, confiando en las buenas voluntades de maestros aislados como César Bona y los realilty shows en busca de maestros y maestras innovadoras. Y tampoco sólo de arriba a abajo, imponiendo por ley y por decreto una supuesta calidad educativa basada en pruebas de nivel que nuevamente exponen a niños y niñas a exámenes sin sentido. El cambio educativo requiere un cambio de mentalidad global en la sociedad española, tan dada a la copia y a la reproducción tipo loro de feria.

Por otra parte, se está adoptando por parte de la institución escolar una versión muy peligrosa del manido «la familia y la escuela tienen que colaborar». Esto se está traduciendo en que la familia tiene que estar a las órdenes de la escuela para apuntalar las acciones que se emprenden en la primera. La familia se quiere convertir en una extensión de la escuela, en la que el currículum oficial pasa a ser el objetivo principal de las actividades extra curriculares. Desde mi punto de vista, es la escuela la que tiene que adaptarse a las realidades familiares. Es la escuela la que tiene que buscar los medios pedagógicos para trabajar con las diferencias que habitan sus aulas, más que imponer un molde y una afán uniformizador al grupo.

La congruencia familia-escuela pasa por una colaboración, pero una colaboración no jerárquica. Una colaboración bidireccional en el que la familia penetre con sus métodos y sus valores en una institución que, a día de hoy, permanece cerrada y retroalimentando sus prácticas ancestrales a pesar de que el mundo sigue rodando en una dirección muy distinta.