Publicado en DiarioAB el 01 de agosto de 2013
Todavía estamos impactados por el terrible accidente de tren en Santiago de Compostela. No tanto, comparado con nuestro pesar por las víctimas, pero bastante, nos ha impactado el funeral oficial y católico a las 79 víctimas.
Probablemente a algunos nuestra reflexión les resulte completamente inadecuada, y no es nuestra intención molestar a nadie, pero tenemos derecho a expresar nuestras ideas y nos consta que no somos los únicos que se preguntaron dónde estaba el Apóstol Santiago unas horas antes del día de su festividad; cómo puede existir una divinidad omnipotente, omnisciente y omnipresente que pueda permitir que sucedan estas cosas siendo, al mismo tiempo, todo amor y benevolencia. Tampoco somos los únicos en pensar si esas 79 víctimas y sus familiares han aceptado, todas, el tipo de ceremonia católica que se celebró en la Catedral de Santiago, con presencia del Gobierno y, además, presidida por miembros de una familia desprestigiada y manifiestamente pecadora, en un momento en el que nos lanzan mierda a todos para dar y tomar. Un acto que seguramente no consuele a ningún familiar, pero que para algunos, si pudiéramos ponernos en su lugar —lo que dudamos podamos—, nos resulta del todo irrespetuoso en un estado aconfesional. Pues la Constitución Española, esa que algunos no pierden ocasión para recordar su valor, pero que, probablemente, no se han leído a fondo, dice que: “Ninguna confesión tendrá carácter estatal”. ¿Por qué entonces, ante un suceso de estas características, terrible, se ha de celebrar una ceremonia de la religión católica a la que acude Gobierno y Jefatura del Estado? ¿Es que morirse es cosa sólo de católicos?
Si aplicamos una simple regla de tres y las estadísticas del último barómetro del CIS (preguntas 35 y 35a), probablemente de las 79 víctimas, 33 aun declarándose católicos no van a misa casi nunca, además no solo habría 20 ateos o no creyentes sino que es probable que alguna profesara una religión diferente a la cristina, ya no digamos católica.
A quienes nos han educado en la libertad de pensamiento, en el profundo respeto a las religiones, pero sufriendo un enorme desprecio por ser ateos, nos parece una gravísima falta de respeto que se hagan este tipo de demostraciones si uno solo de los fallecidos no estuviera de acuerdo con esta celebración. ¿Acaso no nos parecería una falta de respeto que un católico recibiera un funeral musulmán o judío en contra de sus convicciones?
No obstante, lo que nos parece realmente más terrible es que solo unos pocos se planteen que esto pueda significar una profunda falta de respeto, incluso una ilegalidad anticonstitucional, y que lo verdaderamente adecuado no sea una ceremonia laica en recuerdo de las víctimas o, tal y como está la clase política, que realmente lo mejor hubiera sido no hacer nada. Solo pensar que si alguna vez fallecemos en un accidente colectivo podamos ser, además, víctimas de una ceremonia de estas características, −presidida por un obispo o cardenal de una de las organizaciones más sangrientas de la historia de la humanidad, por un presidente de gobierno de un estado aconfesional envuelto en un escándalo de como mínimo falta de honestidad y por un representante de una institución propia del medievo, heredera de una dictadura, acompañados por un líder de la oposición que no aprobó la Ley de Libertad Religiosa−, nos dan ganas de pedir, por favor, que nos maten de nuevo.
*Este artículo ha contado con la especial colaboración de Jorge Laborda (@jorlab).