La irrupción de Podemos desde la arena televisiva a la política: recepción en la izquierda e implicaciones en la definición de políticas mediáticas. (Relato de un observador participante.)
Primera parte.
Este texto responde a una necesidad concreta, la de compartir una reflexión para la que no tendré espacio en posteriores artículos de carácter académico, pero que necesitaré citar en dichos textos para poder desplegar un argumento completo. Para reflexionar sobre la construcción programática realizada desde el partido Podemos en general, y sobre las políticas mediáticas en particular, o para hacerlo sobre la evolución política del partido en sus primeros cinco años de vida, necesito dejar por escrito una contextualización mínima de los comienzos, que dé cuenta así mismo de mi perspectiva situada, implicada, participante, para que posteriores argumentaciones adquieran sentido. Expondré aquí por tanto mi visión sobre cómo irrumpió Podemos en la política española, y de cómo hasta 2016 se relacionó con los discursos tradicionales de la izquierda.
Es bien sabido que toda iniciativa política está fuertemente marcada por los debates, límites y oportunidades propias del contexto histórico en que nace, así como por las relaciones personales entre los individuos concretos que lo levantan. Para bien y para mal, esos factores definen cauces por los que desarrollan su curso. En el caso de Podemos, como también es sabido, su irrupción estuvo marcada por el aprovechamiento del espacio mediático por parte de un grupo de activistas estudiantes y jóvenes profesores universitarios, por la creación de figuras televisivas capaces de ofrecer discursos políticos de nuevo cuño. Esto singularizó su desarrollo general, y la elaboración de argumentarios y programa en particular, muy especialmente en el caso de las políticas mediáticas de las que me responsabilicé hasta septiembre de 2016. Veamos de qué manera.
Autoinvitarse al baile: breve crónica de una irrupción político-mediática
El 14 de enero de 2014, un profesor interino de la Universidad Complutense llamado (no por casualidad) Pablo Iglesias, que había llegado a ser tertuliano habitual en espacios televisivos de audiencia masiva, anunciaba su voluntad de “entrar” en política. Tras haberse fogueado durante varios años en televisiones comunitarias (como TeleK) o privadas de baja audiencia (Canal 33, Intereconomía-TV), convirtiéndose para muchos activistas del 15M en el azote de los voceros de un bipartidismo en crisis, logró finalmente recabar simpatías a escala masiva desde las tertulias en prime-time.
Semanas después presentaba la herramienta en el Teatro del Barrio en Lavapiés, un nuevo sujeto político (‘partido-movimiento para la intervención electoral’) que supuso un salto gramatical desde el impersonal ‘Sí Se Puede’, grito de guerra de aquél Movimiento de los Indignados que había llenado las plazas tres años antes (con fuerte rechazo a cualquier tipo de portavocías y liderazgos), hasta una afirmación en primera persona del plural: ‘Podemos’. Un nosotros intencionalmente ambiguo y abierto, pero encarnado ya en un equipo humano reconocible, con nombre y apellidos.
El motor de la formación se componía principalmente de grupos militantes de movimientos sociales (JSF, Alternativas desde Abajo, asociaciones universitarias como Contrapoder, etc.), sectores procedentes de partidos extraparlamentarios (Izquierda Anticapitalista, militantes de IU o Equo a título individual, etc.) y el entorno difuso de la izquierda académica (Fundación CESP, Somosaguas, Facultad de Filosofía UCM, etc.). Ese motor emprendía camino enarbolando lenguajes e imaginarios innovadores, diferentes a los habituales en los partidos y movimientos de la izquierda en España. Resonaban ecos nacional-populares de las experiencias recientes de gobiernos progresistas en Latinoamérica, traducidos a coordenadas culturales europeas a través de una estética menos ‘folk’ y más ‘pop’, para decirlo en manera sintética. En vez del típico discurso de militantes para militantes, de autoconsumo entre concienciados, algunos de sus eventos y apariciones mediáticas se asemejaban a un espectáculo audiovisual de masas, con una producción y guiones innovadores, profesionales, muy cuidados, que no terminaban de gustar entre los militantes de toda la vida, pues se sentían tratados como simples espectadores, sin embargo movilizaban y atraían a nuevos sectores sociales huérfanos de pertenencia partidista e incluso de opción electoral.
Cuatro meses después, iban a tener lugar las elecciones europeas de 2014, en cuya campaña el nuevo sujeto debía “nacer” como opción política. Fue el reto públicamente asumido como prueba cualificante (Greimas), en términos narratológicos. Mientras, otros movimientos (Alternativas Desde Abajo, Municipalia, etc.) apostaban por construir con más calma y “desde abajo” con vistas a otras elecciones que tendrían lugar un año más tarde, las municipales de 2015. En todo caso, una y otra campaña se afrontarían sin créditos bancarios, ni presupuestos comparables al de otros partidos, ni ejército de cuadros políticos —pues los militantes experimentados integraban ya organizaciones de la izquierda parlamentaria, extraparlamentaria y sindical, que al principio vieron con recelo la irrupción del nuevo partido—. La de Podemos en 2014 era una campaña a realizar “artesanalmente” con un único arma comunicacional de peso: un tertuliano llamado Pablo Iglesias.
No teníamos sedes, ni portavocías sectoriales o territoriales ya formadas, ni desarrollo en redes sociales. Las asambleas del Movimiento 15M y las llamadas “mareas” en defensa de los servicios públicos estaban ya desmovilizadas hacía años. Además, aquellos movimientos habían estado impregnados de un fuerte sentimiento anti-partidos. Muchos de sus activistas ingresaron a título individual en Podemos, pero no hubo un trasvase colectivo. Podemos heredó el testigo narrativo, el contexto, incluso el impacto simbólico, pero no el tejido organizativo previo. Se contaba apenas con una suerte de “gabinete de comunicación” extenso, de escasa experiencia profesional —salvo valiosas excepciones— y una amplia red de contactos personales para esbozar un esqueleto organizativo mínimo, que apenas lograba articular mediaciones estables con la creciente red de círculos de simpatizantes que florecían por todo el estado en respuesta al llamado realizado por Pablo Iglesias desde la televisión.
La evidente inferioridad respecto al resto de formaciones políticas era suplida con innovación discursiva para tratar de conectar con la indignación y repolitizarla en forma de esperanza. Un discurso creativo que se logró posicionar a través de recursos mass-mediáticos: la presencia sistemática de Iglesias en programas de gran audiencia, y el uso intensivo y crecientemente profesionalizado de redes sociales digitales (principalmente Facebook, Twitter y Whatsapp, puesto que Instagram o Telegram todavía no tenían su importancia actual). La intrahistoria de aquél asalto plebeyo a los cielos, con mayor o menos rigor, ha sido ya contada en muchas versiones (véase Nota 1 al pie de este texto). A continuación nos centraremos únicamente en algunos aspectos que quizá no se hayan puesto suficientemente de relieve.
Llegó el 25 de mayo y se logró saltar el cerco. Se superaron todos los pronósticos y se conquistaron las principales portadas. La excelente y sobria gestión comunicativa de aquél éxito («por ahora no hemos logrado nuestro objetivo», un guiño a conocedores del proceso latinoamericano) logró multiplicar las expectativas de crecimiento (“no hemos venido a figurar, sino a cambiarlo todo”), hasta convertir a Podemos en pocos meses en la primera fuerza en Intención Directa de Voto según el dato oficial del Centro de Investigaciones Sociológicas de septiembre 2014. Durante meses fuimos el elefante en mitad de la sala del que no podían dejar de hablar las demás fuerzas políticas, ni tampoco los periodistas que pretendieran ofrecer un análisis de contexto mínimamente serio.
Presentada como voz del pueblo contra la “casta” corrupta, confrontar frontalmente con Podemos era un error, porque fortalecía y visibilizaba aún más su discurso, y automáticamente ubicaba en el imaginario popular a quien lo hiciera como parte de esa casta. Era una etiqueta pegajosa, cuanto más trataban de quitársela los líderes oficiales, más se les adhería. Pero no mencionar la irrupción también era un error, porque daba razón a nuestra denuncia de un bipartidismo ciego y sordo a los malestares de su pueblo. No había escapatoria. Habíamos logrado una identificación política transversal, que de alguna manera conectaba con la narrativa del 15M, movimiento que había obtenido un apoyo social superior al 82% en 2011, a pocas semanas de su nacimiento. Este es, a grandes rasgos, el marco que explica el éxito inicial de la operación.
Pero… si los medios son del establishment, ¿puede nacer de ellos la alternativa?
No obstante, esta intervención de Podemos chocaba directamente con algunas concepciones políticas muy asentadas entre las izquierdas y movimientos sociales. Por ejemplo, con los rechazos (justificados) al liderazgo personal y al star-system mediático, y a la industria del espectáculo en general. O con la consideración de ciertos repertorios rituales y simbólicos hipercodificados (banderas, canciones, gestos, prendas, jerga, etc.) como pruebas de “autenticidad” revolucionaria que es necesario adoptar.
En cambio, Iglesias, explicaba en sus discursos que la gente hoy “milita” en los medios antes que en partidos o en etiquetas ideológicas asumidas, y que es necesario asumir, o mejor dicho negociar, con las lógicas mediáticas. El paradigma de Podemos chocaba también con el menosprecio desde la izquierda a la comunicación política expresada mediante fórmulas “ambiguas” y lenguajes “abiertos” —no digamos ya a los dichosos significantes vacíos de Laclau— para convocar mayor pluralidad de la que se logra con una jerga sobrecargada. Nuestro estilo ponía el foco, por decirlo de una forma polémica pero realista, más en las mediaciones, los cómos, y menos en los principios y diseños ideales, los porqués, que sin embargo han sido el centro de atención de gran parte de la “intelectualidad revolucionaria”. Por eso, ciertos choques simbólicos eran muy explícitos y violentos, de carácter programático, de posición política y no simplemente de estilo.
Los imaginarios tradicionales de la izquierda, históricamente asentados hasta constituir en la actualidad una barrera semiótica frente a la población menos movilizada, resultan sin embargo irrenunciables para ciertos sectores militantes que hacen hincapié en la obligación moral de “hablar claro”, entendida como explicitar su interpretación histórica en forma de verdad científica. De igual modo, la propia experiencia de Podemos chocaba desde el principio con las concepciones críticas acerca de los medios de comunicación de masas y redes sociales que habitualmente hemos manejado los movimientos sociales (e incluso la ‘izquierda académica’).
Pablo Iglesias expresó ese choque “cultural” y estratégico con dureza, en muchas ocasiones durante aquél largo bienio. Y así fue también respondido por los líderes de la izquierda histórica. La izquierda que se autodenomina “revolucionaria”, ha sostenido por lo general, y no sin razón, en España y en todo el mundo, una visión de los medios como instrumentos de dominación de la clase gobernante sobre los grupos sociales subalternos, que conforman las audiencias. Pero a menudo lo ha hecho obviando la importancia de las hetereogeneidades, crisis internas, y del carácter dinámico de ambos polos, y la constante contraposición de intereses al interior mismo del sistema industrial. Contraposición de intereses entre patronales nacionales y extranjeras, analógicas y digitales, etc. como se apreció por ejemplo con claridad en el proceso de expulsión de Google News de España, por presiones de la patronal de la prensa AEDE (poderosos medios analógicos de nivel nacional, confrontados con multinacionales digitales), a través de la que se llamó “Tasa Google” o “Canon AEDE”. Se aprecia también en el conflicto entre la patronal nacional UTECA contra Netflix, Amazon, Youtube y otras compañías OTT (Over The Top), nuevamente digitales y globales.
Las perspectivas marxistas más mecanicistas desprecian el rol de posible escenario de batallas culturales que juega el sistema mediático, o las redes sociales digitales, cuyas lógicas mercantiles y sensacionalistas, como por ejemplo la espectacularización, la personificación, la necesidad de actualización permanente, de incremento, o su dependencia de la construcción renovada de las audiencias, abren grietas y líneas de fuga en su control editorial. En esto las corrientes de izquierda neogramscianas (como la configurada en torno a la New Left Review británica, y en España encarnada en la figura de Manuel Sacristán) han sido más sutiles y productivas.
Es indudable que en el proceso de globalización neoliberal, los medios se han visto sujetos a procesos de concentración vertical y horizontal, de endeudamiento masivo, de penetración por capitales extranjeros ajenos en muchos casos a la actividad comunicacional (fundamentalmente capital inmobiliario y financiero), de creciente dependencia respecto a financiadores privados (anunciantes y avalistas) y también a fondos públicos inyectados desde la administración mediante de campañas de publicidad institucional (Álvarez-Peralta & Franco Y., 2018). Además, la precarización de las condiciones laborales entre los periodistas ha reducido su margen de maniobra respecto a las crecientes presiones internas y externas. Para profundizar en esos diagnósticos, véanse trabajos anteriores (Álvarez-Peralta 2014 y 2015).
Todos estos análisis realizados desde la Economía Política de la Comunicación son imprescindibles para conocer el terreno mediático. Pero en algunas ocasiones hacen mal en descartar como “culturalismo postmoderno” otras miradas que prestan más atención a las dinámicas de retroalimentación y reapropiación activa de imaginarios hegemónicos por parte de las audiencias, y a las limitaciones y contradicciones estructurales inherentes al propio sistema de medios, que lejos de una maquinaria perfectamente planificada y siempre a punto para el control ideológico, se presenta antes como una caótica carrera desenfrenada por la búsqueda cortoplacista y desesperada de plusvalías, plagada de contradicciones y obsolescencias. Algunas de las cuales, abren huecos interesantes a disputas culturales contrahegemónicas. Si otras estrellas se limitaban a ser tertulianos bien pagados, Iglesias era más bien un Caballo de Troya, un virus troyano infiltrado en el sistema de control, codificado por un equipo de hackers.
En el caso de las nuevas redes sociales, su potencial de control y homogenización de la palabra pública es evidente. Son al fin y al cabo monopolios privados globales basados en un trabajo impagado (de ahí el término prosumidor) a través de algoritmos opacos. Sin embargo, no es menos evidente que sólo mantienen ese rol de ágora digital a condición de gestionar en un delicado equilibrio la posibilidad de libre expresión y redifusión en dicho ágora. Ello introduce contradicciones y tensiones en su modelo de negocio. Si para cierta izquierda la promesa digital de una democratización de la deliberación pública habría quedado para siempre abortada por el monopolio Facebook (que controla también Instagram y WhatsApp), en realidad esa red digital es hoy un gigante con pies de barro que pierde usuarios a marchas forzadas y no logra enganchar a las nuevas generaciones. Nótese cómo las empresas que dominan el mercado digital han rotado vertiginosamente en los últimos 20 años, por muy inamovible que pareciera su situación en cada momento.
No cabe alargar aquí este debate, que en otras ocasiones hemos abordado con más detenimiento (Álvarez-Peralta 2018: pp.108-120). Advirtamos simplemente que el espacio mediático no puede comprenderse en su totalidad exclusivamente a través de las teorías clásicas sobre manipulación y control, como el Agenda Setting (Shaw & McCombs), Framing (Entman), Espiral del Silencio (Noelle-Neumann) o Modelo de Propaganda (Herman & Chomsky). No es que estas teorías sean obsoletas, pero es necesario dar cuenta también de manera actualizada de las estrategias de resistencia semiótica y resignificación por parte de públicos y profesionales, y de las imperfecciones estructurales y contradicciones inherentes al sistema en cada momento.
De hecho, una condición de posibilidad de Podemos fue sin duda la toma de conciencia de esta contradicción que habitamos respecto a los medios: la mejor oportunidad política proveniente de la izquierda transformadora en España, el más eficaz asalto al poder político en la historia de nuestra joven democracia, llegó precisamente atravesando ese terreno: desde la televisión privada y las redes sociales comerciales. Habrá quien no lo considere transformador, claro, pero tendrá que que aportar ejemplos cuyo impacto transformador sea superior, si no quiere ser tildado de idealista. ¿Cómo metabolizar esta contradicción? ¿Cómo pensarla y elaborarla, para traducirla en guías para la acción política futura? ¿Cómo trabajarlo en las izquierdas desde las cuales no se hubiera logrado un éxito comparable, pero contra las cuales tampoco se podrá consolidar un posible éxito?
“Don’t hate the media… hack the media!”
El lema fundacional de Indymedia, aquella primera red global de medios independientes, había sido el famoso slogan atribuido a Jello Biafra: “Don’t hate the media, become the media” (‘no odies a los medios, conviértete en los medios’). La respuesta de las resistencias a la globalización capitalista ante el escenario mediático que hemos descrito antes, efectivamente había avanzado por lo general en un doble sentido:
- Denunciar los sesgos del sistema de medios a través de observatorios de medios (en la línea del Quinto Poder del OIMC planteado por Ignacio Ramonet) por desgracia a menudo cayendo en el error de meter todo el sector privado en un mismo saco, y de menospreciar la labor de sus trabajadores y usuarios , a menudo considerados como ‘cínicos’ unos y como ‘alienados’ los otros;
- “Desconectar” de los medios de masas y boicotearlos, para levantar los nuestros propios: humildes publicaciones militantes heroicamente sostenidas, libros y revistas de autoconsumo, fanzines, radios ‘libres’, música ‘indie’, cine independiente, teatro ‘alternativo’, etc. Generar nuestra pequeña esfera pública paralela, espacios de supervivencia cultural, selectos a su manera, separados de la escena mainstream para que no se contaminen con sus lógicas comerciales. Asumiendo, eso sí, el precio de tampoco incidir nosotros en ella, salvo quizá ocasionalmente cuando actuamos como vivero de innovaciones que serán asimiladas por la industria bajo forma inocua y descafeinada, desactivado su potencial contestatario.
Otras iniciativas, como la de exigir regulación de medios privados de acuerdo a criterios deontológico-democráticos o reclamar la independencia y participación social en medios públicos, quedaron marginadas dentro del repertorio político de las izquierdas (Álvarez-Peralta 2017). La idea de hackear el sistema de medios privados para “colarse” en él (más allá de reemplazarlo o criticarlo) tampoco formaba parte de dicho repertorio, pese a que siempre hubo intentos en marcha para llevarla a cabo, con mayor o menor éxito, en los frentes culturales.
Cuando llegaron Internet y la digitalización en el cambio de milenio, y con ellas el hundimiento de la barrera de costes de producción y difusión de textos y audiovisuales, se produjo una explosión de iniciativas crecientemente profesionalizadas en forma de portales web, blogs críticos, listas de correo, foros de debate, radios digitales y programas de tv online (como ‘La Tuerka’) desde las que se divulgaba aquello que erradamente dimos en llamar en aquella época “contrainformación” o “información alternativa”.
Nuestra cristalizada posición de minoría crítica y diferenciada, convertida casi en vocación, nos llevaba a encerrarnos en etiquetas identitarias que no sirven para disputar la hegemonía cultural (¿por qué no decir que hacemos información, sin más? ¿por qué regalar la categoría de informadores a los medios comerciales, en vez de disputársela?). Sin embargo, aquella ola de comunicación alternativa, tuvo a medio plazo un impacto enorme, si bien progresivo y no inmediato, en las formas y contenidos de la prensa y TV masiva, en la aparición de nuevos formatos y programas. Sin considerar esas mutaciones sería imposible explicar la eclosión de fenómenos novedosos como las propias redes sociales, el 15M, Occupy, la Primavera Árabe o Podemos.
Nuevas subjetividades, nuevas formas de captación de audiencias.
La aparición de publicaciones y emisiones críticas que han sobrevivido durante décadas en espacios mainstream con buenas cuotas de audiencia, como es el caso del programa “Salvados”, rentabilizando el desencanto ante la globalización y la crisis al tiempo que desplazaba las fronteras de la agenda informativa, sería impensable en la década anterior. Y no puede explicarse sin esa transformación de los flujos de información en la esfera pública, y el cortocircuito de los mecanismos tradicionales de (re)producción de corrientes de opinión. Pero estos cambios, aprovechados con gran eficacia por ejemplo con el uso que se hizo de Twitter durante el 15M, fueron asimilados antes por los estratos más jóvenes de la sociedad que por las subculturas “militantes”, bastante envejecidas, que mantenían su rechazo activo a cualquier mediación apoyada en grupos de comunicación privados, y seguían apostando por canales propios, en general de auto-consumo.
Cuando las asambleas del 15M decidieron en 2011 intentar mudar su actividad a redes de código abierto como N-1 o Mumble, tuvieron un éxito limitado en su migración, que supuso un repliegue desde la lógica hacker a una lógica become al estilo del Indymedia de los noventa. Un retroceso de quince años, que abría de nuevo una importante brecha tecno-mediática con la mayoría social. Pocos pasaron a la nueva plataforma.
Poco después, el equipo del profesor Iglesias emprendía de nuevo el viaje inverso: desde el become al hack, de fundar medios pequeños a ocupar medios de alto impacto: de La Tuerka en Tele Vallekas a Las Mañanas de Cuatro y La Sexta Noche, penetrando en ambos lados del duopolio televisivo español (Atresmedia y Mediaset).
A partir de esta reflexión, se entiende por qué entre sectores de izquierda tuvo una recepción tan negativa la operación de “hackeo” que fue la construcción mediática de la figura de Pablo Iglesias, o que pudiera haber sido, años antes, la de Évole (que llamó explícitamente a dar “una batalla histórica” desde dentro de los medios). Para esos sectores, la prueba definitiva de que Podemos no era una opción realmente impugnatoria del status quo, una herramienta emancipatoria útil, era precisamente que había emergido en espacios massmediáticos, como se denunciaba desde izquierda y derecha. Si fuera realmente transformadora, señalaban, jamás le habrían permitido llegar allí “tan fácilmente”.
No faltaron líderes de opinión de izquierda que sostuvieran que los medios promocionaban a Podemos para contener otras ideas “más peligrosas”, y siempre encontraron “evidencias” para probar esa tesis. No me detendré en desarrollarlo, pero la lógica que subyace a esa acusación es la de toda predicción autocumplida: dado que los medios de masas nos excluyen de todos modos, rechazamos negociar con su lógica, y dado que rechazamos negociar con su lógica (espectacularizante, acelerada, etc.) cada vez estaremos más excluidos, lo cual demuestra que tenemos razón… de todos modos nos excluyen (¿¡!?). A partir de ese marco-trampa, cualquier organización que entre en el juego de la visibilidad masiva se vuelve automáticamente parte del juego, y ya no podrá cambiarlo. La no-visibilidad deviene en sello de resistente. La marginalidad como síntoma de la pureza revolucionaria.
En un sentido algo oblicuo, cierta razón no falta a esa manera de pensar. Cierto es que Podemos no era una opción de izquierdas en el sentido así sedimentado del término, no tenía como prioridad identificarse con un sector ideológico preconfigurado, ni hablarle, salvo algún guiño, a los sectores ya movilizados y conscientes. Iglesias decía defender los intereses de “los de abajo” independientemente de su identidad (“no pedimos carnet a nadie”) y adscripción ideológica (o ausencia de ella), frente a las élites oligárquicas. Apostar por ese modo de identificación le granjeó fuertes ataques viscerales desde la izquierda.
No cabe extenderse aquí en las virtudes de una apelación transversal y “aligerada”, característica de las irrupciones políticas de todo signo en momentos populistas (F.Panizza). Mucho se ha escrito sobre ello recientemente (véase Nota 2 al pie). En el mejor de los casos, para los sectores políticos que veían en dicho estilo riesgos inasumibles y renuncias inaceptables, Podemos era un potencial altavoz a conquistar, para reconducirlo o aprovecharlo antes de que cayese integrado en el orden institucional. O bien una especie de “disfraz estratégico” para lograr infiltrarse en las instituciones, antes de revelar la verdadera identidad de clase, así camuflada. Ambas concepciones eran meramente utilitarias y por tanto ajenas a la matriz gramsciana del proyecto, incapaces de aprehender la complejidad real de los mimbres de la operación. Y sin embargo, dichos sectores ingresaron y tomaron el control de la organización a partir de 2016, aunque esa es ya otra historia.
Pero volvamos a la cuestión que motivaba este escrito. En mitad de ese choque entre paradigmas, el viejo que no termina de caducar y el nuevo que aún no logra abrirse paso, ¿cómo tratar la cuestión mediática de cara a una cita electoral, si es que debía tratarse?
En este marco, ¿cómo articular un discurso útil acerca de la regulación de medios?
En el escenario de tensiones que hemos intentado resumir, diseñar un marco teórico-programático para tratar con éxito la cuestión mediática, en un partido con escasos meses de vida pero que debe afrontar cinco procesos electorales ese año, se presentaba como un verdadero campo minado. Todas las vías eran temerarias.
Adoptar el marco tradicional izquierdista, con tan sólo algún leve reajuste, que era la opción difícilmente refrenable según todas las inercias, resultaba incoherente con nuestra praxis y con el marco teórico que daba lugar a la mera posibilidad de seguir trabajando. Generaba ruidos y roces. Transmitir a nuestro target electoral a un mismo tiempo que ayudara con las campañas en Twitter y Facebook, o apoyara a candidatos en los debates televisivos en prime-time (como hacen ya todos los partidos, dado que es clave) pero que se desenganchase de esas mediaciones corporativas para consumir alternativas éticas de código abierto el resto del tiempo, era contradictorio y poco realista. Sería, en el mejor de los casos, el sueño utópico de un amateur del marketing político con poca experiencia en evaluación del retorno de campañas reales. Esas incoherencias se pagan caras. Es imposible transmitir a una audiencia masiva un mensaje tan complejo y contradictorio, sería en el fondo una manera de segmentar de facto hacia un target ya movilizado, predispuesto y consciente, y por tanto de volver al gueto y fallar al objetivo ulterior.
Una segunda tentación izquierdista, la de apoyarse discursivamente en las recientes reformas mediáticas que habían llevado a cabo gobiernos progresistas en Latinoamérica, únicos ejemplos divergentes de la senda de la globalización neoliberal, muy exitosas algunas aunque terriblemente mal divulgadas fuera del ámbito académico, resultaba del todo inviable en la dialéctica electoral mediática de España. Sería de nuevo hablarle exclusivamente a un sujeto ya concienciado, sobre su base de conocimientos y con sus referentes particulares. Los medios en España han cargado durísimo contra esas experiencias latinoamericanas, con escasísimas salvedades, dejando tales referencias como tierra quemada. El juego mediático nos obligaba como sujeto político a elegir entre la tarea de explicar la historia reciente de otro continente, venciendo montañas de prejuicios, o bien avanzar posiciones de cara a unas elecciones inminentes. Son tareas que requieren espacios y ritmos distintos, no las puede asumir un mismo sujeto a un mismo tiempo.
Confrontar frontalmente con el sistema de medios corporativos, además de en esos mismos medios, hubiera conllevado un plus de vulnerabilidad en ese contexto: retornaba cual bumerán en forma de perfil cínico-tecnocrático (universitarios que crean un partido a través de los medios para inmediatamente después atacar los medios) y sobre todo reactivaba el llamado ‘marco bolivariano’, el que mejor le funcionaba en ese momento al adversario, independientemente de su veracidad: “ustedes quieren controlar los medios como pasa en Argentina, Cuba o Venezuela”, etc. Por eso los adversarios tratan constantemente de llevar todo debate a ese terreno, en un ritmo mediático que no se presta a discursos finos, complejos, pausados, reflexivos. Hubiera sido una manera de desaprovechar las mencionadas contradicciones e intereses contrapuestos al interior del propio sistema de medios, en los que habíamos conquistado espacios que habíamos de seguir aprovechando durante todas las campañas, pero para hablar de los temas que realmente preocupan al conjunto de la población española. Y los medios nunca han aparecido en las encuestas importantes como uno de esos temas.
Por estos y otros motivos, la cuestión de una reforma mediática en absoluto ha sido percibida como prioritaria en comparación a otras urgencias de la población, ni dentro ni fuera del partido, seguramente con buen criterio. Sin embargo, guardar silencio sobre la cuestión tampoco era una posibilidad. En primer lugar porque el 15M, que fue silenciado durante demasiado tiempo, y la labor de algunos periodistas críticos destacados, ya habían puesto en agenda cierta discusión sobre el sistema de medios. Eso permitió abrir mercados, por ejemplo, a una serie de diarios nativos digitales progresistas (Infolibre, El Diario, Ctxt, La Marea, El Salto, Cuartopoder, etc.), llevando temas de la agenda alternativa más allá de los sectores movilizados. Esa discusión se evidencia también el hundimiento de la credibilidad de los medios en España, que había llegado a ponerse a la cola de Europa y del mundo en los informes oficiales de referencia (e.g. Oxford-Reuters 2015). Ese descrédito tiene razón de ser, y encontraba ecos en muchos sectores de la sociedad, no cabía permanecer de espaldas al mismo. Ofrecía una oportunidad estratégica, que incluso Pedro Sánchez supo aprovechar para relanzar su carrera en un momento en que parecía truncada.
Además de esos motivos, las reformas en curso a nivel europeo (Segundo Dividendo Digital inminente, nueva Directiva Europea del audiovisual en fase de consultas, etc.) y los sectores de la sociedad civil interesados, nos iban a interpelar sobre la cuestión. No cabía carecer de posición y ponerse de perfil, como sugerían algunos sectores del partido. Ya evidenciaron los casos de Corbyn en Reino Unido, Sanders en EEUU o Mélenchon en Francia, que ningún partido con aspiraciones de gobierno podría evitar la cuestión o carecer de argumentario y propuestas en este terreno, so pena de dejar que las inercias, las acusaciones interesadas y la espontaneidad de cada portavoz fijen la doctrina de manera arbitraria, carente de estrategia y coherencia, como nos estaba ya ocurriendo.
Los vacíos discursivos terminan llenándose, como ocurrió con otros asuntos. Cuando un sujeto político no presenta proyecto y perfil propio sobre cuestiones relevantes que atraviesan la agenda, aunque lo haga sottovoce en eventos clave sólo para expertos, se le termina haciendo un traje desde fuera con el que tendrá que bregar más adelante. Bien es sabido que la relevancia electoral del programa político es muy relativa hoy en día, más si cabe en España, donde las fuerzas del bipartidismo han afrontado exitosamente procesos electorales con programas sorprendentemente vacíos e incluso inexistentes. Pero como ya aprendimos en 2014, no sin costes, esa vacuidad constituye en cambio un flanco vulnerable para cualquier fuerza de oposición con aspiraciones de gobierno.
Por último, los motivos ya expuestos llevaban a descartar una hipotética tercera posibilidad, la de asimilar camaleónica o atenuadamente un discurso cuasi-liberal, hoy convertido en inestable “sentido común”, como había hecho el social-liberalismo del PSOE en los últimos años. Reconocerle inmerecidamente un papel de “cuarto poder” a las grandes corporaciones en manos del sector financiero (sobre este particular, cfr. Álvarez-Peralta 2014 y 2016). Conceptualizar el sistema de medios tan sólo como mercado satisfactoriamente autorregulado (exento de problemas estructurales, incumplimientos graves y retos urgentes) obligaría a tratar la cultura y la información como mercancías para consumidores en vez de como derechos de ciudadanía. Sería incompatible con el resto del marco-programa. En primer lugar, sería políticamente reprochable, inconstitucional, incoherente con otras propuestas anunciadas y contrario a nuestros objetivos. Pero, además, sería contraproducente porque esa visión romántica es cada vez más falsa (la autorregulación es un mito, existen múltiples niveles regulatorios) y está en claro retroceso en el propio ámbito experto y entre la sociedad civil implicada. Resulta cada día más irrisoria en un plano técnico, y más difícil de casar con la realidad, salvo que, como le ocurre a algunos partidos, pero no era nuestro caso, jamás se les interrogue al respecto.
Descartadas esas falsas opciones aparentemente “fáciles”, correspondía, en el escenario de tensiones descrito, aventurarse más allá de las zonas de confort al uso y construir un marco propio, a tientas, sin referentes con opción de gobierno en Europa, sin presupuesto para contratar técnicos o encargar informes (eso llegaría mucho después) y obviamente abriendo el proceso a la participación de círculos y consejos ciudadanos autonómicos interesados. Puedo asegurar que, independientemente de mi mejor o peor acierto, y aún contando con un excelente equipo, ese puzzle no era nada fácil.
Cuando la posverdad es sentido común: combatir la razón cínica.
La credibilidad del periodismo oficial está, como menos visto, seriamente dañada. Pero eso no genera la aparición de demandas sociales de regulación entre la población, ni un rechazo al sistema vigente, sino más bien una aceptación cínica de la manipulación, que se relaciona con la omnipresente tendencia al llamado periodismo “hooligan” o de trinchera, con esa ciudadanía que “milita” en periódicos más que en partidos, y se identifica con estrellas mediáticas antes que con políticos. Vivimos un clima epistémico enrarecido, señalado por el manoseado término de posverdad, en el que sin embargo la regulación mediática sigue siendo un tabú, tendencialmente asociada a intentos autoritarios de control, mientras que la autorregulación forma parte todavía de cierto sentido común, porque se tiende a confundir regulación estructural con regulación de contenidos, a veces interesadamente, y a veces incluso entre las posiciones de izquierda.
La teoría populista postula, de manera groseramente abreviada, la articulación de demandas inatendidas para la elaboración discursiva y programática, manteniendo un pie en esa abstracción que Gramsci llamaba “sentido común”, y otro en camino hacia horizontes de profundización democrática. Pero esa idea general se topa aquí con dificultades: el hecho de que apenas existen demandas sociales explícitas y ampliamente compartidas en torno a la cuestión, más allá de los ámbitos expertos o directamente implicados. Sobre los problemas que genera tal invisibilidad y dispersión de unas demandas inconexas, y sobre posibles vías para superarla, hemos profundizado en otros ensayos (Álvarez-Peralta 2017).
Resumido en pocas líneas, el panorama sería: las demandas de los consumidores, relativas a la calidad de contenidos, son implícitas, fragmentarias y muy diferentes a las de los grupos activistas, más relacionadas con la libertad de expresión y contra la manipulación. Ambas se distancian de las del sindicalismo en medios públicos (en privados la sindicación es muy reducida), que prioriza la defensa de sus condiciones laborales y los presupuestos de los que estas dependen. Difieren también de las de expertos y plataformas ciudadanas, más focalizadas en la denuncia que en el diseño de propuestas. En los medios masivos la cuestión es silenciada y en los minoritarios se afronta desde una denuncia poco propositiva en términos de regulación. Resumiendo, hay más denuncias que demandas, y las que hay son poco visibles y poco compartidas, fragmentarias, lo cual dificulta cualquier pronunciamiento exitoso en este terreno. Manu Mediavilla, Secretario General del Sindicato de Periodistas de Madrid, solía resumir está dificultad con una metáfora: “el problema es que cada cual queremos hablar de nuestro libro, no somos capaces de ver la biblioteca”.
Por otro lado, es evidente que la construcción de discurso y programa no deben afrontarse con igual espíritu en un momento de irrupción política, cuando se es una fuerza desconocida, que un año después como partido al que las encuestas oficiales dan ya opciones de gobierno. Cada contexto sitúa ante responsabilidades, expectativas, potencias y debilidades distintas, que obligan a formulaciones estratégicas y a modular el tono y los contenidos para interpelar a subjetividades diferentes y cambiantes.
En un primer momento (2014-2015) correspondía impugnar al sistema bipartidista en su conjunto para irrumpir conectando con la indignación. En cambio, la famosa “#remontada20D”, conseguida a finales de 2015 cuando ya gobernábamos las principales capitales del país (Madrid, Barcelona, Cádiz, Valencia, Coruña, Zaragoza…), se logra en virtud de una transición del antagonismo al agonismo discursivo, cargando las tintas en convocar emociones positivas de ilusión y esperanza. En esa fase era necesario proyectar capacidad real para desarrollar con eficacia una acción de gobierno transformador y democrático, pero estable y progresivo, habida cuenta de que España sufría una crisis de relato pero no de régimen, ni de estado. No había ningún contexto pre-revolucionario ni nada parecido en 2015, ni siquiera una fuerte movilización social. Esa no era la subjetividad imperante, por más que lo fuese entre los sectores minoritarios situados a la izquierda de la socialdemocracia.
Construir un marco propio
Estas tensiones atravesaron en todo momento la labor de elaboración de un marco innovador y duradero para las políticas mediáticas, un sector que revestía dificultades propias y distintas a las que encontramos en educación, sanidad, vivienda u otras áreas. Obviamente, las tensiones externas tenían su reflejo en el interior del partido y de los propios equipos de trabajo. Será necesario entenderlas y tenerlas presentes para reflexionar, en la segunda parte de este texto, sobre el proceso de construcción programática y de argumentario.
Hasta aquí he tratado de contextualizar resumidamente el marco en que se afrontó la tarea, o al menos mi perspectiva del mismo. Para poder extraer conclusiones para el mañana, cuando vuelva a plantearse la clásica cuestión del qué hacer, convendría tener relatos compartidos sobre el qué hemos hecho, y en qué contexto lo hemos hecho, para lograr evaluaciones comunes cuya ausencia hoy ya estamos acusando.
Si estas observaciones motivaron la propuesta estratégica, queda pendiente resumir cuál fue dicha propuesta (aunque está documentada en los informes y argumentarios del área, y puede consultarse un resumen aquí, y aquí su presentación pública oficial), así como los obstáculos y soluciones que fuimos encontrando al llevarla a cabo (e.g. Álvarez-Peralta y Pedro-Carañana, 2018). Espero con ello ofrecer a la comunidad elementos para un análisis más completo y guardar memoria colectiva del proceso.
Esa segunda parte, actualmente en imprenta, constituirá un capítulo dentro de un volumen colectivo coordinado por el profesor de la UCLM Jose Ema López en la Editorial Lengua de Trapo, [hoy ya publicado], en el que he tenido el placer de colaborar.
- Nota 1: Por mencionar algunos ejemplos, véanse textos como Disputar la democracia y Entender Podemos, del propio Pablo Iglesias; Objetivo asaltar los cielos y Conversación con Pablo Iglesias, del periodista Jacobo Rivero; Podemos, la cuadratura del círculo, del colectivo Politikon; El lento aprendizaje de Podemos, del historiador Luis Villacañas; el artículo “Podemos y el ‘populismo de izquierdas’”, del César Rendueles y Jorge Sola; o el magnífico film documental Política, manual de instrucciones, de Fernando León de Aranoa.
- Nota 2: Al respecto, considero recomendables lecturas como Del desencanto al Populismo, de Germán Cano; La superioridad moral de la izquierda, de Ignacio Sánchez-Cuenca; Construir Pueblo, de Íñigo Errejón;¿Podemos seguir siendo de izquierdas?, de Santiago Alba Rico o En defensa del populismo, de Carlos Fernández-Liria.
Otros ensayos referidos:
Referencias a ensayos anteriores en esta entrada, para evitar extenderme demasiado. Todos ellos están disponibles online.
- 2014, «La crisis estructural del periodismo en España». Revista Viejo Topo (322):58-64.
- 2015, «La crisis en portada: representaciones de la crisis económica en la prensa española de referencia (2008-2012)». E-Prints, Tesis Doctoral, Universidad Complutense de Madrid.
- 2016, «Informar sobre el informador. Crítica de la conceptualización del sistema mediático desde el modelo del ‘cuarto poder’.» Perspectivas de la Comunicación, 9(2):93-109.
- 2017, «Demandas de reforma mediática y momento populista. La circulación de las propuestas de democratización de los medios en el espacio político post-bipartidista». IC-Journal, Revista Científica de Información y Comunicación (14):121–157.
- 2018, «From #15M to Podemos: Updating the Propaganda Model for explaining political change in Spain and the role of the digital media.» en The Propaganda Model Today: Filtering Perception and Awareness. London: University of Westminster Press.
- 2018, con Yanna Franco: «Independencia periodística y fondos públicos: la Comunicación Social Institucional como distorsión de la competencia en el mercado informativo.» Historia y Comunicación Social ,23(2).
- 2018, con Joan Pedro Carañana: «Mediatización de las políticas mediáticas: cobertura de las propuestas de regulación de medios en la XI Legislatura española». Revista Internacional de Comunicación y Desarrollo (RICD) 2(8):92-106.
Agradeceré mucho cualquier crítica argumentada a las posiciones que defiendo en este texto. Invito a usar los comentarios para ello.