Desde siempre he participado en actividades de divulgación científica pero sin abandonar mi zona de confort y mi papel de docente, es decir, he participado en talleres para niños, semanas de la ciencia, charlas, etc. Sin embargo, en el último año he dado un salto cualitativo gracias a tres actividades en las que me vi involucrada.
En primer lugar, mi amigo y compañero Rubén Caballero me propuso ayudarle a preparar una charla adaptada para sordos aprovechando que él conoce la lengua de signos. La preparación no tuvo nada de particular, programamos los contenidos adaptándolos al nivel científico del público que íbamos a tener y ensayamos un par de experimentos. Sin embargo, la charla en sí constituye a día de hoy una de las experiencias más impresionantes que he tenido en mi vida. Ese silencio. Evidentemente no era necesario emitir sonidos, allí no había nadie salvo Rubén y yo que pudiera oírlos. Y esa emoción en las caras y en los gestos de quienes no habían estado nunca, jamás, en una actividad científica. Tomé conciencia de lo difícil que lo tienen algunos colectivos para acceder al conocimiento y la cultura y en mi cabeza comenzó a sonar como una letanía “ciencia adaptada, ciencia adaptada, ciencia adaptada…..”
Un poco después, en febrero de este año me invitaron a participar en una jornada para celebrar el Día de la mujer y la niña en ciencia. Mi parte consistía en realizar un taller sobre autoría y respeto a los derechos de las autoras y en analizar la brecha de género en mi universidad. Cuando analicé los datos yo misma me sorprendí. La abundante presencia de mujeres en mi Facultad y en el campus en el que trabajo no me permitía intuir la realidad que los números evidencian, la existencia de un techo de cristal en la carrera profesional de dichas mujeres y que se sitúa precisamente entre las figuras de Profesora Titular y Catedrática de Universidad. Apenas hay mujeres catedráticas y eso hay que corregirlo empujando desde abajo, desde muy abajo, desde el colegio.
Por último, participar en Pint of Science durante la primavera pasada me hizo darme cuenta de lo que de verdad se siente al abandonar el aula y pisar la calle. Cuando te pones a hablar de ciencia en un bar no puedes utilizar el mismo lenguaje que en un congreso, ni siquiera el mismo que en clase. Los que están allí son ciudadanos con un nivel de formación científica muy variable y has de adecuar tu discurso a quienes te escuchan. Es más, en un bar, ese chico de 20 años que normalmente se sienta en la primera fila de cualquier aula pasa de ser un estudiante a ser un ciudadano que no quiere recibir una clase, quiere pasar un rato agradable oyendo hablar de algún tema científico sin necesidad de alcanzar un conocimiento profundo sobre lo que allí se trata.
La enseñanza que he extraído de todo esto es que la divulgación científica es una actividad que proporciona a quien la realiza el placer de acercar la ciencia a quienes de otro modo tendrían más difícil acceder a ella. También he aprendido que aunque no conviene ahondar mucho en los conceptos, la responsabilidad de quien divulga es hacerlo con rigor, porque quienes le escuchan deben poder confiar en que quien le está contando esa historia sabe de lo que habla.
Mi conclusión es que es mucho más difícil llegar a comunicar bien en una actividad de divulgación que dar una clase y, si me apuran, más difícil que hablar de ciencia con los colegas. Eso me reta y me motiva, y fruto de esa motivación y de la interacción con mis compañeros Rubén Caballero, Gabriel Rodríguez y Arantxa Castaño (que en esta foto está detrás de la cámara) surgió la aventura que hemos dado en llamar Ciencia a la carta y el programa de radio CienciaTres.