Comentario a la película de Lars von Trier
Filmada de acuerdo a las reglas de Dogma, el director consigue que la cámara se introduzca plenamente en la pequeña comunidad de los idiotas, se convierta en uno más de ellos, forzando al espectador a la función de observador-cómplice o, como mínimo, testigo parcial de la acción. La acción es sencilla: un grupo de personas entre los treinta y los cuarenta se reúnen en una casa residencial y dan rienda suelta a su idiota interior. Lo hacen colectivamente en diferentes lugares para engañar a quienes los reciben e incluso sacar dinero con ello. Y lo hacen individualmente en el seno de la pequeña comunidad. La película plantea en su nivel más básico un conflicto moral: ¿está bien engañar a los demás, jugar con la compasión de la gente, instrumentalizar el sufrimiento de quien realmente es idiota? Pero plantea también otro problema límite: el de la libertad. Los “idiotas” consiguen la liberación, la expresión del idiota interior, gracias a la aceptación de unas reglas de comportamiento en el seno de un grupo cerrado: liberación del dinero y de las relaciones mercantiles, liberación de las obligaciones y compromisos familiares, liberación del cuerpo en la naturaleza o en la sexualidad (la orgía). Pero esa liberación se descubre como ficticia cuando se plantean trasladar su juego a un contexto abierto, al de las relaciones habituales de cada uno de los miembros. Todos fracasan, a excepción de Karen, la última en incorporarse al grupo y la que nunca ha hecho el idiota. Su situación personal es tan fuerte (ha perdido a su hijo, su marido la maltrata y su familia la oprime) que no pierde nada jugando a la idiotez. Es ella la que salva el juego precisamente anulando el juego: porque para ella no es un juego sino meramente una opción de supervivencia. La inclusión de ráfagas documentales en las que los protagonistas nos hablan de su experiencia como algo acabado, permite concluir que el juego, a pesar de la hazaña de Karen, no tuvo continuidad.
La utilización de la improvisación y el estilo documental emparentan esta película con La conexión, del Living, y Shadows, de Cassavettes. Sin embargo, el cinismo contenido en esta y otras películas de von Trier indica con claridad el cambio de perspectiva en el tratamiento de las relaciones entre lo público y lo privado y también en la relación entre cuerpo e imagen, así como la función de lo corporal en el proyecto de liberación. Lars von Trier lleva el hiperrealismo propuesto de los sesenta al extremo de lo pornográfico, haciendo desaparecer los límites entre la simulación y la acción real a la que se entregan los actores, filmados documentalmente en su actividad pretendidamente privada por el constructor de la ficción pública. Las dificultades del rodaje, los límites de la improvisación durante el mismo, los conflictos con los actores, las humillaciones constantes a las que fueron sometidos son síntomas no sólo de un rasgo de carácter, sino de una distancia histórica insalvable respecto a las producciones de los sesenta basadas en la actuación real. Los actores de von Trier fueron más bien forzados hasta el límite de su resistencia de forma no del todo previamente acordada. A von Trier no le interesaban las personas, sino su aparición en escena; lo real de la acción le interesaba más que la realidad de los actores: de ahí que no dudara en utilizar dobles para la escena de la orgía o en recurrir a mongólicos reales en una de las escenas que más molestó a algunos críticos.[1] Lo real, tal como explicó Clément Rosset, es idiota: “la existencia en tanto que hecho singular, sin reflejo ni doble es una idiotez”[2]; y la ruptura de las barreras, preconizada por Beck, queda restringida a un juego privado. En este contexto, el cuerpo desnudo ya no irrumpe en escena como manifestación de una libertad natural que abre el espacio de un encuentro sincero con el otro, sino como una realidad idiota, que sólo mediante su acción, su gesto o sus marcas puede llegar a ser significante. La utilización de la persona en beneficio de un fin más alto y la construcción de la acción sobre un ejercicio de permanente violencia permiten contemplar Los idiotas como la inversión treinta años más tarde del sueño sesenta y ochesco plasmado, por ejemplo, en Paradise Now, del Living Theatre.
José A. Sánchez
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