La danza liberada

El proyecto artístico de Isadora Duncan

Introducción al libro: El arte de la danza y otros escritos, de Isadora Duncan, edición y traducción de José A. Sánchez, Akal, Madrid, 2003, pp. 5-50.

El peso de la biografía de Isadora Duncan ha lastrado habitualmente la recepción de su obra y la comprensión de su aportación a la historia de la danza contemporánea. Es cierto que su vida resulta apasionante, por la cantidad de ciudades que visitó y en que vivió, los proyectos que acometió, las pasiones y las desgracias que jalonaron su trayectoria emocional, los procesos históricos de que fue testigo directo y la claridad con que concibió su proyecto artístico. 

            Sin embargo, por mucho que nos atrape la biografía de Duncan, no podemos dejar de reconocer la brillantez de sus ideas y tratar de reconstruir a partir de ellas la genialidad de unas danzas que causaron la admiración de Rodin, Craig, Duse, Stanislavski, Fokine o Esenin. Si Duncan fue una mujer dominada por la pasión, la pasión también la llevó a Nietzsche, Schopenhauer, Platon, y aunque a veces formule sus ideas de un modo poético, éstas no son en ningún caso ingenuas, sino que responden a un pensamiento del cuerpo, durante muchos años tal vez abandonado, y cuyos antecedentes habría que descubrir donde ella muy bien adivinó: en la tragedia y la filosofía griega.

            La reconstrucción de un pensamiento del cuerpo nos obliga a estar muy atentos a la íntima unidad entre amor y pensamiento, entre vida sentimental y vida creativa. En uno de sus últimos textos, Duncan no tiene reparos en declarar que para ella el amor era un arte, pero “no sólo el amor sino cualquier parte de la vida debería ser practicada como un arte”, porque “ya no nos encontramos en el estado del salvaje primitivo, la expresión completa de nuestra vida debe ser creada a través de la cultura y la transformación de la intuición y el instinto en arte”. Así que su ardiente defensa del amor libre es indisociable de una voluntad de adentrarse en el corazón de los hombres que artísticamente admiró y que le correspondieron con igual admiración, por lo que la relación mantenida con cada uno de sus amantes fue también reflejo de su pasión por el arte dramático (Beregi), el arte escénico (Gordon Craig), los placeres estéticos que el dinero permite (Paris Singer), la música (Rummel) o la poesía (Esenin). Del mismo modo que su amor maternal se expandió en el proyecto una y otra vez frustrado de fundar una escuela de danza. 

            La realización de la obra de arte total wagneriana se ampliaba así para abarcar el terreno de la propia vida, a costa del dolor irreductible que, como el propio Wagner señalara, es inevitable al genio. Si bien Duncan nunca se atribuyó a sí misma genialidad alguna, sí concibió su propia vida como una misión (a veces con tintes religiosos, a veces con tintes políticos), la misión de liberar a la mujer en la danza y proponer de este modo una idea del cuerpo y de la vida más armónica con la naturaleza y con los principios revolucionarios (libertad, igualdad, fraternidad). Una idea que, a pesar de su voluntario exilio en Europa, ella siempre vinculó a la traducción artística del espíritu americano, en el que veía resucitar los ideales de la antigua Grecia.

            Duncan y la invención de la danza moderna

            Suele ser aceptado que la invención de la danza moderna se debió a tres americanas: Loie Fuller, Ruth St. Denis e Isadora Duncan, aunque todas deben mucho a la entusiasta acogida europea y sólo la segunda trabajó en Estados Unidos. Lo que las une es un mismo desinterés por el ballet clásico (que sólo St. Denis en  sus primeros años llegó a estudiar) y la voluntad de crear una danza libre fuertemente vinculada a la producción de imágenes. Loie Fuller relata en sus memorias que fue el descubrimiento de un efecto visual el que inspiró la creación de sus primeras coreografías: cuando preparaba un papel en una obra de teatro en la que tenía que representar una escena de hipnotismo, Fuller eligió un vestuario, una amplia falda de seda blanca y otras piezas de gasa, con las que llegado el momento improvisó una especie de danza: recurriendo al movimiento de las gasas y la amplitud de la falda provocó la admiración del público. A partir de entonces, utilizando la luz filtrada por las cortinas de su habitación y el efecto de su reflejo sobre la seda, Fuller perfeccionó el diseño de los movimientos ondulatorios y advirtió que acababa de crear una nueva danza: fue la ‘Danza serpentina’ (Fuller, 25-26).

            Ruth St. Denis, por su parte, encontró su primera inspiración en la reproducción de la imaginería oriental, especialmente la hindú. Después de unos años de trabajo en Broadway, St. Denis decidió crear sus primeras coreografías en solitario. El estímulo vino en este caso de la contemplación de un póster de la diosa egipcia Isis que anunciaba los cigarrillos Deidades Egipcias. Compró el póster, lo colocó en su estudio y lo estudió. En San Francisco ya apareció con un traje inspirado en el de Isis y en 1906 creó su primera serie de danzas en solitario. 

            Isadora Duncan, por fin, recurrió a la iconografía clásica.  En principio, fascinada por una reproducción de la Primavera de Botticelli, que su padre había comprado para su casa de san Francisco, más adelante por las figuras danzantes pintadas sobre los vasos conservados en museos como el British o el Louvre, donde Isadora Duncan pasó largas horas de estudio en compañía de su hermano Raimundo. describía así la coreografía diseñada por Duncan para la Primavera: “Isadora -escribió un asistente al recital en la New Gallery de Londres en 1900- personificaba, una tras otra, todas las figuras de ese lienzo repleto. Ahora, la cabeza inclinada, la mano alzada, era la primavera pensativa en sí misma; después, con sus paños ondeantes alrededor de sus piernas en salto era el Céfiro; después articulaba las posturas exquisitas de las tres gracias en su rondó” (Loewenthal, 11)

            Las imágenes que animan a las tres no son obviamente casuales. Loie Fuller desarrolló espectáculos de contenido altamente estético, basados en los efectos de color y movimiento que se conseguían combinando los nuevos recursos luminotécnicos de los teatros y los trajes vaporosos que constituían su vestuario y que ella movía prolongando sus brazos con bastoncillos. La opción de St. Denis, que la llevó a producir solos como Incienso, Radha, Las Cobras, Nautch, respondía no sólo a un interés estético, sino también al deseo de hallar una nueva fusión de espiritualidad y movimiento corporal, algo que se radicalizó con el paso de los años, especialmente después de la disolución del Denishawn en 1931 y la vuelta al trabajo en solitario.  La religión griega de Duncan no puso tan de relieve la espiritualidad cuanto la idea: Duncan estuvo siempre más próxima de la poesía y de la filosofía que de la religión, aunque siempre defendió la necesaria dimensión espiritual del arte: “la danza del futuro tendrá que volver a ser un arte altamente religioso, como era entre los griegos”, porque “el arte que no es religioso, no es arte, es pura mercadería”.

            Curiosamente, siendo la más literaria de las tres, fue la más dinámica en escena. Las danzas de Loie Fuller se basaban sobre todo en el movimiento del tronco y los brazos, casi nunca intentaba elevarse del suelo o saltar; por otra parte, su cuerpo más bien voluminoso distaba mucho de la levedad propia de las bailarinas de ballet. También las danzas clásicas de Ruth St. Denis descansaban en el movimiento del torso: en la sinuosidad de pecho y brazos. Isadora Duncan es recordada, en cambio, en su primera época, por sus alegres saltos, giros, inclinaciones, caídas y desinhibidos movimientos de piernas y brazos. El crítico de The Director comentaba en 1897 a propósito de El espíritu de la primavera cómo Duncan saltaba de allá para acá “dispersando las simientes, arrancando los capullos de flores, aspirando el aire vivificante, exhalando una alegría de la naturaleza que es maravillosa por su gracia y su belleza”. Mucho más agitada debió de ser Una danza de Mirto (con música de Strauss): “mientras saltaba y giraba en extático frenesí, sosteniéndoselos costados que le dolían por el regocijo excesivo, uno advertía cuán versátil y plástica es la señorita Duncan.” 

            Ruth St. Denis, que asistió a una función de la Duncan en el teatro York de Londres unos años después quedó impresionada por la danza de su compatriota:

Es difícil hallar palabras que rindan tributo al genio indescriptible de Isadora. Sólo puedo decir brevemente que ella evocaba ante ese público lamentablemente reducido, visiones del amanecer del mundo. En sus ritmos desenvueltos y exquisitamente modulados era no sólo el espíritu de Grecia sino la raza humana entera moviéndose con la alegría, la sencillez y la armonía infantiles que asociamos con los ángeles de Fray Angélico cuando bailan «la danza de los redimidos» (Blair, 186)

Sin embargo, Duncan y St. Denis apenas tuvieron relación. Más decisivo fue sin duda el encuentro con Fuller a su llegada a París en 1900. Duncan da la siguiente impresión de su asistencia a un espectáculo de aquélla:

«Yo estaba en éxtasis, pero comprendía que este arte no era sino una súbita ebullición de la Naturaleza que ya no podría repetirse. Se transformaba en millares de imágenes de color a los ojos de su público. Increíble. No puede repetirse ni describirse. Loie Fuller personificaba los colores innumerables y las formas flotantes de la Libertad. Era una de las primeras inspiraciones originales de la luz y del color.» (Mi vida, 109)

Isadora, que también había asistido a las representaciones de la bailarina japonesa Sada Yacco en la Exposición Universal, de la que Fuller en ese momento era empresaria, no pudo negarse a la oferta de ésta de unirse a ambas en su gira centroeuropea. En sus memorias, Fuller se refiere a Duncan sin nombrarla:

“Bailaba con una gracia admirable, su cuerpo escasamente cubierto por los vestidos griegos más ligeros, y prometía llegar a ser alguien. Desde entonces lo ha conseguido. En ella yo vi las antiguas danzas trágicas revividas. Vi retomar los ritmos egipcios, griegos e hindúes.” (Fuller, 223)

Pero relata también la decepción que le produce la bailarina cuando, después de sus esfuerzos por presentarla a la alta sociedad vienesa, tiene que sufrir sus caprichos primero y su traición después. No obstante, Fuller deja un testimonio muy claro de la admiración que le producía la joven:

¡Oh, esa danza, cómo me gusto! Era para mí la cosa más bella del mundo. Olvidé a la mujer, olvidé sus faltas, su absurda afectación, su vestuario, e incluso sus piernas desnudas. Vi sólo a la bailarina, y el placer artístico que me estaba ofreciendo.” (Fuller, 228)

La rapidez con que Duncan abandonó a Fuller, además de ser sintomática de la velocidad con que Duncan vivió esos primeros años en Europa, debió de responder a las diferencias que separaban a ambas bailarinas: mientras Fuller creía que la danza es la expresión corporal de la sensación, Duncan veía la danza como un asunto de crear signos. Estaba mucho más próxima, pues, del simbolismo que del modernismo, en el que habría que encuadrar a Fuller.

            En ese sentido, quizá tuviera más coincidencias con la japonesa que con la americana: de hecho, la sinuosidad del movimiento de los brazos es algo común a Duncan y a Yacco, que las aleja del movimiento geométrico propio de los brazos de las bailarinas de ballet.  

            Aunque Duncan negó siempre haber tomado clases de ballet, durante su estancia en Nueva York acudió a la escuela de Marie Bonfanti, una prima ballerina italiana formada en Milán con Carlo Blasis, y al parecer de Ketti Lanner, primera bailarina del Empire Theatre de Londres. Y aunque algunos críticos creyeron reconocer la presencia de posiciones y movimientos de ballet en las coreografía de Duncan, ella siempre lo utilizó como modelo negativo. Con menos negatividad, aunque igualmente de manera crítica, se refirió al sistema de Delsarte. En la última década del XIX había numerosos profesores del método Delsarte en la zona de Oakland y San Francisco (si bien el método había sufrido numerosas modificaciones en su traslado de Francia a la costa oeste americana) y no cabe duda de que Duncan tomó clases de alguno de ellos siendo niña. En sus primeras coreografías hay restos evidentes del sistema delsartiano y ella misma en unas declaraciones al New York Herald en 1898 manifestaba su agradecimiento al “maestro” por la liberación que para el cuerpo de la bailarina implicaban sus “principios de flexibilidad de los músculos y ligereza del cuerpo”.

            Sin embargo, nunca más volvió a mencionar a Delsarte. Y es que, a pesar de las intenciones del maestro francés, sus seguidores habían convertido el método en una codificación de posturas, poses y gestos mecánicos. Así, el delsartismo americano caía en el mismo defecto que Duncan quería evitar del ballet: el estatismo. Para Duncan, todo movimiento de danza debía nacer del anterior, la danza escénica no podía consistir en la sucesión de los pasos o las poses, sino en un flujo de movimiento constante. Ese flujo nacía del centro del cuerpo, lo que Duncan identificó como “plexo solar”, y fluía libremente hacia la cabeza, los brazos y las piernas, que con su movimiento moldeaban escultóricamente el espacio.

            Para Duncan, el plexo solar era el centro donde coincidían la experiencia física del cuerpo, la emoción y la espiritualidad. Frente al cientifismo delsartiano, Duncan apostaba por la emoción como origen del trabajo artístico. La verdadera danza -sostiene en “Qué debe ser la danza”- está controlada por un ritmo profundo de emoción interna; ésta “trabaja como un motor”: “hay que calentarla para que trabaje bien, y el calor no se desarrolla inmediatamente; es progresivo.» 

            Duncan vuelve una y otra vez sobre esta idea en sus textos. Para ella la danza perfecta es una danza sin acompañamiento, una expresión autosuficiente, independiente de cualquier soporte musical, basada en los propios ritmos corporales y en diálogo sólo con una voz interior. Sería como bailar para uno mismo al “ritmo de una música invisible”, no interpretando, sino creado expresión y teniendo lugar en la privacidad. El concepto de Isadora -comenta Loewenthal- era original para la época en que fue expresado. Articulaba la danza como intimidad, misterio y sorpresa ante el cuerpo rítmico (Loewenthal, 21).

            No obstante, la práctica coreográfica de Duncan estuvo siempre basada en la música y muchos críticos entendieron su propuesta dancística como una “encarnación de la música”. De lo que se trataba entonces era de poner en conexión el ritmo interno (corporal) con el ritmo externo (musical), buscando la coincidencia de ambos en la expresión de la emoción y en la continuidad, en la ausencia de momentos estáticos (asociados a la codificación, la racionalidad o la intelectualidad). 

            Tal vez por ello, y por el uso dominante de la música romántica, John Martin en su libro de 1933 sostiene que Duncan no puede ser considerada como fundadora de la danza moderna, sino más bien como representante de lo que él denomina “danza romántica”. La danza romántica, según Martin, “se rebeló contra el frío esteticismo del sistema anterior y descartó el formalismo en favor de una expresión libre y personal de la experiencia emocional”. El problema, apunta Martin, surge cuando se intenta dar forma a esa expresión. Según el autor, Duncan se vio obligada a recurrir a un sistema de signos más limitados que los del ballet clásico, que contenía “gestos de la pantomima, pasos y actitudes de ballet y unas cuantas posturas de las cerámicas griegas y el arte oriental” (Martin, 4-5).

            El juicio de Martin parece excesivamente duro, sobre todo teniendo en cuenta que algunos de los rasgos definitorios de la “danza moderna” tal como él la entiende podrían aplicarse a la danza de Duncan: la idea del cuerpo como espejo del pensamiento, el movimiento como medio de transferencia de un concepto estético y emocional de la consciencia de un individuo a la de otro, o la definición de la danza moderna no como un sistema, sino como un punto de vista. Eso sí, Duncan no elaboró una técnica y un lenguaje propios comparables al de Martha Graham. Pero es que tal proyecto habría sido incompatible con su concepción de la danza asociada a la emoción, la singularidad de cada intérprete y la proximidad al movimiento continuo que ella interpretaba como un reflejo de la Naturaleza. En esto Duncan era claramente romántica y no le faltaba tampoco razón a Martin al calificarla de tal modo. Pero ¿era ese romanticismo incompatible con la modernidad?

La naturaleza y la historia

            Duncan entendió siempre que el arte debía inspirarse en la Naturaleza. Esto la sitúa más cerca de los post-impresionistas que de los artistas protagonistas de la vanguardia, de quien era contemporánea, más cerca de Rodin y de Cézanne que de cubistas, futuristas o expresionistas, con quienes compartió contexto cultural. Y es que Duncan nunca se desprendió de la herencia americana, no sólo del trascendentalismo de mediados del siglo XIX, sino sobre todo de los paisajes de su infancia, en California, la bahía de San Francisco y la presencia constante del mar. «El mar siempre me ha atraído, tanto que las montañas me infunden un sentimiento de malestar y un deseo de huir: me dan la sensación de que soy prisionera en la tierra». Así que cuando tuvo que concretar cuál era el movimiento que conectaba la naturaleza inorgánica con la espiritualidad del arte eligió el movimiento de las olas.

            La concreción del movimiento natural en la ola / onda podría hacernos intentar una conexión entre el pensamiento de Duncan y las teorías físicas contemporáneas sobre la doble naturaleza de la materia, como onda y como partícula. Sin embargo, el interés de Duncan por la ciencia la condujo más bien al estudio de las teorías evolucionistas, a Darwin y a Haeckel, a quien conoció personalmente en Alemania, que ella utilizó para la elaboración de su teoría de la nueva mujer, una vez filtradas por la filosofía nietzscheana.

            De modo que la imagen de la ola / onda tiene más que ver con la visión y con la impresión visual y física. Tiene que ver también con la intención de Duncan de contraponer un movimiento sinuoso y libre al movimiento rígido y geométrico del ballet. La referencia a la naturaleza es para Duncan el fundamento que avala su oposición a la vieja escuela de danza y la fundación de una nueva en la que el movimiento es vida y no regla y la composición surge de la inspiración, de la comunión con los ritmos naturales, y no de estructuras o códigos previamente establecidos.

            Pero a lo que Duncan aspira no es meramente a transmitir mediante el movimiento corporal las impresiones del movimiento de los árboles, las nubes y las aguas del mar, aspira a conectar tales impresiones con estados anímicos, como la pasión, la amabilidad, la alegría… para de tal modo alcanzar una comunicación del alma misma. Sobre la presentación de Isadora Duncan en el Metropolitan de Nueva York, el crítico del Sunday Sun publicó el siguiente comentario el 15 de noviembre de 1908: 

«Cuando Isadora baila el espíritu se remonta muy lejos en el pasado. Se remonta hasta la primera mañana del mundo, cuando la grandeza del alma encontraba su libre expresión en la belleza del cuerpo, cuando el ritmo del movimiento correspondía al ritmo del sonido, cuando la cadencia del cuerpo humano se confundía armónicamente con el viento y el mar, cuando el gesto de un brazo femenino era como el pétalo de una rosa que se abre, la presión de un pie sobre la hierba como una hoja que cae acariciando la tierra.»

            Obviamente, la idea de naturaleza propuesta por Duncan es, como toda idea de naturaleza, una construcción cultural. Ann Daly observa que “naturaleza” era “una abreviatura metafórica de Duncan para un paquete compacto de ideales estéticos y sociales: desnudez, infancia, el pasado idílico, las líneas fluidas, salud, nobleza, libertad, simplicidad, orden y armonía”. (Daly, 89). Las fuentes de Duncan para el cuerpo natural hay que buscarlas en los poetas Shelley, Keats, y Whitman, el evolucionista Haeckel, el pensamiento de Schopenhauer y Nietzsche, las imágenes de Rodin y Botticelli y la interpretación de la cultura griega propuesta por Winckelmann.

            El mundo griego es fundamental en la conformación de su idea de “naturaleza” y de “cuerpo natural” , en primer lugar a través de las imágenes renacentistas de Botticelli, después a través de su interpretación de la cerámica griega. El modelo de belleza del clasicismo griego se convirtió para Duncan en modelo natural de belleza. Esto le permitió argumentar que su danza no era una imitación de la escultura o dibujo griegos, sino una comunión con el modelo que la llevaba a respirar la vida y la naturaleza de la que se habían alimentado. Así lo entendió también Rodin, uno de sus maestros y admiradores, que contestó contundentemente a quienes acusaron a Duncan de “copista”. (1)

            Que no se trataba de copiar las apariencias de los modelos clásicos, pero tampoco de las formas naturales, sino de captar lo que latía bajo ellas es algo que Duncan entendió mejor después de haber estudiado la filosofía alemana, y especialmente a Schopenhauer y su concepto de “voluntad”. Para Schopenhauer, la voluntad es la esencia del mundo, aquello que es común a todos los seres, y respecto a lo cual todos ellos derivan como fenómenos. Isadora Duncan, lectora voraz de poesía y filosofía, leyó a Schopenhauer y a Kant en su idioma original durante su primera gira por Alemania. (Mi vida, 125) 

            Schopenhauer había interpretado la división kantiana del nóumeno y el fenómeno en términos románticos. Así, en vez de concebir tal división como un límite para el conocimiento, la había asumido como un reto para el pensamiento. Frente a los desarrollos idealistas de Hegel, quien había planteado en su Fenomenología la historia del universo como un despliegue del espíritu en materia y un retorno de la materia al espíritu por la vía de la consciencia humana, Schopenhauer prefirió identificar la interioridad del universo o la trascendencia del hombre como voluntad. La voluntad es ciega y poderosa, es el aliento de la naturaleza, inaccesible al conocimiento, pero susceptible de ser experimentado inconscientemente por el hombre. En la teoría de Schopenhauer, la ciencia es incapaz de acceder a la voluntad, la ciencia es siempre ciencia de los fenómenos. En cambio, hay dos dimensiones de la experiencia humana que permiten una aproximación a esa esencia íntima del mundo: el arte y la ascesis, que en numerosos puntos se encuentran. Y de todas las artes, la música, por su abstracción, es la que más cerca consigue llegar de ella.

            Isadora Duncan, ferviente admiradora de los filósofos alemanes, reinterpretó esta idea y supuso que la música experimentada corporalmente, es decir, la danza, constituiría la mayor aproximación que un ser humano puede hacer a la esencia del mundo. Ella lo expresó en los siguientes términos:

“El movimiento del universo concentrado en un individuo se convierte en lo que se ha llamado la voluntad; por ejemplo, el movimiento de la tierra, que es concentración de fuerzas circundantes, da a la tierra su individualidad, su voluntad de movimiento. Del mismo modo criaturas de la tierra que reciben a su vez estas fuerzas concentradas en diferentes relaciones, tal como les son transmitidas a través de sus ancestros, que las han recibido de la tierra, desenvuelven en sí mismas el movimiento de individuos que es llamado la voluntad.”

            La danza debería ser, por tanto, simplemente la gravedad natural de esta voluntad del individuo, que al final no es ni más ni menos que la traducción humana de la gravedad del universo.” 

            Pero Isadora Duncan no se plantea un ir más allá de ese primer nivel de cognición. Para ella no tiene sentido el camino ascético. Al contrario, la danza es una actividad sobre todo sensual. El cuerpo comulga con la naturaleza por medio de la mimesis, es decir, de la transformación originaria en no-yo por medio del ritmo y el movimiento, con una intencionalidad no chamánica, no mística, sino puramente sensual. Duncan sueña con una danza “que sería una sutil traducción de la luz y la blancura”. Lejos de adherirse al pesimismo schopenhaueriano, Duncan propone, como Nietzsche, una imagen alegre del cuerpo como lugar de encuentro de la naturaleza y la cultura.       

            Lo primero es restablecer el equilibrio entre ambos factores, naturaleza y cultura, y corregir los efectos deformantes que sobre el cuerpo ha tenido la larga historia de la civilización occidental: se trata en primer lugar de recuperar el movimiento natural. A veces, en un esfuerzo por recuperar el equilibrio, Duncan propone una aproximación a la belleza del movimiento de los “animales libres”, aunque su idea de naturaleza no tiene nada que ver con la del cuerpo salvaje (que ella ve recuperado en las danzas de origen africano, como el ‘jazz’, que desprecia), sino con la del cuerpo cultivado de la añorada cultura clásica.

            Es precisamente la defensa de una idea cultural del cuerpo la que le permite defender abiertamente la desnudez como medio artístico. Al reivindicar que “lo más noble en el arte es el desnudo”, y que es precisamente la bailarina, cuyo medio creativo es su cuerpo, quien más consciente debería ser de tal nobleza, Duncan se suma a otros reformadores del arte escénico que en estos mismos años están tratando de devolver al teatro la consciencia de la corporalidad. “Ser artista -escribe Appia- significa ante todo no tener vergüenza del propio cuerpo, sino amarlo en todos los cuerpos, comprendido el propio.” Tanto Appia como Duncan se hacen eco de las palabras de su maestro común, Nietzsche, quien había escrito: “soy enteramente cuerpo, y nada más; y el alma es sólo una palabra para hablar de algo acerca del cuerpo”.

            Duncan defendió sin complejos el cuerpo como lugar de placer, sea gracias al arte, sea gracias al amor. 

«El divino cuerpo pagano, los labios apasionados, los brazos abandonados, el suave sueño refrescante sobre los hombros del ser amado: todos estos placeres me parecían deliciosos e inocentes. Habrá quien se escandalice. Pero no sé por qué, si tenemos un cuerpo que nos proporciona cierta suma de dolores -la extracción de muelas, por ejemplo-, y si, por muy virtuosos que seamos, estamos sujetos a enfermedades -la gripe, etc.-, yo no sé por qué cuando la ocasión se presenta no vamos a extraer de este mismo cuerpo un máximo de placer.» (Mi  vida, 269) 

Pero esto para ella no era incompatible con la defensa de la espiritualidad. Su interpretación del alma como algo indisociable del cuerpo tenía rasgos más románticos que nietzscheanos. Sólo así se explica que su danza estuviera desprovista de un efecto de provocación erótica directa, y fuera vista como algo religioso (por ejemplo, en sus primeras danzas inspiradas en Botticelli) o como algo político (en sus danzas de madurez: La Marsellesa o La marcha eslava). Un crítico anónimo del Philadelphia Telegraph escribió en 1908 que Duncan era una “personificación absolutamente rara y adoraba del espíritu de la música, algo más parecido a un pensamiento que a una mujer, más un sueño que un ente efectivo de carne y sangre”. Esta era la paradoja de su danza: por una parte revelaba el cuerpo físico, pero por otra parte, como observa Daly, su cuerpo físico desaparecía, se convertía en gesto virtual en escena: “el cuerpo se convierte en algo transparente, en un medium para la mente y el espíritu” (Daly, 69).

            Por tanto, la desnudez servía no para mostrar la contingencia del cuerpo, no para estimular el deseo, sino para hacer aparecer, en clave simbolista, lo que queda más allá de la piel y de la carne. Los espectadores de la época quedaban impactados por la capacidad de Duncan para hacer visibles los impulsos interiores, las vibraciones del alma. Y en esto Duncan sí que podría estar yendo más allá del postimpresionismo y del simbolismo para aproximarse a la idea de los primeros expresionistas, al entender el cuerpo no como instrumento para la producción de figuras visibles, sino para la transmisión de impresiones profundas o vibraciones anímicas. (Kandinsky, 178-180)

            El camino que se sigue para abstraer la imagen del cuerpo es la renuncia a la consciencia en favor de la identificación del cuerpo por medio del movimiento con los seres naturales, orgánicos e inorgánicos, y a través de ellos con la Tierra, por una parte, y con la Humanidad, por otra. La bailarina capaz de poner en conexión la voluntad de la naturaleza con el alma de los hombres será aquella “cuyo cuerpo y cuya alma hayan crecido juntos tan armónicamente que el lenguaje natural de ese alma se convierta en el movimiento del cuerpo”. Y esa bailarina será al mismo tiempo contemplada como “una mujer en su expresión más alta y pura”, es decir, el equivalente femenino del “superhombre” danzante de Nietzsche. 

            A propósito del espectáculo montado con sus alumnas en 1914 escribiría: 

«Creo que aquel entusiasmo por unas niñas que no eran bailarinas ni artistas de oficio se debía en particular a la esperanza en un nuevo movimiento de la Humanidad que yo había previsto vagamente. Tales fueron, además, los gestos que vio Nietzsche: «Zaratustra, el bailarín; Zaratustra, el ingrávido, que hace señas con sus piñones, ya dispuestos para el vuelo; que hace señas a todos los pájaros, apercibido y a punto de lanzarse, espíritu ligero y lleno de gracia.» Estas fueron las futuras danzarinas de la Novena Sinfonía de Beethoven.» (Mi vida, 315).

            La nueva bailarina de Duncan es cuerpo-pensamiento de una nueva sociedad democrática, que ha asumido la igualdad, la tranformabilidad y la intercambiabilidad de todas las cosas y todos los seres, que no distingue entre arte y religión, como no distingue entre sensibilidad y espiritualidad, y que se presenta como premonitoria de una relación equilibrada entre civilización (entendida en términos universales y no nacionales) y naturaleza. La bailarina del futuro de Duncan bailará ”la vida cambiante de la naturaleza, mostrando cómo cada parte se transforma en otra. De todas las partes de su cuerpo irradiará la inteligencia, trayendo al mundo el mensaje de los pensamientos y aspiraciones de miles de mujeres. Ella bailará la libertad de la mujer.”

            La posibilidad de que una mujer sea todas las mujeres y que todas las mujeres bailen en una es uno de los temas que enlazan a Duncan y a su admirado Walt Whitman: Duncan parece poner cuerpo mental a las palabras corporales del poeta. A quienes la querían encorsetar como restauradora de la danza griega, ella siempre les contestó que veía su danza más bien como expresión del alma americana, y desde muy pronto se preció de haber descubierto «una danza que es digna de un poema de Walt Whitman». 

            Jorge Luis Borges, que lo tradujo al castellano, destacó de Whitman el experimento de escribir una epopeya sobre la democracia, “quiero decir una epopeya en la que no hubiera un solo personaje, sino en la que todos fueran personajes principales, una idea democrática, de modo que ese personaje Whitman que es parcialmente él, parcialmente su proyección, su magnificación, parcialmente el lector también, y cada lector futuro asimismo”. El lector de Whitman siente efectivamente esa ampliación del mundo que ocurre mediante la divinización de lo material, del poeta y del lector, y que surge de la invitación a transitar otras vidas: las vidas de la naturaleza tanto como las vidas de los otros:

Al jardín, al mundo, ascendiendo de nuevo,

Anunciando potentes compañeras, hijas, hijos,

Significando y siendo el amor, la vida de sus cuerpos,

Contemplo con curiosidad mi resurrección después de largo sueño,

Los ciclos que giran en vastas órbitas me han traído de nuevo,

Amorosos, maduros, todos hermosos para mí, todos maravillosos,

Mis miembros y el vibrante fuego que siempre los anima, asombrosos,

Existiendo, penetro y sigo penetrando en todas las cosas,

Satisfecho con el presente, satisfecho con el pasado,

A mi lado o detrás Eva me sigue,

O me precede y yo la sigo. (Whitman, 155)

Eva-Duncan, recoge el testigo y proclama con aliento nietzscheano:

¡Oh, qué campo tan amplio la está esperando! ¡No sienten que está cerca, que esta llegando, la bailarina del futuro! Ella ayudará al género femenino a alcanzar un nuevo conocimiento de las posibilidades de fuerza y belleza que hay en sus cuerpos, y de la relación de sus cuerpos con la naturaleza terrestre y con los niños del futuro. Ella bailará nuevamente el cuerpo emergiendo de siglos de desmemoria de la civilización, emergiendo no en la desnudez del hombre primitivo, sino en una nueva desnudez, ya no en guerra con la espiritualidad y la inteligencia, sino uniéndose a ellas en una gloriosa armonía.”

El arte de la danza

            Para Isadora Duncan la danza es una misión, trasciende lo puramente estético, propone un modelo de mujer y un modelo de comportamiento. Al concebir la danza como modelo de comportamiento, Duncan asume una idea presente en las dos grandes tradiciones del movimiento americanas, la danza social y la cultura física, si bien invierte su sentido. La danza social, apreciada como medio de promover el ejercicio físico y alcanzar refinamiento, servía a la vez, en efecto, como modelo de comportamiento social, sexual y moral; la cultura física, practicada por las clases medias-altas como una mezcla de prácticas delsartianas, elocución y gimnasia, se veía como un medio para expresar la interioridad. Siguiendo esta tradición, Duncan presentó su danza como un modelo de comportamiento, si bien ese comportamiento no respondía al de la mujer sumisa y encorsetada por las convenciones, sino al de la mujer libre y natural. 

            El reto de Duncan consistía en proponer una danza surgida de esas tradiciones del movimiento que tuviera un reconocimiento como arte. Hay que tener en cuenta que en el contexto americano, la danza ocupaba un lugar muy marginal: sólo el ballet merecía cierta consideración, pero exclusivamente por su asociación a la música, y eran críticos musicales los encargados de dar cuenta de los espectáculos de danza. Duncan recurrió entonces a diversas estrategias para alcanzar una consideración como artista, es decir, para conseguir que su danza fuera entendida como arte. La música fue su principal ayuda: el uso de la música barroca, pero sobre todo de la romántica. También fue de gran ayuda el instalarse desde el principio en el contexto de la clase alta. Para convencer a su público de que la inversión del modelo de comportamiento respondía a una idea de alta cultura, Duncan recurrió al ideal griego. El referente griego le servía además para marcar la distancia entre su arte de la danza y la danza social u otras danzas no estrictamente codificadas. Finalmente, buscó la alianza con la inteligencia y la creatividad: la del pasado (Platón, Schopenhauer, Whitman, Darwin…) y la del presente (Rodin, Haeckel, Craig, Esenin…) En 1914 llegó a publicar un pequeño libro compuesto exclusivamente de citas de ella misma y de sus admiradores, junto a citas de textos que le habían servido de inspiración procedentes de la Biblia, Nietzsche, Shelley, etc. (Daly, 15)

            Fuera resultado de una estrategia o consecuencia natural de la idea de danza propuesta por Duncan, o fruto de ambas, lo cierto es que la danza de Duncan interesó a numerosos artistas, escritores, científicos y gentes de teatro. Gracias a este interés, se han conservado testimonios del “arte de la danza” de Duncan en forma de dibujos de artistas como Walkowitz, Clara, Rodin o Craig. Junto con algunos testimonios críticos y el legado de las alumnas constituyen uno de los pocos medios de reconstruir las danzas de Duncan, ya que no existen registros cinematográficos y escasas fotografías, mucho menos expresivas en cualquier caso que los dibujos.

            En los dibujos de Abraham Walkowitz (2), por ejemplo, se aprecia el modo en que Duncan moldeaba su cuerpo, cómo curvaba la columna, inclinaba hacia atrás la cabeza, extendía los brazos y piernas en un sentido de apertura, o cómo se recogía sobre sí misma en torno al centro corporal identificado como “plexo solar”. Los dibujos de José Clara (3) transmiten un fuerte sentido de las torsiones en diagonal y de la fuerza del tronco de Duncan, así como de la tensión espacial entre arriba y abajo, adelante y atrás. Todos ellos muestran la alegre energía del movimiento de Duncan en sus primeros años, la insistencia en la curva y el movimiento ondular, el salto que no oculta la gravedad, el contraste permanente entre las actitudes de recogimiento casi religiosas y las expansivas, abiertas al espacio circundante, así cómo, por supuesto, la ligereza de los tejidos que usa para su vestuario y la constante exhibición de las formas de su cuerpo, que tanto chocó a los espectadores de su tiempo.

            Estas impresiones coinciden plenamente con las que nos transmite el crítico del Boston Transcript el 28 de noviembre de 1908 a propósito de una presentación de Ifigenia

Ella se mueve a menudo en prolongadas y bellas líneas sensuales a todo lo ancho o lo largo de la profundidad total de la escena. 0 la circunvala en curvas de una belleza no menos flexible. Cuando se mueve, su cuerpo ondula permanente y delicadamente. Un movimiento fluye u ondula o se funde con otro. No existe un crescendo ni un clímax que ordene sus movimientos, más bien puede afirmarse que vienen y van en un flujo interminable, como si cada uno estuviese creando el siguiente. Esta ubicua belleza proviene sobre todo, quizás, de la ubicua liviandad de los movimientos de la señorita Duncan, [ella] atraviesa la escena como si flotase en el aire. Su danza es tan intangible, tan inmaterial, tan fluida como el sonido y la luz. Se acostumbra hablar de música absoluta, de música que nada imparte salvo a sí misma, y que crea su propia belleza y su propio sentimiento. La danza de la señorita Duncan es danza absoluta en un sentido aún más integral. Es peculiar en sí misma, no conoce reglas y no se atiene a costumbres, excepto las que ella impone. Alcanza sus fines con espontaneidad e inocencia aparentes. En realidad los realiza, es fácil sospecharlo, mediante recursos artísticos calculados, prácticos y meditados.

            La descripción de la “danza absoluta” en términos de ondulación, ubicuidad, fluidez e intangibilidad  está en la línea de quienes trataron de ver en el arte de Duncan una encarnación de la música. Para Duncan la música es el medio que despierta la emoción y pone al intérprete en relación con la inspiración natural. Tal vez por esa interpretación emocional de la música, Duncan rehuyó tanto la música estrictamente contemporánea como la música clásica, y prefirió la barroca y la romántica. Gluck, Mendelssohn y Chopin, primero, Bach, Schubert y  Beethoven después, son algunos de los compositores más apreciados por Duncan. El encuentro con la música de Wagner se produjo en 1905, a raíz de la invitación de Cosima Wagner a Bayreuth. En su madurez, recurrió a partituras que le permitieran expresar sus inquietudes morales y un estado de ánimo no tan luminoso: los interludios sinfónicos de Franck, los Funerales de Liszt o la Patética de Chaikovski. Fue muy productiva su colaboración con Walter Damrosch, que la acompañó en su segunda gira americana, un wagneriano con sensibilidad hacia la música vanguardista en un momento en que en Estados Unidos se apreciaba muy poco a Wagner. Al igual que su relación con Walter Morse Rummel (el Arcángel de sus memorias), un intérprete de piano especialista en Liszt y Debussy, que acompañó a Duncan en la última fase de su carrera en Europa. 

            En cualquier caso, la música fue siempre para Duncan un medio para poner en movimiento la emoción, el cuerpo y la imagen y no algo determinante: es decir, Duncan no pretendía coreografiar determinadas partituras, del mismo modo que no pretendía imitar las figuras pintadas sobre las cerámicas o las formas escultóricas; se servía de ellas para construir un movimiento que concebía como autónomo, en relación directa con la emoción y su concepto construido de lo natural. Por otra parte, la música siempre fue entendida por Duncan en relación con el drama, y desde muy pronto, aún en Nueva York, habló de su deseo de producir una fusión expresiva de danza, música y poesía. El conocimiento de las tesis formuladas por Nietzsche en El nacimiento de la tragedia en el espíritu de la música la animó a reformular esta idea como una devolución de la danza al coro de la tragedia y, por tanto, a proponer un “arte de la danza” íntimamente vinculado al nuevo “arte del teatro”.

            El “arte del teatro” sólo sería posible, según los reformadores de principios de siglo una vez que se consiguiera la autonomía respecto al “arte del drama” (Fuchs 1909, XII). Para ello había que devolver el protagonismo a los elementos sensibles que conformaban la realidad escénica y al mismo tiempo recuperar la colaboración con las otras artes expulsadas de la escena por el teatro burgués: la música y la danza. Se trataba de recuperar, en términos de Nietzsche, la dimensión dionisíaca, en la tragedia antigua vinculada al coro. En contra de quienes pretendían buscar el origen del teatro en lo literario, los seguidores de Nietzsche defendieron el origen de la tragedia en lo musical, en la danza y en el canto.

            “El escenario antiguo -escribe Adolphe Appia- no era, como el nuestro, una abertura a través de la cual se presenta al público, en un espacio pequeño, el resultado de una infinita cantidad de esfuerzos. El drama antiguo era un acto y no un espectáculo: este acto encarnaba provechosamente el insaciable deseo de la muchedumbre.” (Appia, 130). Adolphe Appia, que colaboró intensamente con otro de los revolucionarios del arte del movimiento, Jacques-Dalcroze, imaginaba un teatro basado en el movimiento corporal que, en virtud del ritmo y de la composición espacial, adquiriera una dimensión espiritual. 

            Por su parte, Georg Fuchs, ardiente defensor de la “reteatralización del teatro”, en un opúsculo titulado La danza (1906), denunciaba el desconocimiento del cuerpo por parte del pueblo alemán e instaba a una recuperación de la danza como expresión artística y espiritual por parte de los artistas y de la cultura popular. Muy influido por las ideas nietzscheanas, Fuchs identificó la función de la danza en el teatro con la irrupción de lo dionisíaco: “La danza no puede ser para nosotros más que la experiencia de las fuerzas rítmicas latentes en nuestra corporalidad desbordándose hasta el orgiasmo extático” (Fuchs, 1906, 59). (4)

            Duncan compartía con estos autores la voluntad de una renovación del teatro asociada al reconocimiento del arte de la danza, compartía igualmente la idea de revalorización del cuerpo en la sociedad y en el arte, y la defensa de lo dionisíaco como dimensión ineliminable de lo artístico y como núcleo original de lo trágico, es decir, de lo teatral. Pero en lo que Duncan pensaba era en una unificación real del arte de la palabra y el arte del movimiento, identificables con los dos principios nietzcheanos, lo apolíneo y lo dionisíaco, en el espíritu de la música. Por ello desde los inicios de su carrera manifestó tanto interés por el arte dramático. 

            A Duncan, en efecto, le fascinaron las grandes actrices y actores. En su primera estancia en Londres tuvo oportunidad de ver a Ellen Terry en Cymbelilne, dirigida por Henry Irving. Y más tarde quedó impresionada por Eleonora Duse, de quien aprendió esa potencialidad expresiva que puede contenerse en los momentos de aparente calma. Con ambas y con Konstantin Stanislavski tuvo varios encuentros a lo largo de su vida. El maestro ruso, por su parte, creyó reconocer en el trabajo de la Duncan algo similar a lo que él estaba buscando a nivel dramático: 

esta clase de motor creador que cada actor ha de saber colocar en su alma antes de salir al escenario. Al tratar de orientarme en esta cuestión, ponía toda mi atención observando a la Duncan durante sus danzas, ensayos y búsquedas, cuando debido al sentimiento que acababa de nacer de ella, cambiaba al principio la expresión del rostro, y luego, con los ojos brillantes, pasaba a revelar y a manifestar todo lo que acababa de brotar en su alma. Resumiendo todas nuestras conversaciones fortuitas sobre el arte, y comparando lo que ella decía con lo que yo mismo hacía, me di cuenta de que los dos estábamos buscando la misma cosa, aunque en distintas expresiones del arte. (Stanislavski, 350)

            La relación de Duncan con Duse, Stanislavski y Terry estuvo condicionada por su apasionada relación con Craig, hijo de esta última, a quien encontró en Berlín en 1904. Unos meses después Craig escribió su famoso diálogo “El arte del teatro”, en el que un experto explicaba a un aficionado la verdadera naturaleza de lo escénico: Craig, al igual que Fuchs y Appia, vinculaba la fundación del “arte del teatro” a su autonomía frente a lo literario y a la definición de un nuevo medio definido no como la suma de diversas disciplinas artísticas, sino como la suma de diversos elementos: acción, palabras, línea, color y ritmo, que el creador escénico podría utilizar en la composición de multitud de espectáculos autónomos.

            La tendencia hacia lo apolíneo del “arte del teatro” de Craig encontró su complemento perfecto en la tendencia hacia lo dionisíaco del “arte de la danza” de Duncan, si bien ambos buscaban el equilibrio de ambos principios. “Artista o no -escribió Craig a su amigo Martin Shaw a propósito de Duncan- es un ser maravilloso: belleza, naturaleza y cerebro.” La pasión amorosa tuvo mucho que ver con la profunda impresión que le produjo a Craig el trabajo de Duncan en escena:

         Apareció saliendo entre unos pequeños cortinajes que no eran mucho más altos que ella misma; emergió y se acercó al lugar donde un músico, de espaldas al público, estaba sentado frente a un gran piano; el músico acababa de concluir un breve preludio de Chopin cuando ella entró, y después de dar cinco o seis pasos se detuvo al lado del piano, completamente inmóvil -uno hubiera podido contar hasta cinco o hasta ocho, y entonces se oyó la voz de Chopin en un segundo preludio o estudio – ejecutado suavemente, y hasta el fin – ella no se había movido en absoluto. Entonces dio un paso atrás o al costado, y la música recornenzó, mientras ella se movía antes o después de los compases. Sólo se movía, no giraba ni hacía nada de lo que ciertamente hubieran hecho una Taglioni o una Fanny Eissier. Hablaba su propio idioma, sin repetir a ningún maestro de ballet, y por eso conseguía moverse como nadie había visto moverse antes a otra bailarina. 

         La danza concluyó, y de nuevo ella permaneció totalmente inmóvil. No hubo reverencias, ni sonrisas, nada en absoluto. Luego nuevamente la música, y ella huye, y la música entonces la persigue, pues Isadora se le ha adelantado.      

         ¿Cómo sabemos que ella está hablando su propio idioma? Lo sabemos porque vemos su cabeza, sus manos, gentilmente activas, lo mismo que sus pies, y su persona entera. 

         Y si está hablando, ¿qué dice? Nadie podría explicarlo verazmente, pero ninguno de los que estaban allí tuvo un atisbo de duda. Sólo podemos afirmar que ella estaba diciendo al aire precisamente las cosas que deseábamos escuchar y que hasta el momento en que ella llegó nunca habíamos soñado que podíamos oír; y ahora las hemos oído, y esto provocó en nosotros un desusado estado de alegría; y yo… yo estaba sentado, inmóvil y mudo. (Craig, 191)

            Duncan ayudó a Craig durante muchos años. Medió constantemente entre Craig y Duse en la producción de Rosmersholm (1907) y lo puso en contacto con Stanislavski, posibilitando así la producción de Hamlet (1912) en el Teatro del Arte de Moscú. Después, Duncan se convirtió en una de las principales patrocinadoras de los proyectos de Craig en Florencia. Incluso pudo haber tenido una influencia decisiva en las ideas de Craig: éste, poco después de conocerla, escribió a su amigo Martin que los actores debían “dejar de hablar y limitarse a moverse si es que quieren devolver el arte a su antiguo lugar. Actuar es Acción: la Danza es la poesía de la Acción”. (Craig, 199)

            Las palabras podían haber sido pronunciadas por Duncan, quien no dudó en recrear la antigua tragedia empleando exclusivamente el movimiento como lenguaje. Una primera tentativa la realizó durante su primera estancia en Grecia en 1903: allí, impresionada por la música bizantina y los Misterios de Eleusis, decidió componer una versión de Las Suplicantes con diez muchachos griegos que, vestidos con túnicas de colores cantaban los coros de Esquilo mientras ella bailaba. Herman Bahr, que tuvo oportunidad de ver una representación en Viena, se interesó por la coreografía y escribió una crítica muy favorable.

            Después, las tentativas de recuperación del teatro musical antiguo estuvieron siempre mediadas por la ópera. Una segunda aproximación importante al mundo del teatro fue su colaboración en la producción de Tannhäuser, en Bayreuth, a invitación de Cosima Wagner. Hay que recordar que Wagner había servido de inspiración a Nietzsche para la escritura de El nacimiento de la tragedia y que el propio Wagner había denunciado la compartimentación de la tragedia griega (en retórica, escultura, pintura y ópera) como causa de la decadencia del teatro y síntoma de la decadencia de la sociedad. Duncan acepta con entusiasmo la idea de colaborar en la construcción de la obra de arte total wagneriana, entendiendo que su danza era mucho más adecuada que el ballet para la representación del sueño wagneriano de la “Bacanal” de Tannhäuser

            A pesar de su admiración por Wagner, Duncan le reprochaba el que se hubiera olvidado del coro. Por eso, prefirió buscar la recuperación de la tragedia antigua en las obras musicales de Monteverdi y, sobre todo, de Gluck. Empleó varios años desarrollando tres tragedias griegas completas o casi completas: Ifigenia en Tauride (1914-15), Ifigenia en Aulis (1905-1915) y Orfeo (1900-1915). Para las tres eligió las partituras musicales de Gluck, adaptándolas libremente, incluso extrayendo fragmentos de unas para añadirlas a otra. El crítico del Times subrayó la brillantez del dispositivo escénico: “La sugestiva iluminación, la música, el vestuario y los agrupamientos”, escribió el crítico del Times, “estaban dispuestos con el fin de conseguir el efecto atmosférico que acompaña todas las producciones de la señorita Duncan” (Daly, 152). Pero lo más destacable del proyecto fue sin duda la danza de las Furias

Las Furias eran simultáneamente los condenados y sus torturadores, almas perdidas que se esforzaban dolorosamente por sostener grandes piedras sobre los hombros, mientras sus guardianas vigilan celosamente la entrada que conduce al submundo. […] Sus movimientos son poderosos pero torpes, con los codos salientes, los dedos como garras, las caras deformadas por la rabia, las bocas abiertas en un grito silencioso. A veces, las manos están sujetas a la espalda, y en otras ocasiones los brazos liberados se retuercen como serpientes frente al intruso. Tienen las rodillas fuertes y flexibles. Todos sus movimientos expresan una fuerza tremenda bajo el imperio de la constricción, y expresan un sentido de dinamismo interior más que exterior. Después que Orfeo pasó entre ellas, renuevan sus ataques con redoblada cólera, pero ahora se manifiesta un sentimiento de desesperación – algo casi patético- en esa cólera. Saben que están derrotadas, pues parece que sienten que el amor ha llevado a Orfeo hasta las puertas del Hades. Y precisamente su incapacidad para amar es lo que las convierte en Furias. Vencidas pero no apaciguadas, en un gesto de ira impotente inclinan la cabeza, como si quisieran golpear el piso, y barren el suelo con los cabellos. (Blair, 218)

Esta coreografía habría de tener gran influencia en la danza moderna por su empleo de la fealdad y de la pesantez con una función expresiva. Se trata probablemente de una de las más brillantes realizaciones de la idea de danza como coro trágico a la que Isadora Duncan vinculó la posibilidad del “arte de la danza”.

Escuelas, guerras y revoluciones

            La plena realización de la idea de la danza como coro exigía, naturalmente, una multiplicidad de intérpretes, y para ello era preciso que otras bailarinas aprendieran el modo de movimiento natural practicado por Duncan. Ésta y otras razones la llevaron a idear su proyecto de escuela, ya definido hacia 1902 y formulado con claridad en 1903 en “La danza del futuro”: “Mi intención es, a su debido tiempo, fundar una escuela, construir un teatro donde un centenar de niñas sean entrenadas en mi arte, que ellas, por su parte, mejorarán.”

            La primera escuela Duncan abrió sus puertas en 1904 en una casa del distrito berlinés de Grünewald. La decoró con diversas obras de arte, convencida de que la visión cotidiana de esas imágenes de belleza moldearía la sensibilidad de las niñas y afectaría la naturaleza de sus movimientos: reproducciones de vasos y relieves clásicos con escenas de danzas infantiles, un bajorrelieve de Luca della Robbia, los Niños bailandode Donatello…  En cuanto a su metodología docente, Duncan apostó por la gimnasia: 

«La gimnasia debe ser la base de toda educación física. Es necesario llenar el cuerpo de luz y de aire. Es esencial dirigir su desarrollo metódicamente. […] La naturaleza de estos ejercicios diarios es hacer del cuerpo, en cada grado de su desarrollo, un instrumento tan perfecto como sea posible, un instrumento para la expresión de aquella armonía que, evolucionando y cambiando a través de todas las cosas, está dispuesta a penetrar en el ser preparado para ello.» (Mi vida, p. 189).

Ahora bien, la gimnasia fue concebida por Isadora siempre como un medio para un fin espiritual. John Martin destacó “la insistencia de Duncan en que los ejercicios de sus jóvenes alumnas nunca se redujeran a mero esfuerzo muscular…” Y la propia Duncan se desmarcó en repetidas ocasiones de otras propuestas que basaban la enseñanza del movimiento y el ritmo en la gimnasia, tales como las de Jacques-Dalcroze.

            No fue probablemente casualidad que Duncan consiguiera abrir su primera escuela en Alemania, en un momento en que la cultura del cuerpo recibió especial atención en este país. Sin embargo, sus planteamientos eran muy distintos a los de los alemanes, en cuyas ideas se anunciaba la preparación de lo que más tarde habría de ser la educación del cuerpo para las manifestaciones de masas preparadas por los nazis. Cuando Fuchs define en 1906 su proyecto de una escuela de danza y mímica en que los chicos y chicas jóvenes aprendan a entrenar su cuerpo para alcanzar la máxima belleza y expresividad, se refiere negativamente a las danzas griegas y rechaza ese modelo en favor de “un principio y belleza propio de nuestra moderna raza alemana” (Fuchs 1906, 60).

            Aunque Isadora Duncan no estaba libre de un cierto racismo, como se aprecia en sus últimos textos, en los que liga su danza a la raza americana (que ella entiende como una mezcla de lo irlandés y lo germánico y depositaria de la herencia griega) y desprecia las danzas negras (como africanas) y otras danzas de salón como salvajes, lo cierto es que nunca intentó una educación en serie al modo germánico-nazi. Ni siquiera quiso formar a pequeñas Isadoras, al menos de forma confesada:

“En esta escuela no enseñaré a las niñas a imitar mis movimientos, sino a hacer los suyos propios. No las forzaré a estudiar ciertos movimientos definidos; las ayudaré a desarrollar aquellos movimientos que sean naturales para ellas.”

            La gimnasia propuesta por Duncan partía de una base sencilla: de ejercicios basados en el caminar, con distintos ritmos, calidades y acentos. Duncan rehuía los códigos como rehuía las verbalización. Y con la misma energía que rechazó el ballet y la gimnasia reglada, rechazó la educación basada en el lenguaje en favor de una educación basada en la imagen. Así que confió en que la visión de los modelos ideales de belleza ayudaría a las niñas a desarrollar y mostrar “la forma ideal de la mujer”. Esto la llevó también a concebir su escuela de danza como un museo viviente, un lugar donde los escultores y pintores pudieran acudir en busca del modelo ideal de belleza, invirtiendo así el trabajo realizado por ella misma y por su hermano en el British o en el Louvre, cuando trataban de encontrar el ideal de belleza en movimiento a partir de las imágenes de los vasos griegos.

            A la convocatoria realizada por Duncan en 1904 acudieron decenas de niñas, de las cuales fueron seleccionadas unas veinte, de edades comprendidas entre cuatro y diez años. Sus familias las confiaban a la artista, quien se comprometía a asumir los gastos de alimentación, alojamiento, vestido, entrenamiento y educación. En realidad no fue Isadora, sino su hermana Elizabeth quien actuó como directora y supervisora de la escuela: mientras Isadora se había entregado a la creación, Elizabeth había dedicado su vida a ofrecer clases de danza y en adelante continuaría entregada a esta tarea. En cuanto a las discípulas, seis de ellas permanecieron con Duncan largo tiempo y asumieron su apellido; se trata de las Isadorables: Anna Denzler, Irma Erich-Grimme, Elizabeth (Lisa) Milker, Margot (Gretel) Jehle y Erika Lohmann.

            La primera presentación de las niñas en público tuvo lugar el 20 de julio en la Casa de Opera Kroll de Berlín. Entre 1906 y 1907 actuaron en diferentes lugares de Alemania con programas consistentes en ‘rondós’ y ‘musettes’ y danzas con música de Corelli, Couperin, Scarlatti y viejos aires franceses. Hasta que estas presentaciones fueron prohibidas debido al vestuario: las niñas -escribió un crítico que asistió al Theater des Westens en Berlín- estaban “tan brevemente vestidas que el sentido de modestia de las pequeñas, que aún son menores, no se encontraba protegido”.

            La escuela de Grünewald cerró en 1908, a causa de problemas económicos y al hostigamiento de la censura. Las niñas volvieron con sus familias, a excepción de las seis Isadorables, que siguieron a su maestra a París, donde esta trató en vano de fundar una nueva escuela. Lo conseguiría seis años más tarde, en 1914, cuando su amante y mecenas Paris Singer puso a su disposición una casa en Bellevue. Aunque la duración de esta segunda escuela fue mucho más breve que la de la primera, apenas siete meses, Duncan vio realizada al menos su idea del “museo viviente”, ya que numerosos pintores y escultores acudieron a ella en busca de modelos de belleza. 

            Desencadenada la primera guerra mundial, Isadora se trasladó con sus alumnas fieles a Estados Unidos. El 3 de diciembre de 1914 se presentó en el Carnegie Hall en compañía de Anna, Irma, Lisa, Theresa, Erik y Margot. Una de las piezas presentadas allí, el Ave María, de Schubert, ha sido considerada como una de sus grandes creaciones:

En la versión colectiva, cada niña se adelanta, avanzando el pecho. Los brazos se abren y después se cierran sobre la cabeza, las muñecas se cruzan, como el movimiento de las grandes alas angélicas. La acción es tan sencilla y discreta que cuando, en el tercer verso de la canción, cada danzarina de pronto eleva la rodilla en un brinco, parece una súbita liberación o elevación del espíritu. El cuerpo y los brazos realizan gestos de adoración y humildad hacia la Virgen y el Niño, pero los movimientos son tan enérgicos que la humildad a lo sumo parece un gesto de ternura, no de rebajamiento. Hacia el final, los pies se mueven con mucha rapidez y agilidad (como los pies de las Sílfides), aunque los ángeles se desplazan doblando los dedos, no en punta, mientras los brazos se elevan lentamente. No hay nada indeciso o sentimental en estos gestos, son propios de Miguel Ángel e inmensos. (Blair, 253)

Conforme avanza el conflicto bélico, el arte de Duncan va adquiriendo un tono más político. Dos años más tarde volvió a presentarse en Nueva York con un programa que incluía la “Redención” de César Frank, la Patética de Chaikovski y LMarsellesa, de Claude-Joseph Rouget de Lisle. La presentación en París de este programa, ante un  público de artistas, músicos, actores, intelectuales y figuras públicas, como el Marqués de Polignac, Otto H. Kahn, Mayor Mitchell, Gertrude Atherton, Anna Pavlova y la señora Dana Gibson, fue acogida con una gran ovación. 

            En 1915, Duncan explicó a un periodista del New York Tribune que La Marsellesa era algo más que una llamada a las armas: se trataba de la determinación humana de nunca sucumbir, nunca  rendirse. Duncan combinaba así su defensa de la libertad con su resolución a no dejarse vencer anímicamente después de la trágica muerte de sus dos hijos. Fue precisamente la nueva imagen pública de Duncan, la de madre sufriente (que desplazó a la de mujer sexualmente libre) la que le permitió encarnar el símbolo de la nación ante el público, apropiándose entre otras de la imagen de “la libertad guiando al pueblo” de Delacroix.

            Con La Marsellesa Duncan encontró un punto de equilibrio entre ese énfasis en el individualismo radical, de filiación whitmaniana, y el sentido de la responsabilidad social, que la llevó a entregarse a causas justas, como su colaboración directa en la campaña en favor de los damnificados albaneses o sus sacrificios posteriores por mantener la escuela en el país de los soviets. En La Marsellesa coincidían también su idearevolucionaria entendida en términos de liberación del cuerpo (sin atender a diferencias sociales) y la complicidad con las élites artísticas, intelectuales, pero también económicas, de la que dependía la consideración de su danza como arte.

            A partir de este momento, a Duncan se le complicaron las cosas, ya que su toma de postura en favor de la nueva revolución, la soviética, no tardaría en mostrarse contradictoria con ese individualismo y elitismo inherente a su propuesta artística. Duncan celebró el triunfo de la revolución soviética con una representación en la Metropolitan Opera House el 28 de marzo de 1917, y poco después añadió a su repertorio otro solo alegórico, la Marcha eslava, de Chaikovski, que alcanzó tanto éxito como La Marsellesa.

            Duncan contempló la revolución como un proceso histórico en que lo político y lo estético aparecían íntimamente unidos. La contempló, sobre todo, como un proceso de liberación, que ella leyó más desde las posiciones de Beethoven o Nietzsche que desde las de Marx y Lenin. De modo que para ella no había contradicción entre sus ideales whitmanianos y sus simpatías bolcheviques, como no la había entre La Marsellesa y la Marcha eslava.

            Pero sobre todo Duncan vio en el nuevo estado soviético la posibilidad de realizar finalmente su sueño de la escuela, ya no con seis o veinte niñas, sino tal como había confiado en 1911 al periodista Michel George-Michel:

“No quiero cincuenta, ni quinientos, sino cinco mil alumnos. El arte es juego, es arte, salud, alegría y poesía. ¡Desearía que todo el mundo bailara conmigo! Y que todos, con sus idiosincrasias, sus desilusiones y sus pasiones, vinieran conmigo para disfrutar de una existencia más placentera”.

El proyecto de escuela en Moscú tenía una dimensión más social que estética. A Duncan ya no le interesa tanto formar bailarinas, sino explorar las posibilidades de la danza como medio educativo. Está convencida de que todos los métodos de enseñanza, incluso aquellos basados únicamente en la memorización y el aprendizaje técnico, moldean el carácter, y propone en consecuencia un método educativo que moldee el carácter en el ritmo, la belleza y la libertad.

            En sus propuestas a los responsables políticos rusos insiste constantemente en la primacía de la imagen y el movimiento sobre la palabra y el concepto y, apoyándose en las reflexiones plasmadas por Rousseau en Emilio, defiende la necesidad de que la educación de los niños comience por la música y la danza y no por la escritura y la lectura. Se trata de moldear el carácter del niño no apelando al intelecto, sino a los sentidos: “su ojo es educado para apreciar el movimiento, su oído es educado para apreciar el tiempo y la armonía y su tacto es desarrollado para conducirles al conocimiento de la existencia de todo su cuerpo”. (Terry, 94)

            A pesar del entusiasmo con que Isadora Duncan aceptó la invitación de Lunacharski, tampoco el gran sueño de la escuela pudo en esta ocasión verse realizado: la difícil situación económica y las reticencias de las autoridades culturales y educativas a las innovaciones propuestas por Duncan se encargaron de impedirlo. Ella dedicó enormes esfuerzos al mantenimiento de su escuela y realizó un gira en condiciones materiales terribles con el fin de recaudar fondos. En una de las cartas enviadas el 10 de julio de 1924 a Irma Duncan, se lee:

“Valor, el camino es largo, pero al final veo la luz. Estos niños de túnicas rojas [los alumnos] son el futuro. De modo que es bueno trabajar para ellos. Rotura la tierra, siembra la semilla, y prepárate para la nueva generación que expresará el nuevo mundo. ¿Acaso es posible hacer otra cosa? En ti veo el futuro. Está allí y aún bailaremos la Novena Sinfonía.”

Duncan aún compuso una serie de danzas basadas en siete canciones revolucionarias, en las que expresaba con una fuerte carga emocional los sufrimientos que la revolución exigía y la persistencia del espíritu revolucionario sobre el sacrificio y la muerte. Sin embargo, su aventura soviética acabaría pronto. Duncan abandonó Moscú definitivamente en 1924. 

            Un año antes se había despedido también de Estados Unidos. En su última gira americana, en compañía de su marido, Esenin, Duncan había presentado un programa de danzas de calidad escultórica, una serie de solos en los que la bailarina se acercaba a esa “divina presencia” que tanto había admirado en Eleonora Duse: esa tremenda fuerza de movimiento dinámico comunicado por medio de la quietud. Sin embargo, la realización artística de Duncan estuvo empañada por el hostigamiento de las autoridades (que retuvieron durante días a Duncan y Esenin en el puerto de Nueva York antes de permitir su desembarco), la crítica y los gerentes teatrales. A ninguno de ellos les gustaba la claridad con que Duncan exponía sus ideas revolucionarias, tanto en declaraciones como en conferencias incluidas en los recitales, ni el uso constante de telas rojas en sus danzas. Sin embargo, Duncan nunca se declaró bolchevique, ella seguía hablando de la revolución en términos poéticos: “Hay una nueva idea de vida ahora -declara a un periodista del New York Times el 15 noviembre 1922-. No es la vida hogareña. No es la vida familiar. No es patriotismo, sino la Internacional”. 

            Aunque la gira hubo de ser finalmente suspendida, Duncan se presentó una última vez en el Carnegie Hall con obras de Wagner, “La cabalgata de Las Valquirias”, la “Procesión del Valhalla” del Ocaso de los dioses, la “Liebestod” y la “Bacanal” de Tannhäusser, así como algunos valses y la Marcha militar de Schubert. Al despedirse de Nueva York, declaró: 

“No soy anarquista ni bolchevique. Mi marido y yo somos revolucionarios. Todos los genios dignos de ese nombre lo son. Adiós, Estados Unidos. Jamás volveré a verte.”

Frustrado su proyecto revolucionario, cerrada su escuela, voluntariamente exiliada de América, Duncan dedicó sus últimos años a la escritura de su autobiografía y a la redacción y reelaboración de numerosos artículos, entre ellos el último de los incluidos en este libro “I see America dancing”, en el que declara el amor al paisaje y a la poesía de una nación que repetidamente le ha manifestado su incomprensión. 

            El amor volverá a ser en los últimos años el tema recurrente del pensamiento de Duncan, una vez perdida la esperanza revolucionaria. Para ella el amor es lo único realmente necesario, ser capaz de amar como amaron Cristo y Buda, también Lenin, y justifica la escritura de su autobiogafía como un intento de convencer a la gente de la necesidad de abandonar el amor egoísta y entregarse a ese amor generoso que las madres bien comprenden: “es como amar nuestros propios brazos y nuestras propias piernas; es sencillamente amar una parte de una misma.”

El legado de Isadora Duncan

            En los años veinte, surgieron muchas voces críticas hacia el arte de Duncan: el exceso de peso, la politización de sus piezas y la asimilación por el ballet u otras bailarinas de las ideas originalmente propuestas por ella, motivó numerosos comentarios despectivos. Es el caso de Balanchine, en Nueva York, o de Igor Schwezof, en Moscú. Para el ruso, Duncan no era más que una bailarina mediocre, que había desarrollado un “estilo personal”, justificado por una “falsa filosofía y un clasicismo espúreo”: “Duncan puede, o no puede, haber traído regalos inestimables a la danza, pero cometió un gran crimen: abrió el teatro al diletante…” 

            La insistencia en la libertad y en la naturalidad daban pie, en efecto, a que cualquiera se sintiera capaz de intentar la creación de una danza, sin pasar previamente por un entrenamiento técnico: los bailarines formados durante años en la dura disciplina y los códigos del ballet, veían con especial preocupación que algo surgido de forma natural pudiera alcanzar el mismo reconocimiento que los logros de su arte.

            En la misma línea que Schwezof, aunque en un tono menos despectivo, el crítico norteamericano John Martin insistía en que el movimiento físico desarrollado por la “danza romántica”, carecía completamente de técnica: “Si la bailarina sentía profundamente, si se hallaba conmovida por la música, y podía mantener más o menos el ritmo, no importaba mucho lo que su cuerpo hiciera” (Martin, 25). Martin no contraponía a Duncan y St. Denis con el ballet, sino con la nueva danza moderna, nacida, según él con Martha Graham y Doris Humphrey.

            La propia Martha Graham, sin embargo, se mostró algo más respetuosa hacia la aportación de Duncan. Tras presenciar una exhibición de las Isadorables en 1919 en Nueva York, comentó que lo que había visto “poseía una cualidad natural y al mismo tiempo un cierto formalismo”, algo que le había llegado emocionalmente, “no sólo sensorialmente, sino de un modo más profundo”. La impresión emocional y espiritual estaría entonces apoyada “en un cierto formalismo”, es decir, en un cierto lenguaje y en una cierta técnica. 

            Aunque Duncan siempre insistió en que la educación debía dirigirse al espíritu y no meramente a los músculos o los sentidos y que la creación debía buscar la comunicación anímica y no apoyarse meramente en la disciplina física, siempre se defendió con contundencia de quienes la acusaba de carecer completamente de técnica. La naturalidad lograda por Duncan en sus danzas no podía ser, a juicio de numerosos testigos directos de sus danzas, fruto de la inspiración o la espontaneidad, sino de una técnica desarrollada para conseguirla. Duncan se habría propuesto entonces una tarea similar a la que Stanislavski había abordado en el ámbito del arte dramático, si bien en el caso del ruso con una consciencia y un desarrollo mucho más sistemático: es decir, encontrar los resortes técnicos que permitieran a la bailarina o al actor dramático representar la naturalidad en escena. 

            Otra de las pioneras de la danza moderna, Helen Tamiris, salió también en defensa de la Duncan, negando que esos movimientos simples de Duncan pudieran ser hechos por cualquiera: nadie, en efecto, podía haber conmovido de tal manera al público con el movimiento diseñado para la Patética, consistente en un único acto físico, la elevación desde el suelo hasta la postura erecta con los brazos extendidos, si no estuviera apoyada en cierto dominio técnico del cuerpo.

             Sus discípulas confirmaron también esta idea, al asegurar que no era nada fácil ejecutar los movimientos “sencillos” de Duncan. A esta dificultad se añadía el escaso talento pedagógico de la bailarina, su impaciencia y su incapacidad de verbalizar las indicaciones o consejos técnicos. Sin embargo, esto no impidió que las Isadorables reconocieran la aportación técnica y lingüística de su maestra, codificada en gran parte tal vez por su hermana Elizabeth y por ellas mismas. En La técnica de Isadora Duncan, Irma Duncan argumentaba que Isadora había descubierto una “Ciencia del Movimiento”, que permitía guiar el cuerpo de forma natural a través de una sucesión ordenada de ejercicios. Usando movimientos simples, Duncan enfatizaba el ritmo, lo desarrollaba de lo simple a lo complejo, y proponía que las variaciones rítmicas fueran usadas como un vocabulario en sí. A diferencia del ballet, construido sobre las cinco posiciones básicas, la base de la técnica de Duncan es el movimiento, más concretamente el caminar: a partir del caminar se desarrolla el correr, el saltar, etc.

            Lo que resulta evidente, en cualquier caso, es que la eficacia de la supuesta técnica de Duncan tiene grandes limitaciones, y que si bien a ella le sirvió para la creación de coreografías que causaron general admiración, fue muy poco productiva para la generación de trabajos posteriores interpretados por otras bailarinas, incluidos los de las Isadorables. Su influencia en la danza contemporánea habría tenido más que ver con su estilo que con su técnica, más con las actitudes o las ideas que con los procedimientos o las realizaciones concretas.

            Duncan habría influido sobre el ballet por la creación de danzas sin argumento o puras y su uso de la gran música; así la coreografía de Massine sobre la Séptima de Beethoven o la de Balanchine sobre la Sinfonía en do podrían encontrar su precedente directo en las danzas beethovenianas de Duncan. Pero el más claro enlace el Duncan y la tradición del ballet lo constituye Michel Fokine. Éste había asistido a los primeros recitales de Duncan en Rusia en 1904 en compañía de Diaghilev. “Conocí muy bien a Isadora en San Petersburgo -escribió Diaghilev en una carta fechada el 17 de febrero de 1926-, y vi sus primeras representaciones en compañía de Fokine. Fokine estaba loco por ella, y la influencia de Duncan sobre él fue el cimiento de toda su creación.” También Stravinski, quien cuestionaba la supuesta musicalidad de la danza de Duncan, subrayó en una entrevista concedida en 1961, que lo importante era la enorme influencia que su movimiento y su música habían tenido en Fokine. Éste creo una coreografía directamente inspirada en las danzas de la americana, Eunice (1907), en la que, según la bailarina Tamara Karsavina (otra admiradora de Duncan) Pavlova y el cuerpo entero de ballet actuaban descalzos, o más bien “fingiendo” que estaban descalzos, ya que sobre las mallas aparecían los dedos dibujados con lápiz con la intención de sugerir la ilusión de los pies desnudos. 

            Para Fokine, la principal aportación de Duncan al arte de la danza fue la de haber “recordado la belleza del movimiento simple”:

Duncan demostró que todos los movimientos primitivos, sencillos y naturales -un simple paso, correr, girar sobre los dos pies, un saltito sobre un pie- son mucho mejores que toda la riqueza de la técnica del ballet, si ésta nos obliga a sacrificar la gracia, la expresividad y la belleza.” (Blair, 363)

A través de Fokine, la influencia de Duncan llegó a los coreógafos ingleses Antony Tudor y Frederick Ashton, quien le rindió un homenaje explícito en Cinco valses de Brahms al modo de Isadora Duncan.

            Menos reconocible resulta, en cambio, la influencia de Duncan en la danza moderna. A lo más que podríamos llegar es a reconocer ciertas ideas intuidas por Duncan y realizadas de forma programática por otras coreógrafas. Así, en la danza de las Furias, por el recurso a la fealdad y la calidad de los gestos, podría reconocerse un precedente del expresionismo de Mary Wigman. El uso del suelo en la Patética de Chaikovski adelanta la práctica posterior de Martha Graham. Los temas políticos y sociales de algunas danzas como La Marsellesa o la Marcha Eslava reaparecen en Totentanz de Wigman o La mesa verde de Joos. Y la idea del movimiento fluido y continuo es visible en el trabajo de Doris Humphrey, especialmente en su Aria para la cuerda de Sol de Bach.

            No obstante, habría que reconocer que la conexión entre Duncan y Graham o Humphrey, por ejemplo, es mucho menor que la existente entre Laban y Wigman o Joos, o la existente entre Graham y Cunningham o entre Humphrey y Limon. A pesar de sus repetidos intentos, Duncan no creó escuela, no tuvo discípulas de talento que continuaran su obra y la adaptaran a las nuevas exigencias creativas. Por ello, su legado no puede buscarse en la reconstrucción de una línea filial, tal como ella habría deseado, sino en la vitalidad de sus ideas: la reivindicación de la danza como arte y la búsqueda de un diálogo con las otras artes, el descubrimiento del cuerpo libre en conexión con el ritmo de la naturaleza, la vinculación entre la liberación corporal, la liberación personal y la liberación social (de la mujer / del oprimido), la interpenetración de amor y creación, de amor y composición, y la búsqueda en la literatura, en la filosofía y en la ciencia de un pensamiento que sirva de base para la formulación de una nueva reflexión sobre el arte, la mujer y la sociedad directamente emanada de la experiencia del cuerpo.

Notas a la introducción

(1)        Con posterioridad a las primeras coreografías griegas de Duncan, se multiplicaron los bailarines griegos, que en este caso sí en su mayoría eran copistas, imitadores superficiales de Duncan. Aunque otros coreógrafos trataron de aproximarse también al ideal griego del cuerpo perfecto: a juicio de Walter Terry, a Duncan le habría gustado mucho ver el coro de Los persas de Esquilo en la versión de Ted Shawn y su compañía de hombres. (Terry, 102)

(2)        Abraham Walkowitz, artista experimental asociado con Alfred Stieglitz y su Galería de la Foto-Secesión, comenzó a dibujar a Duncan en 1906, el año que la conoció en el estudio de Rodin y que vio sus primeras representaciones en un salón privado. Walkowitz, que admiraba a Rodin y a Matisse, se confesaba heredero de “la gran tradición del arte… que concibe la figura humana en términos de energía y contrapeso”.

(3)        José Clara (1878-1958), escultor español que trabajó en París en la línea próxima a Maillol, quien frente al incipiente expresionismo de Rodin, practicó más bien un nuevo clasicismo, basado en la representación de la figura desnuda, luminosa y plena de vigor.

(4)        El panfleto de Fuchs adelanta claramente algunos elementos de la ideología nazi y advierte sobre la complicidad de quienes en Alemania abogaron por la recuperación de la cultura del cuerpo con fines estéticos a partir de las tesis de Nietzsche (Adolphe Appia, Felix Emmel, Adolf Schuler y Ludwig Klagers) y quienes lo hicieron poco más tarde con fines políticos y racistas.

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Sobre esta edición

                        Se publican en esta edición todos los textos aparecidos en Écrits sur la danse y en The Art of the Dance, a excepción de aquellos incluidos al final de este último libro procedentes de My Life. Dado que muchos de los textos fueron publicados en diversos idiomas y que Duncan reutilizó fragmentos manuscritos, cartas o declaraciones para posteriores publicaciones, las versiones francesa e inglesa difieren tanto en los títulos como en la ordenación de los fragmentos. En los casos en que el editor americano advierte estar traduciendo del francés, he mantenido la versión francesa. Y lo mismo para aquellos textos con fecha de publicación muy próxima a la de escritura. En otros casos, he recurrido a una reordenación de los fragmentos de acuerdo a un criterio cronológico y temático. Se han incluido además algunos textos procedentes Isadora Speaks, libro en que se recogen cartas, declaraciones y pensamientos breves que no fueron publicados en ninguno de los dos primeros libros.

                        Este trabajo ha sido realizado en la Universidad de Castilla-la Mancha, con la colaboración de los responsables del Servicio de acceso al documento de la Biblioteca de Campus de Cuenca.


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