Cuerpos sobre blanco

Publicado en José A. Sánchez y Jaime Conde-Salazar (eds.), Cuerpos sobre blanco. UCLM, Cuenca, 2003, pp. 13-26

            Hace unos meses, La Ribot andaba muy enfadada porque en cierto festival londinense se presentaba su trabajo bajo el calificativo de “mimo”. Es cierto que La Ribot tiene un rostro expresivo, pero en nada se parece al del mimo. Porque el mimo, que trata de traducir gestualmente discursos verbales previamente establecidos, utiliza su cara para recordar que sigue estando ahí como persona, detrás del maquillaje blanco, como ser sentimental. ¿Para qué quiere La Ribot pintarse la cara de blanco si luce todo su cuerpo blanco hasta la transparencia?

            La definición implícita de la persona como ser sentimental da idea del tipo de discursos que el mimo propone. No es de extrañar que La Ribot se enfadara tanto. Porque, a diferencia del mimo, que viste su cuerpo de negro y pinta de blanco las partes visibles en un desesperando intento de servir al discurso verbal, La Ribot se desnuda por completo para transmitir un pensamiento que tiene su origen inmediato en el cuerpo. Y si el mimo busca las telas negras sobre el cuerpo y en el fondo para hacer posible su desaparición como ser físico y su conversión en lenguaje, La Ribot busca la claridad de la piel y la blancura del fondo como medio de evitar las contraposiciones fáciles y descubrir el pensamiento en esa liminalidad que a veces da efectivamente la impresión de transparencia.

            Esto no lo tuvo en cuenta la ministra de Cultura cuando durante la entrega del premio nacional de danza a la Ribot destacó, junto a sus habilidades como bailarina, sus dotes como mimo. Algunos de sus amigos no pudimos evitar la risa, y empezamos a pensar que La Ribot engrosaría la historia de las artes escénicas por su contribución a la renovación del arte del mimo. 

            ¿Por qué ese empeño en identificar a La Ribot con un mimo? La respuesta hay que buscarla en la concepción que mantienen de la danza. Para ellas la danza contemporánea excluye el pensamiento. A lo más que se puede llegar es a poner en movimiento una historia, una fábula o un tema previamente formalizado. Lo más normal es que la danza transmita simplemente sensaciones. Cuando desde la danza se intenta ir algo más allá, cuando de lo que se trata es de alcanzar una íntima unidad entre sensibilidad y pensamiento, las categorías administrativas se rompen y, desconcertados, los etiquetadores oficiales recurren al mimo.

            La hipocresía de la danza contemporánea puede llegar a ser tan extrema como la del mimo. Lo que les une es la ocultación de aquello que pretenden manifestar. El mayot del bailarín es como la pintura blanca que cubre la cara del mimo: es esa fina película que convierte en ficción el instrumento de la comunicación. Mediante la pintura blanca o mediante el mayot, el intérprete se aleja de sí mismo y, consecuentemente, se aleja del público: el sujeto de la comunicación se disocia del medio. El rostro y el cuerpo se convierten en meros instrumentos, y en cuanto instrumentos, artificiales y artificiosos, de ahí su ocultación, una ocultación que no esconde, que simplemente evita las imperfecciones del cuerpo natural y concentra la atención del espectador en las habilidades del cuerpo.

            Frente a la homogeneización del cuerpo y del rostro propuesta por la danza contemporánea y el mimo, vehiculadores de lenguajes literarios o discursos sentimentales, “la danza que se reinventa a sí misma” de la Ribot insiste en la singularidad. El cuerpo se muestra desnudo, una desnudez tan sincera que las imperfecciones se convierten en virtudes y las habilidades en pura naturaleza. El cuerpo sincero sobre el espacio blanco llega a ser, entre otras cosas gracias a la voluntad de evitar la expresividad hipócrita, un cuerpo neutro. Un cuerpo neutro sobre el espacio blanco. Un cuerpo que todos pueden reconocer como elcuerpo, un cuerpo pantalla sobre el que proyectar, un cuerpo espejo en el que observarse a uno mismo, un cuerpo bello que define sus propios criterios de belleza, más allá de la literatura, más allá de la pasión sensible. Un cuerpo blanco sobre un fondo blanco.

            La transparencia

            El fondo blanco es en primer lugar un fondo no teatral, indica una voluntad de sacar la danza del teatro e introducirla en el ámbito de lo visual. La caja blanca sustituye a la caja negra, la galería al teatro. En ella se construyen / exhiben imágenes físicas en torno a las cuales el espectador puede pasear la mirada. El espectador debe moverse: el espacio blanco invita al movimiento.

            El retorno del cuerpo danzante a la escultura no se produce por la vía de la estatuaria: no, no se trata de que el bailarín se convierta en estatua animada, tal como han practicado numerosos artistas de acción procedentes de las artes visuales, sino de que el cuerpo pensante construye un espacio a su medida en el que desaparece. El cuerpo pensante se mira entonces en el espejo de la escultura, el arte del pensamiento hecho cuerpo, y reivindica el estatismo, la pausa, la inmediatez, una relación física no construida con el espectador.

            Lo huidizo del cuerpo de La Ribot queda establecido en la primera pieza de Still Distinguished, sólo visible a través de las pantallas de vídeo que, no obstante, tienen la función de delimitar el espacio y aportar las reglas de recepción. La construcción personal del espacio queda definitivamente clara mediante la colocación en el suelo de una cadena de objetos que enlaza las nuevas piezas con las anteriores más teatrales. Desde entonces, el espectador sabe que se adentra en un discurso ajeno, en un espacio apropiado, dentro del cual es invitado a participar en el juego. Su cuerpo y su mirada se convierten entonces en parte de la escultura, en tanto el cuerpo de La Ribot, que va generando la acción / instalación desaparece cada vez más en una especie de ironía mística.

            La desconstrucción de la danza comienza por una renuncia a la ficción, al espacio ficticio, al personaje ficticio, a la fábula inventada. Se trata de iluminar lo real con tanta intensidad que alcance la transparencia. El contraste entre la opacidad y la transparencia es una de las impresiones más claras que el espectador recibe de Still Distinguished. La Ribot está ahí, ocupando un espacio, y al mismo tiempo su cuerpo reducido a lo liminal hace que la mirada se prolongue más allá: hacia los objetos, hacia los otros, hacia el propio cuerpo…. El espectador que contempla cómo La Ribot se bebe un litro de agua cristalina mientras se va simultáneamente desmoronando, asiste a la desaparición de la carne, a la conversión de la carne en agua, a un proceso de transparencia.

            También a Ion Munduate le gustaría a veces ser transparente: iluminado sólo por el haz de luz de un proyector de vídeo, su cuerpo aspira a la neutralidad en el contexto de un mecanismo objetual que no llega a ponerse en funcionamiento y que, sin embargo, funciona precisamente gracias a la invisibilidad del cuerpo. 

            ¿Invisibilidad o intangibilidad? El ejercicio que Ion Munduate practica es el de la nivelación de lo real. Lo real se ve reducido en su propuesta a unos cuantos objetos, un cuerpo en movimiento y un haz de luz procedente del cañón de vídeo que el propio creador introduce en escena. Él decide qué elementos van a intervenir en su construcción de lo real, una construcción que se desarrolla como un juego sobre un espacio blanco que a pesar de su neutralidad tiene la cualidad de los papeles fotográficos: se dejan impregnar por el sistema de una persona sin por ello perder la virginidad que les permitirá ser conmovidos por el sistema de la siguiente. Una casa provisional.

            El tiempo lo impone una proyección de vídeo que el propio habitante de esa casa provisional ha generado. Un tiempo matemático, un tempo virtual, una progresión implacable puntuada por los cambios de color y figura de la proyección que altera la blancura del espacio. El cuerpo orgánico debe someterse a ese tempo, debe ser uno con la abstracción, debe interiorizar el ritmo computacional. Del mismo modo que debe ser uno con el ser y con el tiempo de los objetos con los que juega para la construcción del sistema, para la construcción de la realidad. Es en ese ser uno con el tempo virtual y con los objetos inertes como Ion Munduate desaparece en el tiempo y el espacio blancos. ¿Desaparece? No, más bien se hace transparente, sin por ello perder su fisicidad. 

            La alternancia opacidad / transparencia se hace evidente cuando a los espectadores sentados en las primeras filas del teatro se le atraviesa ese cuerpo natural convertido en motor del proyector de vídeo que se desplaza sobre el escenario con el mismo tempo que el eclipse virtual que proyecta sobre la pared blanca del fondo. La emoción está escondida en algún lugar entre el cuerpo y la imagen, el dolor se retira al interior de los objetos sometidos a la amenaza del accidente. ¿Invisible? No, pero sí transparente. 

            Tanto como el cuerpo de Cuqui Jerez en la segunda parte de su pieza 2001: an space Odissey. Un juego de apariciones y desapariciones. El espectador que asiste desconcertado al movimiento de un cuerpo privado de significado que desplaza con un sentido desconocido objetos igualmente carentes de significado se regocija al descubrir en la pantalla de vídeo la clave que explica los veinte primeros minutos de absurdo. La fisicidad muda de la primera parte se convierte en imagen elocuente. Esa chica no le hablaba al espectador, hablaba a una cámara de vídeo oculta y componía la imagen con la ayuda de un pequeño monitor sólo para ella visible. Pero ¿de qué hablaba? De todo y de nada. De todo, mediante el juego, el juego con su nombre, el juego con su infancia, el juego con sus miedos, el juego con sus deseos. De nada, porque el verdadero discurso es un metadiscurso y de lo que habla es de ese abismo imposible que continuamente trata de salvar el bailarín para hacer de su cuerpo una imagen, para hacer que su cuerpo se convierta en imagen y así se desmaterialice, para que en esa desmaterialización se alcance una apariencia de sentido. Sólo una apariencia. Un sentido fantasmal.

            La escritura

            El negro une, el blanco separa. Los objetos situados en el espacio blanco muestran su autonomía. Sobre el espacio negro, el espectador tiende a encontrar las relaciones orgánicas que los unen. Sobre el espacio blanco, ninguna relación aparece como preestablecida. Todas las relaciones se van construyendo en el proceso de movimiento. Sobre el espacio negro, el dibujo coreográfico emborrona la pizarra: el sentido se desplaza al interior del objeto / del cuerpo donde el espectador debe buscarlo. Sobre el espacio blanco, va creando líneas nítidas que componen la red: el sentido se desplaza al exterior, a la mirada del espectador.

            La transición de la expresión al diálogo resulta evidente en el trabajo de Olga Mesa, donde la idea de la danza como escritura ha sido constante. La imagen de la coreógrafa escribiendo con tiza blanca sobre el suelo negro mientras entra el público, o bien delimitando el campo de acción antes de comenzar el espectáculo era mucho más que una introducción o una espera, era un manifiesto, una definición de la danza que se iba a desarrollar a continuación: una danza del trazo, un movimiento como generador de huellas de una persona-cuerpo.

            Pero al mismo tiempo que las Más distinguidas de La Ribot se hicieron blancas, los espacios escénicos de Olga Mesa se aclararon. En Daisy planet, la alternancia de margaritas blancas y negras del modelo que sirve de inspiración a la pieza anuncia un cambio de disposición creativa tal vez inconscientemente alentada por la actitud de la ciencia: la expresión cede paso a la observación. L’imitaciones, mon amour avanza en este cambio de signo, evidente en el protagonismo de la pantalla blanca de fondo, donde la idea de la observación se ve reforzada por el sistema de vídeo en directo ideado por DGM. La voluntad impulsiva de comunicación con el otro desde la consciencia de un cuerpo que no se reconoce como únicamente mío se ve desplazada por una voluntad de comunicación sosegada, donde el amor y la observación se alternan como motores. 

            La escritura sobre el cuaderno, sobre la página blanca, sustituye a la escritura sobre la pizarra. Los signos son más claros, el trazo es más limpio, el tempo más lento. Cuando se escribe con rotulador sobre una pizarra blanca o cuando se escribe con bolígrafo sobre el papel, el nivel de expresión disminuye, porque la atención se concentra en el signo. Al mismo tiempo, lo blanco impone un ritmo más contemplativo, cuesta más romper el silencio, tratamos de no emborronar más de lo necesario, de no marcar con nuestras pisadas la superficie lisa de la nieve si no es para indicar con claridad cuál ha sido el camino elegido.

            En el proceso de trabajo de Más público, más privado, la página en blanco se ha convertido en elemento central de la reflexión. Godard sirve de estímulo. El cine de referencia. La mirada del espectador asume el protagonismo del espectáculo. Cuando el cuerpo ya no escribe, sino que se somete a la observación. Cuando el intérprete / creador es capaz al mismo tiempo de ser sujeto y objeto de la mirada, cuando el cuerpo se mira a sí mismo y lanza al espectador la responsabilidad de la escritura. Sobre ese cuerpo que se observa el espectador escribe, también, como en una página en blanco. ¿Una página en blanco? No, no totalmente, más bien como un página blanqueada en la que quedan restos de tantas y tantas escritura previas.

            La suciedad de esta escritura aleja este cuerpo pantalla físico de otras pantallas más asépticas. Probablemente, es el mismo tipo de imperfecciones que distancian lo químico de lo electrónico, lo fílmico de lo virtual. A diferencia del cuerpo fílmico de Olga Mesa, el cuerpo blanco de Xavier LeRoy sobre el fondo blanco de su habitación-laboratorio tiene una textura más próxima a lo virtual. Su acción, paralelamente, no tiene tanto que ver con el amor, con la mirada o la privacidad, cuanto con el humor, la imaginación y el extrañamiento.

            En Self-unfinished, Xavier Le Roy aparecía sentado ante una mesa blanca sobre un fondo blanco. Después de algunas acciones mínimas, se levantaba y comenzaba a andar como una máquina, como si sus miembros fueran activados por muelles neumáticos y sus articulaciones giraran sobre ejes metálicos; además, producía ruidos imitando los sonidos de las antiguas máquinas animadas. Esta acción se repetía un par de veces a lo largo del espectáculo. Pero el grueso del mismo consistía en una especie de reconstrucción del mundo de los insectos. Desnudo, en posición invertida, Le Roy nos ofrecía imágenes extrañas que nos remitían a la forma y al movimiento de diversos insectos. La alienación del propio cuerpo, la puesta del mismo al servicio de una singular entomología escénica provocaba en el espectador necesariamente, tal como los teóricos del extrañamiento habían anunciado a principios de siglo, una imagen nueva, en la que los límites entre el mundo natural (de los insectos), humano y maquinal se disuelven.

            Cuando el intérprete invierte su posición, su cuerpo humano se hace invisible y nos ofrece una imagen de un ser otro: el público debe a su vez esforzarse en traducir sus impresiones para producir la imagen final, es decir, escribe o proyecta sobre el cuerpo del coreógrafo el contenido de la danza (inexistente). El cuerpo del coreógrafo no se desmaterializa para transformarse en imagen: a pesar de que en cierta dimensión de nuestra percepción, su cuerpo se haya vuelto invisible, en otra, su cuerpo sigue siendo visible. Es decir, vemos al mismo tiempo la imagen (el insecto), la pantalla (el cuerpo-imagen) y el sujeto (el cuerpo natural). En otros términos, estamos al mismo tiempo en el laboratorio, en el cine o en el salón de la casa de Le Roy (que debería estar pintado de blanco).

            El humor

            Si Xavier Le Roy nos transporta al laboratorio doméstico dominado por las pantallas corporales, Bobby Baker convierte el escenario en cocina. Lo blanco es en este caso la memoria de los azulejos que recubren las paredes de la mayoría de las cocinas (aunque precisamente no de ésa que Bobby Baker nos muestra en su película Kitchen Show) y la sábana blanca que utiliza para recordar ese ambiente tanto como para no manchar el suelo del teatro donde provisionalmente instala su útiles y productos.

            La idea de la limpieza atraviesa todo el espectáculo. El personaje de Baker manipula con sumo cuidado sus botes, como si su intención fuera realmente no manchar, evitar rastros indeseados, residuos que puedan poner en peligro la asepsia de su cocina: algo totalmente contradictorio con el resultado de su acción transgresora. Es como si el ama de casa interpretada por Baker sufriera una especie de esquizofrenia permanente, un dualidad de carácter que se manifiesta de modo simultáneo y que no genera conflicto. El placer que cualquier ama de casa siente después de haber limpiado su cocina y dejarla reluciente (entre otras cosas porque significa el principio del descanso), se traslada en la acción de Baker al momento en que la sábana se va cubriendo de productos alimenticios en la conformación de una amalgama pringosa.

            La incapacidad por parte del espectador de compartir el placer estético que el personaje de la acción parece sentir durante el proceso de elaboración de su cuadro-memoria sirve para hacerle consciente de la relatividad de los criterios con que se establece la jerarquía de la experiencia. En el trabajo de Baker, lo blanco no se confronta con lo negro, sino con la materia orgánica que amenaza permanentemente su pureza y que provoca la ansiedad limpiadora, esa tensión en la que se recrea cotidianamente el empeño imposible de Sísifo.

            La acción de Baker apunta a una superación de esa ansiedad recurriendo a una premeditada sustitución de los materiales que la fuerzan: sábana en vez de azulejos, harina y no limpiador. Tal como el espectador espera, la acción compositiva de Baker tiene que llegar a un fin, y el cuadro gastronómico no puede quedar fijado, sino, como cualquier acción cotidiana, consumido, deshecho. Pero el retorno del blanco no se produce mediante la limpieza obsesiva, no es un retorno al origen inmaculado: Baker no limpia, cubre. El blanco de la harina oculta la obra cuidadosamente elaborada durante media hora, pero no la anula. De modo que cuando ella misma se revuelca sobre la harina y se enrolla en la sábana, el resultado es una mujer blanca, pero no limpia, una mujer blanca que rezuma alimentos fluidos tanto como memorias, historias, dolor. Baker ha recogido su cocina y la ha devuelto al blanco. Pero ese blanco nada tiene que ver con la asepsia: es pura complejidad.

            La complejidad es probablemente la condición más relevante en la propuesta de Gary Stevens And (Y). Durante más de tres horas, los intérpretes ejecutan acciones cotidianas, fragmentadas, encadenadas, reversibles y repetibles. Comparten con el público un espacio vacío y luminoso, comparten con el público un tiempo largo, que ellos habitan, que el espectador transita. Gary Stevens no participa en la acción como ejecutante, pero probablemente es el espectador más fiel, el único que no abandona la sala en todo el tiempo de re-presentación: se convierte por ello en el intérprete por excelencia de la obra.

            And es una escultura mucho más que On a mother experience un cuadro. La complejidad de la imagen final creada por Baker, envuelta en su sábana sucia y blanqueada, produce una imagen mental que advierte de la imposibilidad de convertir en imagen la memoria y el despliegue de fluidos que se nos ha ofrecido durante el espectáculo. En cambio, la imagen mental resultante de And carece de negativo: es una escultura en sí misma, si bien una escultura en el tiempo que, por tanto, sólo existe mentalmente, en el espectador más que en los intérpretes, en el autor, en cuanto testigo del proceso, más que en el público.

            Se trata de una escultura blanca, porque los intérpretes han sido reducidos a acciones elementales, controlables y limpias. No asépticas, porque se trata de fragmentos de lo cotidiano y porque ninguno de los intérpretes renuncia a su personalidad, a su aspecto habitual. Incluso cuando juegan, no interpretan. Su única interpretación consiste en la ocultación de la ironía: porque fingen no saber que han sido convertidos en personas enmarcadas, temporal y espacialmente enmarcadas, y sometidas a una estructura caprichosa.

            Lo interesante radica en que ni el enmarcado ni el capricho estructural son resultado de una decisión individual impuesta, sino que han ido siendo producidas en un juego colectivo a lo largo del cual las reglas han ido siendo aceptadas y los tiempos han ido siendo asumidos como naturales. A lo que el espectador asiste entonces es a la experimentación de una nueva estructura social caprichosa generada de modo colectivo a partir de una intervención ajena. Este trabajo de experimentación espacio-temporal queda en la memoria del espectador como una escultura humana, sólida y definida en cuanto escultura, leve e inaprensible en cuanto humana.

            La escultura en acción de Gary Stevens se encuentra así con la danza escultórica de la Ribot, en un territorio que por supuesto nada tiene que ver con el mimo, sino con una opción por  la blancura y el silencio que son resultado de la renuncia de la danza al movimiento constante y la renuncia de la escultura a la solidez. Sin duda muchos se quedarían tranquilos pensando que Desviaciones no es un ciclo de danza, sino una serie de esculturas en movimiento. Pero la tranquilidad no existe, porque la tranquilidad sólo es posible cuando se es capaz de no ver la complejidad, cuando se es capaz de creer que lo blanco no incluye lo negro o que no se puede escuchar el silencio. 

            El silencio

            La densidad del silencio es el espacio elegido por Myriam Gourfink para su trabajo. Oculta por la figura del músico que manipula sus aparatos en medio de la escena, Gourfink ejecuta semiescondida una serie de movimientos mínimos mediante los cuales asistimos a una identificación del espacio orgánico (el espacio de la respiración del cuerpo) con el espacio matemático (las dimensiones abstractas de la caja blanca en la que se inserta ese cuerpo). 

            La recreación pública de un espacio privado está muy lejos de la realizada por Baker. Gourfink radicaliza la idea de privacidad y, en vez de derribar las paredes imaginarias de su casa para ofrecerse a la mirada del público, como Baker o Le Roy, más bien elige un lugar escondido en el escenario donde construye su intimidad. Gourfink está más próxima entonces a Ion Munduate, que también fabrica su espacio íntimo a cierta distancia del espectador. La diferencia es que Gourfink no sólo propone al público un código cifrado, exige también que lo descubra. El espectador puede tratar de hacerlo, de penetrar esa relación privada del individuo cuerpo con el espacio matemático y dejarse llevar por una especie de respiración cósmica, o quedar al margen y no ver, no oír, no sentir. En ambos casos, el blanco es el color dominante. 

            A pesar de su coincidencia con Munduate en la creación del espacio, las estrategias de ambos artistas son diversas: en tanto Munduate o Ribot: se hacen invisibles a fuerza de mostrar crudamente la neutralidad del cuerpo. Myriam Gourfink trata de compartir su presencia con el público obligándole a saltar los obstáculos, a atravesar las barreras físicas que se interponen en el espacio, a forzar la transparencia de objetos y personas para alcanzar la identificación con un cuerpo que respira y prueba su lugar en el espacio. Para ello juega con el tiempo, un tiempo que trata de arrebatar a la cotidianidad, un tiempo largo que exige ser llenado, un tiempo disfrazado de sonido, pero realmente vestido de aire, de ondas, en las que se busca la coincidencia de las fuentes de movimiento y por tanto de las fuentes de consciencia. 

            No está muy lejos en este aspecto Myriam Gourfink de Olga Mesa. Las emparenta una búsqueda de la comunicación que adquiere tintes casi metafísicos. Y podríamos hablar de metafísica si no supiéramos que el vacío absoluto, como el silencio absoluto, no existen, y que vacío y silencio son convenciones lingüísticas o conceptuales que nos hacen a veces olvidar nuestra inevitable inmanencia y, por tanto, la fisicidad radical en la que vivimos y que nos hace uno con nuestro entorno. Podríamos hablar de metafísica si no tuviéramos en cuenta que lo prioritario en ambos casos es la comunicación, una comunicación referida a la vida, una comunicación referida a lo humano.

            Cuerpo en blanco, el último proceso de trabajo de Olga, paralelo a la construcción de su espectáculo Más público, más privado, recupera la imagen del espacio como página en blanco. Si La Ribot había querido hacer de su cuerpo un lienzo sobre el que dibujar o pegar cosas, Olga trata de construir mediante la mirada silenciosa, mediante las palabras espaciadas que hacen tangible el silencio, un lugar donde el espectador, o el participante en el taller, o el intérprete, pegue sus cosas al mismo tiempo que la creadora. Lo curioso es que Olga Mesa hiciera la primera presentación de ese nuevo proceso, Cuerpo en blanco, en Ginebra, apenas unos días después de su regreso de Mozambique y con el pelo en trenzas al estilo africano.

            Unos días antes de concluir este texto, Olga me enseñó las fotos de su viaje. Rostros llenos de vida, miradas curiosas, esperanza. En Mozambique, lo humano es enérgicamente negro. ¿Y el silencio? Probablemente no existe, o tal vez no exista la necesidad de pensarlo. Cuando el ser humano destella, las palabras se resquebrajan, los colores explosionan y se liberan de las ideas, las miradas vuelven a ser directas y no hace falta decir nada, escribir nada, filmar nada. Claro que todo esto podría no ser más que un estallido de melancólico colonialismo. Por ello retorna mi imaginación a España, a Madrid, y recupera la negritud de Mónica Valenciano, tan distinta de la negritud de las alumnas de Olga en África. Sí, quizá a Mónica le hubiera gustado ser negra. Pero entonces nos habría privado de esa violencia que fuerza el retorcimiento de lo blanco, de esas imágenes físicas que como tirafondos se clavan en el centro del pálido cerebro y permanentemente le hacen sangrar negritud. Y así, entre la melancolía decadente y la nostalgia de lo negro, este texto se va desmoronando, se destruye a sí mismo consciente de su artificiosidad, mirándose resignado, como si desde el principio hubiera conocido este final imprevisto.


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