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Keynes «en directo», sobre el patrón oro.

La crisis actual ha llevado a algunos economistas a cuestionar el sistema monetario tal y como lo tenemos montado. Un sistema de reservas fraccionarias en el que los bancos sólo necesitan mantener en caja un mínimo del dinero que depositan sus cliente. En la zona Euro el coeficiente de caja oscila entre el 0% y el 1%. Un coeficiente caja inferior al 100% otorga la posibilidad de crear dinero a la banca comercial, vía la concesión de depósitos. Si alguien me abre una cuenta con 100€ y el Banco Central Europeo, sólo me obliga a mantener 1€, puedo prestar los 99 restantes; de hecho, ahí radica mi negocio. Pero es que los 99 pueden volver a ser depositados y prestado el 99%… Es decir, es la banca comercial la que crea dinero y no las autoridades monetarias.
La corriente austríaca de Economía se está mostrando especialmente beligerante con el tema, atribuyendo a las reservas fraccionarias buena parte de la culpa del ciclo económico; por eso defienden una radical reforma del sistema monetario articulada en torno al coeficiente de caja del 100%, la supresión de los bancos centrales y el retorno al patrón oro. Algo que, ciertamente, parece «de otra épocas». La corriente post-keynesiana ha conseguido mostrar convincentemente que el dinero es endógeno; es decir, que en ausencia de la suficiente moneda legal que «engrase» la actividad económica, el propio sistema encontrará la solución, bien mediante el aumento del número de veces que un billete pasa de mano en mano (Velocidad) o desarrollando métodos de pago alternativos… Esto de la endogeneidad siempre me recuerda las palabras de Tomás de Mercado al afirmar que en las ferias mercantiles en el siglo XVI, pese a todo el oro que llegaba a España no se veía ni blanca y eran una «fragua de cédulas». ES decir, la falta de «blancas» no entorpecía la actividad económica y los mercaderes creaban sus propios medios de pago.

A estas ferias van de todas las naciones, de Sevilla, de Lisboa, de Burgos, de Barcelona, de Flandes y Florencia, o a pagar seguros, o a tomar cambios, o darlos, finalmente es una fragua de cédulas, que casi no se ve blanca, sino todo letra. Las cuales son de dos maneras, unas en banco, otras en contado…

La endogeneidad viene a decir que la masa monetaria es como una nube de límites imprecisos y que crece o decrece según las necesidades de la actividad económica. En este sentido, volver al patrón oro, parecería meterse en un corsé demasiado rígido, que impediría respirar a la economía.
Así lo entendió Keynes al defender, en el siguiente vídeo, los beneficios de abandonar el patrón oro en Inglaterra.

Leyendo sobre… Economía por y para humanos

En una entrada anterior reflexionaba sobre el objeto de la Economía más allá de la insatisfactoria (no por incierta, sino por incompleta) definición convencional de la «ciencia que estudia la asignación eficiente de los recursos escasos». Dicha definición no me convence por dos motivos. Primero, por la imprecisión del concepto eficiente, pues está ligado al criterio de eficiencia escogido (económica, social, medioambiental…). Segundo, por la relatividad cultural y geográfica del concepto escasez; dependiente de desiguales distribuciones de recursos y de insatisfechos apetitos y deseos. Por tanto, a mi juicio, cuando la Economía se hace interesante, no es cuando resuelve problemas de asignación (optimización matemática), sino cuando reflexiona sobre los criterios de eficiencia (maximización utilidad y beneficio) y escasez (satisfacción de necesidades vs satisfacción de deseos); es decir, cuando reflexiona sobre los incentivos que mueven a los seres humanos en su «modus operandi» en la arena económica.
Me convencería más la definición convencional si hablara de «provisión» y no de «asignación». De hecho, creo que el último sentido de la actividad económica no es otro que proveer bienes y servicios para el bienestar de los seres humanos. Preocuparse por proveer no es lo mismo que preocuparse por asignar. El matiz es importante. En otras palabras, la preocupación por proveer pondría la Economía al servicio de los humanos y no al revés.
En ultima instancia, es de lo que trata el interesante libro de Julie A. Nelson, «Economics for Humans«.

Nelson es una de las autoridades mundiales en Economía Feminista y unas de las autoras que más ha contribuido a dotar de autonomía y solidez intelectual a esta corriente de pensamiento heterodoxa.
En un tono divulgativo, el libro reflexiona sobre el mecanicismo matemático que impera en la ciencia económica actual de herencia ilustrada-newtoniana (metáfora del mundo como una perfecta maquinaria) y su alejamiento de la realidad y cotidianidad de los problemas económicos a los que la gente realmente se enfrenta. La presunción de eficiencia que otorga el apartado matemático deja de lado consideraciones como justicia, salud, superveniencia y sostenibilidad. Además, es sumamente interesante comprobar como toda la sofisticación matemática de la metáfora mecanicista-newtoniana ha contribuido en poco o muy poco a generar instrumentos económicos útiles.
El nudo gordiano del libro se encuentra en el capítulo 4, cuando Nelson reflexiona sobre la motivación de los individuos y enfrenta los conceptos de amor y dinero. En las actuales circunstancias parece que todo lo mueve el dinero y esta es nuestra única motivación. Cuando realmente, si lo pensamos, no lo es o, al menos, no debería serlo. Las relaciones interpersonales, sobre todo, a escala cercana se rigen por principios como el cuidado, la atención, la empatía y la ayuda (familia, amigos, comapañeros…). No podemos abandonar la responsabilidad ética que tenemos con nuestros congéneres y que nos confiere dignidad como seres humanos. Lo cual no quiere decir, como bien advierte, Nelson que caigamos en la ingenuidad del anti-economicismo y la anarquía faciloide, sino en apostar por modelos de relaciones económicas-humanas donde se armonicen las motivaciones del dinero y del amor. Donde nos preocupe lo que ocurre más allá de nuestra individualidad. La realidad es muy tozuda y nos mostrará como la Economía-Economicista puede generar mayores ingresos para un grupo selecto, pero la Economía-Humana es más eficiente desde el punto de vista de la estabilidad social y el bienestar de la humanidad.

Leyendo sobre… El fracaso de las naciones

Parece ser que ya sabemos por qué fracasan las naciones. En un libro, que lleva camino de convertirse en un clásico, Acemoglou y Robinson plantean una interesante hipótesis explicativa. Obviamente las causas de por qué cada país, en particular, accede a la autopista de la prosperidad o se queda en el camino de la pobreza son distintas, pero pueden agruparse en dos conceptos suficientemente amplios y poderosamente explicativos: instituciones económicas y políticas inclusivas y extractivas. Las primeras sientan las bases del desarrollo, entre ellas: garantías sobre la propiedad privada, un sistema legal imparcial y una provisión de servicios públicos que beneficia a todos por igual y donde todos pueden intercambiar libremente. Este marco alienta la inversión y conduce al desarrollo. Por el contrario, las instituciones extractivas, extraen la riqueza de la comunidad en beneficio de unos pocos que ejercen toda sus influencia para perpetuar sus beneficios particulares. En este caso, la incertidumbre sobre la apropiación de los beneficios desincentiva el emprendimiento económico.
Con varios ejemplos incontestables (Como el de Corea, dónde la misma geografía, cultura y población han dado lugar a dos países con radicalmente distintos niveles de prosperidad; o el más sorprendente de la ciudad de Nogales; donde la ruptura es entre partes que una vez fueron la misma ciudad) y a través de un detallado recorrido por algunas de las grandes civilizaciones, imperios y pueblos a lo largo de la historia de la humanidad los autores van demostrando una y otra vez su hipótesis.
En resumen mediante el afortunado y evocador concepto de «extractivo» y el de «inclusivo», los autores explican las condiciones del desarrollo y la prosperidad.
El libro supone un importante avance para las ciencias sociales, pero a mí me deja un sabor agridulce, pues implícitamente reconoce que los seres humanos se mueven por tendencias «extractivas» con respecto a sus congéneres y a su comunidad. Es decir, si la ley no lo impidiera la convivencia humana se definiría  por una permanente tensión entre explotadores (extractores) y explotados. Deprimente escenario, pues. Me resisto, sin embargo, a creer que miles de años de historia de la humanidad no hayan contribuido al desarrollo moral de la misma. Si estamos en la sociedad para «extraer» y no «incluir», el chiringuito se nos viene abajo; pues la ley irá siempre por detrás de las prácticas sociales, siendo insuficiente para regular todo el ingenio «extractivo» de que el hombre es capaz. Es decir, si el egoísmo extractivo, y  no la cooperación inclusiva, son los valores que se van imponiendo, nuestra coexistencia social lo tendrá cada día más difícil. Quizá la presente crisis financiera sea un buen ejemplo de lo que ocurre cuando lo extractivo de «unos pocos» se impones sobre las instituciones «inclusivas». Y eso que, como ya dijera Aristótoles, el hombre es una animal social y necesita de la sociedad para subsistir. Lo que me hace preguntarme, ¿quien es tan tonto como para tirar piedras sobre su propio tejado? ¿Quien desearía «extraer» hasta agotar de un entorno que necesita para sobrevivir?

Artículo en «Economía Digital»: Sobre la Buena Vida

Hoy me publican en «Economía Digital » de LaCerca.com un artículo sobre «La Buena Vida»

Si lo pensamos detenidamente, todas nuestras preocupaciones, desvelos, inseguridades, incertidumbres e infelicidades no son sino una consecuencia del denodado afán, del supremo esfuerzo que invertimos día a día en tratar de satisfacer los dos instintos básicos del ser humano: el de sobrevivir (que compartimos con el resto de especies) y el de ser felices, más allá del mero enfoque placer-dolor (que nos diferencia del resto del reino natural).
Como especie, hemos dado pasos agigantados en la dirección de la supervivencia. Los avances tecnológicos han incrementado los recursos a nuestra disposición para satisfacer nuestras necesidades básicas (alimentación, vestido, vivienda). Tras miles de años de transitar por el planeta tierra hemos resuelto el problema, al menos técnicamente, de la provisión de los recursos necesarios para la supervivencia biológica y hemos entrado en una era de abundancia. Es cierto que las crisis humanitarias persisten, pero son consecuencia más de problemas de distribución y desigualdad que de insuficiencia de recursos.
Dudo, por el contrario, de que hayamos avanzado en la misma medida en la dirección de la felicidad, a pesar de ser un motivo de reflexión constante desde los mismos orígenes de la filosofía occidental.
Aristóteles ya nos advertía que el fin último de la existencia humana es alcanzar la perfección, la cual no deriva de la mera satisfacción de cualesquiera deseos, sino de aquellos acordes con las virtudes que dignifican al ser humano: fortaleza, templanza, justicia, sabiduría, valentía, generosidad o prudencia. La consecución de estas virtudes permitía alcanzar la felicidad considerada como “la actividad del hombre conforme a la virtud”. Por tanto, la idea de perfección nos remite a la de la “buena vida”, no en un sentido hedonista, sino en el sentido de la vida que debe ser vivida. Obviamente, en el camino hacia la “buena vida”, el ser humano no olvida la dimensión material de su existencia y necesita de la actividad económica, pero concebida como un medio. Las riquezas y el dinero son meros instrumentos para un fin superior. La filosofía escolástica cristiana mantuvo más o menos el mismo discurso sobre la relación entre buena vida, felicidad, virtudes y economía-instrumento, si bien ampliando la frontera temporal de la recompensa de la perfección o plenitud; ¡nada menos que la eternidad!
, dio una vuelta de tuerca y situó la felicidad en un plano más social o comunitario al considerar que ésta emana de “la conciencia de ser amado”. Todo el “esfuerzo y el afán de este mundo”, el “perseguir la riqueza, el poder y la preminencia” no se explica por la urgencia de satisfacer las necesidades materiales, pues el salario del trabajador más pobre es suficiente para ello, sino por la necesidad que tenemos de “ser admirados, ser atendidos, ser considerados con simpatía, complacencia y aprobación.” Realmente, se pregunta Smith: “¿Que puede aumentar la felicidad de un hombre que goza de salud, no tiene deudas y se halla en perfectas condiciones mentales?” Para aquel que está en esta situación, las mejoras de la fortuna son meramente superfluas y frívolas.
Keynes, influido por una adolescencia bohemia, aristócrata y estética y por el ambiente delcírculo de Bloomsbury, relacionó la felicidad con los placeres que proporcionan las relaciones humanas y la contemplación de la belleza. Su utopía sería la de una sociedad liberada de la esclavitud del trabajo y dedicada lo que denominaría la “vida imaginativa” frente a la vida material; es decir a disfrutar de los placeres de la vida. Utopía que pronosticó como alcanzable en el plazo de una generación dado el crecimiento de la productividad y la subsecuente reducción de horas de trabajo necesarias para subsistir. El ser humano no habría de trabajar más de 3-4 horas diarias y el resto del tiempo podría invertirlo en “la buena vida”.
Galbraith reelaboró la idea de la superación del “problema económico” de la subsistencia en su best-seller La sociedad opulenta, para hablar de “la buena vida” de la comunidad, basada en la redistribución y la provisión de bienes públicos.
Y uno se para a reflexionar y piensa que, realmente avanzamos hacia un escenario de abundancia pero no sabemos cómo gestionarla. Paradójicamente, el propio capitalismo que ha engendrado la abundancia nos impide disfrutar de ella. El egoísmo y la codicia, sintetizados en la insaciabilidad de nuestros deseos nos impiden darnos cuenta de, en palabras de Skidelsky, ¿cuánto es suficiente?. Como ha dicho Tim Jackson en el estupendo libro “Prosperidad sin crecimiento”, hemos confundido profundamente lo que importa con lo que reluce. Nunca tenemos suficiente de lo superfluo, aunque nos sobra lo necesario, y eso genera infelicidad y frustración.
Y lo peor de todo es que el fracaso en dar una respuesta adecuada al instinto de la felicidad, puede arruinar también con los logros alcanzados en el instinto de la supervivencia biológica. Si nunca tenemos suficiente, un planeta finito no podrá satisfacer nuestros deseos.

Sobre consumo conspicuo

La semana pasada se proyectó dentro del ciclo «La Economía en el Cine» de la Facultad a la que pertenezco la película «The Joneses» («amor por contrato» en castellano). Una sátira, llevada al extremo, de la mercantilización de los seres humanos (y no se imaginan hasta que extremo). La estupenda presentación de nuestra compañera de comercialización e investigación de mercados se centró en subrayar el enfoque de marketing que recorre toda la película. Lectura interesante, aunque mis particulares intereses me llevaron más al pensamiento económico.
La película me gustó especialmente por reflejar una de las ideas más poderosas de Thornstein Veblen, economista marginal aunque de poderosa influencia intelectual, considerado padre del institucionalismo. Tuvo una vida ciertamente peculiar; Bohemio, desaliñado, de rudas maneras y algo mujeriego, lo que le llevó a deambular por distintos campus americanos no siempre dejando buenos amigos.
La poderosa idea de que les hablo y que recorre la película como eje central es la del «consumo conspicuo» que mejor traduciríamos como «consumo presuntuoso», cuyo único objetivo es llamar la atención, jactarse, alardear de los bienes.
Para Veblen, este consumo pretencioso y desorbitado contribuyó a proyectar una aureola de admiración sobre los «robber barons» americanos de finales del XIX. Los Rockefeller, Vanderbilt, Rotschild… se convirtieron en los aristócratas «de facto» de la república americana. Impusieron unos modos culturales que los ciudadanos de a pie quisieron, y se esforzaron, por imitar. Estros «nuevos ricos» amasaron sus fortunas mediante estrategias depredadoras que, el darwinismo social, se encargó de legitimar moralmente. Todo ello modeló culturalmente la ética económica americana, de tal manera que enriquecerse y jactarse de ello (como si de una cornamenta entre una pelea de ciervos se tratara) fue el leit motiv de buena parte de la sociedad finisecular de Estados Unidos. Es más, a mi juicio, la fusión entre la ética protestante, la economía clásica y la selección natural Darwiniana ha conformado un específico modo americano de entender el papel de los seres humanos en la esfera económica y las relaciones que se establecen entre ellos.
La película «The Joneses» subraya la idea de que el consumo es comparativo y presuntuoso. El placer que nos proporciona nuestro consumo está directamente relacionado con el nivel de consumo de nuestro entorno (o teoría del soy feliz siempre que en la cena de nochebuena mi móvil sea más molón que el de mi cuñado). Algo absolutamente irracional desde el punto de vista humano ¿o no?

Leyendo sobre… La doctrina del «shock»

Pertenezco al grupo de los que creen en la bondad del ser humano, en su capacidad de empatizar con el otro, en la necesaria dimensión comunitaria de la existencia humana. Por ejemplo, frente a la barbarie del antiguo régimen, prefiero mirar el espíritu de la revolución francesa, frente a la barbarie del nazismo, prefiero recordar la «declaración universal de los derechos humanos» y frente al carácter descarnado del ciclo económico, prefiero ver los instrumentos de cobertura social que hemos consensuado en un buen número de países para proteger a los que el sistema excluye.

Por todo ello leo con escepticismo el estupendo libro de Naomi Klein, la doctrina del Shock, (también en documental). La tesis central del libro es que la teología de mercado, sintetizada en el consenso de Washington (privatización, desregulación y recortes en los servicios públicos) puede imponerse en democracia, pero una implantación de largo alcance requiere de drásticas políticas, que sólo serán aceptadas en casos de traumas colectivos (crisis económicas, políticas, desastres naturales…) que venzan la resistencia de la gente. La autora, establece un paralelismo entre la tortura que anula la voluntad del individuo y las crisis sociales que anulan la capacidad de lucha de la gente; una vez que se produce dicha anulación es fácil controlar la voluntad del individuo y de la sociedad. Todas estas ideas las sintetiza la autora en la expresión «el capitalismo del desastre», una estrategia orquestada por gobiernos y corporaciones para aprovechar (o inducir) grandes crisis colectivas que permitan implantar el modelo económico de capitalismo desenfrenado, preconizado por el consenso de washigton bajo el lema de que no hay alternativa, y que beneficia solamente a la minoría mejor posicionada.
Decía que leo todo esto con escepticismo pues no quiero creer en la teoría conspirativa que plantea el libro; es más, quiero creer que las medidas propuestas por los teóricos del capitalismo del desastre tienen buenas intenciones; buscan el bienestar de la gente y creen de buena fe que el libre mercado sin control es el camino más rápido para lograrlo. Por ejemplo, no quiero atribuir la desastrosa transición económica rusa a una trama conspirativa que buscaba beneficiar a intereses particulares, sino a la ingenuidad de los economistas que la diseñaron y que no tuvieron en cuenta los aspectos institucionales y culturales.
En definitiva, no quiero creer en la conspiración sino en la buena fe. Pero cada día que pasa me lo tengo que repetir más veces. Además, siempre mantengo la esperanza de que cuando el mercado aprieta más allá de lo que requiere la eficiencia, la sociedad se resiste a convertirse en mercancía.

Leyendo sobre… «Manías, pánicos y cracs» (una y otra vez)

La semana pasaba andaba de limpieza en el despacho y me topé con el, ya convertido en clásico, libro de Kindleberger «Manías, pánicos y cracs». Recuerdo que utilicé el libro para un trabajo de la asignatura «Sistema Financiero Español» de cuarto curso de licenciatura. Como soy de natural curioso y, sobre todo, de frágil (y selectiva memoria, según mi entorno más cercano) decidí releer las notas que tenía sobre el libro y el propio trabajo. Y cual no sería mi sorpresa cuando descubrí que aquel trabajo podría ser perfectamente presentado por una alumno 20 años después. En el año 1993 vivíamos una crisis financiera que, salvando las distancias, presenta patrones similares a la actual… y, en definitiva, a todas las crisis que en el mundo han sido. Lo cual me hace preguntarme ¿Seremos incapaces de aprender del pasado?
La tesis principal del autor es que «…los mercados funcionan bien en general y que normalmente se puede confiar en ellos para decidir la distribución de los recursos y, dentro de ciertos límites, la distribución de las rentas, pero que ocasionalmente los mercados estarán abrumados y precisarán cierta ayuda. Naturalmente, el dilema reside en que si los mercados saben de antemano que se les dispensará una ayuda generosa se derrumban con mayor frecuencia a la vez que funcionan con menor efectividad«. Es decir, un clásico problema de riesgo moral: en situaciones críticas hay que rescatar para evitar males mayores, pero la perspectiva del rescate conduce a prácticas  irresponsables y aumenta las posibilidades de llegar a esa situación crítica.
Ahora los bancos son demasiado grandes para caer (TBTF), pero no siempre ha sido así y haber dejado caer a algunos bancos pequeños o medianos quizás hubiera alentado la prudencia y la sensatez en las inversiones financieras, frente a los riesgos desproporcionados y la espiral especulativa. Sadeq Sayeed, un relevante financiero del que ya hablé en otra ocasión, situaba el origen cercano de la presente crisis en el rescate del fondo de inversión «Long-Term Capital Management«. El fondo perdió 4600 millones de dólares con la crisis rusa lo que llevó a la intervención de la Reserva Federal. La importante lección es que el Fondo no era lo suficientemente grande para que su caída pusiera en peligro al sistema, pero transmitió a todo el mundo financiero la seguridad de que la Reserva Federal no dejaría caer a nadie. En otras palabras, la caída no habría tenido impacto sobre el sistema financiero, pero sí lo tuvo la lectura que el mundo de las finanzas hizo de dicha intervención. «Barra libre al riesgo». ¿Para qué centrarnos en inversiones prudentes y de rentabilidad normal, si podemos conseguir rentabilidades extraordinarias y forrarnos con inversiones arriesgadas? Además, en el peor de los casos, nunca nos dejarán caer.
En segundo lugar, el libro resulta interesante por la familiaridad con que puede releerse a la luz de la presente crisis (no tan diferente de otras anteriores) siguiendo la secuencia (que Kindleberger toma prestada de Minsky): Shock externo (Detonante) =>  Oportunidad negocio => Auge => Expansión Crédito => Especulación-Aumento Demanda => Euforia o sobrenegociación (Manía) => Apalancamiento => Burbujas => Especulación desplaza de objetos valiosos a ilusorios => Aceleración interés, circulación dinero y precios => Alguien decide vender y obtener beneficios => Dudas y Vacilación => Estampida por deshacerse activos tóxicos => Pánico => Crac.

Leyendo sobre… «Darwin y Economía»

El darwinismo social, sintetizado en el adagio «la supervivencia del más apto», se ha convertido en uno de los sustentos intelectuales más firmes de la teología del libre mercado. Si el proceso de selección natural contribuye a la mejora de las especies (y la economía) cualquier impulso humanitario (protección, regulación) necesariamente ha de entorpecer dicho camino hacia la perfección. Esta lectura de Darwin encaja perfectamente con la metáfora de la «mano invisible» de Smith, según la cual el comportamiento egoísta contribuye al bienestar de la sociedad. La fusión Darwin-Smith parece legitimar científicamente determinadas opciones morales y políticas. ¿Será esta la única lectura? ¿Realmente no hay alternativa (Thatcher Dixit)?
Rober H. Frank, autor del Manual que recomiendo en Microeconomía, y nada sospechosos de heterodoxia económica ha escrito un interesante libro que cuestiona la anterior interpretación de Darwin.
La tesis central del libro es que «con frecuencia las fuerzas desenfrenadas del mercado no consiguen canalizar el interés propio individual hacia el bien común Al contrario, en determinadas ocasiones, como Darwin supo ver, «los incentivos individuales pueden desembocar en despilfarradoras carreras armamentísticas«; es decir, estrategias sin más meta que superar al adversario. El autor lo ilustra con el siguiente ejemplo (de ahí la imagen de portada). En los alces, la cornamenta no es una arma contra predadores externos, sino contra otros miembros de la especie por el acceso a las hembras; a mayor cornamenta, mayor posibilidad de apareamiento. Como resultado, los alces tienen unas cornamentas muy grandes que benefician al individuo, pero perjudican notablemente a la especie a la hora de escapar de sus predadores.
Como ya hemos señalado el autor no es precisamente un antisistema, él mismo reconoce que «a diferencia con la mayoría de críticos de izquierda, admito la validez de la mayoría de los supuestos básicos libertarios -que los mercados son competitivos, que la gente es racional, y que el estado debe asumir la carga de la prueba antes de limitar cualquier libertad de actuación individual del ciudadano» No obstante, «cuando la recompensa depende del ranking que se ocupa dentro del colectivo desaparece la presunción de armonía entre el interés individual y el colectivo, y con ello, el postulado fundamental que legitima la un mercado sin restricciones«.
Una vez establecido que interés individual y colectivo pueden divergir, el autor se dedica a defender que un sistema impositivo es más eficiente que uno regulatorio para intentar controlar aquellas actitudes individuales que perjudican a la especie. Como buen microeconomísta y conocedor de la conducta humana y de que los agentes económicos se mueven por incentivos argumenta que es mucho mejor actuar sobre estos y que sea el propio individuo el que decida lo que más le conviene que implementar una legislación restrictiva de la libertad individual. Además «los impuestos sobre actividades dañinas matan dos pájaros de un tiro. Generan ingresos y desincentivan comportamientos individuales cuyos costes exceden los beneficios».

Artículo en «Economía Digital»: Sobre Adam Smith o el Apóstol del Capitalismos de libre mercado que nunca fué


Hoy me publican en «Economía Digital » de LaCerca.com un artículo Adam Smith o el Apóstol del Capitalismo de libre mercado que nunca fue

La reciente crisis económica está elevando a Adam Smith al olimpo de los Dioses. Su “mano invisible” se ha convertido en el argumento de autoridad que avala la hipótesis de la eficiencia de los mercados y la subsecuente política económica de austeridad y desregulación que de ello se deriva. Sin embargo, nada más lejos de la realidad; no, al menos, cuando se hace una lectura más global de la obra de Smith.
Fascinado por el mecanicismo Newtoniano, Smith trató de encontrar una ley universal que explicara el funcionamiento del universo social al igual que la ley de la gravedad explicaba el funcionamiento del universo físico. Esta ley la encontró en las motivaciones individuales (pasiones y virtudes) que la Naturaleza imprimía en los seres humanos y que, sin pretenderlo, beneficiaban al conjunto de la sociedad. Smith consideró tres virtudes especialmente “dignas de admiración”: la justicia, la prudencia y la benevolencia. De hecho, el gran proyecto intelectual de Smith fue escribir un libro sobre cada una de ellas; una trilogía que explicara el funcionamiento del universo social, sus leyes motrices y los obstáculos en el camino hacia lo que él denominaba “sistema de libertad natural”, concebido como el último estadio natural y más perfecto en la evolución de las sociedades humanas caracterizado por libertad, la igualdad y la justicia. De los tres libros proyectados, sólo acabo dos: La Teoría de los sentimientos moralessobre la virtud de la benevolencia y La Riqueza de las naciones, sobre la virtud de la prudencia.
Se pregunta Smith en la Teoría de los Sentimientos Morales “¿cuál es el motivo de todo el esfuerzo y trajín de este mundo?” Obviamente, el primer motivo es satisfacer las necesidades de subsistencia (alimento, techo, vestido…); pero una vez cubiertas “¿cuál es el fin de la avaricia y la ambición, de perseguir la riqueza, el poder, la preeminencia?” La respuesta es categórica, el verdadero deseo de los seres humanos es “ser admirados, ser atendidos, ser considerados con simpatía, complacencia y aprobación”. Esto se puede conseguir buscando la sabiduría o la virtud, pero, principalmente lo que admira la gente es la riqueza.
La búsqueda del interés propio, tal y como la entendió Smith, no puede ser desligada de la virtud de la prudencia, que impide proceder de forma desordenada o arriesgada, ni de la virtud de la benevolencia que tiene en cuenta la situación del otro (empatía) y que nos impulsa a comportarnos siguiendo ciertos valores morales. La virtud de la justicia, por su parte, promueve a nivel interno (conciencia) comportarse de forma apropiada y a nivel externo (sistemas jurídicos) velar por el cumplimiento de las normas que garantizan el funcionamiento de la sociedad.

El Smith que surge de esta lectura global difiere claramente de la errónea caricatura, por simplificada, asociada al campeón del laissez-faire y apóstol del capitalismo, predominante en los manuales de economía y también en los medios de comunicación. Smith percibió claramente la paradoja implícita en el interés-propio: por una parte beneficia a la sociedad, pero también puede destruirla cuando no es moderado por las virtudes internas y por las instituciones externas… como la presente crisis se ha encargado de mostrar. ¿Quién sabe lo que opinaría Smith ante todo el esfuerzo desregulador de los mercados financieros que se ha hecho en su nombre?

Leyendo sobre… Crisis, incentivos y (Des)confianza.

Recientemente he terminado la lectura del último libro de Stiglitz «Freefall : America, free markets, and the sinking of the world economy«. Una nueva acometida del nobel de Economía, Ex-Vicepresidente del Banco Mundial y Profesor de Columbia contra el modo de entender la economía y la ciencia económica de neoliberales y allegados.
La lectura del libro me traía continuamente a la memorial el documental Inside Job del que hablé en una entrada anterior. El enfoque, el análisis y el diagnóstico son muy similares; obviamente con las salvedades que establece el formato. Disfruté viendo el documental y también lo he hecho leyendo el libro. Quizá más pues aparece de forma recurrente dos ideas que considero fundamentales para entender la crisis y sus consecuencias.
Para Stiglitz la razón principal de la crisis es un problema de incentivos. El sistema financiero se ha diseñado de tal manera que existe un fortísimo incentivo al beneficio cortoplacista y una nula consideración de las externalidades negativas que esta actitud genera. Por ejemplo; si los vendedores de hipotecas o tarjetas de crédito trabajan a comisión, su principal incentivo será vender tantas como puedan con independencia de la calidad del prestatario, pues ellos no asumirán las consecuencias del impago sino aquellos otros agentes a quien las vendan en forma de derivados financieros. En todo este proceso la externalidad negativa para la sociedad que implica el impago en masa, en forma de crisis, no se tiene en cuenta por parte de las agentes privados que se lucraron con dichas ventas.
Una segunda idea que, por mis especiales preocupaciones, me parece más interesantes es la insostenibilidad de la sociedad capitalista por la mutua desconfianza que genera entre los agentes económicos. Si realmente los agentes económicos se comportan como establecen los modelos racionalistas económicos, nadie se fiará de nadie pues todo el mundo trata de aprovecharse al máximo de la contraparte en cada operación. Es cierto que generalmente, una transacción económica se realiza porque beneficia a ambas partes, pero en un entorno excesivamente competitivo, predatorio y con información asimétrica podemos racionalmente a empezar a dudar sobre la honestidad de todos los agentes y si la transacción se ha realizado en unos términos justos. Cuando las prácticas deshonestas se generalizan, la desconfianza bloquea los mercados (como ha ocurrido con el de los préstamos financieros o el de los pagos a plazos a proveedores) y el sistema entero sale perjudicado.
Creo, y esta es una amarga conclusión personal, que el modelo de sociedad capitalista que nos hemos empeñado en construir se está llevando por delante el sentido de comunidad, de ciudadanía compartida y comprometida con el otro, que los seres humanos, en cuanto animales sociales (Aristóteles dixit) necesitamos para poder subsistir tanto biológica (nadie es autosuficiente) como relacional.
Estoy absolutamente convencido de que la mayoría de la gentes es honesta en sus relaciones económicas, pero también de que ese nivel de calidad moral de nuestra sociedad se está degradando de una manera acelerada bajo la presión mediática del poder del dinero, de tal manera que todo vale para aumentar las cifras de la cuenta corriente. Pero no todo vale.