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Artículo para Justicia y Paz España: «Incentivos, Ética y Economía»

La Comisión General de Justicia y Paz España, me hizo llegar una petición de colaboración para que hablase sobre «Ética y Economía», como miembro y colaborador de Justicia y Paz de Albacete.

Aquí os dejo el enlace al artículo, en el que tomando prestado el subtítulo del libro de Samuel Bowles «The Moral Economy«, trato de reflexionar porqué los buenos incentivos nunca podrán ser sustitutos de los buenos ciudadanos.

http://m.juspax-es.org/products/etica-incentivos-y-economia/

 

Los «términos» de la justicia

Les comentaba en la entrada anterior… que  seguir ciegamente órdenes y normas entraña sus peligros. Paradójicamente -como demuestra la tesis de «la banalidad del mal«-  puede llegar a ser profundamente injusto y perverso actuar siguiendo las «normas» y leyes establecida. Obviamente este sería es el caso extremo, pero si que podríamos pensar en multitud de pequeños abusos derivadas de leyes, presumiblemente justas, pero que aplicadas con rigor y descontextualizadas generan situaciones profundamente injustas en los «términos».

1341848513_298384_1341848602_noticia_normalEsta idea es particularmente interesante en el caso de los contratos de índole económica. En cualquier contrato mercantil la justicia de dicho contrato puede evaluarse desde una doble perspectiva: los «términos» del contrato y el «cumplimiento» de los mismos. En primer lugar, podemos decir que un contrato es «justo» cuando existe equidad entre ambas partes; cuando pagamos un precio justo por un bien; cuando la contraprestación monetaria «equivale» según el mercado a las cualidades intrínsecas del bien; o, en términos más economicistas, cuando el precio pagado equivale a la utilidad que el consumidor espera obtener del bien. Por ejemplo, si compramos un coche o una casa con sustanciales defectos ocultos, estamos pagando un precio excesivo; pues el precio que pagamos corresponde a un bien sin esos defectos y la utilidad que espera obtener el comprador es  menor de la que finalmente disfrutará. El vendedor estaría actuando de «mala Fe», pues nos vende gato por liebre; lo cual es a todas luces injusto. En segundo lugar, decimos que se cumple con la justicia de un contrato, cuando ambas partes cumplen son su obligación. Si contrato unos pintores para que pinten mi casa, espero que cumplan con su parte del contrato (pintar) y ellos que yo cumpla con la mía (pagar). Un contrato justo sería aquel que satisface las dos condiciones; es decir, es justo en su términos y se acaba cumpliendo.

Pues bien, si nos detenemos un poco a pensar en el asunto, no creo que ambas condiciones tengan la misma protección en nuestros Estados de Derecho. Sencillamente es mucho más fácil denunciar -y ganar- un juicio por incumplimiento de contrato que por abuso en los términos del mismo. Un ejemplo paradigmático sería el de las cláusulas-suelo de las hipotecas en España (sobre lo que escribiré en breve). Las consecuencias éticas de esta deriva jurídica son esenciales para entender la «desaparición de la responsabilidad moral» de los agentes económicos en los contratos mercantiles. Yo cumplo con la ley si cumplo con el contrato, con independencia de que intente «engañar» poco o mucho a la contraparte.

Desde Aristóteles hasta el final del Siglo XVIII la filosofía jurídica concedió igual relevancia a ambas perspectivas. Por ejemplo la doctrina económica escolástica -principal aportación española al pensamiento económico-  contempló claramente ambas dimensiones y sus farragosos tratados casuísticos no fueron si no un intento de analizar la justicia de cada contrato «en los términos» y en «su cumplimiento»; aunque , quizá y dado el contexto moral, concediendo mayor relevancia al primero. De hecho, no cobrar un precio justo era causa frecuente de anulación del contrato. Sobre esto temas he escrito un par de artículos académicos (aquí y aquí). El tránsito, que se produce durante el siglo XVII, del paradigma escolástico económico al  liberal y al predominio de los filósofos del derecho natural supone un punto de inflexión en la concepción de la responsabilidad moral del agente económico. La obligación del sujeto jurídico va a ser primariamente cumplir con el contrato; la justicia de los términos se presupone en el acuerdo al que llegan ambas partes, ratificado en la firma. ¡Que les voy a contar de los ejemplos en que ésto es un chiste¡ Tomemos, por ejemplo, como paradigmático el ejemplo de las preferentes y el calvario judicial que están sufriendo para demostrar que «abusaron» de ellos.

La principal conclusión que saco de todo esto es que hemos construido unas sociedades en que lo legal determina lo que es moral; confundiendo lo que la norma dice que es justo con lo que es «de justicia». Una pena.

 

 

La obligación «moral» de pensar

Les comentaba en la entrada anterior, que me cuesta entender aquellos comportamientos de los que nunca tienen suficiente y, lo peor, de la ausencia de conciencia del delito que están mostrando los usuarios de las tarjetas opacas de Caja Madrid- Bankia. Esto me recuerda la tesis de la «banalidad del mal«, cuya génesis queda muy bien retratada en el biopic «Hannah Arendt» de la directora alemana Margarethe von Trotta.

La película, realmente, más que una biografía sobre la persona es una biografía sobre el momento en que la filósofa-política toma conciencia de la ideHannah_Arendt_Film_Postera y cómo le va dando forma. Buscando una especie de catarsis personal (que le enfrentara a su pasado de perseguida judía) Arendt presionó a la revista «The New Yorker» para que la enviara como reportera a cubrir el juicio del pueblo judío contra Adolf Eichmann, responsable directo de la «solución final», eufefismo con que los nazis denominaron el plan de exterminio del pueblo judío. Pues bien, durante el juicio Eichman insistió en que todo lo que hizo, lo hizo por «deber» y fidelidad al juramento; es decir, se presentó como un burócrata, eficiente aplicador de unas normas y protocolos, cuya responsabilidad se limitaba a aplicarlos pero no a evaluarlos moralmente. Para Arendt fue un shock, no encontrar en Eichmann el demonio monstruoso, sádico y cruel que ella esperaba; pues encontrar un culpable suele facilitar la digestión del horror. Ahora bien, lo que Arendt se encontró fué con un burócrata cuya principal responsabilidad no estaría en su capacidad para el mal sino en su mediocridad e incapacidad para evaluar moralmente el sistema del que formaba parte. Ser malvado o disfrutar con el mal, exige inteligencia y capacidad de pensar y razonar, que Arendt no encontró en Eichman; sólo vió un mediocre y grisáceo funcionario alemán.

La «banalidad del mal», desde entonces, se toma como paradigma del comportamiento de aquellos individuos que, eficiente cumplidores de las normas del deber, no se paran a evaluar sus actos ni sus consecuencias. Como seres humanos racionalizamos la maldad atendiendo al beneficio que extraen los malvados de su ejercicio (dinero, placer…) y confiamos en la justicia para que prevenga y castigue esos comportamientos; ahora bien, lo que escapa a todo raciocinio es que se pueda infringir un mal tan absoluto como el genocidio y que los ejecutores se sintieran satisfechos con su diligente trabajo, sin que les asaltar la más mínima dura moral, pues las órdenes son las órdenes. Planteada de esta manera la «banalidad del mal» es aterradora. Nos enfrentamos entonces a un mal sistémico y desencarnado, sin rostro al que atribuirle la culpa. Sin beneficiarios, incluso «Sin culpables».

La tesis de la «banalidad del mal» tiene una lectura interesantísima en la presente «Gran Recesión«; cuyos orígenes se explican tanto o más por razones morales (o de su ausencia) que por razones técnico-financieras. El actual diseño del sistema económico-financiero premia un determinado tipo de eficiencia a la vez que libera a sus integrantes de la responsabilidad moral de sus actos. Un sistema que, en principio, no está diseñado para el mal, pero que puede causar una mal atroz, sobre todo cuando no ves el rostro de los miles de clientes a los que se venden productos financieros complejos con pingües beneficios.

Ante tan lúgubre perspectiva, Arendt lanza un mensaje de esperanza relacionado con lo más constitutivo del ser humano: su capacidad de pensar. Como le dice Heidegger en la película, la filosofía puede que no sea útil, pero no podemos escapar de ella; como seres racionales estamos obligados a pensar al igual que como seres vivos estamos obligados a vivir. Y previsamente la razón es lo único que puede luchar contra la «banalidad del mal»

 

Tarjetas sin limite

Hay que reconocer que la corrupción y el saqueo en España nos ha dejado momentos sublimes. A mí el que más me gusta, es el «Míreme a los ojos, Señor Rubio, si todavía le queda algo de vergüenza» por parte de quien ahora se enfrenta al banquillo por, tolerar una cultura del crédito en la CCM en la que no siempre primaron los criterios técnico-financieros. Toda una metáfora poética del fariseísmo y cinismo político que parece ser asignatura bien aprendida entre muchos de nuestros representantes. Ahora bien desde el punto de vista cutre-nacional se lleva la palma aquellas fotos en gallumbos del Ex-Director de la Guardia Civil, Luis Roldán. Según el sumario, Lo de Francisco Correa se aproximaba a aquello pero, en mi humilde opinión, el nivel de cutrería-castiza de Luis Roldán y el testimonio gráfico en tonos sepia es insuperable; ahora bien la nueva oleada de corrupciones varias que aflora en los juzgados, promete dejarnos también momentos interesantes.

Entre ellos, lo de las tarjetas de Caja Madrid va a ocupar un lugar prominente. La desfachatez con la que los consejeros gastaron dinero de una caja a la deriva es indignante. Aunque, quizá, lo más indignante fuera la conciencia de que no hacían nada malo, pues era una adecuada remuneración al los valiosísimos servicios que sus privilegiadas inteligencias prestaban a la caja.  Yo de verdad les creo cuando insisten en que no creían estar actuando de forma ilegal. Y eso es quizá lo más triste, los bajos estándares morales que nos han gobernado (¿gobiernan?) en los últimos años. Como bien dice el profesor Antonio Argandoña en un interesante paper sobre las dimensiones éticas de la crisis, «…hubo comportamientos de orgullo, arrogancia y vanidad entre los financieros, pero también entre los economistas, reguladores y gobernantes; todos ellos convencidos de la superioridad de su conocimiento y habilidades, lo que les hizo pensar que no necesitaban la supervisión de otros o, incluso, que estaban por encima de la ley».

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Me acuerdo en estos momentos de una expresión que utiliza mucho mi madre, «¿y que les pasará a esta gente por la cabeza?». Yo no lo puedo entender. Parece que no les bastó el éxito social y político, las estupendísimas remuneraciones en «A», el ser la salsa de muchas fiestas y actos…todo ello no fue suficiente. Querían más. Y entonces pensaron en unas tarjetas con altísimos límites para para «gastos de representación» que, con pudor ajeno, estamos descubriendo en qué se utilizaron.

Me viene de nuevo a la mente lo que les comentaba la semana pasada de que parece que el capitalismo nos ha inoculado el virus de la insaciabilidad y no tenemos conciencia de ¿Cuanto es suficiente?. O quizá, como bien refleja la viñeta de Mingote, es que te quedas con cara de primo si tú no te subes al carro…

Leyendo sobre… «Lo que el dinero no puede comprar»

Les comentaba en la entrada anterior… que ciertos estudios experimentales están demostrando que ascender en la escala social puede incidir en el desarrollo de comportamientos o actitudes menos éticas. A tenor de estas investigaciones parece que el dinero nos «transforma» y nos vuelve más egoístas. Por ejemplo, el análisis de que los coches de gama alta suelen detenerse menos ante los pasos peatones que los de gamas inferiores, puede parecer anecdótico, pero resulta ilustrativo. Quizás estemos llevando los valores de mercado demasiado lejos sin darnos cuentas de que hay «límites morales al mercado» pues hay cosas «que el dinero no puede comprar», como nos cuenta Michael J. Sandel (libro, Artículo)

El libro cuestiona la colonización por parte de los mercados (y de los valores de mercado) de esferas de la vida que no le son propias. Predomina es nuestras sociedades la idea de que «todo está en venta». Sandel insiste en que esto no es así o, al menos, no debería serlo. El mercado es un modo eficiente de asignar los recursos (con grandes ventajas respecto a otros como la planificación, el racionamiento o las loterías), pero no deja de ser una «metodología», un instrumento con sus límites. El problema surge cuando queremos aplicar la metodología del mercado a esferas que no le son propias bien porque las condiciones iniciales de los participantes son diferentes y se produciría una gran injusticia (fairness argument), o bien porque el objeto se corrompería con la simple acción de compra-venta (corruption argument). Un claro ejemplo de lo primero sería el vender los puestos en la lista para el trasplante de órganos. Un ejemplo de lo segundo, sería la amistad -la propia idea de que puede comprarse o venderse la destruye- o el premio nobel -que perdería todo su alto reconocimiento de saberse que se vende.
Hay ciertas cosas que el dinero no puede (no debe) comprar pues las transforma; es lo que Hirsch bautizó como «efecto mercantilizador» (commercialization effect). Según Hirsch, en ocasiones al ofrecer un pago para incentivar cierto comportamiento lo que obtenemos es menos y no más. Un ejemplo ampliamente estudiado es el de la donación de sangre, que suele funcionar mejor en sistemas con esquemas gratuitos que en sistemas con contraprestación. La racionalidad es clara: cuando no hay dinero de por medio el ciudadano puede verse impulsado por motivaciones intrínsecas relacionadas con el deber, el altruismo, la solidaridad con los necesitados, la obligación mutua..; ahora bien, si se introduce el dinero, dichas motivaciones se sustituyen por una análisis coste-beneficio que llevará a muchos ciudadanos a renunciar al sacrificio (coste) pues nos les recompense el precio (beneficio).
Otro análisis ilustrativo del libro, al hilo de la regulación de los mercados de emisiones, es que dicha regulación supone sustituir la multa (regulación jurídico-política) que incluye un componente de condena moral por la tarifa (regulación económica) que diluye o externaliza la responsabilidad. Obviamente la segunda es más eficiente, pero la primera nos sitúa en el ámbito de los principios y de los valores morales.
El mercado no es sólo un mecanismo ni es «moralmente neutro» en relación con los bienes que se intercambian. Hay cosas que el dinero no puede comprar (amor, amistad, premio nóbel) pues el sólo hecho de comprarlas las destruye y hay otras que el dinero puede, pero nunca debería comprar… (procreación, cuotas refugiados, órganos). Por eso, en bienes sociales y comportamientos morales/altruístas «pagamos un altísimo precio, cuando pagamos un precio»
La tesis fundamental que recorre el libro, podría resumirse en que estamos transitando de una economía de mercado (un modo de organizar la producción y distribución de recursos, enormemente eficiente y que ha mejorado nuestra calidad de vida) a una sociedad de mercado (un estilo de vida que implica poner precio a todo para poder situarnos y relacionarnos con el mundo que nos rodea)

Aunque culturalmente nos «deslumbre» el dinero, debemos plantearnos si deseamos vivir en una sociedad donde todo está a la venta; teniendo en cuenta además que cuantas más cosas puede comprar el dinero más relevante será la riqueza (o la falta de ella).

 

Moral y Eficiencia en los mercados

Ando estas semanas explicando a mis alumnos de Microeconomía Avanzada los fundamentos del modelo del Equilibrio General, considerado por muchos como la Teoría de las Teorías en Economía; es decir el núcleo sustancial del Análisis Económico. Pues bien, puesto en la pizarra, el modelo es de una elegancia y precisión asombrosa. Todo cuadra. Los mercados se vacían y no hay recursos ociosos. Es la metáfora de la mano invisible» en su versión más científico-matemática. Claro, con la que está cayendo, la reflexión es inmediata: todo eso del modelo matemático es muy bonito, pero la realidad es tozuda y lo que tenemos actualmente es una crisis monumental y una enorme cantidad de recursos desempleados. Es decir, todo no cuadra. (Quizá, porque como ya dije en otra parte, la realidad es la que es y es el modelo el que debe adaptarse a ella y no viceversa.)

¿Cuestiona esto mi fe en el modelo y en la eficiencia asignativa de la economía de mercado? Pues no y sí. No; porque la historia nos ha demostrado que el mercado es el menos malo de los sistemas económicos y, por tanto, creo que «puede cumplir» razonablemente bien el cometido de distribuir los recursos. Sí, porque el «puede cumplir» es hipotético y requiere de un escenario moral que, hoy por hoy, no se da; es más, podríamos hablar de un deterioro del mismo.

Para que la economía de mercado funcione razonablemente bien deberían darse, al menos, las siguientes dos condiciones morales:
Primero.- Comportamiento de los agentes económicos respetuoso con ciertos principios éticos básicos; entre los que destacarían el de los intercambios justos (ausencia de abusos), el no aprovecharse de las posiciones de debilidad del otro (compulsión), el de la transparencia en la información (no engañar en los defectos ocultos) y, en general; considerar que el intercambio comercial es una relación de cooperación.
En definitiva, un paradigma ético-económico que nos lleve a pensar tanto en el interés individual (potente fuerza motriz de nuestros desempeños) como en el bien común (espacio convivencial sin el que no podríamos subsistir; pues nos necesitamos unos a otros). Algo así como la economía del bien común.
Segundo.- Hay ciertos límites morales que el mercado nunca debería traspasar. No todo está en venta, hay cosas «que el dinero no puede comprar» e intentar mercantilizarlas no es ni eficiente desde el punto de vista económico, ni justo desde el punto de vista social. Un ejemplo rápido, la donación de sangre funciona de forma más eficiente cuando se rige por principios altruistas que por principios de mercado (pagar por donación). Los defensores del libre mercado consideran que la oferta y demanda no imprime juicios morales sobre los bienes intercambiados pero, ¿realmente es así? ¿Podemos comprar una amigo con la certeza de que su amistad sea sincera y verdadera? ¿Podemos comprar justicia sin que se corrompa? ¿Podemos comprarnos una novia o un novio? ¿Podemos comprar órganos humanos? Es cierto, que existe mercado para todo ello, pero de alguna manera entrar en esos mercados nos degrada como seres humanos, nos mercantiliza y hace que no seamos los mismos.

Adam Smith, lo tenía claro. Estableció cuáles eran las condiciones materiales de «la riqueza de las naciones«, pero también las condiciones éticas y los «sentimientos morales» para que aquellas prosperaran. Es cierto que Adam Smith consideraba «No es por la benevolencia del carnicero, del cervecero y del panadero que podemos contar con nuestra cena, sino por su propio interés», pero también lo es que «por más egoísta que quiera suponerse al hombre, evidentemente hay algunos elementos en su naturaleza que lo hacen interesarse en la suerte de los otros de tal modo, que la felicidad de éstos le es necesaria, aunque de ello nada obtenga, a no ser el placer de presenciales». Además, «cada hombre, sin duda, es impulsado por su naturaleza a preocuparse de sí mismo; prefiere cuidarse él por encima de cuidas a otras personas, y es correcto que esto sea así… en la carrera por la riqueza, los honores y el ascenso debe esforzarse tanto cuanto pueda y esforzarse con todos sus nervios y músculos en aventajar a sus competidores. Pero debe hacerlo justamente, de lo contrario, no gozará de la indulgencia de los demás. Es una violación de la justa contienda (fair play) que no se puede admitir«. Por tanto, la competencia y, por extensión, el mercado, no son malos siempre que se sometan a ciertos límites de justicia, no en el sentido jurídico sino en el moral. Pues otro de los grandes problemas actuales es confundir lo legal con lo justo.

En definitiva, si el mercado se somete a ciertos principios éticos y, además, deja fuera ciertos bienes que no le son propios puede que finalmente, los mercados sean realmente eficientes en la asignación de recursos escasos tal y como predice el modelo del Equilibrio General.

Armas económicas de destrucción masiva

En una entrada anterior (aquí) comentaba que la crisis financiera global podría interpretarse como la consecuencia del desarrollo de una nueva generación de armas de destrucción masiva: los productos financieros tóxicos. La expresión la acuñó, el nada sospechoso, Warren Buffet afirmando que «los derivados financieros, efectivamente, son armas de destrucción masiva» para la economía. Paralelamente, la existencia de armas de destrucción masiva nos remite al concepto de «crímenes económicos contra  la humanidad«. El desarrollo de ambos conceptos desde el punto de vista jurídico y politológico resulta realmente interesante como contrapunto al desarrollo descontrolado de un modo de entender el capitalismo al que le sientan muy mal los corsés reguladores y para el que cualquier intervención política es una intervención mala. (En este sentido, algo de culpa tiene la propia política cuando asume su rostro mas corporativo y mezquino y tan alejado de la prostituidas expresiones «interés general» y «cosa pública»).
Traigo todo a esto a colación de un reciente post en «The Economist» que me ha hecho pensar en una nueva modalidad de armas «económicas» de destrucción masiva: la ingeniería fiscal.
El gráfico es lo suficientemente elocuente para ilustrar el argumento que titula el artículo: La recaudación impositiva de las grandes corporaciones cae a pesar del aumento de los beneficios.

Los circulitos de la de la derecha son contundentes. En el año 1947 la recaudación impositiva fue del 36,7% sobre los beneficios. En el año 2012 descendió al 12,4%. Sobran las palabras.
Personalmente, considero esta «ingeniería fiscal» tan desestabilizadora y tan»crimen económico contra la humanidad» como la desregulación financiera. Pues sin «arrimar el hombre» es muy difícil que la «res publica» (que decían los romanos) pueda funcionar adecuadamente. Los estados de bienestar occidentales, sustentados sobre un amplio consenso contributivo y que tanta paz social y calidad de vida han proporcionado en las últimas décadas, no pueden funcionar cuando los «pícaros fiscales» se aprovechan legalmente de los resquicios de la ley; cuando los agentes económicos con mayor capacidad contributiva eluden «alegalmente» sus responsabilidades. Así la cosa no funciona. Y no hay más.

¿Cuanto cuesta la felicidad?

Para la sabiduría popular, parece «que el dinero no da la felicidad». En innumerables ocasiones hemos oído este famoso adagio, que la literatura y otras artes se han encargado de sancionar contándonos mil y una historias con el argumento de que «los ricos también lloran». Y la verdad es que no nos los acabamos de creer, por eso se suele añadir la coletilla de que «no dará la felicidad, pero ayuda».

La cuestión no ha pasado desapercibida a los economistas que han desarrollo un específico campo de estudio denominado Economía de la Felicidad. Richard Easterlin fué uno de los pioneros al preguntarse en el  año 1974 si «el crecimiento económico mejoraba la felicidad«, descubriendo que los datos empíricos avalaban parcialmente la sabiduría popular. Es cierto que el dinero importa y sí que da la felicidad, pero hasta un cierto punto; es decir, en una sociedad dada, la gente más rica es más feliz que la más pobre. Ahora bien, los incrementos sustanciales de renta per cápita no se traducen en incrementos en los indicadores de felicidad. Es más, las comparaciones entre países, con distintos niveles de riqueza, muestran como los índices medios de felicidad declarada no cambian, una vez satisfechas las necesidades básicas… lo que obviamente contradice la teoría económica dando lugar a lo que se conoce como «Paradoja de Easterlin«
Baucells y Sarin, en la misma línea argumetnal que Easterlin, sostienen que «definitivamente, el dinero no da la felicidad» debido a la particular psicología del ser humano. Por una parte, el «poder de adaptación» hace que la gente se acostumbre a niveles de vida más altos conforme aumentan sus ingresos, considerándose el nuevo stándard la situación normal y, por tanto, no aportando felicidad o bienestar adicional. La segunda explicación es la «comparación social» ( o teoría del «salario del cuñado») que relaciona nuestra felicidad con el entorno social y no con nuestras circunstancias materiales absolutas. En resumen, el dinero da la felicidad hasta un cierto nivel (8.000$-25.000$, según estudios) a partir del cual los incrementos sustanciales de riqueza proporcionan incrementos residuales de felicidad.
Parece sin embargo que esta interpretación convencional no es la correcta a juicio de Stevenson y Wolfers que consideran que el dinero sí puede comprar la felicidad. La tesis central es que no hay evidencias empíricas de la existencia del punto de saciedad o saturación y que, por tanto, la gente nunca se cansa de ganar más dinero.

El gráfico (reelaborado por The Economist) refleja claramente que a mayores ganancias, mayor bienestar subjetivo para los individuos. Sin cuestionar la conclusión fundamental, podríamos hacer dos matizaciones. El gráfico utiliza una escala logarítmica, por tanto pasar, por ejemplo, de 1.000$ a 2.000$ gráficamente tiene la misma importancia que pasar de 64.000$ a 128.000$ y, no me negarán, que lo mismo, lo mismo pues no es. En otras palabras, el «coste económico» de incrementar la satisfacción crece exponencialmente lo que implica que aumentar un punto requiere de muchísimo más dinero cuando ya se es rico. Una idea que se aproxima bastante a que existe un «punto de saciedad» que es la tesis que pretenden rebatir. En segundo lugar, cuando un país se acerca a elevadas satisfacciones (cercanas a 10) el «coste económico» del incremento es enorme.En definitiva, el estudio redefine logarítmicamente la relación ingresos-bienestar, pero no resuelve la Paradoja de Easterlin.

Robert Skidelsky, en su muy recomendable libro ¿Cuanto es suficiente? reflexiona sobre lo que nos hace felices y «lo poco que cuestan» las cosas realmente importantes. Skidelsky dedica el capítulo cuatro a cuestionar la «Economia de la Felicidad» por no resolver adecuadamente dos irracionalidades: una individual y otra colectiva. La primera es que la gente sobreestima la felicidad futura asociada al consumo y menosprecian las satisfacciones presentes como el ocio, la educación  la amistad y otros intangibles. La segunda es que colectivamente no todo el mundo puede estar en lo alto de la escala. En una sociedad de dos individuos el éxito del individuo A debe ser necesariamente a expensas del fracaso de B.
Skidelsky relaciona la felicidad con la idea «the good life» (la buena vida). Un concepto ético y no meramente subjetivo. La buena vida no es aquella que simplemente se desea, sino aquella que es deseable o merecedora de ser deseada según unos criterios éticos relacionados con la dignidad humana. En otras palabras, nuestro objetivo como individuos y ciudadanos no es meramente ser feliz sino tener rezones para ser feliz. El matiz es importante pues introduce el compromiso moral con nuestros congéneres.
Para Skidelsky los bienes básicos son la salud, la seguridad, el respecto, la personalidad, la armonía con la naturaleza, la amistad, el ocio y tiempo libre… todos ellos bienes que proporcionan felicidad a un «bajo coste». Teniendo en cuenta, pues, lo que verdaderamente merece ser deseado conviene preguntarse ¿cuanto es suficiente para conseguirlo?. Veremos entonces que la felicidad no es cara y que el problema de la insatisfacción personal en las sociedades avanzadas no es económico sino moral. En otras palabras, no somos más felices no porque no podamos «comprar la felicidad» sino porque no sabemos donde buscarla.

Leyendo sobre… Economía por y para humanos

En una entrada anterior reflexionaba sobre el objeto de la Economía más allá de la insatisfactoria (no por incierta, sino por incompleta) definición convencional de la «ciencia que estudia la asignación eficiente de los recursos escasos». Dicha definición no me convence por dos motivos. Primero, por la imprecisión del concepto eficiente, pues está ligado al criterio de eficiencia escogido (económica, social, medioambiental…). Segundo, por la relatividad cultural y geográfica del concepto escasez; dependiente de desiguales distribuciones de recursos y de insatisfechos apetitos y deseos. Por tanto, a mi juicio, cuando la Economía se hace interesante, no es cuando resuelve problemas de asignación (optimización matemática), sino cuando reflexiona sobre los criterios de eficiencia (maximización utilidad y beneficio) y escasez (satisfacción de necesidades vs satisfacción de deseos); es decir, cuando reflexiona sobre los incentivos que mueven a los seres humanos en su «modus operandi» en la arena económica.
Me convencería más la definición convencional si hablara de «provisión» y no de «asignación». De hecho, creo que el último sentido de la actividad económica no es otro que proveer bienes y servicios para el bienestar de los seres humanos. Preocuparse por proveer no es lo mismo que preocuparse por asignar. El matiz es importante. En otras palabras, la preocupación por proveer pondría la Economía al servicio de los humanos y no al revés.
En ultima instancia, es de lo que trata el interesante libro de Julie A. Nelson, «Economics for Humans«.

Nelson es una de las autoridades mundiales en Economía Feminista y unas de las autoras que más ha contribuido a dotar de autonomía y solidez intelectual a esta corriente de pensamiento heterodoxa.
En un tono divulgativo, el libro reflexiona sobre el mecanicismo matemático que impera en la ciencia económica actual de herencia ilustrada-newtoniana (metáfora del mundo como una perfecta maquinaria) y su alejamiento de la realidad y cotidianidad de los problemas económicos a los que la gente realmente se enfrenta. La presunción de eficiencia que otorga el apartado matemático deja de lado consideraciones como justicia, salud, superveniencia y sostenibilidad. Además, es sumamente interesante comprobar como toda la sofisticación matemática de la metáfora mecanicista-newtoniana ha contribuido en poco o muy poco a generar instrumentos económicos útiles.
El nudo gordiano del libro se encuentra en el capítulo 4, cuando Nelson reflexiona sobre la motivación de los individuos y enfrenta los conceptos de amor y dinero. En las actuales circunstancias parece que todo lo mueve el dinero y esta es nuestra única motivación. Cuando realmente, si lo pensamos, no lo es o, al menos, no debería serlo. Las relaciones interpersonales, sobre todo, a escala cercana se rigen por principios como el cuidado, la atención, la empatía y la ayuda (familia, amigos, comapañeros…). No podemos abandonar la responsabilidad ética que tenemos con nuestros congéneres y que nos confiere dignidad como seres humanos. Lo cual no quiere decir, como bien advierte, Nelson que caigamos en la ingenuidad del anti-economicismo y la anarquía faciloide, sino en apostar por modelos de relaciones económicas-humanas donde se armonicen las motivaciones del dinero y del amor. Donde nos preocupe lo que ocurre más allá de nuestra individualidad. La realidad es muy tozuda y nos mostrará como la Economía-Economicista puede generar mayores ingresos para un grupo selecto, pero la Economía-Humana es más eficiente desde el punto de vista de la estabilidad social y el bienestar de la humanidad.

Leyendo sobre… El fracaso de las naciones

Parece ser que ya sabemos por qué fracasan las naciones. En un libro, que lleva camino de convertirse en un clásico, Acemoglou y Robinson plantean una interesante hipótesis explicativa. Obviamente las causas de por qué cada país, en particular, accede a la autopista de la prosperidad o se queda en el camino de la pobreza son distintas, pero pueden agruparse en dos conceptos suficientemente amplios y poderosamente explicativos: instituciones económicas y políticas inclusivas y extractivas. Las primeras sientan las bases del desarrollo, entre ellas: garantías sobre la propiedad privada, un sistema legal imparcial y una provisión de servicios públicos que beneficia a todos por igual y donde todos pueden intercambiar libremente. Este marco alienta la inversión y conduce al desarrollo. Por el contrario, las instituciones extractivas, extraen la riqueza de la comunidad en beneficio de unos pocos que ejercen toda sus influencia para perpetuar sus beneficios particulares. En este caso, la incertidumbre sobre la apropiación de los beneficios desincentiva el emprendimiento económico.
Con varios ejemplos incontestables (Como el de Corea, dónde la misma geografía, cultura y población han dado lugar a dos países con radicalmente distintos niveles de prosperidad; o el más sorprendente de la ciudad de Nogales; donde la ruptura es entre partes que una vez fueron la misma ciudad) y a través de un detallado recorrido por algunas de las grandes civilizaciones, imperios y pueblos a lo largo de la historia de la humanidad los autores van demostrando una y otra vez su hipótesis.
En resumen mediante el afortunado y evocador concepto de «extractivo» y el de «inclusivo», los autores explican las condiciones del desarrollo y la prosperidad.
El libro supone un importante avance para las ciencias sociales, pero a mí me deja un sabor agridulce, pues implícitamente reconoce que los seres humanos se mueven por tendencias «extractivas» con respecto a sus congéneres y a su comunidad. Es decir, si la ley no lo impidiera la convivencia humana se definiría  por una permanente tensión entre explotadores (extractores) y explotados. Deprimente escenario, pues. Me resisto, sin embargo, a creer que miles de años de historia de la humanidad no hayan contribuido al desarrollo moral de la misma. Si estamos en la sociedad para «extraer» y no «incluir», el chiringuito se nos viene abajo; pues la ley irá siempre por detrás de las prácticas sociales, siendo insuficiente para regular todo el ingenio «extractivo» de que el hombre es capaz. Es decir, si el egoísmo extractivo, y  no la cooperación inclusiva, son los valores que se van imponiendo, nuestra coexistencia social lo tendrá cada día más difícil. Quizá la presente crisis financiera sea un buen ejemplo de lo que ocurre cuando lo extractivo de «unos pocos» se impones sobre las instituciones «inclusivas». Y eso que, como ya dijera Aristótoles, el hombre es una animal social y necesita de la sociedad para subsistir. Lo que me hace preguntarme, ¿quien es tan tonto como para tirar piedras sobre su propio tejado? ¿Quien desearía «extraer» hasta agotar de un entorno que necesita para sobrevivir?