(San) Antonio Pérez (de Cuenca)

Intervención en la jornada “In memoriam”: Homenaje a Antonio Pérez, Facultad de Bellas Artes y Fundación Antonio Pérez, Cuenca, 13 de junio de 2025. Mesa redonda con la participación de Jesús Carrascosa, Juan Manuel Bonet, Alfonso De la Torre, Manuel Fontán, Javier Rioyo y José A. Sánchez. Aula Magna del edificio Antonio Saura, Cuenca, 12.00 h.

Me gustaría comenzar agradeciendo a Jesús Carrascosa y todo el equipo de la Fundación el haber hecho posible este acto. También el haber programado esta sesión en la Facultad de Bellas Artes de Cuenca y haber hecho partícipe a la Universidad de este homenaje. Antonio Pérez fue una persona muy importante para la Facultad desde su fundación, y para muchos profesoras y profesores, estudiantes y egresados y egresadas a quienes apoyó en diferentes momentos de su trayectoria. Numerosas obras de este colectivo forman parte de la Colección y desde que se creó la Fundación hemos tenido oportunidad de colaborar en publicaciones, exposiciones y actividades de todo tipo. En cierto modo, para nuestra comunidad académica, la Fundación Antonio Pérez ha sido su segunda casa. Este edificio que nos alberga lleva el nombre de Antonio Saura, y fue inaugurado en 1997, pocos meses antes que la Fundación; por lo que podemos considerar que nuestras instituciones son casi gemelas.

Me ha gustado mucho la provocación del título de esta mesa, con ese “san” entre paréntesis, para que cada cual interprete si es irónico o literal. Aunque probablemente, si Antonio estuviera aquí, le gustaría escuchar que, parafraseando la canción de Marta Gómez, Antonio de santo no tenía ná. Aunque Antonio vistió en más de una ocasión sotana, una vez para rodar un corto dirigido por un profesor de esta facultad, yo me lo imagino más bien con el hábito rústico de los peregrinos y las sandalias que de hecho no puedo dejar de ver en sus pies cada vez que lo recuerdo, tanto como su mirada inquieta, algo huidiza, su voz amable y sus manos rápidas, como si se adelantaran al pensamiento. Seguramente, si Antonio no hubiera sido, por decirlo suavemente, ajeno a los intereses de la Iglesia, probablemente habría elegido a los franciscanos y no a los dominicos o a los jesuitas, por más que entre éstos figuren personas notables.  Podría haber acompañado a esos frailes predicadores que otro santo ateo en otra película envió a predicar el amor a las aves, para lo que tuvieron que aprender su idioma. Aunque en la vida real, es posible que Antonio, alérgico a la pedantería y a la estupidez y amante de lo bueno, en el arte, en la literatura y en la amistad, acabara, como Totó, haciendo un paréntesis en su disposición amorosa y matando al pajarraco que intentaba aleccionarle en el comunismo de libro. Pero esto son solo suposiciones.

Intenté escribir un retrato de Antonio. Pero, releyendo el primer catálogo que editó la Fundación, encontré el que escribió Juan Marsé, y en concreto este párrafo, que lo hace tan presente: 

Desprovisto de afectación, sus maneas son las de un tipo pistonudo, llano y precavido, abruptamente cortés, con cierta tendencia verbal al atolondramiento (su mente es más rápida que su lengua -¡que ya es decir!-, sus emociones más complejas que los a menudo divertidos artefactos verbales que utiliza para expresarlas) y un entusiasmo por algunas formas de felicidad -una lectura, un dibujo, un volumen, un color- altamente contagioso. 

Fui vecino de Antonio en los años noventa, antes de la creación de la Fundación. Yo vivía en la calle del Trabuco y él unos metros más abajo. Nos encontrábamos a menudo por la calle, yo lo visitaba en su casa, organizamos algunas comidas en la mía, porque su cocina apenas tenía espacio y el poco que había estaba dedicado a su colección. Hablamos mucho de arte y literatura, que es la asignatura que ya entonces impartía en grado, y que sigo impartiendo. Muchos de los escritores que yo leía con mis estudiantes Antonio no sólo los había leído antes, sino que a muchos de ellos los conocía, e incluso eran sus amigos. En más de una ocasión intenté que viniera a mis clases, pero él siempre se escabullía, un ejercicio, el de desaparecer, en el que era especialista. 

 Antonio me regaló su amistad cuando yo era un recién llegado a Cuenca. Después Jesús Carrascosa impulsó la creación de la Fundación y me invitó a sumarme como decano de esta facultad a ese impulso. Esto ocurrió en 1996. Hace unos días revisé el informe que Jesús me pidió escribir y me emocionó mucho leer algunos párrafos, en especial aquellos dedicados a destacar las obras a las que Antonio más cariño tenia, pero que son también obras con un alto valor artístico e histórico: una aguatinta de Manolo Millares de 1956 que Antonio tenía en su dormitorio, o el collage de Antonio Saura y la litografía de Bran van Velde en su cuarto de trabajo, junto a otras de Rafael Canogar, Luis Feito o Martín Chirino, entre muchos otros, a quienes tanto quiso. Cuanto me alegro de que el proyecto saliera adelante y que pocos meses después la Fundación se abriera justo enfrente de mi casa. Antonio se convirtió entonces para mí, como Saura lo había sido para él, en Monsieur de’n face.

Quienes conocimos a Antonio podemos sin duda aportar suficientes testimonios para que se le considere “siervo” y “venerable”, siervo de la literatura y venerable coleccionista. Siervo y venerable que son los estadios previos a una propuesta de canonización. Pero para conseguir la beatificación y posteriormente la canonización necesitamos pruebas de milagros. Yo querría aportar dos.

El primer milagro fue la exposición de La Enciclopedia de Diderot y D’Alambert en el año 2001, una de aquellas memorables exposiciones de los primeros años de la Fundación. No es sorprendente que una primera edición de la Enciclopedie se conservara en la biblioteca del Seminario Conciliar de Cuenca, dado el esplendor de esta ciudad en el siglo XVIII. Lo milagroso es que Antonio consiguiera que el obispo aceptara exclaustrar ese libro prohibido y que una joya tan preciada inmatriculada por la Iglesia se expusiera en un convento desacralizado dedicado a la colección de un venerable ateo. Se editó un excelente catálogo, diseñado por Miguel López, en el que Antonio escribió un texto breve, algo raro, porque casi nunca escribió en los catálogos. Pero la ocasión lo merecía. Después de agradecer al obispo, confiesa su pasión casi infantil por los libros y el saber que contienen y recuerda emocionado a Alejo Carpentier, autor de El siglo de las luces, a quien en una de sus visitas a Cuenca Antonio le habló de la existencia de una primera edición de La Enciclopedia en la biblioteca del Seminario. Antonio nombró como textos sagrados los que se incluyen en la Enciclopedia, pues en efecto, era sagrado el propósito de los enciclopedistas de, en contra de la superstición y la dominación por la ignorancia, “recopilar la suma del conocimiento universal… para abrir las mentes a la razón”. La Fundación, como tantas otras instituciones culturales que tenemos la suerte de preservar en Cuenca, son herederas de ese propósito ilustrado. El nombrar La Enciclopedia como texto sagrado y el logro de tomarla en préstamo del Obispado constituyen sin duda el primer milagro de este futuro Santo. 

El segundo milagro ocurrió seis años más tarde y fue uno de los eventos más ambiciosos que organizamos en colaboración la Fundación, la Universidad y el Ayuntamiento: un programa dedicado a presentar el arte y la literatura contemporáneos en Palestina. El proyecto surgió de la vinculación entre arte y literatura, nuclear en la biografía de Antonio y también en la Fundación. Ello nos animó a organizar un primer programa titulado Mediaciones Africanas, en colaboración con el profesor Wilfrid Miampika, de la Universidad de Alcalá; un segundo sobre Literatura y Arte en Marruecos, en colaboración con Gonzalo Fernández Parrilla, director entonces de la Escuela de Traductores de Toledo, y un tercero, dedicado a Palestina, también con Gonzalo. Viajamos a Jerusalén, a Ramallah, a Nablus, a Belén, Antonio, Gonzalo, Santiago Torralba y yo. No pudimos ya entonces viajar a Gaza. Fue un viaje iniciático, en el que ya entonces, comprobamos la brutalidad del apartheid, experimentamos físicamente la crueldad del muro que rodea los territorios ocupados y protege a los colonos, pero también compartimos el entusiasmo creativo de músicos, coreógrafos, poetas y escritoras, cineastas. Fue especialmente emocionante el encuentro con Mahmud Darwish, el gran poeta palestino, quien finalmente no pudo venir a Cuenca. Aquella visita de en torno a veinte artistas y escritores palestinos a Cuenca fue un milagro. Algunos venían de los territorios, la mayoría de la diáspora. Se publicó un libro de poesía de Murid Barguti. Organizamos dos exposiciones, una en la Fundación y otra de fotografía en el Centro Aguirre. Presentamos también un programa de cine el Auditorio y un concierto del Trio Joubran. Algunas eran artistas jóvenes que posteriormente han tenido trayectorias muy brillantes, como Emily Jacir, Jumana Abboud o la curadora Lara Khaldi. 

Lara Khaldi y Jumana Abboud participaron hace dos años en la Documenta Fifteen, como uno de los múltiples colectivos invitados por el Ruangruppa a habitar Kassel. Su presencia fue polémica. Ya antes del ataque de Hamás a Israel y la brutal ocupación israelí de Gaza, la mera presencia de artistas palestinos en una institución artística se consideraba en sí misma una provocación.

Jack Persekian y Lara Khaldi escribieron entonces que lejos de pensar el arte palestino como un arte identitario habría que pensar en una palestinidad del arte contemporáneo. 

Si Antonio fuese ya santo, quizá podríamos rogarle para que detuviera el genocidio. Pero nada pueden los santos ni los rezos contra el genocidio. Hace poco escuché, también en relación con la movilización contra el genocidio palestino, una declaración de una artista sosteniendo que el arte no puede conseguir la paz, pero el arte es paz. El arte y la literatura no pueden por sí solas conseguir la libertad, pero son uno de los pocos espacios de libertad que nos quedan. Y (san) Antonio Pérez vivió en paz y en libertad.

José A. Sánchez, 2025.


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