Mapa Teatro me invitó a formular una pregunta en uno de los espacios de su exposición en el MAMU. Yo elegí la sala en que se despliega el archivo instalado sobre La luna en el Amazonas (2021).
La pregunta fue:
¿Qué consecuencias tendría para nuestras ideas de arte y de teatro si pudiéramos concebir que el origen de nuestra civilización no se sitúa en el Mediterráneo, sino en los bosques tropicales de África y de América? ¿Qué idea tendríamos de teatro si no situásemos su nacimiento en Grecia, por muy admirables que sean las tragedias y la tradición escénica que se basó en aquel modelo, sino en los poblados de la cuenca del Amazonas?
Muy frecuentemente, cuando nos encontramos en la situación de tener que pensar el teatro en términos generales, tendemos a recurrir a la tragedia en busca de una especie de esencia o de núcleo firme. Y hablamos entonces de “teatron”, “drama”, “skene”, “mímesis”, “catársis”, o bien retornamos una y otra vez sobre la encarnación de los arquetipos en las grandes tragedias y sus reformulaciones a lo largo de la historia. Se diría que lo hacemos para conjurar el vértigo que nos producen los descentramientos múltiples y la expansión irreversible que afectan tanto al arte como a la vida social, aunque al hacerlo contradigamos una y otra vez nuestros aprendizajes posestructuralistas, nuestros posicionamientos contra-normativos y nuestras convicciones anticoloniales. Pero, si hemos sido capaces de someter a crítica el concepto de “hombre”, que fundamentaba el “humanismo”, ¿no debería resultar mucho más fácil cuestionar los conceptos de “teatro” y de “teatralidad”? Imaginar un origen alternativo puede ser una herramienta eficaz para desmontar falsas esencias.
La apuesta de Mapa Teatro por las artes vivas, sin por ello borrar el “teatro” de su nombre, constituye un ejemplo de ese cuestionamiento. No se borra el “teatro”, pues no es bueno intentar liquidar la memoria ni es posible borrar las huellas, y de lo que se trata es de problematizar la propia identidad, complejizarla, expandirla. Del descentramiento no surge lo nuevo, sino la apertura un campo de tensión. Abrir es el gesto opuesto al enclaustrar, al confinar o al reprimir que derivan de la fidelidad a las esencias.
Los sucesivos viajes de Mapa Teatro a la selva amazónica en los últimos años, vividos durante los procesos, y representados en sus gestos escénicos, constituyen una invitación a poner en práctica un desplazamiento de nuestro imaginario. ¿Por qué considerar como cuna de la civilización un período intermedio y muy tardío de la aventura humana? ¿Sería posible situar la Amazonía como lugar originario de civilización, en igualdad con las ciudades del Mediterráneo y del Oriente Próximo, ahora que podemos afirmar que la palabra escrita no es el único y ya no el más importante medio de producción de cultura? Podríamos pensar así un nuevo canon ya no concebido como génesis lineal, sino como palimpsesto, compuesto por una acumulación de capas, derivas y pliegues, uno de los cuales, con gran poder de atracción, sería el que emerge del Amazonas.
Entonces, cuando pensáramos en teatro, ya no imaginaríamos un espacio arquitectónico con gradas, con una función simbólica paralela a la de otros espacios como los templos o el ágora, sino en un espacio natural, donde no hay diferencia entre escena y sala, y por tanto no hay propiamente representación, ni teatro, sino en el que la mímesis se aglutina con el pensamiento mágico en una experiencia de vida. ¿Cómo serían las artes vivas que podrían haber tenido origen en la selva amazónica? ¿Qué rasgos tendría una producción artística que reivindicara en el Amazonas su origen mítico?
Ya no es un arte que privilegia el ver, propio del “teatron”, sino más bien la ocultación, o el camuflaje, el sigilo, la atención, la experiencia multisensorial, que no puede hacer abstracción del cuerpo, porque en la espesura no se ve, se percibe con todos los sentidos al mismo tiempo, y también con la piel. Ya no sería un teatro para la vista, sino un arte para la escucha, en su acepción más amplia, la que se produce por medio de los órganos externos, pero también de los internos, pues son tan importantes las presencias como los indicios, las evidencias como los presagios, los razonamientos como los delirios, las memorias como los sueños. La escena ya no sería sólo el lugar de lo visible, sino también de lo latente, donde lo viviente coexiste con lo que aún no vive o con lo que vivirá en el porvenir, ambos presentes como latencia, y por tanto sensibles, perceptibles para las sensibilidades atentas o para las externa o internamente excitadas.
La selva impide cualquier tentativa de dramaturgia lineal. Lo impiden los meandros cruzados de los ríos, en sus vueltas y revueltas. Lo impiden las trochas quebradas, las inesperadas lomas. Lo impiden los árboles desmesurados, los nidos de abejas celosas, el sonido de un cuerpo que se desliza o el silencio de otro que se camufla. El agua fluye en su cauce, cae del cielo, rebota en las hojas, chorrea por los troncos, entre en los organismos, los compone, los humedece. Pero la vida que el agua crea en su ciclo es también la de los organismos en descomposición, su putrefacción nutriente.
Tendríamos que cambiar toda la poética aprendida, comenzando por el concepto central, el de drama. ¿Cuántas veces hemos repetido, citando a los griegos, que “drama” significa acción y, leyendo a los alemanes, que el drama se basa en el conflicto? Habría que sustituir ese concepto por una idea nueva, a la que habría que encontrar una palabra, y quizá la gente del centro la tenga, pero que en la limitación de nuestro idioma sólo cabría nombrar con los términos “transformación” o “metamorfosis”. El acontecer ya no sería el de cuerpos individualizados que interactúan en un espacio donde con límites definidos, sino el de cuerpos entrelazados, sin bordes fijos, que se transforman unos en otros. El conflicto intersubjetivo ya no tiene sentido como motor de la acción, pues lo que se da es más bien una “intra-acción”. Y no es poca ganancia desvalorizar el conflicto, pues el desacuerdo y el disenso pueden ser necesarios, incluso urgentes, pero de ahí no puede derivarse otorgar valor al conflicto en sí mismo. El valor en cambio recaería sobre la vida y todo aquello que la posibilita y la refuerza, incluida la simbiosis, la de los árboles que se entrelazan, la de los organismos que se acoplan, o las adiciones mediante las que se vuelven indistinguibles los supuestos seres unitarios para hacer emerger las comunidades y las tramas de vida.
Pero la selva no es un lugar mítico, es un lugar concreto. Habitado por pueblos originarios y por pueblos mestizos. Codiciado por intereses de empresas mineras, madereras, ganaderas y turísticas. Lugar de memoria de violencias antiguas, de violencias históricas, y de violencias contemporáneas. La selva hace tiempo dejó de ser virgen: ha sido escenario de aventuras coloniales, destino de sucesivas misiones, zona de excepción para la sangrienta explotación de los caucheros, teatro de operaciones para los ejércitos enfrentados en disputas territoriales, refugio de la guerrilla, campo de acción del paramilitarismo, área cercada para las plantaciones, área violentada para la exfoliación, para la ganadería, para el cultivo de soja con la que nutrir nuestros nuevos hábitos de vida sana. Los no contactados tienen buenas razones para repudiar a los civilizados, “la gente quemadora”, quienes les trajeron la religión del martirio y la “gente de negocio”, quienes les desposeyeron de sus propios cuerpos en cada una de esas agresiones que antepusieron el interés o el conflicto al valor de la vida.
(¿Cómo llegaron al Amazonas los astronautas que se entrenaron en la selva del Dairén para poner a prueba su resistencia y aprender técnicas de resistencia antes de embarcarse en el Apolo 11 rumbo a la Luna?)
Las representaciones coloniales de la selva la han identificado con un mundo fantástico y lo fantástico y misterioso. La selva como escenario de la locura está en los relatos de los conquistadores, como expresión del miedo hacia aquello que escapaba a su comprensión, pero también como manifestación de un delirio que se apropiaba de los aventureros, y que habría que contemplar más bien como corporeización de esa hybris que sostiene el extractivismo. No deja de ser inquietante que los colonizadores situaran la locura en la selva cuando la locura está más bien asociada al sentimiento de poder y su desconexión con la realidad y especialmente con el daño que el mismo poder produce. La locura progresa en la espesura de las ciudades y en los recintos acorazados donde se toman las grandes decisiones mucho más que “en el corazón de las tinieblas”.
La estigmatización de la selva como escenario del misterio y de la locura oculta su realidad como lugar de ficción y de magia. La ficción se desprende de la exuberancia y produce mitos muy diferente a la de las costas rocosas del Ática, los campos agrestes del Asia Menor o los desiertos de Arabia. Son ficciones que no vienen del cielo, que se escruta en busca de dioses, sino de la densidad de lo orgánico que bulle en los bosques y en el implacable discurrir de las aguas, casi siempre calmo y sigiloso, a veces encrespado y rugiente. Y la magia no tiene tanto que ver con la alquimia, la matemática o la complicidad con seres sin cuerpo cuanto con la familiaridad con las plantas, los insectos y otros seres que hablan idiomas no humanos o palabras de aparecidos. El aprendizaje chamánico nada tiene que ver con la metodología científica, pero tampoco con los métodos filosóficos, basados todos ellos en la abstracción y en la dialéctica de los conceptos. Es un método más próximo a la razón poética, un camino no señalizado, donde no existen las líneas rectas, un camino de vida, donde lo importante es orientarse hacia lo que María Zambrano llama “el claro”, es decir, una disponibilidad al hallazgo que no es consecuencia de un plan, sino de una apertura y de una insistencia.
El proceso artístico en ese teatro imaginario que de momento denominamos “artes vivas” se parecería mucho al lento proceder del saber empírico. Ése que permite seguir los pasos adecuados para que la yuca brava, venenosa, se convierta en casabe, base de la alimentación. O para extraer de los inofensivos bejucos el curare letal del que depende la caza y la defensa. Con los mismos ingredientes se puede fabricar un alimento o un veneno. Y el veneno, a su vez, se puede convertir en medicina. A condición de respetar los procedimientos pacientemente aprendidos, así como los ritos, los gestos, los adornos y las palabras. Lo mismo que en el arte o en el teatro. La adulteración o el engaño pueden arruinar la empresa o incluso costar la vida. ¿Pero cómo llegaron esos ancianos a establecer la conexión entre una planta y un ojo ciego, entre una raíz y una pesadilla? ¿Y cómo establecieron el orden preciso para las distintas operaciones necesarias en la obtención del alimento o de la droga, del raspar, el cocer, el moler, el filtrar, el machacar, el decantar, y los gestos rituales que los acompañan?
Este es un arte de tiempos lentos. Sus métodos pueden parecer caprichosos a los no iniciados, pero cada paso es necesario para garantizar una densidad plena de sentido, en la que se ha destilado el saber espeso indisolublemente fundido con la experiencia. La densidad es la otra dimensión de la dilatación temporal y una de las ideas reguladores de ese arte que emerge de la selva, tan distinta de las reglas de las tres unidades, de la rectitud, de la racionalidad y de la visibilidad. La densidad es contraria a la transparencia, y afín a la “opacidad”, común a los trópicos. La densidad no resulta del tiempo de la espera, sino del tiempo del hacer, que es también un tiempo del subir y el bajar, del escuchar y el golpear, del remover y el acertar. Y su espacio es un afuera que es también un adentro. Adentrarse en la espesura, ¿no es también un salir a lo abierto? Estar en la selva ¿no es ya estar fuera? Pero estar fuera ¿no es ya estar muerto?
La selva no necesita teatros, porque en sí misma es un espacio de experiencias mágicas. Esas experiencias pueden tener lugar en la maloca, y ser propiciadas por el tabaco, por la coca o por el yagé. Pueden tener lugar fuera, en comunicación con las almas que dan palabra a los seres. Y pueden tener lugar en los sueños. En la imaginación literaria europea, los viajes a la selva son alegoría de una indagación interior o de una reflexión existencial. La “gente quemadora” necesita desplazarse para encontrarse, a costa de las vidas ajenas. La “gente de negocio” no sabe viajar sin conquistar. Pero la “gente del centro” puede caminar mucho sin abandonar su casa y puede descubrir lo oculto sin apartarse del fuego. Los “ashteanos”, en la novela de Ursula K. Leguin The Word of World is Forest, no se explicaban como los colonizadores de Terra, supuestamente tan poderosos, eran incapaces de soñar voluntariamente. Para los murui y otros pueblos del centro, el hacer se da en el sueño, es ahí donde acontece lo que en nuestro idioma llamaríamos drama. Que, ya despiertos, basta con “hacer amanecer”.
“Esa / noche / me senté.
Entonces vino como mi compadre / Manaidiki.
“Compa”, él dijo, / “mucho tiempo he estado perdido en este moento hasta que llego donde usted”, él dijo.
¡Era idéntico a él! /
“Compa, aquí está mi ambil”, él dijo.
Yo lo recibí / y al mirar vi que está lleno de luciérnagas.
Entonces / lo puse en el suelo. /
Él lo recogió avergonzado y se fue; / sin decir una palabra / se fue./
En verdad se fue / a caer en la trampa / un tigre mariposo (jaguar).
Ese era el que vino en forma de Manaidiki.
Él cayó, pero ya nos habíamos ido para Chorrera.
Ahí / en verdad / amaneció.
Por eso / así son / esas cosas /, pero cuando no se sabe, parece que la gente que está hablando de uno.
Ya entonces -en verdad- / yo lo probé / y así ya hoy / así lo cuento.1
Andrés Castañeda me contó que, durante la creación de La luna en el Amazonas, en plena pandemia, él y Rolf viajaron a la frontera con Ecuador para visitar a un Taita de la comunidad Cofán llamado Taita Albertino Descanse. Un hombre nonagenario que vive a más de seis horas en lancha por el río San Miguel en la mitad de la selva amazónica. Convivieron con él durante varios días, conversando, tomando yagé, contando historias. “Fuimos con Rolf”, dice Andrés, “para de una alguna forma pedirle permiso a él y al territorio para nosotros poder hablar sobre su mundo, sobre el mundo de los chamanes, de los tigres, de las comunidades indígenas aisladas por autodeterminación, y también para que yo pudiera como actor desde mi oficio hablar de ellos”.2 Un largo viaje para hacer posible que Andrés prestara su cuerpo a la palabra del Taita. Pero desde entonces, ya Andrés no sabe si cuando está en un teatro sigue estando en la maloca. O si es un sueño lo que vive cuando actúa y en algún momento “hará amanecer”.
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- Kinerai – Hipólito Candre -, “Palabra con que los ancianos arreglan el lugar donde van a vivir”, en Juan Álvaro Echeverri, La gente del centro del mundo. Curación de la historia en una sociedad amazónica, UNAL, Bogotá, 2022, p. 156. ↩︎
- Andrés Castañeda y José A. Sánchez, “Entre dos mundos”, en Carolina Ponce de León (ed.), Mapa Teatro, Laboratorio de la imaginación social, 40 años, MAMU-Banco de la República, Bogotá, 2022, p. 82. ↩︎