De Ivana Müller
Una pieza basada en la inmovilidad, la imaginación y la co-presencia. Una imagen estática: cinco cuerpos distribuidos en el espacio en poses fijas poco sugerentes. ¿Cómo construir a partir de ahí una fábula?
La inmovilidad es la primera condición de la pieza: los actores adoptan una pose, aparentemente arbitraria, probablemente si lo hubieran sabido habrían buscado algo más interesante, o menos incómodo, como una de las intérpretes asegura a los pocos minutos. ¿Cómo va a imaginar el espectador que esta inmovilidad se mantendrá prácticamente durante la hora que dura su no-acción? El espectador, desconcertado al principio, tal vez impaciente, acaba acostumbrándose y haciéndose a la idea, tras dos o tres oscuros, que así será. Su acomodamiento le hace olvidar a veces el dolor presumiblemente cada vez más acentuado que esas poses gratuitas provocan a los intérpretes. Su dolor es la condición de su libertad como personajes para imaginar lo no visible, los mundos paralelos. Su dolor es también el nuestro, de espectadores, incapaces de adelantarnos a su imaginación.
La imaginación es el núcleo de la pieza. Asociaciones derivadas de la imagen que la figura estática de cada uno provoca. Imágenes de sí. Imágenes de los otros. La inmovilidad cancela la imagen y convierte el espacio en resonante. Sin embargo, aún funcionan los gestos, aún funciona en ocasiones la superposición de la imaginación y la figura. Tras algunos fundidos a negro, el oscuro se instala en escena y las voces nos llegan desde la oscuridad. La asociación con Los ciegosde Maeterlinck se hace entonces más evidente: se habla del bosque, se siente la soledad, la ausencia de visión se torna angustiosa. Es curioso: a pesar de que la imagen aporta muy poco, la visibilidad de los cinco cuerpos y de los cinco rostros hace soportable la espera, calma la angustia, el abismo de la muerte que se anuncia en algún momento y que alguno de los actores hace explícito. Mientras nos veamos, estamos a salvo.
Esta es la tercera condición de la pieza: la co-presencia. Los actores no se miran entre sí, pero como sus posiciones no varían, es como si se vieran: la imaginación funciona sobre las figuras para la construcción fabulesca. La incomunicación visual antecede a la verbal. El discurso de cada intérprete es referencial en relación al público, pero performativo en relación a los otros. ¿No lo es también en relación al espectador? Las voces transmiten imaginaciones sólo para afirmar la persistencia de la voz, o, como el título sugiere, para sostener la visibilidad. Es la voz que la que construye la imagen, el espectáculo, porque los cuerpos han renunciado a su capacidad: son potencia muda.
La diferencia con Los ciegos radica en la ausencia de espacio trascendente: la imaginación es inmanente y es lo que nos salva, por el momento (“while we”). El reconocimiento de la inmanencia hace posible el humor, y también la complicidad con el público, que es introducido en el espectáculo. En la primera parte, por medio de las rupturas de la ficción básica, es decir, el reconocimiento de la actuación como actuación. En la segunda, por medio de la inclusión de sus cuerpos inmóviles en los estímulos a la imaginación de los intérpretes y la superposición de sus figuras con las de imágenes diversas.
Los cambios en la situación básica tienen que ver con el cambio de identidad: viajar de un cuerpo a otro. Si el cuerpo reducido a inmovilidad pierde toda relevancia en la construcción de la identidad, del sujeto, ¿qué importancia tiene la asignación de una u otra subjetividad a ese cuerpo? Las voces comienzan entonces a mudar de cuerpo. Y a las voces, siguen los cuerpos mismos: los actores intercambian sus posiciones en escena, adoptando las poses de los otros. Las voces cambian de un lugar a otro por medio de un dispositivo de voz grabada que no es ocultado al espectador. El juego se hace visible como juego. Pero no por ello atenúa la inquietud.
Cuando la situación básica se reestablece, el espectador se reacomoda. Sin embargo, las voces continúan fluctuando: ya nunca será posible volver al principio. El tiempo, pese a su aparente ausencia, se hace presente en la irreversibilidad del proceso. Sin embargo, precisamente esa irreversibilidad no es tal, es uno de los elementos más artificiosos de todo el espectáculo. Los actores podrían perfectamente volver a hablar en directo. Pero ¿podrían evitar el temblor de sus manos? ¿Podrían permanecer tan siquiera media hora más en esas posiciones? No, la irreversibilidad no tiene que ver con el dispositivo lúdico, sino con la resistencia del cuerpo negado. Es el cuerpo el que se hace visible todo el tiempo, y la voz que juega con él al final escapa
La imaginación sin cuerpo es una ficción inhumana, es una de las figuras de la muerte. La pieza de Ivana Muller es una vanitas materialista: una invitación al juego, a la comunicación extrema, a la libertad del nosotros. Es también una reflexión sobre el tiempo, sobre el tiempo expandido, sobre el tiempo que contiene pasado y futuro, presencia y potencialidad. Pero sobre todo, es un cuadro en el que todas nuestras fantasías invisibles pueden ser pintadas: nuestros deseos secretos, nuestras ocurrencias absurdas, la inconfesable representación de nosotros mismos y de los otros, nuestra necesidad de “volver” y nuestra resistencia a abandonar a los otros y perder la oralidad que nos habita como animales humanos y que nos une a esa voluntad que reconocemos en cada repetición singular.
José A. Sánchez
Estambul, 2009
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