Draghi, el tibio intento de alegrar el patio y la bronca alemana que le espera

Les comentaba en la entrada anterior… que hay cosas que el dinero no puedo comprar como el amor, la amistad o un premio nobel, pues el mero y simple hecho de sugerir la idea de la compra las destruye. No se puede alquilar un amigo (que preciara llamarse como tal) ni comprar un premio nobel (pues acabaría con su prestigio, como las sombras que se ciernen sobre el nobel de la paz). Por otra lado, hay cosas que el dinero puede, pero no debe comprar pues cuando los valores sociales o altruístas compiten con los valores económicos… siempre acaban perdiendo los primeros (poner un precio a la donación de sangre más que un estímulo que aliente la generosidad, implica un cambio en la lógica valorativa; habrá gente que por sentido social esté dispuesta a «sufrir» un pinchazo y una pérdida de tiempo, pero no por dinero). Estas reflexiones, no cuestiona el papel vital del dinero en unas economías de mercado, que tanta prosperidad (sin negar las sombras) generan. Más bien, precisan para lo que no sirve el dinero, a la vez que refuerzan para lo que sirve; básicamente para «engrasar» la economía a través del crédito bien utilizado y para asignar más eficientemente los recursos en el presente y entre el presente y el futuro.

La reflexión anterior sobre el «papel» del dinero y la responsabilidad de quien lo gestiona viene al hilo de la reciente decisión del BCE de dar un giro radical a su política monetaria. Por fin, ha decidido darle una utilidad que va más allá del mero medio de intercambio y abordar directamente uno de los principales lastres de las economías europeas (sobre todo del sur) en su camino hacia la recuperación: la deflación. El dinero no puede comprar la amistad; pero si puede puede resultar muy útil en la lucha contra la congelación de precios, que tanto sufrimiento está provocando, sobre todo en el Sur de Europa. En unas economías sobre-endeudadas y con escasa capacidad de consumo, la deflación profundiza la crisis al incrementar el coste de la deuda y posponer las decisiones de consumo. Es cierto que la inflación genera incertidumbre y supone  una re-distribución aleatoria de la riqueza de los prestamistas a los endeudados, pero en la actual coyuntura moderados niveles de inflación aliviarían el peso de la deuda y no perjudicarían en exceso a los ahorradores; por lo que sería la menos mala de las alternativas. Las medidas del BCE no destacan por su valentía, pero es un primer paso en la dirección que muchos economistas venimos reclamando (aquí).
Dicen que los economistas, somos incapaces de anticipar el futuro y que lo que hacemos realmente bien es explicar el pasado. Pues bien, en algunos casos, como el que nos ocupa de la errónea-política-monetaria y excesiva-austeridad-fiscal el análisis es de manual de primero de economía y hace cinco años Krugman vino a España y ya nos contó que nos atásemos los machos, pues tocaba sufrir (aquí). Pienso, por tanto, que si las medidas se hubiesen tomado antes como hizo la FED americana, quizás parte del sufrimiento generado por la deflación salarial se podría haber ahorrado. Leo con estupor, por ejemplo, que el problema de la pobreza no sólo está asociado al desempleo, sino a los bajos salarios.
Por otra parte, en Alemania no deben andar muy contentos con Draghi; de hecho Merkel ya lo ha llamado para que pase por recepción. Alemania nunca ha querido escuchar ningún mensaje distinto al del euro fuerte (le beneficia en sus exportaciones, dada su inelasticidad) y al del supositorio fiscal que purgue a los perezosos y derrochadores países del sur. Nadie discute el derecho de la competitiva-disciplinada-eficiente Alemania a quejarse del Sur, pero estamos todos en la misma nave por lo que debemos consensuar el rumbo. La deriva nacionalista de la ciudadania europea en las pasadas elecciones es un claro toque de atención. Pero en esto Alemania anda muy, pero que muy despistada como ya he comentado (aquí, aquíaquí). Una nave de la que Alemania, por cierto, extrae pingües beneficios dada su capacidad exportadora al resto de países miembros. En un estudio que estoy ultimando, se ve claramente como una de las principales beneficiarias indirectas de la política de desarrollo rural es Alemania, vía importaciones de bienes alemanes de los países beneficiarios de los fondos.
Bueno, para concluir, deseemos mucho ánimo a Draghi para que aguante dignamente el tirón de orejas de Merkel y, si es posible, tire para adelante con medidas «inflacionarias» más valientes.

Leyendo sobre… «Lo que el dinero no puede comprar»

Les comentaba en la entrada anterior… que ciertos estudios experimentales están demostrando que ascender en la escala social puede incidir en el desarrollo de comportamientos o actitudes menos éticas. A tenor de estas investigaciones parece que el dinero nos «transforma» y nos vuelve más egoístas. Por ejemplo, el análisis de que los coches de gama alta suelen detenerse menos ante los pasos peatones que los de gamas inferiores, puede parecer anecdótico, pero resulta ilustrativo. Quizás estemos llevando los valores de mercado demasiado lejos sin darnos cuentas de que hay «límites morales al mercado» pues hay cosas «que el dinero no puede comprar», como nos cuenta Michael J. Sandel (libro, Artículo)

El libro cuestiona la colonización por parte de los mercados (y de los valores de mercado) de esferas de la vida que no le son propias. Predomina es nuestras sociedades la idea de que «todo está en venta». Sandel insiste en que esto no es así o, al menos, no debería serlo. El mercado es un modo eficiente de asignar los recursos (con grandes ventajas respecto a otros como la planificación, el racionamiento o las loterías), pero no deja de ser una «metodología», un instrumento con sus límites. El problema surge cuando queremos aplicar la metodología del mercado a esferas que no le son propias bien porque las condiciones iniciales de los participantes son diferentes y se produciría una gran injusticia (fairness argument), o bien porque el objeto se corrompería con la simple acción de compra-venta (corruption argument). Un claro ejemplo de lo primero sería el vender los puestos en la lista para el trasplante de órganos. Un ejemplo de lo segundo, sería la amistad -la propia idea de que puede comprarse o venderse la destruye- o el premio nobel -que perdería todo su alto reconocimiento de saberse que se vende.
Hay ciertas cosas que el dinero no puede (no debe) comprar pues las transforma; es lo que Hirsch bautizó como «efecto mercantilizador» (commercialization effect). Según Hirsch, en ocasiones al ofrecer un pago para incentivar cierto comportamiento lo que obtenemos es menos y no más. Un ejemplo ampliamente estudiado es el de la donación de sangre, que suele funcionar mejor en sistemas con esquemas gratuitos que en sistemas con contraprestación. La racionalidad es clara: cuando no hay dinero de por medio el ciudadano puede verse impulsado por motivaciones intrínsecas relacionadas con el deber, el altruismo, la solidaridad con los necesitados, la obligación mutua..; ahora bien, si se introduce el dinero, dichas motivaciones se sustituyen por una análisis coste-beneficio que llevará a muchos ciudadanos a renunciar al sacrificio (coste) pues nos les recompense el precio (beneficio).
Otro análisis ilustrativo del libro, al hilo de la regulación de los mercados de emisiones, es que dicha regulación supone sustituir la multa (regulación jurídico-política) que incluye un componente de condena moral por la tarifa (regulación económica) que diluye o externaliza la responsabilidad. Obviamente la segunda es más eficiente, pero la primera nos sitúa en el ámbito de los principios y de los valores morales.
El mercado no es sólo un mecanismo ni es «moralmente neutro» en relación con los bienes que se intercambian. Hay cosas que el dinero no puede comprar (amor, amistad, premio nóbel) pues el sólo hecho de comprarlas las destruye y hay otras que el dinero puede, pero nunca debería comprar… (procreación, cuotas refugiados, órganos). Por eso, en bienes sociales y comportamientos morales/altruístas «pagamos un altísimo precio, cuando pagamos un precio»
La tesis fundamental que recorre el libro, podría resumirse en que estamos transitando de una economía de mercado (un modo de organizar la producción y distribución de recursos, enormemente eficiente y que ha mejorado nuestra calidad de vida) a una sociedad de mercado (un estilo de vida que implica poner precio a todo para poder situarnos y relacionarnos con el mundo que nos rodea)

Aunque culturalmente nos «deslumbre» el dinero, debemos plantearnos si deseamos vivir en una sociedad donde todo está a la venta; teniendo en cuenta además que cuantas más cosas puede comprar el dinero más relevante será la riqueza (o la falta de ella).

 

La pobreza de ser rico

Les comentaba en la entrada anterior… el altísimo coste de oportunidad de la decisión judicial de «donar» y no «subastar» los famosos trajes de la denominada trama Gürtel. Aparte de esta re-lectura microeconómica, el caso de los trajes goza de un largo recorrido mediático como epítome de una forma de entender y practicar la política, cuando menos desesperanzadora. La pregunta que no dejan de formularse los ciudadanos de a pie, es por qué políticos reconocidos en sus cargos y con salarios dignos de sus función y labor, deciden arriesgar su dignidad y la de todo el colectivo por dinero. A mí la pregunta se me hace más compleja, al pensar en que muchos de ellos indudablemente entraron en política alimentados por románticos y sinceros sueños de trabajar por una sociedad más justa y mejor. ¿Tanto ciega el poder y el dinero?
No sé la respuesta, pues no me he visto en la tesitura y, realmente, no sé si quiero verme.
Todo esto viene a cuento, del vídeo que les propongo. Un breve reportaje elaborado a partir de las conclusiones del estudio científico «Ascender en la escala social predice el aumento de comportamientos menos éticos«. El vídeo parece confirmar la extendida intuición de que la riqueza nos vuelve más egoístas.

https://www.youtube.com/watch?v=S6k0rTdI5fk

Del vídeo se extraen dos conclusiones muy interesantes. La primera es que los estudios experimentales muestran que la clase alta se comparta de una manera menos ética que clases inferiores. La segunda es que la desigualdad es profundamente perniciosa para la salud tanto del individuo como de la sociedad.
Cuestiones que ya he comentado con anterioridad. Las más recientes (aqui, aquí, aquí y aquí).

Un microeconomista en el juzgado

Les comentaba en la entrada anterior… que nos estamos empeñando (con  ímprobo esfuerzo, digno de mejores causes) en en sustituir la «buena vida» (la que merece ser vivida, que nos ennoblece y nos hace moralmente felices) por «pegarnos la buena vida» (dedicada al mero consumo placentero). Pese a la constatación diaria y mediática de esta imparable transformación sociocultural, sigo sorprendiéndome cuando veo cómo servidores públicos decidan arriesgar la dignidad y honores del cargo por corruptelas de de sainete. Aunque no me guste para nada la expresión; podría decirse que nuestros servidores públicos son mediocres y cutres hasta para delinquir. Todo esto viene a cuento del famoso caso de los trajes de la trama Gürtel y de la curiosa disposición judicial al respecto de los mismos que publicaba el diario el país (aquí).

Disponen los jueces que los trajes deben entregarse a entidades benéficas, con lo cual 18 prendas por valor de 13.500€ vestirán a otros tantos necesitados. Una decisión que podría parecer oportuna e incluso solidariamente justa pero que cualquier buen microeconomista tacharía de disparate y desperdicio de recursos por el alto coste de oportunidad envuelto en la operación. Me explico, que el beneficio revierta en entidades benéficas es una decisión estupenda; ahora bien que sólo 18 personas se beneficien es una aberración económica. ¿cuanto dinero podría sacarse en una subasta pública por trajes de tan alta calidad e incluso valor mediático? Coleccionistas y fetichistas hay de todos los gustos y seguro que pagarían un buen dinero por acceder a estos trajes; y aunque no fuera así el valor de mercado seguro que es sustancial en tiendas de segunda mano de ropa de calidad. No sé la cifra final que se podría obtener por los dichosos trajes, pero seguro que unos buenos miles de euros con los que vestir a mucha, mucha gente necesitada.
En definitiva, vestir de Milano y forever Young a 18 personas es un disparate, como cualquier alumno de Microeconomía sabe perfectamente.
Parece necesario pues, poner un  microeconomista en el juzgado, o al menos dar un par de cursos de formación al respecto.

Hemos decidido renunciar a vivir… para consumir

Les comentaba en la entrada anterior… que una de las aportaciones más originales de Galbraith fue considerar el comunismo y el capitalismo como sistemas económicos igualmente planificadores de los procesos de producción-consumo. En el primer caso, hablamos de una planificación política, burocratizada y explícita; en el segundo caso, la planificación proviene del sector industrial, la realiza la tecnoestructura y es más sútil (publicidad). Pero, en esencia, en ambos casos podemos afirmar que las decisiones del consumidor se hayan mediatizadas o bien no son plena y conscientemente libres. Obviamente existe un abismo entre la «libertad-de-elegir» colorista  y variada del capitalismo y el «todos-igual» grisáceo y pobretón del comunismo. Yo, personalmente, me quedo con la primera; pero siendo consciente de que la «soberanía» del consumidor y, por extensión, la libertad del agente económico se ve restringida tanto en uno como en otro sistema.

Quizás, cuestionar en sentido positivo la libertad del agente económico sea una afirmación complicada de defender en nuestras económicas de mercado occidentales, en cuanto que a nadie le obligan a consumir. Más bien, cabría interpretar la pérdida de soberanía en sentido negativo, entendida como una cierta esclavitud auto-impuesta por nosotros mismos a la hora de elegir el consumo como el único «modus vivendi» que realmente tiene sentido. Esta esclavitud psicológica, se transforma en esclavitud física y temporal cuando nos auto-obligamos a trabajar más, a ser más competitivos, más feroces, para consumir más; renunciando a un tiempo precioso en términos de ocio y relaciones personales.
Este sinsentido se agrava cuando el consumo se convierte en posicional o conspicuo, de tal manera que lo relevante no sólo es adquirir bienes, sino adquirirlos mejores que mi vecino. La satisfacción no reside ya en el mero consumo, sino en la sensación de superioridad o victoria de tener un mejor coche o una TV más grande, como ya comenté (aquí).
Insistimos en sustituir la «buena vida» (la que merece ser vivida, que nos ennoblece y nos hace moralmente felices) por «pegarnos la buena vida» (dedicada al mero consumo placentero). Entre una y otra hay un abismo; el abismo que va de situar la felicidad no en la acumulación de chiches, sino en gozar de salud, de seguridad, de ser querido y respetado, de tener amigos, de una naturaleza viva.
Sobre todo ello ya he hablado en otras ocasiones (aquí, aquí y aquí). Lo traigo de nuevo a colación, a raíz de la lectura del interesante artículo de Luis Garicano en el que cuestiona ¿Por qué no trabajamos menos horas?. Con una riqueza creciente, las necesidades básica (alimentación, techo, vestido…) pueden cubrirse con menos horas de trabajo,pero, sin embargo, trabajamos mucho más para mantener un nivel de vida que nos hemos fijado «posicionalmente» como mínimo.
Puede parecer frívolo, un análisis «posicional» o conspicuo del consumo con la que está cayendo en cuanto a niveles crecientes de pobreza y miseria;  pero el mensaje de fondo permanece. La actitud social ante la crisis es apretar los dientes y esperar que pase, anhelando retornar donde estábamos; síntoma claro de que confundimos pretéritos niveles de consumo con escenarios de felicidad.
Seguimos sin aprender a distinguir lo que importa de lo que reluce.

Planificación VS Mercado

Les comentaba en la entrada anterior…  que, pese a la extendida creencia de que en España hay un elevado número de funcionarios, los datos confirman que realmente no es así y que el porcentaje de empleo público respecto al total de la fuerza laboral es de los más bajo del estudio comparativo internacional. Ahora bien, aunque parezca paradójico, pueden aún sobrar funcionarios aunque tengamos pocos. Todo depende del nivel de competencias y servicios públicos que el Estado quiera proporcionar. Si el Estado deja de prestar servicios, los funcionarios (aunque sean muy pocos sobran). Si lo recuerdan, hace ahora un año del debate que el presidente de la patronal, Joan Rosell, quiso lanzar sobre el tema (aquí); debate, por cierto, que no tuvo mucho recorrido.
El tema es recurrente. Cada cierto tiempo se nos alerta sobre el exceso de burocratización de la administración y de un Estado que, con vocación expansiva, va ganando día a día espacios a la esfera privada. Se deja caer la idea de que más burocracia implica menor espacio de libertad para el ciudadano. Y no digo yo que, con frecuencia, cierto laberinto kafkiano-burocrático no nos saque de nuestras casillas al ir de ventanilla en ventanilla, pero lo primero no necesariamente implica lo segundo.
Lo que les quiero comentar hoy es que el mercado, puede llegar a ser igual de opresivo para el ciudadano. Y no solo porque imponga unas condiciones extremas para los excluidos del sistema, sino porque puede resultar tan planificador como cualquier estado comunista en sus mejores tiempos. Al menos, esa era la tesis de Galbraith en su  famoso libro del año 1967 «el Nuevo Estado Industrial». Un libro escrito hace 45 años, pero cuyos análisis sobre el comportamiento estratégico de las grandes corporaciones resulta todavía esclarecedor.
La tesis fundamental de Galbraith es que el capitalismo conduce a una economía tan planificada como el comunismo, aunque de una manera mucho más sutil. El lenguaje y los métodos son distintos, pero el objetivo es el mismo: controlar la producción y la demanda. En la economía de mercado no se habla de «planificar» pero sí de adoptar estrategias para «reducir la incertidumbre». Entre ellas: el control de precios (a través de acuerdos oligopolistas); el control de la demanda privada (a través de la publicidad persuasiva-agresiva); el control de la demanda pública (a través de presiones sobre gobierno para contratas o «capitalismo del BOE«; la estabilidad de precios (a través de la teología anti-inflaccionaria  dominante que antepone el control de precios a cualquier otra consideración de política económica); la estabilidad de salarios (a través de legislaciones laborales favorables); el control de la formación (a través de las recomendaciones para una formación más técnica y menos humanista. Por tanto, la economía de mercado, al final, resulta también una economía ciertamente planificada. Y no puede ser de otra manera dadas las exigencias inversoras asociadas a la complejidad tecnológica. Veamos porqué. La tecnología se ha convertido en el protagonista de la nueva economía de mercado; esta tecnología requiere inversiones masivas de capital y ningún gerente, en su sano juicio, se arriesgará a invertir sin tener mínimamente controlado (planificado) el resultado. Un solo producto fallido, puede conducir a la quiebra a una gran empresa.
Para organizar y coordinar toda esta compleja planificación, aparece una nueva burocracia, propia de la economía de mercado que Galbraith bautizó con el afortunado nombre de «tecnoestructura». Esta burocracica de mercado se nutre de técnicos de marketing, juristas, contables, ingenieros, expertos lobbying… todos ellos con la misión fundamental de «planificar» el mercado para garantizar la supervivencia de la empresa. Este celo planificador puede resultar tremendamente perjudicial para el consumidor al tener que pagar precios más altos (acuerdos oligopolistas de fijación de precios)  o consumir bienes que no necesita o desea (publicidad persuasiva).
Además, la vertiente jurídico-administrativa de las grandes corporaciones puede resultar tan kafkiana y opresiva como cierta burocracia estatal. Por ejemplo: el otro día me llegó una carta de mi compañía de telecomunicaciones que me puso de muy mal humor. Me indicaban que salvo que manifestara lo contrario (A través de un formulario web) mis datos serían tratados comercialmente. ¿No sería más lógico y razonable que me pidieran permiso en sentido positivo y no mi renuncia? ¿Porqué tuve que andar perdiendo el tiempo para proteger mi privacidad? Otro ejemplo paradigmático es intentar cambiar de compañía o rescindir la prestación de un servicio por teléfono. Seguro que les suena.
Como ya he dicho muchas veces, creo firmemente que el mercado funciona razonablemente bien, pero hay que estar atentos a los abusos que pueden producirse en su seno.
Como bien decía Galbraith la diferencia entre capitalismo y comunismo es que «bajo el capitalismo, el hombre explota al hombre y bajo el comunismo es justo lo contrario».

¿Hay muchos o pocos empleados públicos?

Les comentaba en la entrada anterior… que la riqueza extrema puede convertirse en una de los desafíos más importantes del Siglo XXI y en una amenaza tan grande para la estabilidad, pero sobre todo para la dignidad de la especie humana, como la pobreza extrema. Es obsceno, injusto, desproporcionado, esquizofrénico y cancerígeno que 85 personas tengan la misma riqueza que 3.500 millones. Se mire como se mire. Una desigualdad bien entendida alienta el espíritu emprendedor, mientras que una desigualdad monstruosa acaba fagocitando as sus propios hijos; cual Saturno devorador. Y no haya más.
En esta creciente desigualdad algo tiene que ver, a mi juicio, la arrolladora fortaleza ideológica anti-Estado del Consenso de Washington y su percepción de que cualquier cosa que huele a público, huele a ineficiencia e, incluso, a podrido. Es cierto que lo público, se ha ganado a pulso, parte de esta mala percepción; pero no lo es menos que más allá de corruptelas políticas y mordidas de algún empleado público, hay toda una legión de profesionales que están manteniendo la dignidad de los servicios públicos básicos contra vientos y mareas desmanteladoras. Son como la última barrera de contención que permite mantener la esperanza en la protección de la la comunidad frente a las inclemencias del tiempo y de la vida. Aunque nos quieran convencer de lo contrario (Aquí y aquí)
Personalmente no soy un acérrimo defensor del funcionariado, sino más bien de que el servicio se preste tutelado y financiado por el sector público de la forma más eficiente. Por ejemplo, si el servicio de recogida de basuras se presta más eficientemente (menor coste para el erario) a través de contratas que con funcionarios, pues bienvenido sea. Ahora bien, téngase en cuenta que la mayor eficiencia no es siempre el menor coste. Los tratamientos sanitarios suelen ser muy costosos y una reducción lineal de costes (disminución de plantillas, elminación de postoperatorios, derivación a tratamientos privados…) puede devenir en el deterioro del servicio.
Pues bien, respondiendo a la pregunta que intitula la entrada de hoy resulta evidente, según recoge el gráfico siguiente del The Economist, que España, al menos en términos comparativos, no tiene el exceso de empleados públicos que se predica.

Otra cantar es la asignación de los efectivos públicos. El exceso de unidades administrativas, la burocracia con tintes kafkianos, la duplicidad de competencias y ventanillas, los miles de empresas públicas y «dedos divinos» para nutrirlas con colegas y amigotes… En resumen toda una fuerza laboral con capacidad de mejorar la vida del ciudadano (excluidos los amigotes) pero con la falta de voluntad e imaginación política para «activarlos». Pero eso ya es otro problema.

En cualquier caso, de la lectura del grafico sacó una conclusión bien triste: Da pena pensar, que con tan bajo porcentaje de empleados públicos (según muestra el gráfico) la ciudadanía tenga la sensación de que aún sobran.

El problema de la «riqueza extrema»

Les comentaba en la entrada anterior… que seguramente la desigualdad va a salirnos muy cara. Como bien advierte Stiglitz un sistema desigual es menos socio-políticamente menos estable y económicamente menos eficiente.

Esta misma semana aparecía un informe de Oxfam internacional que apunta en el mismo sentido(aquí). Cuando «la mitad de la renta mundial está en manos del 1% más rico de la población» o cuando sólo 85 personas físicas poseen la misma riqueza que 3.500 millones estamos entrando en escenarios de «riqueza extrema»; expresión que trata de, acertadamente, evocarnos el concepto de «pobreza extrema» para indicar que tan devastadora para la estabilidad del sistema puede ser tanto una como la otra.
En el resumen ejecutivo, el informe deja bien claro, para desmarcarse de romanticismo colectivos-expropiatorios, que «Un cierto grado de desigualdad económica es fundamental para estimular el progreso y el crecimiento, y así recompensar a las personas con talento, que se han esforzado por desarrollar sus habilidades y que tienen la ambición necesaria para innovar y asumir riesgos empresariales.» Ahora bien, entre la justa desigualdad estimuladora del talento y la obscenidad moral de una riqueza creciente y banal hay un trecho que nunca deberíamos haber empezado a recorrer.
La conclusión fundamental del informe es profundamente descorazonadora. No sólo ha aumentado la concentración de los ingresos y la riqueza en manos de unos pocos (Cap. 1) sino que la tendencia es de crecimiento exponencial: en parte porque «dinero llama a dinero» y en parte, porque con tan debordante cantidad de dinero las élites pueden manipular el sistema en su favor (Cap 2) a través de fuertes campañas de presión a políticos (lobbies) y de (des)información a ciudadanos (control medios de comunicación).
El mundo Occidental está olvidando de forma acelerada el bienestar en términos de estabilidad social y riqueza compartida que fueron los años que abarcan desde la posguerra hasta la revolución conservadora de Reagan y Thatcher. 
Hasta ahora se ha soportado la creciente desigualdad por el aumento de riqueza, pero ¿cómo afrontará una sociedad con amplios derechos democráticos y altos niveles pretéritos de bienestar el hecho de empobrecerse mientras unos pocos se enriquecen obscenamente? 
Parece que a las élites les empieza a preocupar poder ver de nuevo a los sans-culottes a las puertas de Versalles y el tema va ganando posiciones a las agendas de debate, como en el último foro de Davos. Veremos en que queda la cosa y si cambia el reparto de la tarta.

Leyendo sobre… El precio de la desigualdad

Les comentaba en la entrada anterior… que leer sobre economía puede ser divertido y allí les recomendaba algunos libros del género de moda «economics-made-fun» que tantos best-seller está proporcionando. Otras lecturas de Economía son, quizás menos divertidas, sin dejar de ser recomendables e instructivas. Es el caso de «el precio de la desigualdad» del premio Nóbel de Economía Stiglitz, del que ya he hablado con anterioridad (aquí).

Pues bien el libro no es que no sea divertido, es que transmite un mensaje de fondo, que ciertamente, hace honor al calificativo de «ciencia lúgubre» con el que se apellida habitualmente a la economía. Stiglitz esboza un futuro sombrío para Estados Unidos (y, por extensión, al resto del mundo) en base a la creciente desigualdad y el altísimo precio que habremos de pagar de seguir por la senda que vamos.

La lectura es de lo más pertinente, pues este año 2014 se nos está presentando como el del retorno al crecimiento económico pudiendo atisbar en el horizonte el paraíso del que nos sacó la crisis. Pero no todo será igual. A la tierra prometida no
llegaremos todos, ni en las mismas condiciones.
Tras unas décadas -las que van desde el final de la segunda Guerra Mundial hasta la «Reagonomics»- de amplio consenso social sobre la importancia del esfuerzo conjunto y de la redistribución económica, estamos pasando a un profundo descrédito de lo público como sinónimo de derroche e ineficiencia (cierto es que motivos hay), lo que alienta el discurso de la eficiencia económica del mercado y la necesaria desregulación. Un discurso que, a juicio de Stiglitz, no es sino una postura interesada, dentro de una estrategia bien diseñada de «búsqueda de rentas» (presionar por regulaciones favorables) que sólo favorece a los más ricos.
A lo largo del libro Stigliz aporta numerosísimos datos que muestran el crecimiento de la desigualdad y como el 1% más rico se está quedando a pasos agigantados con porciones crecientes del pastel económico. Los ricos, pues son y se hacen más ricos día a día. (lo que ya comentamos). En España ocurre tres cuartos de lo mismo. Por ejemplo, ha tenido gran difusión mediática estos últimos días el reciente estudio (aquí) que afirma que los directivos parece que capean mejor la crisis que los empleados y que ilustra claramente el siguiente gráfico.
Estudio EADA – ICSA. Evolucion-poder-adquisitivo
La tesis fundamental del libro de Stiglitz es que «estamos pagando un precio muy alto por nuestra desigualdad, pues el sistema económico es menos estable y menos eficiente, hay menos crecimiento y se está poniendo en peligro nuestra democracia » y con un colofón demoledor: «El 1 % de la población disfruta de las mejores viviendas, la mejor educación, los mejores médicos y el mejor nivel de vida, pero hay una cosa que el dinero no puede comprar: la comprensión de que su destino esta ligado a cómo vive el otro 99 %. A lo largo de la historia esto es algo que esa minoría solo ha logrado entender… cuando ya era demasiado tarde» 
PS. Este libro tiene un origen, cuando menos curiosos; un artículo en la revista Vanity Fair del que ya hablé anteriormente (aquí). Curioso, por el lector habitual del medio en que Stiglitz publicó originalmente su tesis sobre el excesivo precio que pagamos por la desigualdad

Economia Divertida

Les comentaba en la entrada anterior… Que la Economía no es realmente tan aburrida como nos empeñamos los economistas que parezca. Buena muestra de ello, es el enorme éxito de ventas del nuevo subgénero dentro de la literatura económica que se ha que se ha venido en denominar «economics-made-fun» o Economía Divertida; (título que no nos debe llevar a confundir con tomar a cachondeo la cuestiones económicas o con que los asuntos económicos son graciosos). Siguiendo a Vromen, en uno de los primeros estudios sobre el tema, podemos caracterizar este subgénero por: i) presentar la teoría económica de una forma «light» y accesible, aunque no por ello menos rigurosa y; ii) por mostrar cómo los principios y herramientas de la teoría económica pueden ser utilizados para explicar toda una variedad de temas interesantes y desvelar la cara oculta tras un buen montón de fenómenos sociales.

Buena parte del material, lo nutren experimentos en el ámbito de la economía del comportamiento, pero también investigaciones enmarcadas en la tradición económica más convencional. Así pues, la «Economía Divertida» no es una corriente alternativa ni nada por el estilo, es más bien una metodología pedagógico-literaria que trata de despertar la curiosidad por una rama del conocimiento que hasta el momento parecía un algo lúgubre y bastante sosa.
Como ya hemos mencionado, a tenor de las cifras de ventas, parece que a la gente le gusta esta nueva forma de hablar sobre Economía. Los pioneros en este campo han encontrado un filón; por ejemplo, Levitt y Dubner están explotando al máximo su Best-seller Freakonomics, creando un visitado website, un programa habitual de radio e, incluso, una película. Otros reconocidos trabajos son los de Tim Hardford (El economista camuflado), Tyler Cowen (Discover your inner economist), Dan Ariely (Las trampas del deseo) o Robert Frank (el economista naturalista). Por cierto, es interesante resaltar como aunque hablamos de un mismo género los planteamientos son bien distintos entre los autores; mientras que los dos primeros son fieles a la racionalidad económica convencional del maximizador Homo Oeconomicus; los dos segundos, se manifiestan más críticos con dichos postulados, en la línea de los pioneros estudios psicológicos del premio nobel Daniel Kahneman y Amos Tversky en los que se ponía de manifiesto que los seres humanos no se comportan como seres hiperracionales y maximizadores, sino siguiendo más bien siguiendo patrones de comportamiento que les son suficientes para satisfacer (no maximizar) sus necesidades y deseos. Personalmente, me atrae mucha más este enfoque que el primero, pues presenta un ser humano que es capaz de «tropezar» varias veces en la mis piedra, tomar decisiones erróneas des del punto de vista del análisis coste-beneficio e, incluso, pensar en algo más que su propio interés y egoísmo personal; en definitiva, estudios que tratan de «humanizar» al ser humano y olvidarse del robot que es el Homo Oecnomicus.
En el blog, ya he ido comentado algunos libros (aquí, aquí) o videos (aquí, aquí) dentro de este subgénero, que permite recuperar el placer de leer o informarse sobre la ciencia del intercambio y sus circunstancias.

Baste por el momento con esta pequeña lista por si les interesa divertirse leyendo de Economía y sobre la economía…
Bueno una última recomendación algo más académica aunque peculiarmente científica: me refiero a la metáfora-parábola que fue el famoso y citado artículo Life among the econ de Leijonhufvud.
Pues eso, a divertirse… y olvidarse un poco de los ExpertosEconomistas tan revestidos de autoridad y lugubrez, que no hay quien entienda y que, últimamente, están haciendo el agosto.