En un discurso pronunciado en Washington el 30 de abril de 1952, Jean Monnet sentenció que con el proyecto de unificación europea «no coaligamos Estados, unimos personas»; frase que se debería adoptar como lema fundacional del proyecto Europeo en su versión más idealista, progresista, romántica y ciudadana. La famosa sentencia subraya la primacía del ciudadano europeo, sobre cualquier otro tipo de consideración ya sea política o económica. Realmente el visionario Monnet anticipaba ya el posterior debate entre la construcción de una «Europa de los Ciudadanos » o una «Europa de los mercaderes». Si lo pensamos con perspectiva histórica, la Unión Europea sólo ha avanzado cuando la dimensión idealista y ciudadana ha predominado sobre la dimensión mercantil; cuando los principios de solidaridad y cohesión han conseguido imponerse a los intereses creados y a los «I-Want-my-money-back». Sólo tenemos más Europa cuando ésta se construye en torno a los ciudadanos y no en torno al dinero. Y parece que en los últimos tiempos predomina la vía mercantilista, sobre la vía ciudadana. ¿Cómo si no puede explicarse que Jean Claude Juncker, arquitecto de la política fiscal que ha transformado Luxemburgo en un paraíso para las grandes fortunas dentro de la propia Europa, sea el encargado de pilotar el proyecto Europeo? Resulta aún más paradójica su actuación ante el Brexit. «Out means Out» clama contra los Ingleses. «Que haces tú aquí» le pregunta a Nigel Farage. ¿No se da cuenta de que él ha contribuido a ello?
Hablar de la Europa de los Ciudadanos y de la Europa de los Mercaderes no implica considerarlos como grupos antagónicos. Unos y otros pueden beneficiarse, y deben beneficiarse, de la unidad de Europa. No es un juego de suma cero. Es más, una Europa mercantilmente próspera es condición sine qua non para una Europa socialmente más justa. El problema surge cuando Europa, de facto, se está convirtiendo en más próspera, pero socialmente más injusta como atestiguan los recientes informes que alertan sobre el crecimiento de la desigualdad. Los ciudadanos perciben entonces que sólo el 1% más rico, los bancos (rescatados con ingentes cantidades de dinero público) y las grandes corporaciones (evasoras de impuestos a través de ingeniería fiscal) son los beneficiarios del proyecto europeo y, por extensión, de cualquier proceso de globalización económica. Por tanto, la causa última del Brexit no hay que buscarla en el racismo o en sentimiento antieuropeístas (Que son más bien consecuencias) sino en la creciente desigualdad que se va extendiendo como un cáncer en nuestras sociedades y que poco a poco va deteriorando el consenso sobre el que se ha construido la estabilidad del mundo occidental tras la II Guerra mundial: la certeza de que todos podemos disfrutar de la prosperidad común.