Les comentaba en la entrada anterior, que me cuesta entender aquellos comportamientos de los que nunca tienen suficiente y, lo peor, de la ausencia de conciencia del delito que están mostrando los usuarios de las tarjetas opacas de Caja Madrid- Bankia. Esto me recuerda la tesis de la «banalidad del mal«, cuya génesis queda muy bien retratada en el biopic «Hannah Arendt» de la directora alemana Margarethe von Trotta.
La película, realmente, más que una biografía sobre la persona es una biografía sobre el momento en que la filósofa-política toma conciencia de la idea y cómo le va dando forma. Buscando una especie de catarsis personal (que le enfrentara a su pasado de perseguida judía) Arendt presionó a la revista «The New Yorker» para que la enviara como reportera a cubrir el juicio del pueblo judío contra Adolf Eichmann, responsable directo de la «solución final», eufefismo con que los nazis denominaron el plan de exterminio del pueblo judío. Pues bien, durante el juicio Eichman insistió en que todo lo que hizo, lo hizo por «deber» y fidelidad al juramento; es decir, se presentó como un burócrata, eficiente aplicador de unas normas y protocolos, cuya responsabilidad se limitaba a aplicarlos pero no a evaluarlos moralmente. Para Arendt fue un shock, no encontrar en Eichmann el demonio monstruoso, sádico y cruel que ella esperaba; pues encontrar un culpable suele facilitar la digestión del horror. Ahora bien, lo que Arendt se encontró fué con un burócrata cuya principal responsabilidad no estaría en su capacidad para el mal sino en su mediocridad e incapacidad para evaluar moralmente el sistema del que formaba parte. Ser malvado o disfrutar con el mal, exige inteligencia y capacidad de pensar y razonar, que Arendt no encontró en Eichman; sólo vió un mediocre y grisáceo funcionario alemán.
La «banalidad del mal», desde entonces, se toma como paradigma del comportamiento de aquellos individuos que, eficiente cumplidores de las normas del deber, no se paran a evaluar sus actos ni sus consecuencias. Como seres humanos racionalizamos la maldad atendiendo al beneficio que extraen los malvados de su ejercicio (dinero, placer…) y confiamos en la justicia para que prevenga y castigue esos comportamientos; ahora bien, lo que escapa a todo raciocinio es que se pueda infringir un mal tan absoluto como el genocidio y que los ejecutores se sintieran satisfechos con su diligente trabajo, sin que les asaltar la más mínima dura moral, pues las órdenes son las órdenes. Planteada de esta manera la «banalidad del mal» es aterradora. Nos enfrentamos entonces a un mal sistémico y desencarnado, sin rostro al que atribuirle la culpa. Sin beneficiarios, incluso «Sin culpables».
La tesis de la «banalidad del mal» tiene una lectura interesantísima en la presente «Gran Recesión«; cuyos orígenes se explican tanto o más por razones morales (o de su ausencia) que por razones técnico-financieras. El actual diseño del sistema económico-financiero premia un determinado tipo de eficiencia a la vez que libera a sus integrantes de la responsabilidad moral de sus actos. Un sistema que, en principio, no está diseñado para el mal, pero que puede causar una mal atroz, sobre todo cuando no ves el rostro de los miles de clientes a los que se venden productos financieros complejos con pingües beneficios.
Ante tan lúgubre perspectiva, Arendt lanza un mensaje de esperanza relacionado con lo más constitutivo del ser humano: su capacidad de pensar. Como le dice Heidegger en la película, la filosofía puede que no sea útil, pero no podemos escapar de ella; como seres racionales estamos obligados a pensar al igual que como seres vivos estamos obligados a vivir. Y previsamente la razón es lo único que puede luchar contra la «banalidad del mal»