El ladrón de miradas (1997)

Un cuento para Antonio Pérez

Durante muchos años, Antonio Pérez ha mantenido en círculos privados el secreto de sus robos. Es un vicio que contrajo muy joven y que, a pesar de las advertencias de sus amigos, fue incapaz de abandonar. Un día, paseando por el campo, encontró un grupo de vilanos desprevenidos y le asaltó la tentación; sin pensárselo dos veces, los capturó y los encerró en un bote de cristal transparente. Tanto le gustó el resultado que, aun siendo consciente de que algo ilícito había en su acción, decidió probar nuevamente fortuna y salir a la caza de objetos.

A decir verdad, sus primeros hurtos casi no pueden ser considerados como tales: un biciclo inservible, una silla torcida, algunas latas, material de construcción… Pero a Antonio no le importaba el valor que otros les concedieran, sentía un placer inclasificable cuando, sentado en su sillón de mimbre, dejándose llevar por una música de jazz que le recordaba sus correrías por París, miraba y remiraba los objetos que poco a poco empezaban a acumularse en una habitación de su casa.

Antonio Pérez es un ladrón paseante. Data de hace algo más de treinta años su costumbre del paseo diario. Los vecinos en ningún momento vieron nada extraño en él. Cuando pasaba ante su puerta, le saludaban, a veces charlaban e, inevitablemente, se dejaban engañar por esa simpatía campechana con la que Antonio astutamente camuflaba sus malvados propósitos. Mientras hablaba con alguien no dejaba de lanzar miradas furtivas a su alrededor: hacia el suelo, hacia las vallas que delimitaban los terrenos de cultivo, hacia los indicadores del camino… De pronto, localizaba algo, su mirada chispeaba; su interlocutor, desconcertado, elevaba el tono de su voz, creyendo que la emoción de su culto vecino era debida al interés que despertaba en él su conversación; ajeno a ella, Antonio, despiadadamente, planeaba con fruición su siguiente robo. Alguna vez no podía evitar agacharse o desplazarse unos pasos para tocar o alzar del suelo el objeto escogido, y aquella reacción nerviosa estuvo a punto de delatarle en más de una ocasión. Contenía su ansiedad hasta la noche, y cuando él calculaba que todos estarían dormidos, volvía furtivamente al lugar elegido y perpetraba su crimen.

Los amigos más íntimos, a quienes mostró su primera colección, no dieron demasiada importancia a esta inclinación de Antonio, pensando que, al fin y al cabo, los objetos robados apenas si tenían valor. Esto no impidió, no obstante, que muchos de ellos, sin advertir (o sin querer advertir) lo ilícito de todo el proceso, le ofrecieran un intercambio con obras legalmente adquiridas u honestamente producidas. En esos casos, él siempre reaccionaba de la misma manera, escandalizándose de que pudieran tener interés en aquellas tonterías suyas y negándose a admitir durante minutos, horas, e incluso días, los canjes propuestos. Internamente, Antonio, único conocedor del alcance de su delito, se regocijaba con la ingenuidad de sus amigos y urdía planes más ambiciosos para el futuro.

Los más escrupulosos comenzaron a sentirse algo molestos cuando vieron aparecer en las estanterías de la casa de Pérez muñequitos, juguetes infantiles, miniaturas… Que no, que no, que aquello lo había comprado, se justificaba el ladrón ante sus escandalizados visitantes (quienes lo imaginaban penetrando en los cuartos de los niños de sus huéspedes en busca de nuevas piezas para su colección). Poco le importaba a Pérez que lo creyeran en este punto, embarcado como estaba desde hacía meses en un nuevo proyecto más fascinante que los anteriores. Harto de coleccionar seres inanimados, huellas, cabezas de animales o vísceras fosilizadas, había resuelto lanzarse a la captura de cabezas humanas. Al principio, se le ocurrió encerrar los rostros en ratoneras, para lo que se hizo con una gran variedad: cepos de hierro, con agujero de madera, jaulas cuadradas, jaulas con cúpula… Pronto abandonó la idea y optó por atraparlas en latas, encajarlas en ladrillos, pegarlas sobre paneles o aplastarlas bajo cristales.

Por las noches, a Antonio le gustaba enfrentarse a su nueva colección al ritmo de diversas músicas y observaba los diferentes efectos que sobre ellas producían los acariciantes sonidos del saxo de Coltrane y las voces ambiguas de los castrati de Monteverdi. Fue precisamente escuchando un oratorio de este gran compositor italiano, Vespro della Beata Vergine, como se le ocurrió el modo de llevar más allá su práctica transgresora. Jugaría con lo irreverente y daría así rienda suelta a una de sus más repetidas fantasías infantiles. Primero se hizo con una nueva colección de estampillas, altares en miniatura y otros objetos del género, que colocó junto a sus juguetes, sus caras atrapadas y las figuras eróticas que fue adquiriendo al mismo tiempo. Después pasó a la acción propiamente dicha. Tuvo que hacer amistad con algunos curas, quienes creyeron ver en la aproximación de Pérez a ellos un indicio de una posible reconversión a la fe, una vuelta al redil (y ya se sabe que los conversos tienen muchas opciones a la santidad). Cínicamente, Antonio jugó con la buena fe de los párrocos locales, y en tanto estos se esforzaban por ganar para la causa católica a tan respetado ciudadano (lo cual les supondría un amplio reconocimiento parroquial e incluso diocesana), él se dedicaba a localizar durante sus paseos algunos de los objetos más preciados por los fieles: una mitra, varios copones divinos, y hasta un sudario. ¿Quién podía pensar que aquel simpático y letrado señor, que tan largas y amables peroratas mantenía con los curas locales, exhibía en un cuarto de su casa aquellos objetos de culto, en medio de otras muchas reliquias de religiones idólatras, como la griega o la azteca o alguna africana, a los que sólo tenían acceso un selecto grupo de amigos tan agnósticos como él mismo?

Fue el señor de enfrente, don Antonio Saura, que ya había creído ver algo muy inquietante en la colección de caras que un día con todo misterio le había enseñado su preocupante vecino, quien le advirtió sobre las consecuencias que podía tener aquel camino emprendido con la profanación de objetos religiosos. Bien es cierto que no se trataba de objetos auténticos, ni siquiera de copias idénticas de los mismos, pero había algo en ellos que convertía la acción de Antonio en algo profundamente inmoral. Pérez lo sabía desde el primer momento; Saura, con su penetrante inteligencia, había intuido que allí se escondía un secreto inconfesable. Tan mal le pintó el futuro don Antonio a Antonio, que éste optó por hacer acto de contrición y asegurarle a su amigo que intentaría liberarse de la tentación y acabar de una vez por todas con aquel vicio, que por otra parte, le estaba haciendo descuidar sus obligaciones profesionales. Don Antonio satisfecho al comprobar el efecto de su autoridad moral sobre el ladrón, fue incapaz de adivinar en el fondo de sus ojos la nueva idea que se le estaba ocurriendo al incorregible Pérez.

¿Cómo no había caído antes en ello?, se dijo a sí mismo en cuanto el señor de enfrente abandonó su casa, cruzó la calle y entró en la suya. Ser irreverente no tenía ningún mérito, puesto que él no creía en lo sagrado de los objetos que sustraía. Era una transgresión puramente formal. En cambio, si en vez de apropiarse de objetos religiosos, robaba obras de arte, entonces sí que experimentaría el máximo placer del crimen, pues sólo el arte tenía para él un valor absoluto. ¡Qué mayor delito que traicionar la confianza de sus amigos y robarles sus creaciones artísticas!

A partir de aquel día, Antonio Pérez dedicó sus paseos a la búsqueda de obras de arte. Encontró y robó sin contemplaciones esculturas, pinturas y dibujos de Baselitz, Rothko, Miró, Flavin, Valdés, Duchamp, Pagola, Navarro, Morandi, Giacometti, Ernst, Tapies, André, Beuys, Buñuel, Millares y, sobre todo, de don Antonio Saura. Aquellas obras se fueron acumulando junto a los objetos inorgánicos, los orgánicos, los juguetes, las caras, las imágenes sagradas y las eróticas, compartiendo espacio con las otras obras, firmadas, las que sus amigos le habían regalado, o las que él mismo había adquirido por procedimientos legales. Los pintores que acudían a su casa intentaban mostrarse entusiasmados ante la colección de Antonio; sin embargo, interiormente no podían evitar una desazón, una angustia cuya causa no acertaban a explicarse a sí mismos: a fin de cuentas, aquellas obras no eran originales, y tampoco eran falsificaciones. ¿Qué podían objetar?

Hasta que Saura lo descubrió. Todo comenzó un día en que un afamado crítico (cuyo nombre omitiremos) visitó la casa de Pérez y se entusiasmó por una escultura, que él atribuía a un célebre artista español. Antonio, que veía en ello una oportunidad para dar un paso más en su trayectoria delictiva, le siguió el juego, y la obra, por su mediación, fue vendida a un importante museo de arte contemporáneo. El engaño no duró mucho: los especialistas lo descubrieron cuando la pieza estaba a punto de ser instalada en una de las salas y avisaron de ello al renombrado crítico. No queriendo reconocer su equivocación, pero alarmado por las consecuencias que podría tener aquel nuevo atrevimiento de Antonio, decidió pedir consejo a Juan Manuel Bonet, quien inmediatamente lo puso en conocimiento de Saura. Éste, que desde hacía mucho tiempo sospechaba algo oscuro en el comportamiento de su amigo, propuso que sin esperar un solo día visitaran a Pérez en su casa

Intentaron mostrarse corteses: hablaron de arte, de literatura, de conocidos vivos y muertos… A Antonio no se le escapaba la intención de sus amigos, como no se le escapaban las miradas furtivas aquí y allá, hacia las obras firmadas y hacia las no firmadas. Se cortaba la tensión, y él disfrutaba con ella. Sabía que aquel día todo se desvelaría, pero no estaba preocupado, al contrario: por fin podría compartir su secreto, y aquello le inundaba de satisfacción. Lo que más le divertía era ver el gesto del señor de enfrente, ocultando el esfuerzo por averiguar la clave de todo aquello, con su enorme inteligencia trabajando al máximo rendimiento. Se produjo un silencio. Bonet, entre Antonio y don Antonio, no se atrevía a intervenir. Saura estaba perplejo. Mientras miraba fijamente los ojos de su amigo, no salía de su asombro. ¿Cómo podía haber estado ciego durante tantos años? ¿Cómo él podía haberse dejado engañar por el otro? ¡Antonio Pérez le había robado la mirada! ¡Se la había robado a él y a muchos otros artistas, con la misma facilidad que antes se la había robado a los curas y a los fieles y antes aún a los amantes, a los niños y a sus buenos vecinos! Se habían dejado robar durante años. Y ya era demasiado tarde.

Aquella misma noche, Saura le contó a Bonet su descubrimiento, y entre los dos convocaron urgentemente a los afectados. Se reunieron poco después en el mismo lugar y, por más que intentaron encubrir su llegada, desde la ventana de la casa de enfrente, Pérez, más divertido que nunca con todo aquel ajetreo, no dejaba de espiar sus movimientos. La reunión se prolongó durante horas. Toda la noche la pasaron en vela discutiendo, mientras el contumaz Pérez se dejaba acunar por las limpias melodías del Don Juan de Mozart. Por fin, a la mañana siguiente, llegaron a un acuerdo. Se desconoce quién fue el autor de la idea, pero desde el momento en que surgió, todos la aprobaron y la enriquecieron. Sólo había una forma de evitar que Antonio Pérez hiciera público el secreto de la mirada de cada uno de ellos y era: convertir al ladrón en artista, un artista de objetos encontrados.

Pérez aceptó sin problemas la propuesta de la embajada que hacia media mañana cruzó la calle, encabezada, cómo no, por el preocupado don Antonio. Y aceptó también la petición de cambiar los títulos de las obras, de modo que la Naturaleza muerta de Morandi pasó a llamarse Homenaje a Morandi y los cuadros de Saura fueron renominados Sobresauras. Consiguieron así los pintores evitar la incómoda situación de verse convertidos públicamente en heterónimos del desaprensivo Pérez, quien, por otra parte, intentaba contener su risa para no herir aún más a los dolidos amigos. La primera exposición de objetos encontrados fue presentada en una importante sala de Madrid, aunque el conciliábulo de afectados impuso que el comisario no fuera un crítico ni un galerista, sino un hombre de teatro, lo cual a Pérez le pareció una ocurrencia felicísima.

Pero ¡qué buena fe la de todos aquellos que han creído vencer con esta estratagema lo que consideraban un vicio espontáneo del ahora célebre artista! Porque la voracidad de Antonio no tiene límites y sólo al cabo de varios años se podrá saber hasta dónde ha sido capaz de llegar su ambición profanadora. Lo cierto es que, después de haber transformado en heterónimos suyos a los artistas de su preferencia, ha resuelto hacer lo propio con los escritores.

Aprovechando un rato en que, requerido por unos periodistas que querían saber de su vida, Antonio me dejó a solas en su biblioteca, hurgué en ella y descubrí su secreto aún no revelado. Tapados por fotografías, cajas, obritas de sus amigos y otras muestras de su surtido botín y camuflados entre libros de mayor envergadura, se encuentran algunos manuscritos de obras en su mayoría inacabadas, firmados por célebres autores como Proust, Machado, Cernuda, Faulkner, Hemingway, Woolf, Rulfo, Pavese… Lo más indignante del caso es que todos ellos presentan un rasgo en común: el protagonista de las narraciones o de los poemas es siempre un personaje llamado Antonio Pérez.

Apenas tuve tiempo de leer algunas de aquellas páginas. Pero los títulos hablan por sí solos: Pío Baroja firma Las inquietudes de Antonio Pérez y Francisco de Quevedo la Historia de la vida del buscón llamado don Antón. Otros encierran, por lo que pude deducir, una biografía fantástica de nuestro personaje: su pretendido viaje a pie por los pueblos de España, relatado en tercera persona por Azorín, fragmentos de la vida bohemia en el París de los años cincuenta, esbozados por Cortázar, o detalles de su colaboración con el Partido Comunista, narrados por Marsé. Más respetuoso se había mostrado con los libros de poesía, donde sólo había introducido ligeras modificaciones para aproximar a sí los ambientes, las sensaciones, los sentimientos. En Prosa del transiberiano, de Blaise Cendrars, se lee la historia de un joven que acaba de perpetrar un robo y huye cruzando Eurasia hasta el otro lado del mundo a esconder su botín; una frase se repite insistentemente: «Dis, Antoine, sommes-nous bien loin de Montmartre?» Y en Confesiones de un pequeño editor, hay un capítulo titulado «La ironía» escrito con letra más enérgica que los demás (tal vez porque Azorín se lo hubiera robado en parte anteriormente a Mallarmé); comienza así: «Vamos a partir; la diligencia está presta. ¿Adónde vamos? No lo sé; éste es el mayor encanto de los viajes… Yo no he podido ver una diligencia a punto de partida sin sentir vivos deseos de montar en ella; no he podido ver un barco enfilando la boca del puerto sin experimentar el ansia de hallarme en él, colocado en la proa, frente a la inmensidad desconocida.»

Los robos más importantes, no obstante, no corresponden a grandes obras literarias, sino a libros de aventuras. Así, en Viajes misionarios e investigaciones en el sur de África, se descubre a Antonio Pérez explorando el territorio Boer y las regiones de Zambezi, hasta llegar a Quelimane en Mozambique. Aún ha tenido la osadía de trucar una foto en la que se le ve al lado de Livingstone, en pose altiva, anulando la presencia del pobre explorador dañado por los leones, quien prácticamente ha desaparecido también del texto. En A través del continente oscuro, uno de los libros más acabados, en que narra sus viajes por el Congo, aparece otra fotografía trucada, en la que se ve a Antonio, en este caso solo, vestido al modo decimonónico, y nombrado con el siguiente pie: «Quebranta rocas».

A juzgar por su tamaño, el texto al que más tiempo ha dedicado Pérez es la célebre novela de Daniel Defoe, a la que ha alterado -cómo no- el título. Comienza así: «Nací el año 1634, en la ciudad de Sigüenza, de una buena familia, aunque no  oriunda de este país…» A continuación, ha ido adaptando a su físico y a su carácter las descripciones y los acontecimientos narrados por Defoe, y lo ha realizado con tal maestría, que la historia en su conjunto gana incluso capacidad de fascinación traspuesta al vigoroso protagonista creado por el impostor. Lo más gracioso es que Robinson Pérez no se limita a procurar su supervivencia, sino que al mismo tiempo que construye su casa y el bote para poder abandonar la isla, va recogiendo piedras, raíces, huesos y otros restos con los que crea un museo imaginario en su rústico refugio, cuya venta, una vez que regresa a la civilización, le asegura una vida acomodada durante el resto de sus días.

Esto es lo que tuve tiempo de averiguar en mi apresurada exploración de los manuscritos ocultos. La entrevista concluyó y el sonido de los pesados pasos de Antonio en la escalera me movió a devolver rápidamente el libro a su lugar. No sé cuántos falsos textos más habrá escondidos en esa enorme y caótica biblioteca. Lo único que puedo decir es que la mayoría están inacabados, algunos apenas se componen de unas cuantas páginas, y otros se reducen al título y un par de frases. Aún hay tiempo, pues, para impedir la siguiente y más grande canallada del impostor. ¿Qué ocurriría si algunos de esos libros, cuidadosamente reescritos, salieran a la luz como apócrifos? ¿No podrían generar aún más confusión que su colección de supuestos objetos encontrados? ¿Y qué decir de los inventados en su totalidad por él mismo y firmados con conocidos heterónimos?

Lo más sorprendente es la gran simpatía que el personaje, a pesar de sus fechorías, continúa despertando. ¿Cómo puede ser que sus amigos, a quienes ha traicionado, lo sigan queriendo tanto? ¿Cómo sus vecinos, los curas, las autoridades locales mantienen por él tal afecto? ¿Cómo se explica ese constante peregrinar de intelectuales, músicos y artistas hasta su casa en busca de su conversación jovial y culta? ¿Cómo los responsables de salas y museos se disputan la exhibición del resultado de sus latrocinios? ¿Será realmente un genio? ¿No me habré dejado yo mismo engañar por él al fiarme de las notas garabateadas que encontré entre las páginas de un libro de Bioy Casares y que contaban la historia de un ladrón de miradas? ¿Es Antonio Pérez ese personaje de poderosa cabeza, pelo blanco, andares bamboleantes, voz sonora, palabra rápida y mirada inquieta que a diario se cruzan los habitantes y visitantes de la ciudad de Cuenca? ¿O existe otro Antonio Pérez, perverso, escondido en alguno de los rincones de la casa de enfrente, autor de todos los engaños y crímenes atribuidos al primero?

En mi rápido registro de su biblioteca, pude apropiarme de algunas cuartillas sueltas destinadas a engrosar sus manuscritos. Citaré, para concluir esta nota y como muestra del atrevimiento de nuestro personaje, el siguiente texto, robado a Jaime Gil de Biedma, en que Antonio se homenajea a sí mismo con motivo de su sexuagésimo cumpleaños:

 

Algo de tu pasado, me dijiste
que yo te devolvía.
Horas alegres de los cincuenta,
conversaciones, risas
que en tu memoria son la juventud,
la camaradería
-pintores y poetas- de tu generación,
en el París de la vida.
Yo dije que lo bueno entre los dos
y lo raro -tú ya te divertías
antes de yo nacer-, es que aprendimos
la historia de la vida
en distinto ejemplar de un solo libro.
Y que hemos hecho guardia en la misma garita.
De viva voz, entonces,
no me atreví a decir que en ti veía,
algo de mi futuro,
por miedo a una respuesta demasiado íntima.
Hoy -desde lejos- ya puedo ser sincero,
y egoísta,
añadiendo: goza por muchos años,
sé feliz todavía.

 

Relato publicado en el catálogo de la exposición Antonio Pérez El objeto encontrado. C.A.M., Valencia, 1997, pp. 9-28.

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