Si indagamos en el origen de lo que en la actualidad conocemos como liderazgo, llegamos necesariamente a la Oratoria y la Retórica, dos disciplinas esencialmente políticas y ligadas de forma natural a la democracia desde la Antigüedad clásica. De hecho, Cicerón las consideraba parte de la ciencia civil, es decir de la política, pues resultaban imprescindibles para un líder o para cualquier orador que necesitara comunicarse y convencer a través de la palabra.
La Retórica es una de las manifestaciones culturales característicamente europeas, sobre todo a partir del impulso recibido por parte de los humanistas del Renacimiento. En el proceso de elaboración y difusión de un discurso, esta disciplina concede, desde Aristóteles, una relevante importancia a la figura del oyente, ya sea un juez o cualquier ciudadano, cuya naturaleza y condición ha de ser valorada por el autor del discurso si aspira a que su mensaje tenga el impacto, la aprobación o el apoyo deseados.
El conocimiento, es decir ciencia y sabiduría (scientia y sapientia), juega asimismo un papel esencial en el proceso comunicativo de un discurso, como confirman todavía algunos desarrollos contemporáneos de la Retórica. Por un lado, Cicerón exigía del buen orador una sólida formación científica y filosófica, y esta asociación del conocimiento a la bondad indudablemente revierte en el pensamiento y la manera de actuar de ese orador, o líder. Pero sobre todo, por otro lado, es preciso que los oyentes conozcan el contexto conceptual sobre el que el orador, o líder, organiza su mensaje, pues de otra manera no podrán valorar el contenido del mismo para, en su caso, aceptarlo y adoptarlo en su propia toma de decisiones.
Es extraordinaria la proyección de estos principios de comunicación y liderazgo en muchas circunstancias actuales. Por algo son clásicos. Y cobran especial relevancia en el escenario europeo contemporáneo.
La identidad cultural europea constituye una realidad sólidamente fundamentada en hechos y manifestaciones sucedidos a lo largo de la historia, y ha de ser uno de los pilares del europeísmo actual. Estas manifestaciones han sido el resultado de movimientos intelectuales, científicos y sociales surgidos de una actividad y un espíritu supranacionales, que, precisamente por esa naturaleza, trascendieron las fronteras de los estados europeos vigentes en el pasado y en la actualidad.
El humanismo renacentista, por ejemplo: fue un movimiento de profunda renovación intelectual y pedagógica que, con principios, instrumentos y objetivos comunes, determinó la actuación de quienes fueron los principales agentes del progreso y el desarrollo en la Europa de la Edad Moderna temprana. Nuevas ideas, acompañadas de métodos también nuevos que aglutinaban saber tradicional, avance, tecnología y ética, fueron a la vez causa y consecuencia de que cuantos perseguían la utilidad pública en los ámbitos de la educación, la política, la salud o la ciencia en general, se sintieran ciudadanos de una misma nación, la llamada Respublica Litterarum. Esta ‘República de las Letras’ se extendía básicamente por todo el territorio europeo, por más que paralelamente hubiera –que los hubo– factores desestabilizadores y rupturistas desde un punto de vista social y político. Pero la trascendencia, proyección, aceptación y calado de los principios formales y conceptuales que nacieron de aquel contexto intelectual fueron excepcionales y generaron una Europa global, cohesionada por una cultura supranacional, que convivió también con identidades locales, ideológicas y religiosas, e influyó sustancialmente en ellas. Políticos, juristas, científicos y profesores, animados todos por los mismos propósitos humanistas, circulaban por todo el territorio europeo y proyectaban aquellos objetivos hacia el beneficio común y el progreso en sus particulares ámbitos de actuación. En relación con ello, puede resultar ciertamente problemático y anacrónico atribuir a muchos de aquellos europeos una nacionalidad concebida desde nuestra perspectiva contemporánea, dado que el mapa político de la Europa moderna distaba notablemente del actual, a lo que se añade que fueron muchos los que, por distintos motivos, pasaron sus vidas o desempeñaron su trabajo en países distintos a los de su origen. Pero, en cualquier caso, para traer al presente, y entender, la dimensión transnacional y la enorme capacidad unificadora que tuvo la cultura humanística europea, puede ser útil a veces actualizar la nacionalidad de algunos humanistas.
Además del holandés Desiderio Erasmo, del inglés Tomás Moro, de los italianos Miguel Ángel, Leonardo da Vinci y Galileo Galilei, del polaco Nicolás Copérnico o del español Miguel Serveto, cuyos nombres son hoy bien conocidos, una pléyade de intelectuales, políticos, profesores, médicos y científicos nacidos en distintos países europeos contribuyó sustancialmente, al amparo de las nuevas ideas, al desarrollo de lo que hoy podemos considerar cultura europea. Recordemos, por ejemplo, las aportaciones en el ámbito de los estudios sobre la traducción de Leonardo Bruni, el primer teórico moderno en esta disciplina; la colaboración editorial del español Benito Arias Montano en Amberes con el impresor Cristóbal Plantino y con numerosos humanistas de otras naciones; la intensa actividad desarrollada en varios países europeos por el diplomático y poeta polaco Juan Dantisco; los avances en Anatomía del flamenco Andrés Vesalio; la renovación pedagógica emprendida por el checo Juan Amos Comenius; o las famosas colecciones de emblemas del italiano Andrea Alciato, del húngaro Juan Sambuco y del alemán Joaquín Camerario ‘el Joven’, que fue médico, botánico y helenista. Y a ellos podemos añadir a Giovanni Pontano, Lucio Marineo Sículo, Aldo Manucio, Thomas Linacre, Guillaume Budé, Julio César Escalígero, Juan Luis Vives, Philipp Melanchthon, André de Resende, Leonhart Fuchs, Andrés Laguna, Conrad Gessner, Ulysse Aldrovandi, Aquiles Estacio, Henri Estienne, Justo Lipsio, y un larguísimo etcétera.
Y no faltan las mujeres en el panorama del humanismo europeo. La instrucción humanística recibida por muchas de ellas –nobles en buena parte, pero no solo– les facilitó, en la medida en que era posible entonces, el acceso a círculos académicos y políticos de distinto tipo, e incluso a una intervención relevante en la vida pública. Fueron profesoras, compusieron y publicaron libros, y escribieron y pronunciaron discursos, como la veneciana Cassandra Fedele (1465-1558) en la Universidad de Padua y ante el Senado de su ciudad. Otras fueron importantes agentes de modernización política y cultural, como la reina de Hungría Beatriz de Aragón, que llevó de Nápoles a Buda y Visegrado las ideas y pautas de actuación derivadas de su nueva y esmerada formación. Y, como ellas, fueron también partícipes de aquella revolución femenina otras muchas como Isotta Nogarola, Laura Cereta, Beatriz Galindo, Luisa Sigea, Mencía de Mendoza, o Marie de Gournay. El humanismo renacentista europeo, con sus principios educativos y la renovación del conocimiento que supuso, incidió directamente en el discurso moderno sobre el derecho a la educación de las mujeres y su participación en la sociedad. Iniciado a principios del siglo XV por Christine de Pizan, este discurso que hoy podríamos considerar feminista se vio enriquecido por los escritos de varias de aquellas mujeres, y de algunos varones también.
Una comunidad no surge de la nada; en el proceso de su conformación, las aportaciones de los antepasados constituyen siempre un asidero al que sujetarse para mirar hacia el futuro. En este sentido, una interpretación actual y fructífera de esas aportaciones exige necesariamente evitar los errores que podrían derivar de aplicar desmesuradamente la perspectiva contemporánea. Pero, en cualquier caso, resulta indudable que el conocimiento de las obras y objetivos de los europeos que nos precedieron proporciona al europeo de hoy excelentes instrumentos para valorar de manera atinada comportamientos sociales, acontecimientos de todo tipo, e incluso modos de actuación ante las circunstancias que nos va deparando el curso de los tiempos.
Volvamos a la Retórica: para que el europeísmo y la identidad cultural que lo sustenta puedan desempeñar el papel que naturalmente poseen como efectivos elementos de cohesión social, los hechos comunes en que se fundamentan han de ser necesariamente conocidos por la sociedad. En caso contrario, los discursos europeístas no funcionarán en el proceso de comunicación, y los líderes no podrán trasmitir, si ese es su objetivo, la vigencia de la cohesión cultural que une a todos los europeos. Y ello es especialmente relevante en tiempos de crisis.
La Europa actual requiere esfuerzos pedagógicos en esta dirección. La incorporación real de la cultura europea tanto a la política educativa y científica como a la actividad diplomática de las instituciones de la Unión y de los estados miembros sería sin duda una acción acertada cargada de ventajas y un paso decisivo hacia la cohesión social y política. En este sentido, la escuela y la universidad pueden ofrecer mucho.
No hay europeísmo sin ciencia, o, en otras palabras, no hay discurso sin conocimiento. Urge.
María Teresa Santamaría Hernández (UCLM)