Las ultracosas, de Cuqui Jerez

“Ya pudiste conocer el mundo de las ultracosas”, me dijo Cécile cuando nos encontramos más de una hora después de que ese “mundo” quedara temporalmente en reposo. Y, en efecto, Las ultracosas es el título de una construcción que abre un mundo. Es una construcción, porque seis personas en escena, dos en el control técnico, además del equipo del teatro, trabajan sin descanso, de acuerdo a pautas previamente definidas y con una multitud de objetos cuidadosamente acopiados y recursos técnicos previamente diseñados, para hacer posible que acontezca. Pero una vez que aparece, el mundo de las ultracosas se instituye con plena necesidad, y no queda otra que entrar en su ilógica o ignorar su existencia. ¿Habrá alguien que se asome a ese mundo y sea capaz de ignorarlo? A uno le gustaría pensar que no, que cualquiera atraído por la fuerza gravitatoria de las ultracosas no podrá sino aceptar la invitación amable a orbitar en torno hasta integrarse en su sistema.

Cuqui Jerez. sandia-g

Como ocurre ante muchas creaciones artísticas, quien contempla Las ultracosas queda momentáneamente sumido en la duda: ¿se trata de una obra muy compleja o muy simple?, ¿estamos ante un nuevo género de teatro de objetos coreográfico o más bien lo que ocurre en el escenario es la suma pulcramente formalizada de una serie de ocurrencias y carambolas lúdicas? Las categorías a las que nos aferramos los críticos y los académicos para domesticar la práctica artística caen afectadas de obsolescencia: “instalación”, “performance”, “coreografía”, “circo”, “teatro” van escapando una tras otra hacia el lateral oscuro por donde siguen entrando algunas espectadoras rezagadas. Y es que no hay ninguna categoría superior que pueda contener la de “mundo”. (Por ello Raquel Vidales habla de “universo” y la compara con una novela de mil páginas en la que te acaba sumergiendo).

Si, como Andrea Rodrigo sostiene en el texto de presentación, las creadoras de Las ultracosas se han propuesto la “suspensión del sentido”, a quien asiste a la manifestación de ese mundo no le queda otra opción que suspender el juicio, desprenderse de las preoposiciones “ante” y “frente” y atreverse a entrar en él con los cinco sentidos y también con la memoria y el deseo. No es fácil, porque la posición de los espectadores obliga a la distancia, invitados a sentarse en torno a un cuadrilátero explícitamente delimitado por unas candilejas electrónicas de un lado y un foro de inestables bastidores de madera por el otro. Es como si fuera reclamado dentro y al mismo tiempo se le pidiera paciencia, porque primero se requiere comprender, y disfrutar de la comprensión en el moroso despliegue de las cosas, las luces y los gestos. Hay pistas, sin embargo, que permiten adivinar la provisionalidad de ese marco aparentemente tan rígido: la disposición oblicua de la escena respecto al escenario, la iluminación de los espacios laterales, la desnudez de la caja negra, la sugerencia para desplazarse libremente y probar distintos puntos de contemplación. De modo que uno acepta su papel: recostado sobre un almohadón, gozando de la máxima proximidad a la escena, o sentada en una silla desde la gradería frontal o lateral, disfrutando de un falso anonimato, el espectador o la espectadora activa su imaginación para estar dentro mientras continúa físicamente estando fuera. Es así como logra acceder.

Las ultracosas es un mundo en el que operan alteradas todas las dimensiones que permiten la percepción y la experiencia. El tiempo transcurre elástico, haciendo que los movimientos a veces se desaceleren hasta la práctica inmovilidad, a veces parezcan (engañosamente) naturales, y otras colapsen por el choque de placas tectónicas de mero tiempo que provocan sordos temblores. Las músicas invaden el espacio, sucediéndose como si cayeran aleatoriamente desde satélites desquiciados, prescindiendo de la geografía, de las fases del día y de la noche y la alternancia de las estaciones, eso sí, sin superponerse nunca, porque la atención a la singularidad es uno de los principios de organización de este mundo. Es precisamente la singularidad lo que hace que las cosas sean ultracosas y no se degraden a la condición de objetos; las cosas se convierten en objetos al ser conocidas o utilizadas y ambos procesos requieren la multiplicidad o la repetición: muchas cosas que al mostrar sus semejanzas hacen aparecer los objetos, o algunas cosas que en la repetición del hacer muestran su función. Pero, en su singularidad, en su primer mostrarse o en su primer operar, la cosa sólo produce asombro, y después curiosidad o deseo derivados de su forma, su color, su potencialidad de movimiento, su textura, sus posibles modos de afectar otros cuerpos. Cuando las cosas, en su interacción con cuerpos inertes y vivos, pero también con la luz, con la música y la memoria, pierden la mudez (por la que habitualmente se las desprecia y se las esclaviza como objetos) y comienzan a hablar y a moverse como cosas, en ese momento manifiestan su condición de ultracosas. Claro está que tal desvelamiento sólo ocurre gracias a la presencia de alguien que las contempla y las anima a manifestarse. Cécile, Óscar, Javi, Anto y Louana lo consiguen porque hablan la lengua de las cosas, han aprendido a comunicarse en silencio, manteniendo el respeto a las superficies y sin perturbar su temporalidad pausada. Quienes habitan el mundo de las ultracosas ya no usan el lenguaje abstracto, solamente una lengua sensible, cuyos signos son posiciones, vibraciones, gestos, desplazamientos, rotaciones sutiles, elevaciones o depresiones de partes del cuerpo, a veces casi imperceptibles. Por ello en ocasiones se diría que se comportan como plantas, y que se ven afectados por un erotismo vegetal; en otras son como animales asombrados de cómo las cosas juegan con ellos, se les escapan, se les resisten o simplemente los provocan; y a veces se convierten en cantantes insólitos, a través de cuya figura atraviesan las letras de canciones, que son las incursiones de otros mundos en este mundo, y cuyas palabras sólo son tolerables en tanto no interrumpen el silencio de los cuerpos y en tanto la música fluidifica la abstracción de lo verbal. Porque una palabra tajante haría desaparecer rápidamente el mundo de las ultracosas, que son seres tímidos, y con quienes sólo cabe relacionarse mediante la afinidad, la insinuación, la imitación, la mirada empática, el mimetismo, la sujeción, la combinación, el encadenamiento, el humor o la resonancia. Nada habría más brutal o más cruel que decirle a una cosa: tú eres un tubo, tú eres una antena, tú eres una cortina, o tú eres de algodón, tú eres de poliespán, tú eres de lana, o tú pareces una flor, y tú pareces una pluma o tú pareces un arco. Porque en el mundo de las ultracosas no hay conceptos, ni nombres, ni identidades, sólo singularidades que se encuentran y se gozan.

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Ni siquiera Jorge, el (de)constructor del espacio, se relaciona con las cosas como si fueran algo más o algo menos que cosas. Se diría que su operar funcionalista ha sido aceptado por los habitantes de ese mundo como una excepción que no amenaza su orden ni su existencia. Aunque el ritmo de su cuerpo es más rápido y más concreto, su relación con las cosas es también puramente táctil, nunca invasiva ni transformadora. Coloca las losetas de linóleo una a una y cada loseta sigue siendo ella misma a pesar de que entre todas compongan un piso fragmentario. Lo mismo ocurre con los ladrillos de espuma, los bastidores de madera, el gran rollo de linóleo que atraviesa la escena y la cortina rosa… Cada intervención añade un plano, que funciona como un sobreencuadre, que lejos de re-encuadrar, más bien desencuadra, pues las sucesivas capas (madera, linóleo, espuma, pape, tela…) practican más bien una apertura cada vez mayor del mundo de las ultracosas que, al principio reducido al cuadrilátero original, se va expandiendo, muy lentamente, para ir habitando otros espacios de la caja negra.

El foro de madera, al desaparecer, va dejando al descubierto las estanterías en las que reposan las cosas antes de su activación, como esos almacenes de los museos que conservan las piezas no expuestas en las galerías públicas, muchas veces las descartadas para la mirada general porque hay otras más valiosas o más bellas que exponer. En el mundo de las ultracosas son precisamente esas piezas las que cobran vida, las supuestamente absurdas, las más inútiles, las más disparatadas. Claro que estos adjetivos resultan incomprensibles en la lengua de las cosas, son conceptos completamente contradictorios con la moralidad que rige ese mundo.

También la sexualidad es aquí cósica, las identidades múltiples y cambiantes, no hay correspondencia precisa entre las formas y el sexo, y la excitación puede producirse en los encuentros más insólitos, y habitualmente a distancia. Pelucas y gabanes, vestidos y calzado contribuyen a la fluidez de los géneros y a la expansión del gozo, que se relaciona también con el mero placer de las texturas, las figuraciones y los colores. La pasión siempre es superficial, y el amor es divertido.

En la última fase, Óscar, Luana, Cécile, Anto y Javi aparecen con la piel de rojo, amarillo, verde y distintos tonos de azul monocromos. Es como si la luz (que Gilles ha ido produciendo con la misma sensitividad -y esta palabra no existe según el diccionario- con la que ellos se han ido relacionando con las cosas) se hubiera materializado sobre sus cuerpos, aproximándoles aún más a las cosas. De su pasado humano son huella quizás los relatos al óleo, como de una novela de Georges Perec, rescatados de los almacenes de las cosas, unas más entre otras, porque ninguna jerarquía diferencia al humano retratado del bastidor que soporta la tela pintada. Es en esa fase cuando se producen los momentos de mayor excitación, cuando todas las ultracosas se diría que participan de las canciones y de las danzas, en el espacio ya muy abierto, habitado por esferas, pieles, malva, bloques grises, flores pintadas, dientes y lenguas, turquesa, aluminio, gomaespuma, liviano, lavabo, compacto, manos, madera, guantes, blanco, zafiro, melenas, cuadrados, oro, sandalias, cerámica, inflable, poliespán, plumas, ojos, seda, rollos, tubos, huesos, negro, cuerda. Ya no queda duda de que el mundo de las ultracosas existe por sí mismo, que es real, y que nos muestra una ecología en las relaciones basada en los principios de autonomía y de humildad. A quién no le gustaría quedarse a vivir un tiempo en ese mundo, cambiando de pelo y ropa y calzado en el almacén infinito de la escena, conversando sin hablar, gozando sin dramatismo. Sin embargo, los técnicos siempre han estado ahí, bien visibles, como los espectadores, como la caja negra que permite los delicados efectos de magia, como Gilles en el control de las luces, como Cuqui, en el control de la música, componiendo en tiempo real la dramaturgia, siempre muy atenta también a que su imaginación sea siempre la imaginación de las ultracosas, compartida en silencio elocuente con Óscar, Cécile, Anto, Luana, Jorge y Javi. Al final, uno no puede decidir, la realidad retorna, el Madrid invernal, que puede ser muy adusto y muy oscuro, incluso muy bronco y muy antiecológico. Pero esta ciudad, como todas, también alberga otros mundos, y éste que hemos conocido es un mundo muy tentador. Ahora ya sabemos que en algún momento podremos con suerte volver a habitarlo. También sabemos de su fragilidad, de su condición vulnerable, y de la responsabilidad que nos incumbe para que siga existiendo.

José A. Sánchez

Cuqui Jerez, Las ultracosas. Teatros del Canal. Madrid. 23-26 de enero de 2020

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