SERIE: UN ELEFANTE EN LA HABITACIÓN

NUESTROS QUERIDOS AMIGOS LOS JUECES, EN ESPECIAL EL “ÍNCLITO” JUEZ MANUEL “POR DETRÁS” MARCHENA Y SUS SECUACES, SU INDEPENDENCIA Y LA INTERPRETACIÓN DEL DERECHO

Ha habido últimamente mucho ruido político y mediático a propósito de la renovación del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) y su relación con la independencia de los jueces. Con el protagonismo absoluto del tonto mantra para simples, repetido cansinamente hasta la saciedad por los partidos de derecha extrema españoles, de que la garantía de su independencia está en que los propios jueces elijan a sus representantes en el CGPJ. ¡Como si el modo de elección de esos representantes tuviera algo que ver con la independencia de los jueces!

No. No tiene nada que ver. La independencia de los jueces, esto es, que puedan ejercer su función sin influencias externas de ninguna clase, sometidos únicamente al imperio de la ley, está garantizada sobradamente en la CE y en nuestras leyes. Y si alguien tiene alguna duda de lo que digo que intente influir en un juez para que dicte una sentencia a su favor o que, sin ir más lejos, lo llame ignorante durante un juicio. Así podrá comprobar de primera mano lo bien protegida que está la independencia de nuestros jueces. De hecho, está tan sobreprotegida que, en realidad, y como veremos más adelante, es más bien a nosotros a quienes se nos debe proteger del abuso que muchos hacen de su poder.

El problema, en el fondo, no es la independencia de los jueces sino su “ideología”, el elefante en la habitación del que tanto políticos como jueces son muy conscientes, pero del que al parecer nadie quiere hablar. Los jueces, porque les interesa que el pueblo, del que emana en teoría su poder, siga viviendo en la ficción, alimentada por la parafernalia teatral que acompaña a sus actuaciones, de que impartir justicia es una actividad técnica, objetiva y aséptica, ejercitada por unos operadores intocables, situados más allá del bien y del mal, que se limitan a ser intermediarios ciegos entre la justicia y nosotros. Sin que sus condiciones personales influyan de manera alguna en su función.

Los políticos, que despiertan nuestra infinita ternura, cuando repiten como loros, cada vez que son preguntados sobre alguna decisión judicial, que ellos obviamente las acatan (¡como si tuvieran alguna otra opción!), porque creen que cuestionar ante el pueblo el funcionamiento de la justicia, y hacerlo objeto del debate público abierto, poniendo el acento en los jueces y sus circunstancias, abriría la puerta a la desestabilización de uno de los instrumentos esenciales del Estado para mantener el orden público y el control de la ciudadanía.

Eppur si muove…Si, queridos amigos, a pesar de todo los que nos quieran hacer creer, los jueces tienen también “ideología”, como todo hijo de vecino. Algo sabido y comentado por todos los operadores jurídicos que han de lidiar en el día a día de los juzgados y tribunales. Y no me refiero aquí a una concepción específica o peyorativa del término, a veces incluso patológica, como podría ser la función de la ideología en el marxismo. Tampoco exclusivamente a su componente político, aunque también. Ideología simplemente, en su acepción más obvia, como visión del mundo, como conjunto de ideas y creencias de un ser humano que condicionan y afectan a su visión y entendimiento de lo que le rodea. Una lente superpuesta a nuestra mirada que condiciona, consciente o inconscientemente, lo que vemos, cómo lo vemos y qué sentido le damos, nuestras filias y nuestras fobias. Sí,  los jueces tienen también, como dirían los alemanes, su Weltanschauung.

Obviamente, nuestra visión del mundo, nuestra “ideología”, afecta todas las facetas de nuestra vida porque es indistinguible de nuestra forma de estar en el mundo, de nuestra persona. El problema con los jueces es que su “ideología”, como no podría ser de otra forma, afecta consciente o inconscientemente, a sus decisiones en el ámbito profesional, esto es, a su función jurisdiccional. En general, y en asuntos que no son, en principio, especialmente sensibles a la influencia “ideológica” (¿se cometió este delito con nocturnidad?, o que no tienen demasiada trascendencia pública (¿ha robado Pepito Pérez esta bicicleta?), la “ideología” de los jueces nos la puede traer al pairo porque no nos afecta demasiado.

Ahora bien, en cuestiones sensibles a la influencia ideológica (¿prohíbe el derecho a la vida la interrupción voluntaria del embarazo?) o con mucha trascendencia pública (¿afecta la inviolabilidad del monarca a los actos cometidos en el ámbito privado?), la cosa cambia radicalmente. La “ideología” de los jueces, entonces, nos puede afectar potencialmente a todos nosotros con un impacto exponencialmente mayor del que tienen, en condiciones normales, las “ideologías” de los demás. Esa es la razón de las luchas políticas en, y por, el CGPJ. No es que se vea afectada la independencia de los jueces, sino que todos quieren tener a jueces en ciertos puestos con los que compartan afinidad “ideológica”.  

Un ejemplo. El 11 de junio de 2024 se publicaba en el BOE una ley, aprobada por el Parlamento español, que amnistiaba una serie de actos, determinantes de responsabilidad penal, cometidos en el contexto del denominado proceso independentista catalán (procés). La ley incluía los actos tipificados como malversación, delito que castiga al funcionario público o autoridad que se apropia de patrimonio público con ánimo de lucro, que usa temporalmente de bienes públicos sin ánimo de apropiación, o que da al patrimonio público que administra una aplicación pública diferente de aquella a la que estuviere destinada.

La amnistía del delito de malversación en la ley tiene una serie de excepciones. En concreto, el artículo 1.1 b impide amnistiar la malversación cuando haya existido propósito de enriquecimiento, y el artículo 2.e cuando el delito haya afectado a los intereses financieros de la Unión Europea. Hasta aquí, todo claro y sencillo, dentro de lo que la jerga jurídica al uso en España permite.

Cuando llegó el momento de aplicar lo previsto en la ley de amnistía a alguno de los encausados por los actos cometidos en el contexto del denominado proceso independentista catalán que estaban aforados, la Sala Segunda, de lo Penal, del Tribunal Supremo, presidida por nuestro “ínclito” juez Manuel Marchena (con quien el Partido Popular se jactaba de poder controlar esa misma sala “desde detrás”), decidió que la amnistía, a pesar de que la ley era clara al respecto, les era inaplicable. ¿Por qué?

Porque, con objeto de subsumir los hechos en alguna de las excepciones, única forma posible de inaplicar la ley, los jueces de la Sala Segunda decidieron que los encausados sí se habían enriquecido y que, además, sus actos afectaban a los intereses financieros de la Unión Europea. ¿Cómo? En el caso del enriquecimiento, porque se habían enriquecido por el montante de lo que se habían ahorrado al no pagar ellos de su bolsillo los gastos generados por el procés que, en realidad, pagaron con dinero público. En el caso, de la Unión Europea, porque de haberse consumado el procés, Cataluña se habría salido de la Unión y eso habría afectado obviamente a sus intereses financieros.

Se trata claramente de una interpretación contra factum, contra legem y contra reo. Y lo absurdo, disparatado y peligroso de la misma se ve inmediatamente en cuanto uno profundiza algo en su lógica interna y en sus consecuencias. La interpretación es contrafactual porque, en el mundo real, los encausados pagaron los gastos del procés con dinero público. En la realidad, por tanto, es muy fácil determinar si ha habido o no enriquecimiento personal y su monto: sólo hay que comprobar si una cantidad X de fondos públicos ha acabado en las manos del encausado o en su cuenta bancaria. En ese caso, ha habido enriquecimiento personal por la cuantía de X.

Ahora bien, cuando el enriquecimiento consiste en un hipotético, por especulativo, ahorro de dinero que los procesados hubieran debido gastarse, el operador jurídico que sostiene esa interpretación se ve obligado a realizar una serie de presunciones que acaban inevitablemente en la prevaricación. Y si no me creéis, haceos la siguiente pregunta: ¿cuál es el montante del enriquecimiento personal en el caso de un hipotético ahorro de gasto?

Uno podría contestar diciendo que se han ahorrado lo mismo que gastaron de dinero público en el procés. Y en lo que respecta a la cantidad total, y al conjunto de los encausados, la respuesta sería correcta. Pero esto es un proceso penal. Y la responsabilidad penal es siempre algo individual. No es lo mismo malversar y enriquecerse por la cantidad de 100 millones de euros que por la de 1 céntimo. En un caso es delito, y en el otro no. Las penas del delito de malversación dependen de la cantidad malversada y, por tanto, si consideras que el enriquecimiento está en el ahorro has de determinar también cuanto se ha ahorrado cada encausado. Pero no lo sabes y nunca lo vas a poder saber sin prevaricar. Porque el punto de partida de tu argumentación no es un hecho demostrable sino una hipótesis especulativa: si hubieran pagado de su bolsillo los gastos del próces habrían incurrido en gasto; al no haberlos pagado de su bolsillo se han ahorrado ese gasto y, por tanto, se han enriquecido en la medida del ahorro.   

En ese mundo hipotético y ficticio, te ves obligado a acudir a la ficción de repartir a partes iguales los dineros públicos gastados en el procés entre los procesados por malversación para determinar su enriquecimiento individual. O cualquier otra fórmula del estilo, por ejemplo, distribuirlo proporcionalmente a sus responsabilidades administrativas. Pero en ese caso, dado que no fue lo que ocurrió realmente y todo es especulativo, el operador jurídico estaría sustituyendo la voluntad de la ley por la suya propia. El prototípico caso de prevaricación.

El mismo razonamiento se puede aplicar a la excepción que tiene que ver con la afectación financiera de la Unión Europea: si se hubieran independizado podría haber habido una afectación de fondos europeos medido en disminución de la recaudación. La hipótesis plantea problemas de determinación exacta de los fondos malversados, como en el caso anterior del enriquecimiento. Pero el problema básico que tiene esta interpretación es que, en la realidad no se independizaron. Todo el ejercicio interpretativo se basa en una potencialidad hipotética como fundamento último de una atribución penal de responsabilidad.

Por desgracia, y aun siendo ya grave, aquí no acaba la cosa. La interpretación es también contra legem y, lo que es mucho peor, contra reo. Es contraria a la ley porque la letra de la misma y la voluntad del legislador son meridianamente claros y no hace falta interpretarlos: hay que amnistiar el delito de malversación salvo si ha habido enriquecimiento personal o afectación de fondos europeos. Y no ha habido enriquecimiento personal porque no se puede probar que el patrimonio de ninguno de los encausados aumentara en una cantidad determinada X preveniente de fondos públicos. Ni que se vieran afectados fondos europeos por la sencilla razón de que no se independizaron. Con esta interpretación, lo que está haciendo el operador jurídico que la defiende es substituir la voluntas legis por la suya propia. Una vez más, el prototípico caso de prevaricación.

Además, y esto es sin duda lo más grave, esta interpretación va claramente contra los intereses de los reos que se ven privados de la aplicación de una ley penal que les resulta favorable. Pone los pelos de punta el sólo hecho de pensar que los supuestos juristas en la cumbre de la pirámide judicial española son capaces de sostener, de entre todas las interpretaciones posibles, y frente a todos los principios penales garantistas que han dado los avances civilizatorios, una interpretación que claramente perjudica a los procesados. La pregunta es, por tanto, ¿Por qué? ¿Cómo ha sido posible esta aberración jurídica? ¿Cómo han acabado convirtiéndose nuestros próceres de la Sala Segunda del TS en hooligans incontrolados de la interpretación jurídica?

Siempre se podría pensar, leyendo los abstrusos y barrocos razonamientos que utilizan para justificar su interpretación, que nuestros operadores jurídicos no tienen ni idea de derecho o, al menos, que no saben escribir. Al fin y al cabo, cualquier estudiante que haya pasado de segundo de derecho tiene conocimiento de los serios límites que afectan a la interpretación de las leyes penales. Pero, aunque no es descartable esa posibilidad en el caso de próceres como el ínclito juez instructor Llarena, (con series limitaciones cognitivas que le llevaron a justificar en uno de sus escritos la negativa a emitir una orden europea de detención y entrega con la estrambótica razón de que su emisión era justamente lo que habría querido el reo), no parece razonable pensar que la crema y nata judicial del derecho penal español no sabe demasiado derecho.

Descartando la ignorancia, la respuesta es bastante obvia: la interpretación es claramente fruto de la “ideología” del operador jurídico que la ha llevado a cabo, con la que ha pretendido substituir la voluntad del legislador y del texto, que no le gustaban, por la suya propia. Y eso ha sido posible por el juego conjugado de la naturaleza misma de la actividad interpretativa de las normas jurídicas, y la regulación en nuestro país de la prevaricación judicial y la responsabilidad de los jueces en el ejercicio de su función de juzgar y hacer cumplir lo juzgado. Vayamos por partes.

El lenguaje, las palabras, es la materia prima del derecho. Las normas jurídicas que pretenden regular nuestra conducta se materializan en el mundo real bajo un ropaje lingüístico. Aquí es donde empiezan los problemas. No sólo está el lenguaje repleto de conceptos que son esencialmente controvertidos, y requieren algún tipo de definición compartida o consenso sobre cuál es su significado operativo. Es que el propio lenguaje está trufado inherentemente de polisemia morfológica, sintáctica y léxica. Con otras palabras, cualquier acto comunicativo pueda dar lugar a muchos malentendidos porque cada uno de los participantes puede haber entendido cosas diametralmente opuestas. En el caso de las normas jurídicas, en especial las penales, que afectan esencialmente a la libertad de las personas, es necesario reducir al máximo esa polisemia, acercándola así al ideal latino de toda ley penal: lex scripta, previa, certa y stricta. Aquí es donde aparece la interpretación.

Muchos autores consideran la interpretación jurídica, un caso especial de la interpretación de textos en general y, en el fondo, una subespecie del género traducción, un tipo de arte. Consiste en determinar el significado y alcance de las normas para poder aplicarlas subsumiendo los hechos en las mismas. La interpretación jurídica permite un amplio margen de discreccionalidad hasta el punto que muchos consideran que, en lo que respecta a la argumentación jurídica, se puede argumentar casi cualquier cosa. De ahí lo del arte.

Arte o no, lo que nadie discute es que la “ideología” del intérprete, su forma de ver el mundo, sus ideas de todo tipo sobre lo bueno y lo malo, sobre política o el bien común, sus filias y fobias, se proyectan de forma consciente o inconsciente en su interpretación a la hora de elegir un significado de entre todos los posibles. Y la amplitud de márgenes interpretativos es la que permite esa proyección ideológica sobre la argumentación.

Obviamente hay límites a la libertad del intérprete, especialmente del jurídico. Existen por ejemplo los precedentes jurisprudenciales, cómo se ha interpretado en el pasado ese mismo texto por parte de otros jueces y tribunales. Pero ese límite es más teórico que real. Uno puede encontrar en los precedentes apoyo para casi cualquier interpretación y, además, si el operador jurídico está en la cúspide de la pirámide jurisdiccional siempre puede revertir la linea interpretativa jurisprudencial.

Por ejemplo, la nocturnidad, el aprovechamiento de la noche y su oscuridad para cometer un delito con mayor facilidad, ha sido tradicionalmente una circunstancia agravante de la responsabilidad penal. En principio, y ante la falta de definición en el texto legal, se podría pensar que la nocturnidad ocurre necesariamente entre la puesta del sol y el amanecer y que ha de estar caracterizada por la oscuridad. ¿Qué ocurre si existe luz artificial? Depende. Hay sentencias del TS que la consideran indiferente a la hora de apreciar la existencia de nocturnidad. Otras no lo consideran indiferente, pero sí secundario, no impidiendo apreciar la nocturnidad. Finalmente, hay otras, la mayoría en la actualidad, en las que pasa a constituir un elemento cuya presencia elimina la oscuridad y, por tanto, la posibilidad de apreciación de la agravante nocturnidad.

El interpretador tiene, por tanto, aun ateniéndose a los precedentes, una libertad interpretativa máxima sin salirse de los límites jurisprudenciales. Si un juez, consciente o inconscientemente, le ha cogido fobia al encausado, siempre puede, por ejemplo, justificar el descarte de la existencia de luz artificial como circunstancia que impide apreciar la existencia de nocturnidad, e imponerle una pena agravada.

Hay límites que parecen más serios. Interpretaciones claramente absurdas, ilógicas, contrarias a la razón o inherentemente contradictorias deberían estar descartadas. Sin embargo, en el fondo, la absurdez, la falta de lógica, la sinrazón o la contradicción no parecen suponer tampoco un límite demasiado serio: el intérprete jurídico puede desintegrar la estructura linguística y la substancia del texto, reformar su substancia semántica (o más poéticamente, lui tordre le cou, que decía Verlaine), e imponerle su voluntad, sin que, aparentemente, esté violando esos límites básicos. Y el ejemplo lo tenemos justamente en el caso de los jueces de la Sala Segunda del TS y su interpretación del enriquecimiento como causa excluyente de la aplicación de la amnistía.

Por lo escrito hasta ahora, es obvio que esa interpretación me parece absurda, ilógica,  contradictoria e incoherente. Bajo una cierta apariencia de consistencia interpretativa, al fin y al cabo enriquecerse puede consistir en evitarse un gasto, estos operadores jurídicos nos han querido colar una argumentación que contradice incoherentemente lo dicho por ellos mismos en su sentencia condenatoria de otros encausados por el procés, en la que sostuvieron que no hubo enriquecimiento personal. Y lo hacen de forma absurda e ilógica ya que su argumentación conduce inexorablemente, si no quieres infringir los más elementales principios penales, a un imposible: tener que individualizar para cada encausado, sin base factual ni posibilidad probatoria, la cantidad objeto de enriquecimiento.

Estoy convencido que estos aprendices de brujos, estos hooligans de la argumentación jurídica, están en el fondo totalmente de acuerdo conmigo. Saben que han interpretado contra factum, contra legem y contra reo. Y que eso, que puede tener un pase cuando interpretas las instrucciones de la batidora que te acabas de comprar, no lo tiene cuando se trata del derecho penal.  La otra opción de la que hablaba antes, la ignorancia supina, es si cabe más terrorífica, y podemos en principio descartarla.

Los juegecitos argumentativos, la violencia extrema que han ejercido contra el texto de la ley, sólo pueden explicarse por la “ideología” de estos operadores jurídicos que, sin reparos, han querido imponer su voluntad a la del legislador, es decir, a la nuestra. Uno casi puede imaginarse al inclito juez Marchena, al estilo de los villanos de las películas de James Bond, repantingado en su sillón, acariciando un gato con sonrisa maligna, mientras rumiaba como retorcer y violentar el texto de esa ley que tanto detesta para imponernos a todos su santa voluntad.

¿Y entonces? Entonces, nada. Y aquí es donde entra la otra parte del juego conjugado del que hablaba al principio para explicar porque, unos supuestos próceres del derecho se han permitido esta chapuza argumentativa: la regulación en nuestro país de la prevaricación judicial y la responsabilidad de los jueces en el ejercicio de su función de juzgar y hacer cumplir lo juzgado. Nuestros hooligans judiciales han hecho lo que han hecho simplemente porque lo podían hacer con total impunidad, sin ninguna consecuencia penal. En este cuento, a diferencia de las películas de James Bond, los villanos ganan.

Primero, porque la tipificación del delito de prevaricación judicial, esto es, cuando un juez pretende substituir la voluntad del legislador expresada en la ley por la suya propia, es muy restrictiva. El Código penal exige que el juez dicte la resolución injusta a sabiendas, un elemento subjetivo que requiere el pleno conocimiento de la realidad de la injusticia. En mi opinión, nuestros queridos hooligans son plenamente conscientes de la injusto de su interpretación. Pero es lo que creo yo. Y no sirve para nada porque, además de nos ser juez, nunca podría meterme en su cabeza y demostrarlo.

En efecto, el TS exige que la contradicción de la resolución con el derecho no sea sostenible mediante ningún método aceptable de interpretación. Y ya hemos visto que el margen de libertad del operador jurídico para interpretar es muy amplio. En mi opinión, no existirían demasiados impedimentos para demostrar que los próceres de la Sala Segunda se han saltado a la torera las reglas interpretativas del Código Civil. Y que su extravagante interpretación claramente contradice el sentido propio de las palabras de la ley de amnistía, su espíritu y finalidad. Por desgracia, no me corresponde a mí juzgarlos. Y aquí es donde entra la segunda razón por la que nuestros villanos se van a salir con la suya.

Son sus propios colegas jueces los que tendrían que juzgar la existencia del ilícito penal. Y, la judicatura, como cualquier otro cuerpo social, tiende inevitablemente hacia las actitudes corporativas, como se puede comprobar fácticamente en los pocos casos de prevaricación que se aprecian. O te cogen metafóricamente con el carrito del helado, véanse las grabaciones de ese juez delincuente e inmoral destinado en las Canarias al que grabaron maquinando con una de las partes para torcerle la vida a una colega, o si no, es bastante difícil probar la prevaricación. Siempre existe además la posibilidad de aducir el error.

Es esa cuasi impunidad de la que gozan nuestros hooligans judiciales la que les permite imponer su voluntad sobre la del legislador, es decir, sobre la voluntad soberana del pueblo expresada a través de la ley. La tentación de obligarnos a tragar con su “ideología”, especialmente en casos particularmente “ideológicos”, es demasiado fuerte. Y la cuasi impunidad aleja cualquier freno inhibitorio que pudiera existir. Hasta el extremo de permitirse incluso afirmaciones rayanas en la tomadura de pelo, la burla, la ignorancia más supina o el desprecio vergonzoso del derecho. ¡Y eso la cúspide jurisdiccional del derecho penal español!

Por si alguien pudiera considerar exageradas mis afirmaciones, no puedo evitar reproducir algunos de los obiter dicta con los que nuestros próceres del derecho han regado su argumentación para rechazar la aplicación de la ley de amnistía a uno de los encausados. Vivir para leer: “las leyes no pueden interpretarse como un mandato verbal dirigido por el poder político a los jueces” o “el imperio de la ley solo puede garantizarse una vez el texto legal publicado es sometido a una interpretación judicial”, o “la imagen del juez como ‘boca muda’ que debe limitar su función a proclamar consecuencias jurídicas que fluyan de la literalidad de la norma representa una imagen trasnochada que los recurrentes presentan ahora como el ideal democrático de una justicia respetuosa con el poder legislativo”.

Pero ¿quién, con un mínimo conocimiento del derecho, interpreta la ley como un mandato verbal dirigido por el poder político a los jueces?, ¿o defiende la idea del juez como boca muda? ¿o niega la legítima interpretación judicial cuando se respetan las reglas interpretativas comúnmente aceptadas?

Que nuestros hooligans hayan puesto por escrito algo que nadie, excepto ellos mismos, ha podido escribir revela su percepción inconsciente de lo que supone la ley de amnistía y las razones por las cuales han decidido imponernos su voluntad por encima de la del legislador: ven la ley como un mandato de políticos que no son los suyos, y no están dispuestos a obedecerla porque no les gusta.

No. La ley no es un mandato de los políticos. La ley es la forma en la que el pueblo, en ejercicio de la soberanía popular, expresa su voluntad de someternos a todos al imperio del derecho con objeto de garantizar la convivencia. Y todos estamos obligados a cumplirlas, nos gusten o no. Es por esa razón, porque la ley es la expresión del soberano, en nuestro caso el pueblo, en forma de mandato, por la que ya desde los tiempos del Digesto de Justiniano, se imponían directrices estrictas de interpretación: quum in verbis nulla ambiguitas est, non debet admitti voluntatis quaestio (cuando no hay ambigüedad en las palabras, no debe admitirse cuestión sobre la voluntad) o Verba simpliciter prolata debent intelligi secundum suam propiam significationem (las palabras proferidas simplemente deben entenderse según su propio significado).

O, lo que traducido en un aforismo más al uso y que no necesita traducción: in claris non fit interpretatio. Algo que el propio TS ha repetido en innumerables sentencias reconociendo que el intérprete o juez debe abstenerse de más indagaciones o interpretaciones si un texto, por su claridad, univocidad y sencillez no plantea discordancia entre las palabras y su significado. Justo lo contrario de lo que han hecho nuestros hooligans, que han recurrido al vandalismo interpretativo para saltarse la voluntad popular expresada en la ley e imponerlos la suya.

Dada la chapuza interpretativa, el descaro y la impunidad con la que ha sido realizada, uno podría inclinarse a tomárselo a broma y partirse de la risa. Pero no deberíamos. Es muy grave. Y es fundamental, para la salud democrática y la preservación de la paz social, reducir al máximo las posibilidades de que algo así vuelva a ocurrir.

Es nefasto para la salud democrática que uno de los poderes del Estado, el judicial, pretenda imponer su voluntad sobre la máxima expresión de la voluntad popular, la ley. Socaba la división de poderes y pone en riesgo la estructura constitucional. Y la misma idea de justicia. Y lo que es más grave, pone gravemente en peligro la paz social. Ni las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado ni los jueces pueden delinquir. Sus transgresiones de la ley no son como las del común de los mortales.

Y no lo son porque afectan a la esencia misma del contrato social por el que los ciudadanos renunciamos a la violencia, delegando en el Estado la función de hacer justicia. Los delitos cometidos por los representantes de esos dos pilares del Estado de derecho están en el mismo orden de gravedad que los delitos que afectan al orden constitucional y nos acercan peligrosamente a los estallidos de violencia colectiva.

Por esas razones hay que proceder de inmediato a reformar el delito de prevaricación judicial para hacer cumplir lo dispuesto en el art. 117 de la Constitución: la justicia emana del pueblo.

En primer lugar, los jueces no pueden seguir siendo los únicos que conozcan de los delitos de prevaricación cometidos por otros jueces. Es necesario introducir la participación del pueblo. Teniendo en cuenta el carácter extremadamente técnico del tipo penal, hay que plantearse la posibilidad de que el jurado sea seleccionado entre profesionales y expertos del derecho. En casos de gran calado ideológico, la determinación de la culpabilidad se verá también condicionada por la ideología del jurado. Pero un método de selección aleatorio funcionaria como potente elemento disuasor para que esos jueces que nos quieren imponer su santa voluntad se lo piensen dos veces antes de tomarnos el pelo con interpretaciones chapuceras, extravagantes, vergonzosas, absurdas, disparatadas y ridículas que sólo esconden la violencia política extrema con la que nos quieren imponer su voluntad.

En segundo lugar, las penas de la prevaricación judicial han de aumentar drásticamente en consonancia con la gravedad que la conducta tiene para la estabilidad del orden constitucional. Si el carácter disuasorio de la pena existe realmente, un aumento exponencial de la misma debería servir también, en consonancia con la reforma anterior para disuadir a los forajidos de la interpretación jurídica.

En tercer lugar, se debe rehabilitar cuanto antes la responsabilidad patrimonial de los jueces por sus decisiones injustas. Lo más probable es que esta última medida sea la que mejor disuada a nuestros queridos hooligans de la irresistible tentación que experimentan de querer imponernos su voluntad.