EL TRIBUNAL SUPERIOR DE SCHLESWIG-HOLSTEIN, EL NACIONALISMO ESPAÑOL Y LA NAVAJA DE OCKHAM: A PROPÓSITO DE LA PENOSA INSTRUCCIÓN DEL INCOMPETENTE JUEZ LLARENA

Ignacio Forcada Barona
Profesor Titular de Derecho Internacional Público
Universidad de Castilla-La Mancha

Si el asunto no afectara a la administración de justicia, función esencial del Estado moderno con la que todos nosotros, nacionalistas o no, más pronto o más tarde tenemos que lidiar, la verdad es que las reacciones más rancias del nacionalismo español a la decisión del Tribunal Superior de Justicia de Schleswig-Holstein, denegando la extradición a España de Carles Puigdemont por el delito de rebelión, y permitiéndola por el de malversación de caudales públicos, serían merecedoras de un capítulo aparte en nuestra particular historia del absurdo patrio.
Desde las más gore del clown por excelencia del ultranacionalismo español, Jiménez Losantos, que amenazaba velada, y no tan veladamente, a los alemanes, residentes o no en España, y llamaba incluso a la ruptura de relaciones diplomáticas con Alemania, hasta las más técnico-jurídicas de los juristas tocados en su orgullo nacional que atacaban al Tribunal alemán por poner en cuestión la confianza mutua en la que se basa la orden de detención europea puesta en marcha por Decisión Marco del Consejo de la Unión Europea, de 13 de junio de 2002. Pasando por la de los políticos nacionalistas españoles, como los gemelos (políticos) Albert Rivera y Pablo Casado, también conocidos como “Pili y Mili”, que hablaban de “humillación” y “falta de respeto”, y llamaban a “replantearse el funcionamiento de la euroorden y del espacio Schengen” (Casado), o de “ineficacia”, y “mensaje perverso”, llamando también a reconsiderar el futuro de la euroorden (Rivera). Por no hablar del increíble Girauta, escudero de Rivera, que hablaba de “canallada” y “espacio de impunidad europeo”, o del todavía más increíble González Pons quien, desde el Parlamento europeo en el que ejerce de eurodiputado, conminaba a España a suspender la aplicación del Acuerdo de Schengen. Vivir para ver.
Es una pena que todos estos señores hayan hecho oídos sordos de los consejos de Guillermo de Ockham, el escolástico inglés, a caballo entre los siglos XIII y XIV, que pasó a la historia por el principio metodológico conocido como “navaja de Ockham”: en igualdad de condiciones, la explicación más sencilla suele ser la más probable. Y es que, ¿en vez de pensar que tres sesudos y respetables magistrados alemanes de la Sala Primera de lo Penal del Tribunal Superior Regional de Schleswig-Holstein se despertaron un día medio aburridos y se dijeron “vamos a humillar un poco a esos españoles bajitos, paletos y muertos de hambre, y de paso nos pasamos por el forro la legislación europea que es un bodrio”, no era mucho más sencillo pensar que el auto de procesamiento del juez Llarena es una de las chapuzas jurídicas más esperpénticas de la historia judicial española?
Y más cuando cien profesores de derecho penal españoles firmaron un manifiesto en el que veían gravemente equivocado considerar los hechos como constitutivos de un delito de rebelión o de sedición. Y algunos otros, como el catedrático de derecho constitucional Pérez Royo, hablaban abiertamente de que las actuaciones del juez en cuestión rozaban peligrosamente la prevaricación, es decir, habían sido adoptadas a sabiendas de que eran injustas. Por no hablar de su glorioso auto de 22 de enero de 2018, pieza cumbre del surrealismo judicial hispánico, en el que el ínclito Llarena, convertido en un nuevo Napoleón de la estrategia jurídica, denegaba a la Fiscalía la petición de volver a emitir la orden de detención europea de Puigdemont alegando que no lo podía hacer porque ser detenido es justamente lo que querría el encausado para poder justificar su no asistencia a su propia investidura!. Eso, que ya de por sí da una idea de la instrumentalización política de la justicia llevada a cabo por el mismo juez que ha de garantizar el imperio de la ley más allá de los cálculos políticos, adquiere su verdadero carácter surrealista cuando unas líneas más arriba el mismo Llarena acusa a Puigdemont de ser un prófugo de la justicia. Y lo que es más alucinante: no lo expedientaron ni lo suspendieron de empleo y sueldo.
Yo animo a todo el que lea esto a que lea también el auto de procesamiento de nuestro querido juez. Pero si no tiene ganas de apretarse las 67 páginas de prosa repetitiva y farragosa de Llarena, no se preocupe: si ha seguido la actualidad nacional a través de los medios de comunicación ya tiene más de dos tercios leídos. Y es que el auto del incompetente Llarena no es más que la constatación de que la intención de los independentistas es independizarse de España seguida de más de cincuenta páginas de corta y pega periodístico en el que se desgranan los acontecimientos que tuvieron lugar en Cataluña desde al año 2012 hasta la actualidad, de los que se deduce que los encausados desobedecieron varias resoluciones judiciales del Tribunal Constitucional y que hubo también algunos altercados públicos. Y todo ello aderezado con sus elucubraciones sobre lo que estaba o dejaba de estar en la cabeza de los encausados cuando hacían lo que hacían.
Uno no puede imaginarse sin horror la cara que tuvieron que poner los serios y rigurosos magistrados alemanes cuando recibieron el escrito del incompetente Llarena. Y eso que nuestro juez, que supuestamente sabe de derecho penal (y sabe por tanto que los tipos penales constan de sujeto y predicado -alguien hace algo en la forma determinada por el legislador-), lo tenía fácil para obtener la extradición: sólo tenía que mencionar un nombre, el del sujeto, (Puigdemont), una acción (la del verbo en que consiste el predicado, alzarse violentamente), y una fecha y lugar, la fecha y lugar en la que tuvo lugar el alzamiento. Por poner un ejemplo. Si uno hubiera querido, hipotéticamente, solicitar en 1936 la extradición, por el delito de rebelión, del General Francisco Franco, huido a Alemania, sólo hubiera tenido que rellenar tres líneas: Francisco Franco se alzó violentamente contra el gobierno legítimamente constituido el 18 de julio de 1936 en Las Palmas de Gran Canaria. Y a continuación relatar brevemente algunas de las acciones del que luego sería conocido como Generalísimo, entre otras, declarar el estado de guerra en todo el archipiélago.
En vez de eso, el incompetente Llarena envió un panfleto semi-periodístico de más de 50 páginas, en el que las únicas veces en las que sale la palabra alzamiento o alzarse, el verbo fundamental del tipo penal de la rebelión, es cuando se cita literalmente el artículo del código penal que lo contiene. Obviamente, los magistrados alemanes tuvieron que alucinar…y, al no ser la rebelión uno de los delitos incluidos en la lista del artículo 2.2 de la Decisión Marco del Consejo de 13 junio 2002 (en los que la euroorden se concede automáticamente), hicieron lo que los artículos 2.4 y 4.1 de la Decisión les permitían hacer: comprobar que los hechos contenidos en la orden de detención redactada por el incompetente Llarena eran también constitutivos de un delito en Alemania.
La conclusión, como no podía ser de otra forma si uno se lee el panfleto de Llarena, es que esos hechos no eran delictivos en Alemania. Y que los desórdenes públicos que se habían producido no podían ser atribuidos a Puigdemont, que ni siquiera estaba presente, sino a los que los realizaron. Obvio.
Obvio porque en los hechos del auto de procesamiento del, por razones del todo incomprensibles, todavía juez Llarena no se describe un alzamiento violento, sino una cosa totalmente distinta. Y eso que, siendo español y habiendo iniciado su educación bajo el régimen del Generalísimo, tenía que estar harto de haber escuchado y repetido la expresión “alzamiento nacional”. Y saber por tanto que es y que no es un alzamiento violento, como el que tuvo lugar en España en 1936 que, entre otras cosas, causó más de doscientos mil muertos. Pero no. Para nuestro incompetente juez, que no duda en pasar totalmente de la racionalidad jurídica, la tipicidad penal y la proporcionalidad punitiva, entran dentro del mismo tipo penal el comportamiento de un General que decide salir a la calle con sus tropas, ocupar las radios y televisiones y las principales instituciones del Estado, y deponer el orden constitucional hasta ese momento vigente, que el de unos políticos de opereta que anuncian a bombo y platillo, con dos millones de votos detrás, que quieren ser independientes y consultar a la ciudadanía sobre la idea, que desobedecen al Tribunal Constitucional y al Gobierno y acaban declarando la independencia en una sesión bufa de su Parlamento regional. Y que cuando el Gobierno, harto ya de payasadas, decide suspender la autonomía, le entregan mansamente el poder, y se van tranquilamente a sus casas. ¡Quién no quisiera rebeliones como esta!
El incompetente juez Llarena no puede tener tan mermadas sus capacidades cognitivas como para no entender que hay una gran diferencia entre un caso y otro. En el primero, corres el riesgo de que la rebelión, que está apoyada por la amenaza o el uso de la fuerza, triunfe. En ese caso, la rebelión deja de ser un delito y el delincuente pasas a ser tú, el que se opone, que ves peligrar la estabilidad de tu cabeza sobre tus hombros. En el segundo, no hay ninguna fuerza creíble para apoyar nada, y cuando el gobierno decide que la opereta ha llegado a su fin, cierra el teatro y mete a todos los actores en la cárcel, sin resistencia. La proporcionalidad punitiva exige diferenciar un caso de otro. Y cuando no se hace, como no ha hecho nuestro incompetente juez, lo único que tenemos es arbitrariedad y venganza, pero no estado de derecho y justicia.
Es normal que políticos como el gemelo Pablo no sepan de esto, y se pasen el día diciendo sandeces, refiriéndose a los encausados como golpistas, pasándose por el forro la presunción de inocencia, y tildando de traidores a todos los que discutan su tipificación de los hechos. Al fin y al cabo, sabemos por el Tribunal Supremo que parte de los estudios de derecho que llevó a cabo fueron con un trato de favor, y que ese trato incluía la no asistencia a clase. Es obvio que Pablo se saltó las clases de derecho constitucional y las de derecho penal y que no tiene ni pajolera idea de ninguna de las dos materias.
Lo que es mucho más peligroso es que políticos como los gemelos Albert y Pablo, y los medios que los apoyan y azuzan, gocen de la legitimidad constitucional frente a los supuestos “golpistas” que la quieren romper. Nada más lejos de la realidad. El separatismo catalán y su intento de independizarse del resto de España es un problema menor comparado con la amenaza a la Constitución y sus valores que políticos de ese pelaje representan. Al fin y al cabo, los independentistas carecen del monopolio de la fuerza y, por tanto, sus “performances” duran tanto como el gobierno de turno quiera que duren. Ahora bien, que el gobierno de turno tome buena nota a la hora de dejarse aconsejar por “constitucionalistas” como los gemelos y sus medios de comunicación afines: cuando el porcentaje de voto independentista pasa del 65% la independencia de Cataluña será sólo una cuestión de tiempo porque no habrá tanque ni general engalanado que pueda pararla en la Europa de hoy en día. Y lo que está claro es que dejando que incompetentes como Llarena, y los fiscales Zaragoza Aguado, Madrigal Martínez-Pereda, Moreno Verdejo y Cadena Serrano en su escrito de conclusiones provisionales, pisoteen impunemente la racionalidad jurídica, la tipicidad penal y la proporcionalidad punitiva, la independencia de Cataluña está mucho más cerca de lo que lo estaba ayer.
En cualquier caso, la independencia de Cataluña palidece frente al peligro que para nuestra constitución y sus valores representan políticos como “Pili y Mili”. Albert y Pablo, nacionalistas más rancios todavía que los independentistas, parecen desconocer nuestra Constitución y que la presunción de inocencia es un pilar fundamental del Estado de derecho, el que lo separa de otros modelos de organización política que pisoteaban sin recato los derechos de sus ciudadanos. Condenar sin juicio previo es una práctica propia de Estados fascistas, feudales y dictatoriales. Que ambos hagan el favor de referirse a los encausados como lo que son, presuntos, y que hagan alusión correctamente al tipo penal que se supone que han infringido. De otra forma sólo estarán calentando artificialmente los ánimos de una ciudadanía que merece otro ejemplo por parte de sus políticos. Desde luego, llamar traidor a todo el que sostenga que no ha habido rebelión no es la mejor forma de garantizar ni la presunción de inocencia ni la independencia judicial de cuya violación tanto acusan a los demás.
Si algo bueno puede sacarse de todo este folletín en torno al juicio de los independentistas es que por fin vamos a dejarnos de hipocresías cuando mentemos al poder judicial. Los políticos no paran de llenarse la boca con expresiones como “respeto y acatamiento de las resoluciones judiciales” o “independencia judicial”, y de acusar a todo el que critica a los jueces de injerencia en la función jurisdiccional. Pero esto, amigos, será el tema de otra entrada, la que tiene que ver con nuestro Tribunal Supremo y sus indisimuladas ganas de usar el derecho para dar rienda suelta a la ideología nacionalista que caracteriza a sus miembros.

ANDRÉ BRETON Y LA INDEPENDENCIA DE CATALUÑA

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Ignacio Forcada Barona
Profesor Titular de Derecho Internacional Público
Universidad de Castilla-La Mancha

El espectáculo que han dado dos de los nacionalismos que pueblan la península ibérica a propósito de las elecciones autonómicas catalanas ha sido, para quienes la identidad nacional no define especialmente su forma de estar en este mundo, uno de los “happenings” surrealistas más alucinantes desde que el poeta francés André Breton redactara el manifiesto que dio origen al movimiento, y lo definiera como un “dictado del pensamiento, sin la intervención reguladora de la razón, ajeno a toda preocupación estética o moral”.
Ver a los nacionalistas españoles pasarse la mitad del tiempo discutiendo las consecuencias económicas, jurídicas y políticas de una hipotética independencia a la que, escudándose en la legalidad, consideran del todo irrealizable sin una previa reforma de la Constitución española que jamás van a permitir; y a los nacionalistas catalanes agarrarse como a clavo ardiendo a la nacionalidad del Estado del que pretendidamente se quieren separar, al tiempo que amenazan con iniciar un proceso, supuestamente basado en la legitimidad democrática, sin ni siquiera tener el apoyo de más de la mitad de los electores presentes y votantes, produce en quien asiste al espectáculo una indefinible sensación de tragicomedia hispana que, si no fuera por lo que está en juego, rozaría peligrosamente la ternura.
Es obvio que todas estas inconsistencias discursivas que, en condiciones normales, harían seriamente dudar de las capacidades cognitivas de la clase política española, y de la salud de la psique colectiva que la sustenta tienen una causa clara que permite explicarlas y, hasta cierto punto, comprenderlas: la inmediatez de las elecciones autonómicas catalanas. Unos y otros han sabido que estas elecciones eran sólo el primer movimiento de una partida que va a ser mucho más larga y que lo que estaba en juego era el capital de legitimidad con el que van a contar para los próximos movimientos.
Por eso los nacionalistas españoles, en vez de explicar claramente por qué no van a permitir que ese proceso de separación tenga futuro alguno, aumentando de paso el sentimiento nacionalista catalán, se han limitado principalmente a intentar asustar a los indecisos con las terribles consecuencias que depararía ese imaginada separación como si eso fuera a ser posible, con la esperanza de que, dado lo ajustado de los números, al final los nacionalistas catalanes no lleguen a obtener el cincuenta por ciento de los votos emitidos.
Y por eso también los nacionalistas catalanes se han dedicado a dibujar una futura Cataluña independiente a modo de arcadia feliz en la que los catalanes tendrían todo lo que tienen ahora, más lo que supuestamente les quita su pertenencia al Estado español.
Pero las elecciones ya han pasado y va siendo hora de explicar claramente las posibilidades que van a tener que enfrentar ambos nacionalismos. Y aquí es donde tenemos que dejar de una vez por todas el surrealismo que nos ha acompañado hasta las elecciones autonómicas y hacer uso de la intervención reguladora de la razón, y de las preocupaciones éticas y estéticas que quedaron aparcadas al principio de este “happening”.
Las ansias de independencia de un grupo de catalanes es un problema de naturaleza política que nace del hecho de que un grupo considerable de ciudadanos de un Estado se quieren separar de ese Estado y constituir otro. Estamos pues a las puertas de un «conflicto social», cuya resolución técnica, para evitar que degenere en violencia, es la esencia misma del derecho.
Pero aquí el derecho justamente no nos sirve. El internacional porque su universalidad exigió como precio la práctica ausencia de mecanismos jurídicamente obligatorios de aplicación. Y en ausencia de un tercero que decida basándose en la autoridad del derecho, cuando el diálogo falla, el conflicto sólo puede resolverse ignorándolo, acomodándose o a través de la coacción, dependiendo arbitrariamente una solución u otra de la posición de poder relativo de las partes en el conflicto.
Pero el derecho interno tampoco nos sirve, porque es justamente la contestación de su legitimidad la que está en la base del conflicto. Acudir a la misma norma que está puesta en cuestión con objeto de resolverlo es sólo una forma más de trasformar el derecho en moralina para disfrazar el uso de la coacción a la hora de hacer valer tu posición.
Los nacionalistas españoles no pueden permitir la independencia de Cataluña exactamente por las mismas razones de fondo por las que algunos catalanes la quieren: porque consideran que ese territorio forma parte del “ser español”, de su identidad. Por no hablar de la cuasi-imposibilidad metafísica de que un Estado se haga voluntariamente el harakiri desprendiéndose del territorio que genera el veinte por ciento de su PIB.
Y para desgracia de los catalanes, los nacionalistas españoles tienen al derecho interno, y a la mayoría de Estados, que potencialmente podrían tener problemas similares, de su parte. Y lo que es más importante, los nacionalistas españoles tienen el monopolio de la coacción.
Pero aunque los nacionalistas españoles fueran infectados por el virus de la libertad, y acabaran considerando que la autodeterminación de un pueblo es una manifestación más de la libertad individual y, por tanto, una causa digna de apoyar, eso sólo conduciría a los nacionalistas catalanes a un callejón sin salida aún mayor que el actual. El debate entonces se trasladaría a los porcentajes necesarios para considerar constituida la voluntad popular de independencia. Y en ese momento, el nacionalismo catalán aparecería como lo que es, una variante local de una ideología que niega inconsistentemente a los otros la moralidad de una acción que ella misma está dispuesta a acometer.
Los nacionalistas catalanes han sabido desde siempre que la única forma real de conseguir la independencia del Estado español es a través de la fuerza, el medio más utilizado históricamente para el nacimiento de un nuevo Estado. Pero han sido incapaces de decírselo abiertamente a sus conciudadanos con la esperanza de qué los porcentajes de apoyo a su causa alcanzaran unos niveles mínimos que hicieran políticamente inviable al Estado español el uso de la coacción. No ha sido así.
Ahora sólo tienen una opción: abandonar el discurso de la independencia. Seguir insistiendo en ir hacia adelante con esos porcentajes de apoyo sólo puede dar legitimidad moral al Estado español para intervenir en una comunidad cuyos dirigentes políticos son tan insensatos e inmorales como para pretender enfrentar a las dos mitades de su población por una idea que, a día de hoy y en las circunstancias actuales, no merece cobrarse el precio de ninguna vida humana.