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Leyendo sobre… «Lo que el dinero no puede comprar»

Les comentaba en la entrada anterior… que ciertos estudios experimentales están demostrando que ascender en la escala social puede incidir en el desarrollo de comportamientos o actitudes menos éticas. A tenor de estas investigaciones parece que el dinero nos «transforma» y nos vuelve más egoístas. Por ejemplo, el análisis de que los coches de gama alta suelen detenerse menos ante los pasos peatones que los de gamas inferiores, puede parecer anecdótico, pero resulta ilustrativo. Quizás estemos llevando los valores de mercado demasiado lejos sin darnos cuentas de que hay «límites morales al mercado» pues hay cosas «que el dinero no puede comprar», como nos cuenta Michael J. Sandel (libro, Artículo)

El libro cuestiona la colonización por parte de los mercados (y de los valores de mercado) de esferas de la vida que no le son propias. Predomina es nuestras sociedades la idea de que «todo está en venta». Sandel insiste en que esto no es así o, al menos, no debería serlo. El mercado es un modo eficiente de asignar los recursos (con grandes ventajas respecto a otros como la planificación, el racionamiento o las loterías), pero no deja de ser una «metodología», un instrumento con sus límites. El problema surge cuando queremos aplicar la metodología del mercado a esferas que no le son propias bien porque las condiciones iniciales de los participantes son diferentes y se produciría una gran injusticia (fairness argument), o bien porque el objeto se corrompería con la simple acción de compra-venta (corruption argument). Un claro ejemplo de lo primero sería el vender los puestos en la lista para el trasplante de órganos. Un ejemplo de lo segundo, sería la amistad -la propia idea de que puede comprarse o venderse la destruye- o el premio nobel -que perdería todo su alto reconocimiento de saberse que se vende.
Hay ciertas cosas que el dinero no puede (no debe) comprar pues las transforma; es lo que Hirsch bautizó como «efecto mercantilizador» (commercialization effect). Según Hirsch, en ocasiones al ofrecer un pago para incentivar cierto comportamiento lo que obtenemos es menos y no más. Un ejemplo ampliamente estudiado es el de la donación de sangre, que suele funcionar mejor en sistemas con esquemas gratuitos que en sistemas con contraprestación. La racionalidad es clara: cuando no hay dinero de por medio el ciudadano puede verse impulsado por motivaciones intrínsecas relacionadas con el deber, el altruismo, la solidaridad con los necesitados, la obligación mutua..; ahora bien, si se introduce el dinero, dichas motivaciones se sustituyen por una análisis coste-beneficio que llevará a muchos ciudadanos a renunciar al sacrificio (coste) pues nos les recompense el precio (beneficio).
Otro análisis ilustrativo del libro, al hilo de la regulación de los mercados de emisiones, es que dicha regulación supone sustituir la multa (regulación jurídico-política) que incluye un componente de condena moral por la tarifa (regulación económica) que diluye o externaliza la responsabilidad. Obviamente la segunda es más eficiente, pero la primera nos sitúa en el ámbito de los principios y de los valores morales.
El mercado no es sólo un mecanismo ni es «moralmente neutro» en relación con los bienes que se intercambian. Hay cosas que el dinero no puede comprar (amor, amistad, premio nóbel) pues el sólo hecho de comprarlas las destruye y hay otras que el dinero puede, pero nunca debería comprar… (procreación, cuotas refugiados, órganos). Por eso, en bienes sociales y comportamientos morales/altruístas «pagamos un altísimo precio, cuando pagamos un precio»
La tesis fundamental que recorre el libro, podría resumirse en que estamos transitando de una economía de mercado (un modo de organizar la producción y distribución de recursos, enormemente eficiente y que ha mejorado nuestra calidad de vida) a una sociedad de mercado (un estilo de vida que implica poner precio a todo para poder situarnos y relacionarnos con el mundo que nos rodea)

Aunque culturalmente nos «deslumbre» el dinero, debemos plantearnos si deseamos vivir en una sociedad donde todo está a la venta; teniendo en cuenta además que cuantas más cosas puede comprar el dinero más relevante será la riqueza (o la falta de ella).

 

Stiglitz y la lección que a los ricos no les entra en la cabeza

Joseph E. Stiglitz, nobel de economía 2001 y reconvertido azote de neoliberales, ha escrito un estupendo artículo de opinión que recomiendo (aquí). Las cifras de arranque son demoledoras: en los últimos 25 años, el 1% de la población americana más rica ha pasado de controlar el 12% al 25% del ingreso anual y del 33% al 40% de la riqueza nacional. Es decir, un brutal incremento de la desigualdad en la sociedad americana; una desigualdad perseguida con avaricia y desenfreno pero que pueden llegar a lamentar.
El artículo toca muchos palos: la falta de escrúpulos de la industria financiera, el negocio de la defensa, las connivencias gubernamentales para favorecer a los más ricos (tema principal del oscarizado documental Inside Job), el descenso de las inversiones públicas, la reducción de impuestos… y retrata como se ha ido deteriorando el sueño americano compartido, para convertirse sólo en el sueño de unos pocos.
El artículo, no obstante, resulta especialmente interesante por la idea que Stiglitz inteligentemente sugiere y deja en el aire: Los ricos están jugando con fuego en su visión cortoplacista; no se dan cuenta de que su destino está unido al resto de la población. «A través de la historia, esto es algo que el 1 por ciento superior finalmente acaba aprendiendo. Demasiado tarde». A buen entendedor… sobran las referencias a cualquiera de las revoluciones que han jalonado la historia

Y lleva razón. No existen burbujas de lujo en las que aislarse, sino destinos compartidos. La clase alta-rica puede despertar cierta sana envidia y el deseo de alcanzar ese status; pero cuando las diferencias se vuelven obscenas y, sobre todo, cuando la riqueza se ha obtenido provocando artificialmente la miseria del resto, de la envidia se pasa al odio y al deseo de venganza por la riqueza perdida.
Por cierto, toda una ironía que el artículo lo publique en Vanity Fair… o no.