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La «mediocracia» a examen

Quizá hayas muchas cosas nuevas bajo el sol, pero algunas, que pudieran parecer novedosas, son bien antiguas. Decía Maquiavelo allá por el Siglo XVI

«El primer juicio que hacemos, desde luego, sobre un príncipe y sobre su espíritu no es más que conjetura; pero lleva siempre por fundamento legítimo la reputación de los hombres de que se rodea este príncipe. Cuando ellos son de una suficiente capacidad y se manifiestan fieles, podemos tenerle por prudente a él mismo, porque ha sabido conocerlos bastante bien y sabe mantenerlos fieles a su persona. Pero cuando son de otro modo, debemos formar sobre él un juicio poco favorable; porque ha comenzado con una falta grave tomándolos así.»

Dicho así es fácil dar consejos, pero, ¿y cómo puede el Príncipe discernir entre la buena y la mala hierba?

«He aquí un medio que no induce jamás a error. Cuando ves a tu ministro pensar más en sí que en tí, y que en todas sus acciones inquiere su provecho personal, puedes estar persuadido de que este hombre no te servirá nunca bien. No podrás estar jamás seguro de él, porque falta a la primera de las máximas morales de su condición. Esta máxima es que el que maneja los negocios de un Estado no debe nunca pensar en sí mismo, sino en el príncipe, ni recordarle jamás cosa ninguna que no se refiera a los intereses de su principado

 

2011-05-17

Efectivamente, parece que no enteran. La «novedad» del final del bipartidismo, a mi juicio, no es más que el castigo de la ciudadanía a la mediocridad imperante en los partidos políticos; a una selección de élites menos pensada en el servicio a la sociedad que en la disciplina de partido. La corrupción no es la causa del derrumbe de los partidos dominantes sino que es más bien la consecuencia de una política de recursos humanos nefasta.

Recuerdo de mis años de estudiante de Ciencias Políticas que una de las misiones fundamentales de los partidos políticos es la «selección de las élites». Es decir, los partidos se justifican institucionalmente dentro del sistema (por eso reciben ayudas públicas) como vehículo que canaliza los votos hacia los mejores representantes. Pues bien, creo que las mayorías absolutas condujeron a ciertas soberbias que hicieron pensar a los líderes de los partidos que estaban por encima de los votantes. Convirtieron los aparatos de los partidos,  los cargos de confianza, e incluso las plazas de funcionario, en sinecuras con las que recompensar a los fieles, a los aduladores, a lo voceros… a gente, salvo honrosas excepciones, sin más currículum que el carnet del partido. Esta desastrosa selección pudo ser premeditada (para que el segundón no hiciera sombra al líder) o no; en cualquier caso, la consecuencia ha sido unos partidos mediocres en los que muchos encontraron más un puesto para medrar que una oportunidad para servir. Y claro, al final, los esforzados ciudadanos se indignan con que el más mediocre de la clase se dé ínfulas de virrey en coche oficial con los cristales muy oscuros. La única aptitud que exigían los partidos fue la de repetir con convicción, y ferocidad si era asunto de oposición,  los comunicados internos  que cada lunes repartía el partido.

 

Con otra política de Recursos Humanos quizás los ciudadanos hubieran sido más benevolentes con la casta política ante los envites de la crisis; pero lo que nos ofrecieron y nos siguen ofreciendo es una legión de mediocres al servicio del partido. Un constante «y tú más»; un  permanente mirarse al obligo, un aferrarse al sillón… que produce hartazgo y un impulso instintivo a hacer zapping ante determinadas caras y mensajes.

Los «términos» de la justicia

Les comentaba en la entrada anterior… que  seguir ciegamente órdenes y normas entraña sus peligros. Paradójicamente -como demuestra la tesis de «la banalidad del mal«-  puede llegar a ser profundamente injusto y perverso actuar siguiendo las «normas» y leyes establecida. Obviamente este sería es el caso extremo, pero si que podríamos pensar en multitud de pequeños abusos derivadas de leyes, presumiblemente justas, pero que aplicadas con rigor y descontextualizadas generan situaciones profundamente injustas en los «términos».

1341848513_298384_1341848602_noticia_normalEsta idea es particularmente interesante en el caso de los contratos de índole económica. En cualquier contrato mercantil la justicia de dicho contrato puede evaluarse desde una doble perspectiva: los «términos» del contrato y el «cumplimiento» de los mismos. En primer lugar, podemos decir que un contrato es «justo» cuando existe equidad entre ambas partes; cuando pagamos un precio justo por un bien; cuando la contraprestación monetaria «equivale» según el mercado a las cualidades intrínsecas del bien; o, en términos más economicistas, cuando el precio pagado equivale a la utilidad que el consumidor espera obtener del bien. Por ejemplo, si compramos un coche o una casa con sustanciales defectos ocultos, estamos pagando un precio excesivo; pues el precio que pagamos corresponde a un bien sin esos defectos y la utilidad que espera obtener el comprador es  menor de la que finalmente disfrutará. El vendedor estaría actuando de «mala Fe», pues nos vende gato por liebre; lo cual es a todas luces injusto. En segundo lugar, decimos que se cumple con la justicia de un contrato, cuando ambas partes cumplen son su obligación. Si contrato unos pintores para que pinten mi casa, espero que cumplan con su parte del contrato (pintar) y ellos que yo cumpla con la mía (pagar). Un contrato justo sería aquel que satisface las dos condiciones; es decir, es justo en su términos y se acaba cumpliendo.

Pues bien, si nos detenemos un poco a pensar en el asunto, no creo que ambas condiciones tengan la misma protección en nuestros Estados de Derecho. Sencillamente es mucho más fácil denunciar -y ganar- un juicio por incumplimiento de contrato que por abuso en los términos del mismo. Un ejemplo paradigmático sería el de las cláusulas-suelo de las hipotecas en España (sobre lo que escribiré en breve). Las consecuencias éticas de esta deriva jurídica son esenciales para entender la «desaparición de la responsabilidad moral» de los agentes económicos en los contratos mercantiles. Yo cumplo con la ley si cumplo con el contrato, con independencia de que intente «engañar» poco o mucho a la contraparte.

Desde Aristóteles hasta el final del Siglo XVIII la filosofía jurídica concedió igual relevancia a ambas perspectivas. Por ejemplo la doctrina económica escolástica -principal aportación española al pensamiento económico-  contempló claramente ambas dimensiones y sus farragosos tratados casuísticos no fueron si no un intento de analizar la justicia de cada contrato «en los términos» y en «su cumplimiento»; aunque , quizá y dado el contexto moral, concediendo mayor relevancia al primero. De hecho, no cobrar un precio justo era causa frecuente de anulación del contrato. Sobre esto temas he escrito un par de artículos académicos (aquí y aquí). El tránsito, que se produce durante el siglo XVII, del paradigma escolástico económico al  liberal y al predominio de los filósofos del derecho natural supone un punto de inflexión en la concepción de la responsabilidad moral del agente económico. La obligación del sujeto jurídico va a ser primariamente cumplir con el contrato; la justicia de los términos se presupone en el acuerdo al que llegan ambas partes, ratificado en la firma. ¡Que les voy a contar de los ejemplos en que ésto es un chiste¡ Tomemos, por ejemplo, como paradigmático el ejemplo de las preferentes y el calvario judicial que están sufriendo para demostrar que «abusaron» de ellos.

La principal conclusión que saco de todo esto es que hemos construido unas sociedades en que lo legal determina lo que es moral; confundiendo lo que la norma dice que es justo con lo que es «de justicia». Una pena.

 

 

La obligación «moral» de pensar

Les comentaba en la entrada anterior, que me cuesta entender aquellos comportamientos de los que nunca tienen suficiente y, lo peor, de la ausencia de conciencia del delito que están mostrando los usuarios de las tarjetas opacas de Caja Madrid- Bankia. Esto me recuerda la tesis de la «banalidad del mal«, cuya génesis queda muy bien retratada en el biopic «Hannah Arendt» de la directora alemana Margarethe von Trotta.

La película, realmente, más que una biografía sobre la persona es una biografía sobre el momento en que la filósofa-política toma conciencia de la ideHannah_Arendt_Film_Postera y cómo le va dando forma. Buscando una especie de catarsis personal (que le enfrentara a su pasado de perseguida judía) Arendt presionó a la revista «The New Yorker» para que la enviara como reportera a cubrir el juicio del pueblo judío contra Adolf Eichmann, responsable directo de la «solución final», eufefismo con que los nazis denominaron el plan de exterminio del pueblo judío. Pues bien, durante el juicio Eichman insistió en que todo lo que hizo, lo hizo por «deber» y fidelidad al juramento; es decir, se presentó como un burócrata, eficiente aplicador de unas normas y protocolos, cuya responsabilidad se limitaba a aplicarlos pero no a evaluarlos moralmente. Para Arendt fue un shock, no encontrar en Eichmann el demonio monstruoso, sádico y cruel que ella esperaba; pues encontrar un culpable suele facilitar la digestión del horror. Ahora bien, lo que Arendt se encontró fué con un burócrata cuya principal responsabilidad no estaría en su capacidad para el mal sino en su mediocridad e incapacidad para evaluar moralmente el sistema del que formaba parte. Ser malvado o disfrutar con el mal, exige inteligencia y capacidad de pensar y razonar, que Arendt no encontró en Eichman; sólo vió un mediocre y grisáceo funcionario alemán.

La «banalidad del mal», desde entonces, se toma como paradigma del comportamiento de aquellos individuos que, eficiente cumplidores de las normas del deber, no se paran a evaluar sus actos ni sus consecuencias. Como seres humanos racionalizamos la maldad atendiendo al beneficio que extraen los malvados de su ejercicio (dinero, placer…) y confiamos en la justicia para que prevenga y castigue esos comportamientos; ahora bien, lo que escapa a todo raciocinio es que se pueda infringir un mal tan absoluto como el genocidio y que los ejecutores se sintieran satisfechos con su diligente trabajo, sin que les asaltar la más mínima dura moral, pues las órdenes son las órdenes. Planteada de esta manera la «banalidad del mal» es aterradora. Nos enfrentamos entonces a un mal sistémico y desencarnado, sin rostro al que atribuirle la culpa. Sin beneficiarios, incluso «Sin culpables».

La tesis de la «banalidad del mal» tiene una lectura interesantísima en la presente «Gran Recesión«; cuyos orígenes se explican tanto o más por razones morales (o de su ausencia) que por razones técnico-financieras. El actual diseño del sistema económico-financiero premia un determinado tipo de eficiencia a la vez que libera a sus integrantes de la responsabilidad moral de sus actos. Un sistema que, en principio, no está diseñado para el mal, pero que puede causar una mal atroz, sobre todo cuando no ves el rostro de los miles de clientes a los que se venden productos financieros complejos con pingües beneficios.

Ante tan lúgubre perspectiva, Arendt lanza un mensaje de esperanza relacionado con lo más constitutivo del ser humano: su capacidad de pensar. Como le dice Heidegger en la película, la filosofía puede que no sea útil, pero no podemos escapar de ella; como seres racionales estamos obligados a pensar al igual que como seres vivos estamos obligados a vivir. Y previsamente la razón es lo único que puede luchar contra la «banalidad del mal»