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El «imperium» de los mercados

En Historia de la Teoría Política se conoce como la «cuestión de las investiduras» al conflicto, que a finales del siglo XII, enfrentó a papas y emperadores del sacro imperio romano germano. La cuestión la podemos resumir de la siguiente forma: si el papa es la máxima autoridad religiosa, en él recae la facultad de investir a los clérigos y a él le debe obediencia; ahora bien, los feudos territoriales eclesiásticos prestaban vasallaje, al igual que los laicos, al rey quien, por tanto, quería controlar también los nombramientos. Esta cuestión no era sino un enfrentamiento entre el poder civil y el eclesiástico sobre a quien debe obediencia el clero y, en definitiva, sobre quien recaía el «imperium» o la capacidad de ejercer el poder. Ambas trataban de fundamentar teológicamente la fuente de su poder: el papado esgrimía ser el representante de Dios en la tierra; el emperador que gobernaba «por la gracia de Dios». Al final se impuso una distribución de competencias: el papa consagraba y el emperador nombraba titular de un feudo; eso sí, con la capacidad de veto del emperador sobre candidatos conflictivos. Ya se sabe que lo terrenal nos pilla más cerca que el castigo divino.

Me acordaba de esta historia de conflicto de competencias y de confusión de roles a la luz de los recientes acontecimientos en la política italiana que han culminado en la dimisión del primer ministro Silvio Berlusconi. No seré yo quien levante la mano en favor de dicho personaje, pero sí por la forma en que han transcurrido los acontecimientos. Puede que la ciudadanía italiana estuviera harta de su primer ministro, de su desvergüenza, de su descaro, de su falta de escrúpulo al mezclar la esfera público-privada, de su falta de respeto por la dignidad del cargo y por la ética de la profesión política. de su…  ahora bien,  una cosa es que dimita por la presión popular y otra que tenga que huir a la carrera por la presión de los mercados, lo cual parece haber sido el caso.
Si no recuerdo mal de cuando estudiaba teoría política, la soberanía popular reside en el pueblo y, en democracia, se manifiesta en las elecciones y el subsiguiente proceso de votaciones para escoger a los representantes del pueblo (otro día hablaremos de lo poco que hace la clase política por dignificar el cargo). Los mercados no tienen capacidad legal para elegir o destituir (en este caso por la vía de los hechos) a los representantes; sin embargo, parece que el «imperium» moderno reside en estos entes abstractos con la increíble capacidad de determinar con detalle las políticas públicas e, incluso, derrocar gobiernos.
No tengo especial animadversión contra los mercados financieros ni una percepción diabólica de los mismos. Son instituciones que ejercen un papel fundamental: canalizan los ahorros y el dinero en busca de inversiones provechosas y al hacerlo proporcionan el aceite necesario para que funcione el engranaje de la economía de mercado. No obstante, cuando los mercados funcionan de forma descontrolada y desordenada, cuando «todo vale» por ofrecer cifras que aplaquen a las fieras-agencias de rating, cuando se abandona el parqué para entrar en el casino algo deja de funcionar como debe. La teocracia del mercado puede sancionar los cargos y dar su bendición al nuevo gobierno pero la elección es y debe ser del pueblo y sólo de él.

Un país en la calculadora (electoral)

Saltaba la semana pasada la noticia de que en algunos círculos del PSOE se barajaba la posibilidad de un adelanto electoral para el próximo otoño. Noticia que, como ya viene siendo habitual, fue rápidamente desmentida. Un inciso y abro paréntesis: ¡qué difícil lo tiene una agente económico con expectativas racionales para crearse un escenario estable con este gobierno! Cualquier rumor o noticia confirmada o incluso ley aprobada va seguida de su contrario. Cierro paréntesis. La razón para el presunto adelanto electoral no radica en la razón de Estado o el supuesto interés general del país, sino en el cálculo electoral de: a) ¿será capaz el presente gobierno de aguantar o cada día que pasa la fuga de votos es mayor?; b) el previsible buen dato del empleo tras el verano puede ser debida y mediáticamente apropiado por el gobierno y así atribuirse un éxito en materia económica del cual extraer rédito político.
Esta estrategia meramente electoralista y cortoplacista encarna el modo y espíritu de hacer política en España de los últimos años. Primero el partido y su superviviencia, que se ha convertido en un fin en si mismo. Luego, y sólo luego, importa el país. Y encima oídos sordos a las miles de personas que salen a la calle clamando, entre otras cosas, por que la clase política deje de ser el primer problema del país y un adecuado funcionamiento de las instituciones.

Pero no. La regeneración institucional-democrática no está en la agenda; sólo el «cuántos votos ganaré o perderé si adelanto las elecciones» o, en la otra parte, «mejor callados que ya se hunden ellos solitos». Con la crisis de confianza en el legislativo, ejecutivo y judicial nadie habla de pacto de Estado y grandes acuerdos marco o, incluso, de reformas constitucionales. No. Lo único que importa es llevar siempre una calculadora en el bolsillo y ver como la realidad y los escenarios previsibles van sumando o restando votos. Cuando se llegue a una cifra que, dadas las circunstancias, minimice el desastre pues finalizamos el recuento y, se convocan elecciones; y a empezar a de nuevo.

Las relaciones internacionales que nos merecemos

Tenemos el panorama geopolítico y geoestratégico internacional que nos merecemos; el mismo que hemos ido construyendo, poco a poco, a golpe de «realpolitik»; de estrategias cortoplacistas; de pensar sólo en la dimensión práctica y material de la realidad (¿habrá marxistas encubiertos en los ThinkTank neocon?)
Las relaciones con el mundo árabe son un ejemplo de manual. Se apoya a dictadores y se les pasea como amigos de occidente. Interesan por su papel estabilizador en la zona, por su suministro energético y por ser unos excelentes compradores-pagadores de armas. El problema que tienen los dictadores autocráticos es que no sabes nunca por dónde te van a salir. El férreo control de la población y el culto al líder les empieza a afectar la sesera y, a partir de ahí… incontrolables. Pasó antes; pasa ahora.
Con urgencia, se busca desesperadamente el apoyo de la Liga Árabe para que la actual intervención en Libia, por razones humanitarias que no dudo, tenga legitimidad en el mundo árabe y no aparezca como una invasión imperialista occidental.
Así no se puede. Hay que apostar por unas relaciones internacionales más Kantianas, basadas en una legalidad consensuada y aprobada por todos (la ONU es un chiste) y que se respete a rajatabla, con independencia del oportunismo del momento.
Cuando estudiaba pensamiento político siempre me gustó más Kant que Maquiavelo. Menuda ingenuidad pensará Kissinger, que a base de realpolitik consiguió un nobel de la paz. 🙁

Acuerdos sospechosos

En un país en el que los dos grandes partidos de la oposición están permanentemente enfrentados, merece la pena estar atentos a los acuerdos a los que llegan. Leo indignado el último (aquí). Me parece correcto que las televisiones públicas distribuyan proporcionalmente el espacio publicitario electoral. Ahora bien, ¿el de las televisiones privadas?
Por otra parte, poner la primera piedra y la inauguración de cualquier obra pública está prohibido pero no las visitas intermedias. Menuda forma de retorcer el espíritu de la ley para prolongar el bipartidismo. Menuda forma de velar por la libre competencia democrática en periodo electoral. Menuda cara.
Por cierto, la proporcionalidad de los espacios publicitarios parece un principio nada sospechoso. Pues también podría interpretarse en términos bipartidistas: ¿porqué eligen como criterio el número de escaños y no el de votos? A fin de cuentas, ¿que refleja mejor la voluntad popular? ¿los votos individuales de cada ciudadano o los escaños obtenidos según una determinada regla electoral?

Sobre salud democrática y dimisiones

Leo, que la vicepresidenta del gobierno catalán pudo falsear su curriculum atribuyéndose una licenciatura que, a falta de unas asignaturas, todavía no tiene (aquí). Caso, por cierto, que parece no ser algo aislado (aquí). Si el error fue consciente, debería dimitir, por falta de honestidad. Si, como afirma, se debió a un error de transcripción… debería plantearse la dimisión por no estar atenta a una información de la que ella es la última responsable. Parece, no obstante, que las explicaciones dadas satisfacen al presidente (no a la oposición) y le permiten mantenerse en el cargo. Me recuerda este caso a la reciente dimisión del ministro alemán de defensa (por cierto, el más valorado del gabinate) por plagiar su tesis doctoral (aquí). Dos casos significativamente paralelos, si bien con desenlace político distinto. No es mi intención escribir este post para exigir una dimisión al hilo de la actualidad, sino para reflexionar sobre la escasa utilización del recurso a la «dimisión» en España.

La fortaleza de una democracia se sustenta en un complejo entramado de elementos tangibles e intangibles. Los primeros vienen determinados formalmente en el marco jurídico-institucional constituyente y su posterior desarrollo legislativo. Los segundos, a mi juicio más importantes, los van definiendo las prácticas políticas y ciudadanas que, poco a poco, van conformando una «cultura» democrática de la que es muy difícil sustraerse. Pues bien, y retomo el tema del post, ¿cual es esa cultura en relación con las dimisiones? Pues sencillo… Aquí no dimite nadie; uno se agazapa a esperar que escampe y santas pascuas. Solamente si la presión es insostenible se deja caer al político afectado, a modo de cabeza de turco.
Pues es una pena, pues la dimisión es un saludable recurso democrático para salvaguardar la honorabilidad de la clase política en su conjunto. Si la más mínima mancha recae sobre un político, éste dimite lo que permitiría al resto llevar con orgullo el nombre de su profesión. Pero no… En esas no estamos, más bien en a ver cuanto resisto.

Esta manera de percibir las dimisiones no es ajena a la práctica de los primeros gobiernos democráticos que contribuyeron, de forma notable, a forjar el «aquí no dimite nadie». La segunda etapa de Felipe Gónzalez fue especialmente significativa para crear ese «código de buenas/malas prácticas»;  y el PP de Aznar tampoco hizo nada, cuando le llegó su turno, por dar un ejemplo distinto. A su vez, los presidente autonómicos, cual alumnos aventajados, han perpetuado ese clima y ante un escándalo prefieren tapar a descubrir y proteger a cesar. Luego se queja la clase política de que los recientes barómetros del CIS sitúan a los políticos como una de las principales preocupaciones de los españoles (aquí).
Realmente es una pena, pues la historia nos concedió la oportunidad de diseñar una democracia, prácticamente desde cero, sin vicios arrastrados. Que distinto sería todo ahora, si ante los primeros casos de deshonestidad política el responsable hubiera actuado firmemente y no hubiera tolerado ni la más sombra de duda sobre su ministros, consejeros o concejales. O el propio político presentara su dimisión irrevocable.  
Esto me recuerda el caso de un profesor Titular de Universidad que mintió sobre su formación académica, y falseó documentos públicos para atribuirse unos títulos que no tenía. Obviamente cuando se supo, fue fulminantemente desposeído de su plaza de funcionario. Alguien podrá decirme que no es lo mismo, que para ser profesor titular necesitas, como mínimo, ser Doctor, mientras que para ser político necesitas al menos ser…  Aquí es donde está el problema, que para ser político se necesita ser, como mínimo, honesto pero ¿quien expide el título?

Por cierto, hay otra caso reciente de plagio de tesis doctoral y que, a diferencia del ex-ministro alemán, no ha implicado la dimisión del afectado (aquí). Aunque, según las noticias de estos días parece que lo van a cesar desde el exterior. Menuda metáfora para politólogos. Pues eso.