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La «Capacidad» de elegir

En su famosísimo libro «libertad de elegir» Miltron Friedman argumentó convincentemente sobre las bondades del mercado para mejorar nuestra calidad de vida y ampliar las libertades personales. El libre mercado, sustanciado en el papel coordinador de los precios y en un marco jurídico que permita la máxima autonomía en los intercambios voluntarios, es una condición para la prosperidad y la libertad. Ahora bien, conviene matizar claramente que no es lo mismo la «libertad-de-elegir» que la «capacidad-de-elegir», como bien advierte Amartya Sen en su estupendo libro «Desarrollo y libertad«. La «capacidad » está relacionada con las libertades reales que la gente puede disfrutar, y no solamente con las nominales. Un par de ejemplos, del propio Sen ilustran claramente la distinción. No es lo mismo el derecho al voto, que la capacidad de votar. Imaginemos que un país recoge en su ordenamiento jurídico el sufragio universal, este reconocimiento será un derecho meramente nominal si la gente no puede ejercerlo realmente, como sería el caso de que no supieran leer/escribir o de que se ejerciera un control caciquil o de que las urnas estuvieran muy lejanas y mal distribuidas, etc… En definitiva, la ley reconoce al voto, pero algunos ciudadanos no tendrían la capacidad de ejercerlo por la existencia de unas barreras que suponen obstáculos insalvables o que requieren un elevado esfuerzo desincentivando el ejercicio de esa libertad. Un segundo ejemplo es, quizá, aún más ilustrativo: no es lo mismo ayunar voluntariamente que no tener nada con que alimentarse. Las consecuencias fisiológicas son similares (desnutrición por la ausencia de ingesta de alimentos) pero en el primer caso es una «libertad» ejercida voluntariamente (bien por motivos religiosos o de protesta política, como en el caso de las huelgas de hambre, o incluso estéticos) mientras que en el segundo es una imposición de la realidad que limita la «capacidad» de la gente.

Me viene  a la cabeza todo esto porque hace poco tiempo «decidí» voluntariamente darme de alta en un tratamiento de fisioterapia en el que llevaba varios meses. En la decisión valoré el coste temporal, los resultados ya alcanzados y el poder continuar por mi cuenta. La decisión fue totalmente libre, pero la pude tomar porque tenia la «capacidad» para hacerlo. Capacidad que venía dada porque en España gozamos de un estupendo sistema de Seguridad Social que me «ofreció» la posibilidad de ser tratado. En aquellas otras regiones del mundo donde tal posibilidad no existe (sistemas médicos privados o sistemas públicos deficientes y/o saturados) la gente no es «libre» para tomar esa decisión. Este complaciente párrafo sobre mi experiencia sanitaria, no me hace olvidar que tal como se está poniendo el patio en España la «capacidad» sanitaria se está resintiendo por problemas asociados a la falta de medios y las listas de espera. Si estoy meses y meses y meses a la espera de un tratamiento mi «libertad» efectiva se ve claramente mermada.

La moderna visión del desarrollo que debemos a Sen insiste claramente en que frente a las «libertades-para-elegir» nominales, el verdadero desarrollo se centra en las capacidades efectivas o las «libertades-para-elegir» reales que la gente puede disfrutar. Sin ser exhaustivo, Sen reconoce algunas libertades sustantivas y básicas para que podamos hablar de desarrollo, entre ellas: ser capaz de evitar privaciones como pasar hambre, estar malnutrido, escapar de la mortalidad prematura, gozar de las libertades asociadas a la alfabetización, disfrutar de la participación política y de la libertad de expresión. Es por todo ello, que Sen concluye que el verdadero desarrollo se sitúa más en el ámbito de la expansión de las libertades que en el del mero crecimiento económico (sin que ambos sean excluyentes). Habrá más desarrollo cuando haya más libertades efectivas o, en sentido negativo cuando se eliminen las mayores fuentes de no-libertad como son: pobreza, la tiranía, al escasez de oportunidades económicas, la privación social, la ausencia de infraestructuras públicas socio-sanitarias, la intolerancia o la represión política. Como bien advierte Sen el elemento más favorable al libre mercado es la libertad en sí misma, más que el mecanismo. Es por tanto, en la expansión de las libertades donde hay que centrar los esfuerzos.

Todas estas Ideas conviene tenerlas bien presentes en un contexto de creciente desigualdad económica. Como ya he comentado  varias veces (aquí, aquí, aquí) la desigualdad extrema puede convertirse en el gran desafío socio-económico para el siglo XXI. Un cierto grado de desigualdad alienta e incentiva, diría incluso que es necesario para que la gente se esfuerce por prosperar y por recibir la adecuada remuneración de su valía, pero la obscenidad de que 62 personas tengan lo mismo que las 3.500.000 millones más pobres sólo puede ser un caldo de problemas e inestabilidades, amén de una profunda injusticia.

Leyendo sobre… materiales y desmaterialiación

En el seminal informe de 1972 «los límites del crecimiento«, el Club de Roma concluyó de forma rotunda que con las tendencias actuales (año 1972) de crecimiento poblacional y sobreexplotación de recursos, la tierra alcanzaría su límite absoluto de crecimiento en los próximos 100 años. El estudio se ha reeditado y ampliado en varias ocasiones, en la última de 2012 los autores sostienen que ya hemos alcanzado esos límites. En 1987 se publicaría el otro de los informes primigenios sobre la sostenibilidad: «nuestro futuro en común: el Informe Brundtland» en el que, de nuevo, se ponía de manifiesto las capacidades limitadas del planeta tierra y se introducía el concepto de «desarrollo sostenible». Con independencia de su precisión, estos informes lograron despertar la conciencia ecológica, abrir un campo de investigación sobre los límites del planeta y, sobre todo, introducir en la agenda política la preocupación medioambiental.

Ahora bien, conviene señalar que cuando hablamos de los «límites» del planeta, debemos diferenciar entre el «límite» de los recursos y el «límite» de los ecosistemas para absorber perturbaciones sin que se altere su funcionamiento; lo que conocemos como resiliencia. En los primeros años, las alertas y el alarmismo ecológico se centraba en el agotamiento de los recursos: ¿cuanto años podremos funcionar con las reservas de carbón o petroleo? La reciente evidencia científica, sin embargo, incide en que mas preocupante que el agotamiento de los recursos, es la capacidad de la tierra de absorber los impactos de la actividad humana. Por eso, las reservas de petroleo ya no son el problema. Concretamente y, a modo de ejemplo, si mantenemos el objetivo de limitar el calentamiento global en 2ºC, alcanzaríamos ese nivel consumiendo entre un 8-10% de las reservas de petróleo.

En su excelente libro «making the modern world», Vaclav Smil llega a conclusiones similares a través del análisis exhaustivo del consumo de materiales que requiere la actividad humana y la supuesta dematerialización asociada a la nueva economía. Tres conclusiones destacaría de este libro.

La primera es que el Siglo XX ha visto un incremento absoluto en el consumo de todas las categorías materiales, con un declive relativo en la la importancia de los biomateriales (maderas) y un aumento de los materiales asociados a la construcción y de los metales. Ahora bien, los avances tecnológicos han permitido que un creciente consumo de recursos, sea compatible con un nivel estable de las reservas. Es decir, los usos más eficientes y nuevos formas de explotación permiten sacar más producción de una unidad de recurso, por lo que el volumen de reservas de los principales materiales no ha cambiado en las últimas décadas.

La segunda es la contundente negación de la desmaterialiación de la economía. Algo que se nos ha vendido como otro de los grandes logros de los desarrollos tecnológicos. Intuitivamente podría pensarse que un smartphone te ahorra una cámara de fotos, una agenda, un reproductor de música, muchos papel postal, etc…. Ahora bien, la realidad no es tan evidente; al menos por dos razones: en primer lugar, los centros de datos y otras infraestructuras necesarias asociados a las tecnológicas de la información y la comunicación suponen un enorme consumo de recursos y energía. Por otra parte, en términos absolutos una población creciente demanda más cantidad de bienes.

La tercera, y la que a mí me parece más interesante, es la apuesta por la «desmaterialización» de la felicidad. El autor apela por una nueva sociedad en la que, una vez cubiertas las necesidades vitales, el bienestar y la satisfacción se deriven de experiencias no directamente correlacionadas con la expansión de las posesiones materiales y el consumo de energía. ¿Que cómo se puede lograr esto? Pues sobre ello, ya me he extendido con anterioridad hablando de lo que constituye o debería constituir la buena vida.

Planificación VS Mercado

Les comentaba en la entrada anterior…  que, pese a la extendida creencia de que en España hay un elevado número de funcionarios, los datos confirman que realmente no es así y que el porcentaje de empleo público respecto al total de la fuerza laboral es de los más bajo del estudio comparativo internacional. Ahora bien, aunque parezca paradójico, pueden aún sobrar funcionarios aunque tengamos pocos. Todo depende del nivel de competencias y servicios públicos que el Estado quiera proporcionar. Si el Estado deja de prestar servicios, los funcionarios (aunque sean muy pocos sobran). Si lo recuerdan, hace ahora un año del debate que el presidente de la patronal, Joan Rosell, quiso lanzar sobre el tema (aquí); debate, por cierto, que no tuvo mucho recorrido.
El tema es recurrente. Cada cierto tiempo se nos alerta sobre el exceso de burocratización de la administración y de un Estado que, con vocación expansiva, va ganando día a día espacios a la esfera privada. Se deja caer la idea de que más burocracia implica menor espacio de libertad para el ciudadano. Y no digo yo que, con frecuencia, cierto laberinto kafkiano-burocrático no nos saque de nuestras casillas al ir de ventanilla en ventanilla, pero lo primero no necesariamente implica lo segundo.
Lo que les quiero comentar hoy es que el mercado, puede llegar a ser igual de opresivo para el ciudadano. Y no solo porque imponga unas condiciones extremas para los excluidos del sistema, sino porque puede resultar tan planificador como cualquier estado comunista en sus mejores tiempos. Al menos, esa era la tesis de Galbraith en su  famoso libro del año 1967 «el Nuevo Estado Industrial». Un libro escrito hace 45 años, pero cuyos análisis sobre el comportamiento estratégico de las grandes corporaciones resulta todavía esclarecedor.
La tesis fundamental de Galbraith es que el capitalismo conduce a una economía tan planificada como el comunismo, aunque de una manera mucho más sutil. El lenguaje y los métodos son distintos, pero el objetivo es el mismo: controlar la producción y la demanda. En la economía de mercado no se habla de «planificar» pero sí de adoptar estrategias para «reducir la incertidumbre». Entre ellas: el control de precios (a través de acuerdos oligopolistas); el control de la demanda privada (a través de la publicidad persuasiva-agresiva); el control de la demanda pública (a través de presiones sobre gobierno para contratas o «capitalismo del BOE«; la estabilidad de precios (a través de la teología anti-inflaccionaria  dominante que antepone el control de precios a cualquier otra consideración de política económica); la estabilidad de salarios (a través de legislaciones laborales favorables); el control de la formación (a través de las recomendaciones para una formación más técnica y menos humanista. Por tanto, la economía de mercado, al final, resulta también una economía ciertamente planificada. Y no puede ser de otra manera dadas las exigencias inversoras asociadas a la complejidad tecnológica. Veamos porqué. La tecnología se ha convertido en el protagonista de la nueva economía de mercado; esta tecnología requiere inversiones masivas de capital y ningún gerente, en su sano juicio, se arriesgará a invertir sin tener mínimamente controlado (planificado) el resultado. Un solo producto fallido, puede conducir a la quiebra a una gran empresa.
Para organizar y coordinar toda esta compleja planificación, aparece una nueva burocracia, propia de la economía de mercado que Galbraith bautizó con el afortunado nombre de «tecnoestructura». Esta burocracica de mercado se nutre de técnicos de marketing, juristas, contables, ingenieros, expertos lobbying… todos ellos con la misión fundamental de «planificar» el mercado para garantizar la supervivencia de la empresa. Este celo planificador puede resultar tremendamente perjudicial para el consumidor al tener que pagar precios más altos (acuerdos oligopolistas de fijación de precios)  o consumir bienes que no necesita o desea (publicidad persuasiva).
Además, la vertiente jurídico-administrativa de las grandes corporaciones puede resultar tan kafkiana y opresiva como cierta burocracia estatal. Por ejemplo: el otro día me llegó una carta de mi compañía de telecomunicaciones que me puso de muy mal humor. Me indicaban que salvo que manifestara lo contrario (A través de un formulario web) mis datos serían tratados comercialmente. ¿No sería más lógico y razonable que me pidieran permiso en sentido positivo y no mi renuncia? ¿Porqué tuve que andar perdiendo el tiempo para proteger mi privacidad? Otro ejemplo paradigmático es intentar cambiar de compañía o rescindir la prestación de un servicio por teléfono. Seguro que les suena.
Como ya he dicho muchas veces, creo firmemente que el mercado funciona razonablemente bien, pero hay que estar atentos a los abusos que pueden producirse en su seno.
Como bien decía Galbraith la diferencia entre capitalismo y comunismo es que «bajo el capitalismo, el hombre explota al hombre y bajo el comunismo es justo lo contrario».

Leyendo sobre… El precio de la desigualdad

Les comentaba en la entrada anterior… que leer sobre economía puede ser divertido y allí les recomendaba algunos libros del género de moda «economics-made-fun» que tantos best-seller está proporcionando. Otras lecturas de Economía son, quizás menos divertidas, sin dejar de ser recomendables e instructivas. Es el caso de «el precio de la desigualdad» del premio Nóbel de Economía Stiglitz, del que ya he hablado con anterioridad (aquí).

Pues bien el libro no es que no sea divertido, es que transmite un mensaje de fondo, que ciertamente, hace honor al calificativo de «ciencia lúgubre» con el que se apellida habitualmente a la economía. Stiglitz esboza un futuro sombrío para Estados Unidos (y, por extensión, al resto del mundo) en base a la creciente desigualdad y el altísimo precio que habremos de pagar de seguir por la senda que vamos.

La lectura es de lo más pertinente, pues este año 2014 se nos está presentando como el del retorno al crecimiento económico pudiendo atisbar en el horizonte el paraíso del que nos sacó la crisis. Pero no todo será igual. A la tierra prometida no
llegaremos todos, ni en las mismas condiciones.
Tras unas décadas -las que van desde el final de la segunda Guerra Mundial hasta la «Reagonomics»- de amplio consenso social sobre la importancia del esfuerzo conjunto y de la redistribución económica, estamos pasando a un profundo descrédito de lo público como sinónimo de derroche e ineficiencia (cierto es que motivos hay), lo que alienta el discurso de la eficiencia económica del mercado y la necesaria desregulación. Un discurso que, a juicio de Stiglitz, no es sino una postura interesada, dentro de una estrategia bien diseñada de «búsqueda de rentas» (presionar por regulaciones favorables) que sólo favorece a los más ricos.
A lo largo del libro Stigliz aporta numerosísimos datos que muestran el crecimiento de la desigualdad y como el 1% más rico se está quedando a pasos agigantados con porciones crecientes del pastel económico. Los ricos, pues son y se hacen más ricos día a día. (lo que ya comentamos). En España ocurre tres cuartos de lo mismo. Por ejemplo, ha tenido gran difusión mediática estos últimos días el reciente estudio (aquí) que afirma que los directivos parece que capean mejor la crisis que los empleados y que ilustra claramente el siguiente gráfico.
Estudio EADA – ICSA. Evolucion-poder-adquisitivo
La tesis fundamental del libro de Stiglitz es que «estamos pagando un precio muy alto por nuestra desigualdad, pues el sistema económico es menos estable y menos eficiente, hay menos crecimiento y se está poniendo en peligro nuestra democracia » y con un colofón demoledor: «El 1 % de la población disfruta de las mejores viviendas, la mejor educación, los mejores médicos y el mejor nivel de vida, pero hay una cosa que el dinero no puede comprar: la comprensión de que su destino esta ligado a cómo vive el otro 99 %. A lo largo de la historia esto es algo que esa minoría solo ha logrado entender… cuando ya era demasiado tarde» 
PS. Este libro tiene un origen, cuando menos curiosos; un artículo en la revista Vanity Fair del que ya hablé anteriormente (aquí). Curioso, por el lector habitual del medio en que Stiglitz publicó originalmente su tesis sobre el excesivo precio que pagamos por la desigualdad

¿Cuanto cuesta la felicidad?

Para la sabiduría popular, parece «que el dinero no da la felicidad». En innumerables ocasiones hemos oído este famoso adagio, que la literatura y otras artes se han encargado de sancionar contándonos mil y una historias con el argumento de que «los ricos también lloran». Y la verdad es que no nos los acabamos de creer, por eso se suele añadir la coletilla de que «no dará la felicidad, pero ayuda».

La cuestión no ha pasado desapercibida a los economistas que han desarrollo un específico campo de estudio denominado Economía de la Felicidad. Richard Easterlin fué uno de los pioneros al preguntarse en el  año 1974 si «el crecimiento económico mejoraba la felicidad«, descubriendo que los datos empíricos avalaban parcialmente la sabiduría popular. Es cierto que el dinero importa y sí que da la felicidad, pero hasta un cierto punto; es decir, en una sociedad dada, la gente más rica es más feliz que la más pobre. Ahora bien, los incrementos sustanciales de renta per cápita no se traducen en incrementos en los indicadores de felicidad. Es más, las comparaciones entre países, con distintos niveles de riqueza, muestran como los índices medios de felicidad declarada no cambian, una vez satisfechas las necesidades básicas… lo que obviamente contradice la teoría económica dando lugar a lo que se conoce como «Paradoja de Easterlin«
Baucells y Sarin, en la misma línea argumetnal que Easterlin, sostienen que «definitivamente, el dinero no da la felicidad» debido a la particular psicología del ser humano. Por una parte, el «poder de adaptación» hace que la gente se acostumbre a niveles de vida más altos conforme aumentan sus ingresos, considerándose el nuevo stándard la situación normal y, por tanto, no aportando felicidad o bienestar adicional. La segunda explicación es la «comparación social» ( o teoría del «salario del cuñado») que relaciona nuestra felicidad con el entorno social y no con nuestras circunstancias materiales absolutas. En resumen, el dinero da la felicidad hasta un cierto nivel (8.000$-25.000$, según estudios) a partir del cual los incrementos sustanciales de riqueza proporcionan incrementos residuales de felicidad.
Parece sin embargo que esta interpretación convencional no es la correcta a juicio de Stevenson y Wolfers que consideran que el dinero sí puede comprar la felicidad. La tesis central es que no hay evidencias empíricas de la existencia del punto de saciedad o saturación y que, por tanto, la gente nunca se cansa de ganar más dinero.

El gráfico (reelaborado por The Economist) refleja claramente que a mayores ganancias, mayor bienestar subjetivo para los individuos. Sin cuestionar la conclusión fundamental, podríamos hacer dos matizaciones. El gráfico utiliza una escala logarítmica, por tanto pasar, por ejemplo, de 1.000$ a 2.000$ gráficamente tiene la misma importancia que pasar de 64.000$ a 128.000$ y, no me negarán, que lo mismo, lo mismo pues no es. En otras palabras, el «coste económico» de incrementar la satisfacción crece exponencialmente lo que implica que aumentar un punto requiere de muchísimo más dinero cuando ya se es rico. Una idea que se aproxima bastante a que existe un «punto de saciedad» que es la tesis que pretenden rebatir. En segundo lugar, cuando un país se acerca a elevadas satisfacciones (cercanas a 10) el «coste económico» del incremento es enorme.En definitiva, el estudio redefine logarítmicamente la relación ingresos-bienestar, pero no resuelve la Paradoja de Easterlin.

Robert Skidelsky, en su muy recomendable libro ¿Cuanto es suficiente? reflexiona sobre lo que nos hace felices y «lo poco que cuestan» las cosas realmente importantes. Skidelsky dedica el capítulo cuatro a cuestionar la «Economia de la Felicidad» por no resolver adecuadamente dos irracionalidades: una individual y otra colectiva. La primera es que la gente sobreestima la felicidad futura asociada al consumo y menosprecian las satisfacciones presentes como el ocio, la educación  la amistad y otros intangibles. La segunda es que colectivamente no todo el mundo puede estar en lo alto de la escala. En una sociedad de dos individuos el éxito del individuo A debe ser necesariamente a expensas del fracaso de B.
Skidelsky relaciona la felicidad con la idea «the good life» (la buena vida). Un concepto ético y no meramente subjetivo. La buena vida no es aquella que simplemente se desea, sino aquella que es deseable o merecedora de ser deseada según unos criterios éticos relacionados con la dignidad humana. En otras palabras, nuestro objetivo como individuos y ciudadanos no es meramente ser feliz sino tener rezones para ser feliz. El matiz es importante pues introduce el compromiso moral con nuestros congéneres.
Para Skidelsky los bienes básicos son la salud, la seguridad, el respecto, la personalidad, la armonía con la naturaleza, la amistad, el ocio y tiempo libre… todos ellos bienes que proporcionan felicidad a un «bajo coste». Teniendo en cuenta, pues, lo que verdaderamente merece ser deseado conviene preguntarse ¿cuanto es suficiente para conseguirlo?. Veremos entonces que la felicidad no es cara y que el problema de la insatisfacción personal en las sociedades avanzadas no es económico sino moral. En otras palabras, no somos más felices no porque no podamos «comprar la felicidad» sino porque no sabemos donde buscarla.

Leyendo sobre… Economía por y para humanos

En una entrada anterior reflexionaba sobre el objeto de la Economía más allá de la insatisfactoria (no por incierta, sino por incompleta) definición convencional de la «ciencia que estudia la asignación eficiente de los recursos escasos». Dicha definición no me convence por dos motivos. Primero, por la imprecisión del concepto eficiente, pues está ligado al criterio de eficiencia escogido (económica, social, medioambiental…). Segundo, por la relatividad cultural y geográfica del concepto escasez; dependiente de desiguales distribuciones de recursos y de insatisfechos apetitos y deseos. Por tanto, a mi juicio, cuando la Economía se hace interesante, no es cuando resuelve problemas de asignación (optimización matemática), sino cuando reflexiona sobre los criterios de eficiencia (maximización utilidad y beneficio) y escasez (satisfacción de necesidades vs satisfacción de deseos); es decir, cuando reflexiona sobre los incentivos que mueven a los seres humanos en su «modus operandi» en la arena económica.
Me convencería más la definición convencional si hablara de «provisión» y no de «asignación». De hecho, creo que el último sentido de la actividad económica no es otro que proveer bienes y servicios para el bienestar de los seres humanos. Preocuparse por proveer no es lo mismo que preocuparse por asignar. El matiz es importante. En otras palabras, la preocupación por proveer pondría la Economía al servicio de los humanos y no al revés.
En ultima instancia, es de lo que trata el interesante libro de Julie A. Nelson, «Economics for Humans«.

Nelson es una de las autoridades mundiales en Economía Feminista y unas de las autoras que más ha contribuido a dotar de autonomía y solidez intelectual a esta corriente de pensamiento heterodoxa.
En un tono divulgativo, el libro reflexiona sobre el mecanicismo matemático que impera en la ciencia económica actual de herencia ilustrada-newtoniana (metáfora del mundo como una perfecta maquinaria) y su alejamiento de la realidad y cotidianidad de los problemas económicos a los que la gente realmente se enfrenta. La presunción de eficiencia que otorga el apartado matemático deja de lado consideraciones como justicia, salud, superveniencia y sostenibilidad. Además, es sumamente interesante comprobar como toda la sofisticación matemática de la metáfora mecanicista-newtoniana ha contribuido en poco o muy poco a generar instrumentos económicos útiles.
El nudo gordiano del libro se encuentra en el capítulo 4, cuando Nelson reflexiona sobre la motivación de los individuos y enfrenta los conceptos de amor y dinero. En las actuales circunstancias parece que todo lo mueve el dinero y esta es nuestra única motivación. Cuando realmente, si lo pensamos, no lo es o, al menos, no debería serlo. Las relaciones interpersonales, sobre todo, a escala cercana se rigen por principios como el cuidado, la atención, la empatía y la ayuda (familia, amigos, comapañeros…). No podemos abandonar la responsabilidad ética que tenemos con nuestros congéneres y que nos confiere dignidad como seres humanos. Lo cual no quiere decir, como bien advierte, Nelson que caigamos en la ingenuidad del anti-economicismo y la anarquía faciloide, sino en apostar por modelos de relaciones económicas-humanas donde se armonicen las motivaciones del dinero y del amor. Donde nos preocupe lo que ocurre más allá de nuestra individualidad. La realidad es muy tozuda y nos mostrará como la Economía-Economicista puede generar mayores ingresos para un grupo selecto, pero la Economía-Humana es más eficiente desde el punto de vista de la estabilidad social y el bienestar de la humanidad.

Leyendo sobre… El fracaso de las naciones

Parece ser que ya sabemos por qué fracasan las naciones. En un libro, que lleva camino de convertirse en un clásico, Acemoglou y Robinson plantean una interesante hipótesis explicativa. Obviamente las causas de por qué cada país, en particular, accede a la autopista de la prosperidad o se queda en el camino de la pobreza son distintas, pero pueden agruparse en dos conceptos suficientemente amplios y poderosamente explicativos: instituciones económicas y políticas inclusivas y extractivas. Las primeras sientan las bases del desarrollo, entre ellas: garantías sobre la propiedad privada, un sistema legal imparcial y una provisión de servicios públicos que beneficia a todos por igual y donde todos pueden intercambiar libremente. Este marco alienta la inversión y conduce al desarrollo. Por el contrario, las instituciones extractivas, extraen la riqueza de la comunidad en beneficio de unos pocos que ejercen toda sus influencia para perpetuar sus beneficios particulares. En este caso, la incertidumbre sobre la apropiación de los beneficios desincentiva el emprendimiento económico.
Con varios ejemplos incontestables (Como el de Corea, dónde la misma geografía, cultura y población han dado lugar a dos países con radicalmente distintos niveles de prosperidad; o el más sorprendente de la ciudad de Nogales; donde la ruptura es entre partes que una vez fueron la misma ciudad) y a través de un detallado recorrido por algunas de las grandes civilizaciones, imperios y pueblos a lo largo de la historia de la humanidad los autores van demostrando una y otra vez su hipótesis.
En resumen mediante el afortunado y evocador concepto de «extractivo» y el de «inclusivo», los autores explican las condiciones del desarrollo y la prosperidad.
El libro supone un importante avance para las ciencias sociales, pero a mí me deja un sabor agridulce, pues implícitamente reconoce que los seres humanos se mueven por tendencias «extractivas» con respecto a sus congéneres y a su comunidad. Es decir, si la ley no lo impidiera la convivencia humana se definiría  por una permanente tensión entre explotadores (extractores) y explotados. Deprimente escenario, pues. Me resisto, sin embargo, a creer que miles de años de historia de la humanidad no hayan contribuido al desarrollo moral de la misma. Si estamos en la sociedad para «extraer» y no «incluir», el chiringuito se nos viene abajo; pues la ley irá siempre por detrás de las prácticas sociales, siendo insuficiente para regular todo el ingenio «extractivo» de que el hombre es capaz. Es decir, si el egoísmo extractivo, y  no la cooperación inclusiva, son los valores que se van imponiendo, nuestra coexistencia social lo tendrá cada día más difícil. Quizá la presente crisis financiera sea un buen ejemplo de lo que ocurre cuando lo extractivo de «unos pocos» se impones sobre las instituciones «inclusivas». Y eso que, como ya dijera Aristótoles, el hombre es una animal social y necesita de la sociedad para subsistir. Lo que me hace preguntarme, ¿quien es tan tonto como para tirar piedras sobre su propio tejado? ¿Quien desearía «extraer» hasta agotar de un entorno que necesita para sobrevivir?

Leyendo sobre… Prosperidad sin crecimiento

«Prosperidad sin Crecimiento» (Prosperity without growth) fué seleccionado como uno de los libros del año por el, nada-sospechoso-de-radicalidades, Financial Times; lo cual no es mala carta de presentación.
Su autor, el profesor Tim Jackson, plantea la urgencia de encontrar una alternativa al crecimiento económico meramente material (léase incrementos del PIB) como única opción de futuro para la especie humana en el marco de una planeta finito. El libro trataría de responder a la metafísica pregunta de si es posible ser feliz sin depender de un consumismo desenfrenado y esquilmador de recursos. La obviedad de la respuesta parece hacer innecesaria la pregunta. Creo que todos estaríamos de acuerdo en que la riqueza no da la felicidad, superado un umbral mínimo de subsistencia biológica. Sin embargo, nos desvivimos por aumentar permanentemente nuestra riqueza. El autor nos transmite la idea de que no somos más prósperos por ser más ricos pues, «al final del día la prosperidad va más allá del placer material. Transciende las preocupaciones materiales. Reside en la calidad de nuestras vidas y en la salud y felicidad de nuestras familias. Se halla presente en la fortaleza de nuestras relaciones y en la confianza en nuestra comunidad. Se evidencia en la satisfacción con nuestro trabajo y en el compromiso con un significado y objetivos compartidos. Se transmite en nuestro potencial para participar plenamente en la vida de la sociedad». El modelo occidental de felicidad tiene mucho que ver con el consumo posicional, el cual añade muy poco o nada a la felicidad individual pero contribuye enormemente al agotamiento de los recursos. 
La prosperidad bien entendida no deberían ser más toneladas per cápita de un montón de gadgets, sino calidad relacional; en otras palabras, sentirse apreciado y comprometido con el entorno en el que se vive. El autor se apoya en el enfoque de capacidades de Sen para identificar la prosperidad con las capacidades para crecer integralmente como seres humanos; a saber: salud nutricional, esperanza de vida y participación en la sociedad).
Puede que, como nos advierte el propio autor, la propia opulencia nos haya traicionado de tal manera que, como especie, hemos confundido lo que importa de lo que reluce.

Leyendo sobre… La doctrina del «shock»

Pertenezco al grupo de los que creen en la bondad del ser humano, en su capacidad de empatizar con el otro, en la necesaria dimensión comunitaria de la existencia humana. Por ejemplo, frente a la barbarie del antiguo régimen, prefiero mirar el espíritu de la revolución francesa, frente a la barbarie del nazismo, prefiero recordar la «declaración universal de los derechos humanos» y frente al carácter descarnado del ciclo económico, prefiero ver los instrumentos de cobertura social que hemos consensuado en un buen número de países para proteger a los que el sistema excluye.

Por todo ello leo con escepticismo el estupendo libro de Naomi Klein, la doctrina del Shock, (también en documental). La tesis central del libro es que la teología de mercado, sintetizada en el consenso de Washington (privatización, desregulación y recortes en los servicios públicos) puede imponerse en democracia, pero una implantación de largo alcance requiere de drásticas políticas, que sólo serán aceptadas en casos de traumas colectivos (crisis económicas, políticas, desastres naturales…) que venzan la resistencia de la gente. La autora, establece un paralelismo entre la tortura que anula la voluntad del individuo y las crisis sociales que anulan la capacidad de lucha de la gente; una vez que se produce dicha anulación es fácil controlar la voluntad del individuo y de la sociedad. Todas estas ideas las sintetiza la autora en la expresión «el capitalismo del desastre», una estrategia orquestada por gobiernos y corporaciones para aprovechar (o inducir) grandes crisis colectivas que permitan implantar el modelo económico de capitalismo desenfrenado, preconizado por el consenso de washigton bajo el lema de que no hay alternativa, y que beneficia solamente a la minoría mejor posicionada.
Decía que leo todo esto con escepticismo pues no quiero creer en la teoría conspirativa que plantea el libro; es más, quiero creer que las medidas propuestas por los teóricos del capitalismo del desastre tienen buenas intenciones; buscan el bienestar de la gente y creen de buena fe que el libre mercado sin control es el camino más rápido para lograrlo. Por ejemplo, no quiero atribuir la desastrosa transición económica rusa a una trama conspirativa que buscaba beneficiar a intereses particulares, sino a la ingenuidad de los economistas que la diseñaron y que no tuvieron en cuenta los aspectos institucionales y culturales.
En definitiva, no quiero creer en la conspiración sino en la buena fe. Pero cada día que pasa me lo tengo que repetir más veces. Además, siempre mantengo la esperanza de que cuando el mercado aprieta más allá de lo que requiere la eficiencia, la sociedad se resiste a convertirse en mercancía.

Leyendo sobre… «Manías, pánicos y cracs» (una y otra vez)

La semana pasaba andaba de limpieza en el despacho y me topé con el, ya convertido en clásico, libro de Kindleberger «Manías, pánicos y cracs». Recuerdo que utilicé el libro para un trabajo de la asignatura «Sistema Financiero Español» de cuarto curso de licenciatura. Como soy de natural curioso y, sobre todo, de frágil (y selectiva memoria, según mi entorno más cercano) decidí releer las notas que tenía sobre el libro y el propio trabajo. Y cual no sería mi sorpresa cuando descubrí que aquel trabajo podría ser perfectamente presentado por una alumno 20 años después. En el año 1993 vivíamos una crisis financiera que, salvando las distancias, presenta patrones similares a la actual… y, en definitiva, a todas las crisis que en el mundo han sido. Lo cual me hace preguntarme ¿Seremos incapaces de aprender del pasado?
La tesis principal del autor es que «…los mercados funcionan bien en general y que normalmente se puede confiar en ellos para decidir la distribución de los recursos y, dentro de ciertos límites, la distribución de las rentas, pero que ocasionalmente los mercados estarán abrumados y precisarán cierta ayuda. Naturalmente, el dilema reside en que si los mercados saben de antemano que se les dispensará una ayuda generosa se derrumban con mayor frecuencia a la vez que funcionan con menor efectividad«. Es decir, un clásico problema de riesgo moral: en situaciones críticas hay que rescatar para evitar males mayores, pero la perspectiva del rescate conduce a prácticas  irresponsables y aumenta las posibilidades de llegar a esa situación crítica.
Ahora los bancos son demasiado grandes para caer (TBTF), pero no siempre ha sido así y haber dejado caer a algunos bancos pequeños o medianos quizás hubiera alentado la prudencia y la sensatez en las inversiones financieras, frente a los riesgos desproporcionados y la espiral especulativa. Sadeq Sayeed, un relevante financiero del que ya hablé en otra ocasión, situaba el origen cercano de la presente crisis en el rescate del fondo de inversión «Long-Term Capital Management«. El fondo perdió 4600 millones de dólares con la crisis rusa lo que llevó a la intervención de la Reserva Federal. La importante lección es que el Fondo no era lo suficientemente grande para que su caída pusiera en peligro al sistema, pero transmitió a todo el mundo financiero la seguridad de que la Reserva Federal no dejaría caer a nadie. En otras palabras, la caída no habría tenido impacto sobre el sistema financiero, pero sí lo tuvo la lectura que el mundo de las finanzas hizo de dicha intervención. «Barra libre al riesgo». ¿Para qué centrarnos en inversiones prudentes y de rentabilidad normal, si podemos conseguir rentabilidades extraordinarias y forrarnos con inversiones arriesgadas? Además, en el peor de los casos, nunca nos dejarán caer.
En segundo lugar, el libro resulta interesante por la familiaridad con que puede releerse a la luz de la presente crisis (no tan diferente de otras anteriores) siguiendo la secuencia (que Kindleberger toma prestada de Minsky): Shock externo (Detonante) =>  Oportunidad negocio => Auge => Expansión Crédito => Especulación-Aumento Demanda => Euforia o sobrenegociación (Manía) => Apalancamiento => Burbujas => Especulación desplaza de objetos valiosos a ilusorios => Aceleración interés, circulación dinero y precios => Alguien decide vender y obtener beneficios => Dudas y Vacilación => Estampida por deshacerse activos tóxicos => Pánico => Crac.