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El consenso de Washington se ha hecho para el hombre y no al revés.

Keynes, en una de sus citas más conocidas, afirmaba que «las ideas de los economistas y los filósofos políticos, tanto cuando son correctas como cuando están equivocadas, son más poderosas de lo que comúnmente se cree. En realidad el mundo está gobernado por poco más que esto. Los hombre prácticos, que se creen exentos por completo de cualquier influencia intelectual, son generalmente esclavos de algún economista difunto. Los maniáticos de la autoridad, que oyen voces en el aire, destilan su frenesí inspirados en algún escritorzuelo académico de hace algunos años. Estoy seguro de que el poder de los intereses creados es grandemente exagerado en comparación con la invasión gradual de las ideas, que, en la práctica, no sucede de forma inmediata, sino después de un cierto intervalo […]. Pero, tarde o temprano, son las ideas, y no los intereses creados, quienes resultan peligrosas, tanto para mal como para bien

Es bien sabido que las ideas que nos gobiernan son las cristalizadas en el Consenso de Washington, que se ha convertido en nuestro decálogo mesiánico. Resulta cuando menos una curiosidad histórica, de hecho, que la agenda original de John Williamson, incluyera exactamente 10 recomendaciones políticas ¿coincidencia casual o guiño intelectual a la historia? Vaya por delante que no soy especialmente beligerante contra dicho consenso; hay propuestas que parecen sensatas y razonables. El problema es el cómo, el cuando y, sobre todo, el para qué. 
¿Cómo?.- Los resultados de las políticas no son ajenos al proceso de implantación de dichas políticas. Un ejemplo: la disciplina presupuestaria es un objetivo razonable y más que deseable a nivel individual y colectivo, pero una senda de ajuste rigurosa, impaciente y mal diseñada puede ser ella misma un obstáculo para conseguir el objetivo que persigue
¿Cuando?.- Creo que más mercado, libertad y competencia favorece a la economía en «circunstancias normales». Un ejemplo: ¿se acuerdan de las facturas que llegamos a pagar de teléfono antes de la liberalización del sector? Ahora bien, en «circunstancias extraordinarias» los mercados por sí solos no son suficientes. Particularmente, en la actual crisis del Euro-Sur, necesitamos alegría monetaria ya, que reduzca nominalmente la deuda, frene a los especuladores y de un respiro a los ministerios de hacienda.
Para qué.- Aquí está la clave. la teoría económica convencional sanciona la agenda del consenso de Washington en base a su demostrada (teóricamente) eficiencia para el crecimiento económico. No obstante, ¿es el crecimiento económico el último fin de la existencia humana? o más bien ¿es el bienestar? A los economistas nos cuesta desligar ambas y decimos que el primero es una condición necesaria para el segundo. Amartya Sen, nóbel de Economía, con su teoría de la justicia y el enfoque de capacidades se empeña en decirnos lo contrario. Y las propuestas alternativas de medidas del bienestar van en esa dirección. 
En definitiva el consenso de Washington está hecho para el hombre y no el hombre para el consenso de Washington. Si las medidas ayudan al bienestar y al progreso integral de una comunidad, bienvenido sea; si no, prescindamos de él. En todo caso, debemos guardarlo en el cajón en época de «circunstancias extraordinarias» ante las cuales se ha manifestado reiteradamente ineficaz.
Como también nos decía Keynes: «La dificultad reside no en las ideas nuevas, sino en rehuir las viejas que entran rondando hasta el último pliegue del entendimiento de quienes se han educado en ellas, como la mayoría de nosotros».

Leyendo sobre… La doctrina del «shock»

Pertenezco al grupo de los que creen en la bondad del ser humano, en su capacidad de empatizar con el otro, en la necesaria dimensión comunitaria de la existencia humana. Por ejemplo, frente a la barbarie del antiguo régimen, prefiero mirar el espíritu de la revolución francesa, frente a la barbarie del nazismo, prefiero recordar la «declaración universal de los derechos humanos» y frente al carácter descarnado del ciclo económico, prefiero ver los instrumentos de cobertura social que hemos consensuado en un buen número de países para proteger a los que el sistema excluye.

Por todo ello leo con escepticismo el estupendo libro de Naomi Klein, la doctrina del Shock, (también en documental). La tesis central del libro es que la teología de mercado, sintetizada en el consenso de Washington (privatización, desregulación y recortes en los servicios públicos) puede imponerse en democracia, pero una implantación de largo alcance requiere de drásticas políticas, que sólo serán aceptadas en casos de traumas colectivos (crisis económicas, políticas, desastres naturales…) que venzan la resistencia de la gente. La autora, establece un paralelismo entre la tortura que anula la voluntad del individuo y las crisis sociales que anulan la capacidad de lucha de la gente; una vez que se produce dicha anulación es fácil controlar la voluntad del individuo y de la sociedad. Todas estas ideas las sintetiza la autora en la expresión «el capitalismo del desastre», una estrategia orquestada por gobiernos y corporaciones para aprovechar (o inducir) grandes crisis colectivas que permitan implantar el modelo económico de capitalismo desenfrenado, preconizado por el consenso de washigton bajo el lema de que no hay alternativa, y que beneficia solamente a la minoría mejor posicionada.
Decía que leo todo esto con escepticismo pues no quiero creer en la teoría conspirativa que plantea el libro; es más, quiero creer que las medidas propuestas por los teóricos del capitalismo del desastre tienen buenas intenciones; buscan el bienestar de la gente y creen de buena fe que el libre mercado sin control es el camino más rápido para lograrlo. Por ejemplo, no quiero atribuir la desastrosa transición económica rusa a una trama conspirativa que buscaba beneficiar a intereses particulares, sino a la ingenuidad de los economistas que la diseñaron y que no tuvieron en cuenta los aspectos institucionales y culturales.
En definitiva, no quiero creer en la conspiración sino en la buena fe. Pero cada día que pasa me lo tengo que repetir más veces. Además, siempre mantengo la esperanza de que cuando el mercado aprieta más allá de lo que requiere la eficiencia, la sociedad se resiste a convertirse en mercancía.