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Brexit, Desigualdad y la idea de Europa

En un discurso pronunciado en Washington el 30 de abril de 1952, Jean Monnet sentenció que con el proyecto de unificación europea «no coaligamos Estados, unimos personas»; frase que se debería adoptar como lema fundacional del proyecto Europeo en su versión más idealista, progresista, romántica y ciudadana. La famosa sentencia subraya la primacía del ciudadano europeo, sobre cualquier otro tipo de consideración ya sea política o económica. Realmente el visionario Monnet anticipaba ya el posterior debate entre la construcción de una «Europa de los Ciudadanos » o una «Europa de los mercaderes». Si lo pensamos con perspectiva histórica, la Unión Europea sólo ha avanzado cuando la dimensión idealista y ciudadana ha predominado sobre la dimensión mercantil; cuando los principios de solidaridad y cohesión han conseguido imponerse a los intereses creados y a los «I-Want-my-money-back». Sólo tenemos más Europa cuando ésta se construye en torno a los ciudadanos y no en torno al dinero. Y parece que en los últimos tiempos predomina la vía mercantilista, sobre la vía ciudadana. ¿Cómo si no puede explicarse que Jean Claude Juncker, arquitecto de la política fiscal que ha transformado Luxemburgo en un paraíso para las grandes fortunas dentro de la propia Europa, sea el encargado de pilotar el proyecto Europeo? Resulta aún más paradójica su actuación ante el Brexit. «Out means Out» clama contra los Ingleses. «Que haces tú aquí» le pregunta a Nigel Farage. ¿No se da cuenta de que él ha contribuido a ello?

Hablar de la Europa de los Ciudadanos y de la Europa de los Mercaderes no implica considerarlos como grupos antagónicos. Unos y otros pueden beneficiarse, y deben beneficiarse, de la unidad de Europa. No es un juego de suma cero. Es más, una Europa mercantilmente próspera es condición sine qua non para una Europa socialmente más justa. El problema surge cuando Europa, de facto, se está convirtiendo en más próspera, pero socialmente más injusta como atestiguan los recientes informes que alertan sobre el crecimiento de la desigualdad. Los ciudadanos perciben entonces que sólo el 1% más rico, los bancos (rescatados con ingentes cantidades de dinero público) y las grandes corporaciones (evasoras de impuestos a través de ingeniería fiscal) son los beneficiarios del proyecto europeo y, por extensión, de cualquier proceso de globalización económica. Por tanto, la causa última del Brexit no hay que buscarla en el racismo o en sentimiento antieuropeístas (Que son más bien consecuencias) sino en la creciente desigualdad que se va extendiendo como un cáncer en nuestras sociedades y que poco a poco va deteriorando el consenso sobre el que se ha construido la estabilidad del mundo occidental tras la II Guerra mundial: la certeza de que todos podemos disfrutar de la prosperidad común.

La «Capacidad» de elegir

En su famosísimo libro «libertad de elegir» Miltron Friedman argumentó convincentemente sobre las bondades del mercado para mejorar nuestra calidad de vida y ampliar las libertades personales. El libre mercado, sustanciado en el papel coordinador de los precios y en un marco jurídico que permita la máxima autonomía en los intercambios voluntarios, es una condición para la prosperidad y la libertad. Ahora bien, conviene matizar claramente que no es lo mismo la «libertad-de-elegir» que la «capacidad-de-elegir», como bien advierte Amartya Sen en su estupendo libro «Desarrollo y libertad«. La «capacidad » está relacionada con las libertades reales que la gente puede disfrutar, y no solamente con las nominales. Un par de ejemplos, del propio Sen ilustran claramente la distinción. No es lo mismo el derecho al voto, que la capacidad de votar. Imaginemos que un país recoge en su ordenamiento jurídico el sufragio universal, este reconocimiento será un derecho meramente nominal si la gente no puede ejercerlo realmente, como sería el caso de que no supieran leer/escribir o de que se ejerciera un control caciquil o de que las urnas estuvieran muy lejanas y mal distribuidas, etc… En definitiva, la ley reconoce al voto, pero algunos ciudadanos no tendrían la capacidad de ejercerlo por la existencia de unas barreras que suponen obstáculos insalvables o que requieren un elevado esfuerzo desincentivando el ejercicio de esa libertad. Un segundo ejemplo es, quizá, aún más ilustrativo: no es lo mismo ayunar voluntariamente que no tener nada con que alimentarse. Las consecuencias fisiológicas son similares (desnutrición por la ausencia de ingesta de alimentos) pero en el primer caso es una «libertad» ejercida voluntariamente (bien por motivos religiosos o de protesta política, como en el caso de las huelgas de hambre, o incluso estéticos) mientras que en el segundo es una imposición de la realidad que limita la «capacidad» de la gente.

Me viene  a la cabeza todo esto porque hace poco tiempo «decidí» voluntariamente darme de alta en un tratamiento de fisioterapia en el que llevaba varios meses. En la decisión valoré el coste temporal, los resultados ya alcanzados y el poder continuar por mi cuenta. La decisión fue totalmente libre, pero la pude tomar porque tenia la «capacidad» para hacerlo. Capacidad que venía dada porque en España gozamos de un estupendo sistema de Seguridad Social que me «ofreció» la posibilidad de ser tratado. En aquellas otras regiones del mundo donde tal posibilidad no existe (sistemas médicos privados o sistemas públicos deficientes y/o saturados) la gente no es «libre» para tomar esa decisión. Este complaciente párrafo sobre mi experiencia sanitaria, no me hace olvidar que tal como se está poniendo el patio en España la «capacidad» sanitaria se está resintiendo por problemas asociados a la falta de medios y las listas de espera. Si estoy meses y meses y meses a la espera de un tratamiento mi «libertad» efectiva se ve claramente mermada.

La moderna visión del desarrollo que debemos a Sen insiste claramente en que frente a las «libertades-para-elegir» nominales, el verdadero desarrollo se centra en las capacidades efectivas o las «libertades-para-elegir» reales que la gente puede disfrutar. Sin ser exhaustivo, Sen reconoce algunas libertades sustantivas y básicas para que podamos hablar de desarrollo, entre ellas: ser capaz de evitar privaciones como pasar hambre, estar malnutrido, escapar de la mortalidad prematura, gozar de las libertades asociadas a la alfabetización, disfrutar de la participación política y de la libertad de expresión. Es por todo ello, que Sen concluye que el verdadero desarrollo se sitúa más en el ámbito de la expansión de las libertades que en el del mero crecimiento económico (sin que ambos sean excluyentes). Habrá más desarrollo cuando haya más libertades efectivas o, en sentido negativo cuando se eliminen las mayores fuentes de no-libertad como son: pobreza, la tiranía, al escasez de oportunidades económicas, la privación social, la ausencia de infraestructuras públicas socio-sanitarias, la intolerancia o la represión política. Como bien advierte Sen el elemento más favorable al libre mercado es la libertad en sí misma, más que el mecanismo. Es por tanto, en la expansión de las libertades donde hay que centrar los esfuerzos.

Todas estas Ideas conviene tenerlas bien presentes en un contexto de creciente desigualdad económica. Como ya he comentado  varias veces (aquí, aquí, aquí) la desigualdad extrema puede convertirse en el gran desafío socio-económico para el siglo XXI. Un cierto grado de desigualdad alienta e incentiva, diría incluso que es necesario para que la gente se esfuerce por prosperar y por recibir la adecuada remuneración de su valía, pero la obscenidad de que 62 personas tengan lo mismo que las 3.500.000 millones más pobres sólo puede ser un caldo de problemas e inestabilidades, amén de una profunda injusticia.

El desafío de la desigualdad o los «Versalles» del siglo XXI

El año nuevo suele ser época habitual para (re)formular anhelados deseos de transformación de aquellas cosas de nuestra existencia con las que nos terminamos de encontrarnos a gusto. A tenor de los temas que van ascendiendo en las preocupaciones en los ránkings de los economistas, la desigualdad y cómo acabar con ella debería convertirse en el «buen-propósito» para este año… y los venideros.

Como nos alertaba Stiglitz en un seminal artículo en la revista Vanity Fair (aquí), los ricos no han aprendido bien la lección histórica que supuso la revolución francesa. Llegó un momento en que las pauperizadas masas de parisinos no pudieron soportar más las obscenidades de la suntuaria vida en Versalles, al tiempo que sus hijos morían de hambre. Nada pudo detener la ira de un pueblo que respondía visceralmente a la insensibilidad absoluta de los aristócratas de pelucas empolvadas y egos autocomplacientes. La verdad es que no lo vieron venir, ni podían haberlo visto encerrados, como vivián, en los dorados salones de baile. Pues bien, si como decían los clásicos «quien no conoce la historia está condenada a repetirla», sería hora de que nos pusiéramos las pilas sobre el principal desafío que, a mi juicio, acecha los stándares de bienestar alcanzados en la sociedades occidentales durante la segunda mitad del siglo XX: el de la riqueza extrema. Cuando 85 personas físicas poseen los mismo que 3.500 millones algo no funciona bien.

Por el momento, esos 3.500 millones de personas no asaltarán el «Versalles» en el que viven los 85 más ricos, básicamente, por razones geográficas; ya que la concentración de los más pobres se da en zonas muy alejadas de los ricos centros capitalistas. Problema distinto es el de la pobreza en el seno de los países ricos. Aquí el problema es más complejo. Existen tres razones que evitan, por el momento, el asalto. Pero sólo por el momento, como ya veremos. En primer lugar, la conciencia existente en las democracias meritocráticas occidentales de que todo el mundo puede enriquecerse con el fruto de su esfuerzo; la posibilidades de ser uno de los 85 más ricos está al alcance de cada cuno. En segundo lugar, los sistemas de bienestar que redistribuyen y palían la pobreza extrema. Y, finalmente, en tercer lugar, los sistemas de jurídicos y de orden público encarnados en el Estado con capacidad de ejercer el monopolio legítimo de la violencia para mantener el orden. Todo estos argumento sin embargo no son tan poderosos como parecieran. En relación con el primero, no alerta Piketty en su famoso libro «el capital en el Siglo XXI» de que las posibilidades de ascender en la escala social son más una ficción que una realidad, pues dependen cada vez menos de los méritos propios cuanto de la riqueza familiar. Avanzamos hacia sociedades patrimoniales en detrimento de las meritocráticas. En segundo lugar, el ataque, en aras de la eficiencia del mercado, de los sistemas de protección social debilitará en los años venideros ese muro de contención. Y, finalmente, si falla el ideal meritocrático y de igualdad de oportunidades así como la solidaridad social que subyace en los sistemas de bienestar social, dudo mucho que sólo el imperio del orden y la fuerza sea capaz de proteger los modernos «Versalles» del Siglo XXI.

El siglo XX ha sido un camino de ida y vuelta en el ideal redistributivo. Tal y como muestra el siguiente gráfico, del nada sospechoso The Economist», en el principio del Siglo XXI, la sociedad americana está desandando todo el camino igualitario que recorrió tras las II Guerra Mundial, y que tanta prosperidad y bienestar social les proporcionó. Actualmente se está volviendo a los niveles de desigualdad extrema de los años previos a la Gran Depresión. Les aconsejo que enlacen a la página de la revista y le echen un vistazo al gráfico interactivo. No tiene Desperdicio.

Felices buenos-propósitos para este año.

Si queréis leer algo más sobre desigualdad…

La pobreza de ser rico

Les comentaba en la entrada anterior… el altísimo coste de oportunidad de la decisión judicial de «donar» y no «subastar» los famosos trajes de la denominada trama Gürtel. Aparte de esta re-lectura microeconómica, el caso de los trajes goza de un largo recorrido mediático como epítome de una forma de entender y practicar la política, cuando menos desesperanzadora. La pregunta que no dejan de formularse los ciudadanos de a pie, es por qué políticos reconocidos en sus cargos y con salarios dignos de sus función y labor, deciden arriesgar su dignidad y la de todo el colectivo por dinero. A mí la pregunta se me hace más compleja, al pensar en que muchos de ellos indudablemente entraron en política alimentados por románticos y sinceros sueños de trabajar por una sociedad más justa y mejor. ¿Tanto ciega el poder y el dinero?
No sé la respuesta, pues no me he visto en la tesitura y, realmente, no sé si quiero verme.
Todo esto viene a cuento, del vídeo que les propongo. Un breve reportaje elaborado a partir de las conclusiones del estudio científico «Ascender en la escala social predice el aumento de comportamientos menos éticos«. El vídeo parece confirmar la extendida intuición de que la riqueza nos vuelve más egoístas.

https://www.youtube.com/watch?v=S6k0rTdI5fk

Del vídeo se extraen dos conclusiones muy interesantes. La primera es que los estudios experimentales muestran que la clase alta se comparta de una manera menos ética que clases inferiores. La segunda es que la desigualdad es profundamente perniciosa para la salud tanto del individuo como de la sociedad.
Cuestiones que ya he comentado con anterioridad. Las más recientes (aqui, aquí, aquí y aquí).

El problema de la «riqueza extrema»

Les comentaba en la entrada anterior… que seguramente la desigualdad va a salirnos muy cara. Como bien advierte Stiglitz un sistema desigual es menos socio-políticamente menos estable y económicamente menos eficiente.

Esta misma semana aparecía un informe de Oxfam internacional que apunta en el mismo sentido(aquí). Cuando «la mitad de la renta mundial está en manos del 1% más rico de la población» o cuando sólo 85 personas físicas poseen la misma riqueza que 3.500 millones estamos entrando en escenarios de «riqueza extrema»; expresión que trata de, acertadamente, evocarnos el concepto de «pobreza extrema» para indicar que tan devastadora para la estabilidad del sistema puede ser tanto una como la otra.
En el resumen ejecutivo, el informe deja bien claro, para desmarcarse de romanticismo colectivos-expropiatorios, que «Un cierto grado de desigualdad económica es fundamental para estimular el progreso y el crecimiento, y así recompensar a las personas con talento, que se han esforzado por desarrollar sus habilidades y que tienen la ambición necesaria para innovar y asumir riesgos empresariales.» Ahora bien, entre la justa desigualdad estimuladora del talento y la obscenidad moral de una riqueza creciente y banal hay un trecho que nunca deberíamos haber empezado a recorrer.
La conclusión fundamental del informe es profundamente descorazonadora. No sólo ha aumentado la concentración de los ingresos y la riqueza en manos de unos pocos (Cap. 1) sino que la tendencia es de crecimiento exponencial: en parte porque «dinero llama a dinero» y en parte, porque con tan debordante cantidad de dinero las élites pueden manipular el sistema en su favor (Cap 2) a través de fuertes campañas de presión a políticos (lobbies) y de (des)información a ciudadanos (control medios de comunicación).
El mundo Occidental está olvidando de forma acelerada el bienestar en términos de estabilidad social y riqueza compartida que fueron los años que abarcan desde la posguerra hasta la revolución conservadora de Reagan y Thatcher. 
Hasta ahora se ha soportado la creciente desigualdad por el aumento de riqueza, pero ¿cómo afrontará una sociedad con amplios derechos democráticos y altos niveles pretéritos de bienestar el hecho de empobrecerse mientras unos pocos se enriquecen obscenamente? 
Parece que a las élites les empieza a preocupar poder ver de nuevo a los sans-culottes a las puertas de Versalles y el tema va ganando posiciones a las agendas de debate, como en el último foro de Davos. Veremos en que queda la cosa y si cambia el reparto de la tarta.

Leyendo sobre… El precio de la desigualdad

Les comentaba en la entrada anterior… que leer sobre economía puede ser divertido y allí les recomendaba algunos libros del género de moda «economics-made-fun» que tantos best-seller está proporcionando. Otras lecturas de Economía son, quizás menos divertidas, sin dejar de ser recomendables e instructivas. Es el caso de «el precio de la desigualdad» del premio Nóbel de Economía Stiglitz, del que ya he hablado con anterioridad (aquí).

Pues bien el libro no es que no sea divertido, es que transmite un mensaje de fondo, que ciertamente, hace honor al calificativo de «ciencia lúgubre» con el que se apellida habitualmente a la economía. Stiglitz esboza un futuro sombrío para Estados Unidos (y, por extensión, al resto del mundo) en base a la creciente desigualdad y el altísimo precio que habremos de pagar de seguir por la senda que vamos.

La lectura es de lo más pertinente, pues este año 2014 se nos está presentando como el del retorno al crecimiento económico pudiendo atisbar en el horizonte el paraíso del que nos sacó la crisis. Pero no todo será igual. A la tierra prometida no
llegaremos todos, ni en las mismas condiciones.
Tras unas décadas -las que van desde el final de la segunda Guerra Mundial hasta la «Reagonomics»- de amplio consenso social sobre la importancia del esfuerzo conjunto y de la redistribución económica, estamos pasando a un profundo descrédito de lo público como sinónimo de derroche e ineficiencia (cierto es que motivos hay), lo que alienta el discurso de la eficiencia económica del mercado y la necesaria desregulación. Un discurso que, a juicio de Stiglitz, no es sino una postura interesada, dentro de una estrategia bien diseñada de «búsqueda de rentas» (presionar por regulaciones favorables) que sólo favorece a los más ricos.
A lo largo del libro Stigliz aporta numerosísimos datos que muestran el crecimiento de la desigualdad y como el 1% más rico se está quedando a pasos agigantados con porciones crecientes del pastel económico. Los ricos, pues son y se hacen más ricos día a día. (lo que ya comentamos). En España ocurre tres cuartos de lo mismo. Por ejemplo, ha tenido gran difusión mediática estos últimos días el reciente estudio (aquí) que afirma que los directivos parece que capean mejor la crisis que los empleados y que ilustra claramente el siguiente gráfico.
Estudio EADA – ICSA. Evolucion-poder-adquisitivo
La tesis fundamental del libro de Stiglitz es que «estamos pagando un precio muy alto por nuestra desigualdad, pues el sistema económico es menos estable y menos eficiente, hay menos crecimiento y se está poniendo en peligro nuestra democracia » y con un colofón demoledor: «El 1 % de la población disfruta de las mejores viviendas, la mejor educación, los mejores médicos y el mejor nivel de vida, pero hay una cosa que el dinero no puede comprar: la comprensión de que su destino esta ligado a cómo vive el otro 99 %. A lo largo de la historia esto es algo que esa minoría solo ha logrado entender… cuando ya era demasiado tarde» 
PS. Este libro tiene un origen, cuando menos curiosos; un artículo en la revista Vanity Fair del que ya hablé anteriormente (aquí). Curioso, por el lector habitual del medio en que Stiglitz publicó originalmente su tesis sobre el excesivo precio que pagamos por la desigualdad

Legados de la crisis (I): Ricos y Más Ricos

Dice nuestro ínclito presidente que lo peor de la crisis ya ha pasado. Y, la verdad, no tenemos por qué dudar de su palabra, más allá de que hay que ir calentando motores para una carrera electoral en la que, por cierto, el PP anda un pelín bajo de forma. Pero bueno, seamos bien pensados y consideremos que a nuestro presidente lo que le motiva es ser transparente con los datos e insuflar esperanza a una alicaída ciudadanía. Además, el hecho de que la oposición y los organismos independientes lo confirmen elimina cualquier suspicacia electoralista. Centrémonos, por tanto, en que «lo peor de la crisis ya ha pasado». Sería pues el momento de ver los destrozos del temporal. Pues bien, parece que a no todo el mundo le ha ido mal.

Como bien refleja el siguiente gráfico en «The Economist», en el año 2012 12 millones de personas superaron el umbral que, técnicamente, les otorga el status de millonarios (tener 1 millón de dólares en activos invertibles); esto es 1 millón más de nuevos ricos respecto al 2011.
Además, no sólo hay más ricos sino que los que había son aún más ricos, en concreto un 10%. Por otra parte, los 3,4 millones de ricos americanos, los 1,9 millones de japoneses y el millón de alemanes acaparan más de la mitad de la riqueza mundial. En resumen, mayor número de ricos y, además, más ricos.
La crítica (que por facilona me despierta cierto pudor demagógico): las crisis no ha sido igual para todo el mundo, ni todos arriman el hombro de la misma forma. Con estos mimbres, no es de extrañar que se cuestione el Estado del Bienestar desde uno de sus santuarios.
El consuelo: Mis lectores ya me han escuchado la cantinela de que «el dinero no da la felicidad» (aquí y aquí) y que quizás «no somos tan pobres«, al menos comparativamente. Por tanto, tiremos de sabiduría popular y concluyamos con que «el que no se consuela es porque no quiere».

¿Y si soy más rico de lo que pienso?… Comparativamente hablando

 Decía Keynes que «El problema político de la humanidad consiste en combinar tres cosas: eficiencia económica, justicia social y libertad individual”. Todas ellas deben desarrollarse paralelamente y en la proporción adecuada para evitar un crecimiento atrofiado de la humanidad. La eficiencia económica sin justicia social genera sociedades desiguales y «cuartos mundos» que son la vergüenza de las sociedades capitalistas avanzadas. La eficiencia económica sin libertad individual está relacionada con dictaduras y colectivismos que anulan la importancia del individuo sacrificado al bien de la comunidad (Ex-URSS o la China actual). El mismo sinsentido colectivista se da en situaciones de justicia social sin libertad individual (Cuba). La combinatoria a que da lugar los anteriores tres aspectos es múltiple. Habrá quienes defiendan la riqueza y el crecimiento económico por encima de todo lo demás, pues alcanzando éste lo demás viene dado. Para otros, es preferible menores crecimientos económicos pero más repartidos, pues el sufrimiento y explotación humana no compensa.
En cualquier caso el problema que plantea Keynes es pertinente en un día como hoy, dedicado al trabajo. Realmente, si lo pensamos despacio, el trabajo es uno de los factores determinantes en la solución del anterior problema. Un capital humano competitivo y trabajando (no en el paro) hace a un país más eficiente, lo que permite distribuir las ganancias de dicha eficiencia a través de los salarios y de mecanismos de protección social que, a su vez, permiten al ciudadano afrontar con autonomía y libertad sus proyectos vitales. Todo encaja, ¿no?. Pero la realidad dista mucho de ser así: hay desempleo masivo, explotación laboral y falta de libertades, escandalosas distribuciones de la riqueza… También hay sólidas clases medias, con trabajos adecuadamente remunerados y escenarios vitales que permiten una vida digna y libre, pero, desde luego, la mayoría de los más de 6 mil millones de habitantes del planeta no se encuentran en esas islas de bienestar, ni tiene fácil acceso.
Podríamos preguntarnos ahora, ¿dónde nos encontramos nosotros? Aunque la pregunta tiene un elevado componente subjetivo, el aspecto económico-monetario también es importante y una comparativa, en este sentido, no viene mal para reflexionar sobre «lo afortunados» que podemos ser. En Global Rich List, puedes ver cómo de rico comparativamente eres entre todos los habitantes del planeta.
Luego me cuentas.

Sobre riqueza e igualdad

Periódicamente, estamos acostumbrado a leer y escuchar titulares del tipo el X% de la población más rica acapara el Y% de la riqueza mundial o el Z% de la población mundial vive con menos de 1$ al día. Son titulares impactantes, dramáticos que reflejan el egoísmo sistémico del capitalismo y la anestesia moral del primer mundo. Pues bien, aunque todos esos titulares nos suenan ya a sabidos, el siguiento vídeo los presenta de una manera gráfica, distinta y, si cabe, más impactante. Merece la pena invertir 3,52 minutos en repensar en «como asignamos los recursos escasos eficientemente» y recordar la lección-advertencia de Stiglitz sobre los peligros revolucionario de la desigualdad y el consejo de Skidelsky sobre la buena vida.
Ps. El video está en Inglés, pero se entiende extraordinariamente bien.

Stiglitz y la lección que a los ricos no les entra en la cabeza

Joseph E. Stiglitz, nobel de economía 2001 y reconvertido azote de neoliberales, ha escrito un estupendo artículo de opinión que recomiendo (aquí). Las cifras de arranque son demoledoras: en los últimos 25 años, el 1% de la población americana más rica ha pasado de controlar el 12% al 25% del ingreso anual y del 33% al 40% de la riqueza nacional. Es decir, un brutal incremento de la desigualdad en la sociedad americana; una desigualdad perseguida con avaricia y desenfreno pero que pueden llegar a lamentar.
El artículo toca muchos palos: la falta de escrúpulos de la industria financiera, el negocio de la defensa, las connivencias gubernamentales para favorecer a los más ricos (tema principal del oscarizado documental Inside Job), el descenso de las inversiones públicas, la reducción de impuestos… y retrata como se ha ido deteriorando el sueño americano compartido, para convertirse sólo en el sueño de unos pocos.
El artículo, no obstante, resulta especialmente interesante por la idea que Stiglitz inteligentemente sugiere y deja en el aire: Los ricos están jugando con fuego en su visión cortoplacista; no se dan cuenta de que su destino está unido al resto de la población. «A través de la historia, esto es algo que el 1 por ciento superior finalmente acaba aprendiendo. Demasiado tarde». A buen entendedor… sobran las referencias a cualquiera de las revoluciones que han jalonado la historia

Y lleva razón. No existen burbujas de lujo en las que aislarse, sino destinos compartidos. La clase alta-rica puede despertar cierta sana envidia y el deseo de alcanzar ese status; pero cuando las diferencias se vuelven obscenas y, sobre todo, cuando la riqueza se ha obtenido provocando artificialmente la miseria del resto, de la envidia se pasa al odio y al deseo de venganza por la riqueza perdida.
Por cierto, toda una ironía que el artículo lo publique en Vanity Fair… o no.