En psicología se denomina «efecto anclaje» a la tendencia que tenemos a establecer un punto de partida antes situaciones nuevas o a cómo la mente se «ancla» a una determina percepción. La sabiduría popular ya identificó el fenómeno en el famoso dicho «la primera impresión es la que cuenta».
En economía hablamos de «precio ancla» para resaltar la importancia del primer precio que el consumidor relaciona con un producto. Dan Ariely, en su estupendo libro Las trampas del deseo, cuenta un ejemplo clásico del marketing: el de Salvador Assael. Este señor, conocido como el rey de las perlas, compró un lote de perlas negras en Tahití que, sin embargo, no consiguió vender en Estados Unidos. Lejos de resignarse decidió perseverar. Esperó un tiempo, mejoró la calidad y volvió de nuevo a la carga, pero cambiando de estrategia. Acudió a un amigo joyero en Nueva York para que expusiera las perlas en el escaparate de su tienda en la quinta avenida junto a diamantes, esmeraldas y otras piedras preciosas y, aquí viene la genialidad, a un precio exorbitante. Esta estrategia, junto con anuncios en las principales revistas de moda, convirtió a las perlas negras en símbolo de glamour y objeto de deseo por la alta sociedad Neoyorquina. Assael hizo una fortuna. La «primera impresión» forjada por la inteligente campaña de Assael hizo que nadie aceptara comerciar con las perlas a los precios anteriores e inferiores, cuando nadie conocía su devaluada existencia. Ariely, a través de varios experimentos de economía conductual, demuestra lo poderoso del efecto ancla en el comportamiento de los consumidores.
Me viene esta historia a la memoria a raíz de la noticia «El constitucional permite al gobierno eludir el control al congreso«. Es la primera vez que la democracia española vive un período tan largo de gobierno en funciones; por tanto, muchas de las opciones que se tomen quedarán «ancladas» como referentes para el futuro. El gobierno ha decidido eludir el control de congreso amparándose en que no tiene que rendir cuentas ante una cámara que no le dio su confianza. Esta táctica le puede rendir rédito a corto plazo al Partido Popular, evitando desgastes innecesarios en controles parlamentarios; pero a largo plazo, está «anclando» un comportamiento ante una situación novedosa que hace un flaco favor a la salud democrática.
El PSOE de Felipe González «ancló» en España la dinámica de que aquí las dimisiones iban a ser la excepción más que norma. Se consolidó la cultura de que nadie iba a dimitir a no ser que se lo llevaran esposado a la cárcel. Por eso nos sorprende que en otros países dimitan ministros por cuestiones como falsear una línea de currículum o plagiar su tesis, y aquí no dimite nadie aún estando imputado/investigado. Es cierto, que la situación empieza a cambiar, pero no por limpieza democrática de los partidos políticos, sino por la presión social de lo que ya es insostenible. El caso del ministro Soria es paradigmático: dimite cuando no le queda otra, y tienen la desvergüenza de querer «recompensarlo» con un cargo de lujo. En definitiva, una cultura de la no-dimisión y de la recompensa a los amiguetes que quedó anclada en los primeros años de la democracia.
Se insiste en los medios pedagógicos de que para acabar con la obesidad infantil lo mejor no es acudir a dietas temporales, sino educar en hábitos saludables; pues estos transforman poco a poco y te acompañan de forma inconsciente. Pues bien, la política española tiene una asignatura pendiente con los «hábitos de salud democrática». La clase política piensa que el problema de la obesidad de la corrupción se resuleve con una liposucción, extirpando a los corruptos más ínclitos, pero no es así. La solución pasa por «anclar» hábitos saludables en las organizaciones políticas y tolerancia cero frente a la corrupción y las prácticas de amiguismo y oscurantismo.