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Moral y Eficiencia en los mercados

Ando estas semanas explicando a mis alumnos de Microeconomía Avanzada los fundamentos del modelo del Equilibrio General, considerado por muchos como la Teoría de las Teorías en Economía; es decir el núcleo sustancial del Análisis Económico. Pues bien, puesto en la pizarra, el modelo es de una elegancia y precisión asombrosa. Todo cuadra. Los mercados se vacían y no hay recursos ociosos. Es la metáfora de la mano invisible» en su versión más científico-matemática. Claro, con la que está cayendo, la reflexión es inmediata: todo eso del modelo matemático es muy bonito, pero la realidad es tozuda y lo que tenemos actualmente es una crisis monumental y una enorme cantidad de recursos desempleados. Es decir, todo no cuadra. (Quizá, porque como ya dije en otra parte, la realidad es la que es y es el modelo el que debe adaptarse a ella y no viceversa.)

¿Cuestiona esto mi fe en el modelo y en la eficiencia asignativa de la economía de mercado? Pues no y sí. No; porque la historia nos ha demostrado que el mercado es el menos malo de los sistemas económicos y, por tanto, creo que «puede cumplir» razonablemente bien el cometido de distribuir los recursos. Sí, porque el «puede cumplir» es hipotético y requiere de un escenario moral que, hoy por hoy, no se da; es más, podríamos hablar de un deterioro del mismo.

Para que la economía de mercado funcione razonablemente bien deberían darse, al menos, las siguientes dos condiciones morales:
Primero.- Comportamiento de los agentes económicos respetuoso con ciertos principios éticos básicos; entre los que destacarían el de los intercambios justos (ausencia de abusos), el no aprovecharse de las posiciones de debilidad del otro (compulsión), el de la transparencia en la información (no engañar en los defectos ocultos) y, en general; considerar que el intercambio comercial es una relación de cooperación.
En definitiva, un paradigma ético-económico que nos lleve a pensar tanto en el interés individual (potente fuerza motriz de nuestros desempeños) como en el bien común (espacio convivencial sin el que no podríamos subsistir; pues nos necesitamos unos a otros). Algo así como la economía del bien común.
Segundo.- Hay ciertos límites morales que el mercado nunca debería traspasar. No todo está en venta, hay cosas «que el dinero no puede comprar» e intentar mercantilizarlas no es ni eficiente desde el punto de vista económico, ni justo desde el punto de vista social. Un ejemplo rápido, la donación de sangre funciona de forma más eficiente cuando se rige por principios altruistas que por principios de mercado (pagar por donación). Los defensores del libre mercado consideran que la oferta y demanda no imprime juicios morales sobre los bienes intercambiados pero, ¿realmente es así? ¿Podemos comprar una amigo con la certeza de que su amistad sea sincera y verdadera? ¿Podemos comprar justicia sin que se corrompa? ¿Podemos comprarnos una novia o un novio? ¿Podemos comprar órganos humanos? Es cierto, que existe mercado para todo ello, pero de alguna manera entrar en esos mercados nos degrada como seres humanos, nos mercantiliza y hace que no seamos los mismos.

Adam Smith, lo tenía claro. Estableció cuáles eran las condiciones materiales de «la riqueza de las naciones«, pero también las condiciones éticas y los «sentimientos morales» para que aquellas prosperaran. Es cierto que Adam Smith consideraba «No es por la benevolencia del carnicero, del cervecero y del panadero que podemos contar con nuestra cena, sino por su propio interés», pero también lo es que «por más egoísta que quiera suponerse al hombre, evidentemente hay algunos elementos en su naturaleza que lo hacen interesarse en la suerte de los otros de tal modo, que la felicidad de éstos le es necesaria, aunque de ello nada obtenga, a no ser el placer de presenciales». Además, «cada hombre, sin duda, es impulsado por su naturaleza a preocuparse de sí mismo; prefiere cuidarse él por encima de cuidas a otras personas, y es correcto que esto sea así… en la carrera por la riqueza, los honores y el ascenso debe esforzarse tanto cuanto pueda y esforzarse con todos sus nervios y músculos en aventajar a sus competidores. Pero debe hacerlo justamente, de lo contrario, no gozará de la indulgencia de los demás. Es una violación de la justa contienda (fair play) que no se puede admitir«. Por tanto, la competencia y, por extensión, el mercado, no son malos siempre que se sometan a ciertos límites de justicia, no en el sentido jurídico sino en el moral. Pues otro de los grandes problemas actuales es confundir lo legal con lo justo.

En definitiva, si el mercado se somete a ciertos principios éticos y, además, deja fuera ciertos bienes que no le son propios puede que finalmente, los mercados sean realmente eficientes en la asignación de recursos escasos tal y como predice el modelo del Equilibrio General.

Una «animada» reflexión sobre la deshonestidad

Dan Ariely anda de promoción de su nuevo libro «The Hones Truth About Dishonesty» una reflexión sobre «como mentimos a todo el mundo – especialmente a nosotros mismos». Analizando los datos obtenidos en sus experimentos económicos  a cerca de 30.000 entrevistados, Dan Ariely reflexiona sobre el papel que juega el engaño en el comportamiento de los agentes económicos y sus consecuencias para la economía. La idea central es que los seres humanos tendemos a ser «algo» deshonestos para tratar de beneficiarnos un poco de nuestro engaño pero no «tan» deshonestos que no podamos mirarnos al espejo por las mañanas.
A partir de este análisis de Ariely, considero que el sistema económico todavía funciona razonablemente bien pues, si bien los costes monetarios de la deshonestidad son enormes, en general sigue primando la honestidad y las relaciones de confianza; en definitiva, sisamos pero poquito y, total, no hace mal a nadie. Ahora bien, ¿Que ocurrirá cuando, para una gran mayoría, el beneficio material de la deshonestidad supere el coste emocional de no sentirnos bien con nosotros mismos? coste que, por otra parte, se reduce día a día en un contexto mediático y socio-cultural de degradación de los estándares morales (nuestra alma está de saldo). Pues mi particularísima respuesta es que el sistema es capaz de tolerar unos niveles de deshonestidad, pero que sí se sobrepasan el sistema colapsará.

Aquí les dejo el vídeo que recoge, de forma gráfica, resumida y divertida, las conclusiones de Ariely.

Leyendo sobre… «Darwin y Economía»

El darwinismo social, sintetizado en el adagio «la supervivencia del más apto», se ha convertido en uno de los sustentos intelectuales más firmes de la teología del libre mercado. Si el proceso de selección natural contribuye a la mejora de las especies (y la economía) cualquier impulso humanitario (protección, regulación) necesariamente ha de entorpecer dicho camino hacia la perfección. Esta lectura de Darwin encaja perfectamente con la metáfora de la «mano invisible» de Smith, según la cual el comportamiento egoísta contribuye al bienestar de la sociedad. La fusión Darwin-Smith parece legitimar científicamente determinadas opciones morales y políticas. ¿Será esta la única lectura? ¿Realmente no hay alternativa (Thatcher Dixit)?
Rober H. Frank, autor del Manual que recomiendo en Microeconomía, y nada sospechosos de heterodoxia económica ha escrito un interesante libro que cuestiona la anterior interpretación de Darwin.
La tesis central del libro es que «con frecuencia las fuerzas desenfrenadas del mercado no consiguen canalizar el interés propio individual hacia el bien común Al contrario, en determinadas ocasiones, como Darwin supo ver, «los incentivos individuales pueden desembocar en despilfarradoras carreras armamentísticas«; es decir, estrategias sin más meta que superar al adversario. El autor lo ilustra con el siguiente ejemplo (de ahí la imagen de portada). En los alces, la cornamenta no es una arma contra predadores externos, sino contra otros miembros de la especie por el acceso a las hembras; a mayor cornamenta, mayor posibilidad de apareamiento. Como resultado, los alces tienen unas cornamentas muy grandes que benefician al individuo, pero perjudican notablemente a la especie a la hora de escapar de sus predadores.
Como ya hemos señalado el autor no es precisamente un antisistema, él mismo reconoce que «a diferencia con la mayoría de críticos de izquierda, admito la validez de la mayoría de los supuestos básicos libertarios -que los mercados son competitivos, que la gente es racional, y que el estado debe asumir la carga de la prueba antes de limitar cualquier libertad de actuación individual del ciudadano» No obstante, «cuando la recompensa depende del ranking que se ocupa dentro del colectivo desaparece la presunción de armonía entre el interés individual y el colectivo, y con ello, el postulado fundamental que legitima la un mercado sin restricciones«.
Una vez establecido que interés individual y colectivo pueden divergir, el autor se dedica a defender que un sistema impositivo es más eficiente que uno regulatorio para intentar controlar aquellas actitudes individuales que perjudican a la especie. Como buen microeconomísta y conocedor de la conducta humana y de que los agentes económicos se mueven por incentivos argumenta que es mucho mejor actuar sobre estos y que sea el propio individuo el que decida lo que más le conviene que implementar una legislación restrictiva de la libertad individual. Además «los impuestos sobre actividades dañinas matan dos pájaros de un tiro. Generan ingresos y desincentivan comportamientos individuales cuyos costes exceden los beneficios».