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Tarjetas sin limite

Hay que reconocer que la corrupción y el saqueo en España nos ha dejado momentos sublimes. A mí el que más me gusta, es el «Míreme a los ojos, Señor Rubio, si todavía le queda algo de vergüenza» por parte de quien ahora se enfrenta al banquillo por, tolerar una cultura del crédito en la CCM en la que no siempre primaron los criterios técnico-financieros. Toda una metáfora poética del fariseísmo y cinismo político que parece ser asignatura bien aprendida entre muchos de nuestros representantes. Ahora bien desde el punto de vista cutre-nacional se lleva la palma aquellas fotos en gallumbos del Ex-Director de la Guardia Civil, Luis Roldán. Según el sumario, Lo de Francisco Correa se aproximaba a aquello pero, en mi humilde opinión, el nivel de cutrería-castiza de Luis Roldán y el testimonio gráfico en tonos sepia es insuperable; ahora bien la nueva oleada de corrupciones varias que aflora en los juzgados, promete dejarnos también momentos interesantes.

Entre ellos, lo de las tarjetas de Caja Madrid va a ocupar un lugar prominente. La desfachatez con la que los consejeros gastaron dinero de una caja a la deriva es indignante. Aunque, quizá, lo más indignante fuera la conciencia de que no hacían nada malo, pues era una adecuada remuneración al los valiosísimos servicios que sus privilegiadas inteligencias prestaban a la caja.  Yo de verdad les creo cuando insisten en que no creían estar actuando de forma ilegal. Y eso es quizá lo más triste, los bajos estándares morales que nos han gobernado (¿gobiernan?) en los últimos años. Como bien dice el profesor Antonio Argandoña en un interesante paper sobre las dimensiones éticas de la crisis, «…hubo comportamientos de orgullo, arrogancia y vanidad entre los financieros, pero también entre los economistas, reguladores y gobernantes; todos ellos convencidos de la superioridad de su conocimiento y habilidades, lo que les hizo pensar que no necesitaban la supervisión de otros o, incluso, que estaban por encima de la ley».

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Me acuerdo en estos momentos de una expresión que utiliza mucho mi madre, «¿y que les pasará a esta gente por la cabeza?». Yo no lo puedo entender. Parece que no les bastó el éxito social y político, las estupendísimas remuneraciones en «A», el ser la salsa de muchas fiestas y actos…todo ello no fue suficiente. Querían más. Y entonces pensaron en unas tarjetas con altísimos límites para para «gastos de representación» que, con pudor ajeno, estamos descubriendo en qué se utilizaron.

Me viene de nuevo a la mente lo que les comentaba la semana pasada de que parece que el capitalismo nos ha inoculado el virus de la insaciabilidad y no tenemos conciencia de ¿Cuanto es suficiente?. O quizá, como bien refleja la viñeta de Mingote, es que te quedas con cara de primo si tú no te subes al carro…

El error de Keynes…

Todavía no me queda muy claro si el trabajo es una castigo divino («Te ganarás el pan con el sudor de tu frente») o bien un elemento con un distintivo carácter humanizador; quizá sea ambas cosas o quizás haya trabajos que encajan mejor en cada una de las dos categorías.  Hay gente que reniega de trabajar, y gente que es lo único que desea; bien porque no lo tiene o bien porque es adicta a él. Lo que es indudable es que como individuos y como sociedad estamos dedicando una creciente parte de nuestro tiempo a trabajar en detrimento del tiempo libre. Lo que sin lugar a dudas y, a pesar del enriquecimiento de la dimensión humanizadora del trabajo, es un claro empobrecimiento personal y social. Una de las esperables consecuencias del tremendo progreso tecnológico sería que cada vez deberíamos dedicar una cantidad menor de nuestro tiempo a trabajar para cubrir nuestras necesidades vitales. Así, al menos, lo predijo Keynes, en su famoso ensayo «Las posibilidades económicas de nuestros nietos«. Pero Keynes, parece que se equivocó pues como individuos y como sociedad, dedicamos una parte creciente de nuestras vidas al trabajo.

Como bien analiza Skidelsky en su libro «¿Cuánto es suficiente?«, del que ya hablé con anterioridad (aquí), múltiples causas podrían explicar el fracaso predictivo de Keyne. Skidelsky, analiza, concretamente tres; en primer lugar, el placer que proporciona trabajar; en segundo lugar, la presión que tenemos por trabajar para poder subsistir; y, en tercer lugar, la insaciabilidad que caracteriza una sociedad típicamente consumista. Puede que la explicación no sea única, si no más bien una combinación de las tres, pero, a mi juicio, la tercera ha adquirido una relevancia mayor de lo deseable.

Si lo que realmente importa y nos hace felices son bienes particularmente «baratos» (gozar de salud, seguridad, respeto, personalidad, armonía con la naturaleza, amistad y ser querido, tiempo de ocio), ¿porqué invertimos tanto esfuerzo en conseguir dinero a la par que nos quedamos sin tiempo para las cosas realmente valiosas?

Traigo todo esto a colación, pues esta semana he podido tratar el tema en una asignatura optativa, estupendamente moderado por un par de alumnas (aquí y aquí, las presentaciones).

Y como reflexión final:

Hemos decidido renunciar a vivir… para consumir

Les comentaba en la entrada anterior… que una de las aportaciones más originales de Galbraith fue considerar el comunismo y el capitalismo como sistemas económicos igualmente planificadores de los procesos de producción-consumo. En el primer caso, hablamos de una planificación política, burocratizada y explícita; en el segundo caso, la planificación proviene del sector industrial, la realiza la tecnoestructura y es más sútil (publicidad). Pero, en esencia, en ambos casos podemos afirmar que las decisiones del consumidor se hayan mediatizadas o bien no son plena y conscientemente libres. Obviamente existe un abismo entre la «libertad-de-elegir» colorista  y variada del capitalismo y el «todos-igual» grisáceo y pobretón del comunismo. Yo, personalmente, me quedo con la primera; pero siendo consciente de que la «soberanía» del consumidor y, por extensión, la libertad del agente económico se ve restringida tanto en uno como en otro sistema.

Quizás, cuestionar en sentido positivo la libertad del agente económico sea una afirmación complicada de defender en nuestras económicas de mercado occidentales, en cuanto que a nadie le obligan a consumir. Más bien, cabría interpretar la pérdida de soberanía en sentido negativo, entendida como una cierta esclavitud auto-impuesta por nosotros mismos a la hora de elegir el consumo como el único «modus vivendi» que realmente tiene sentido. Esta esclavitud psicológica, se transforma en esclavitud física y temporal cuando nos auto-obligamos a trabajar más, a ser más competitivos, más feroces, para consumir más; renunciando a un tiempo precioso en términos de ocio y relaciones personales.
Este sinsentido se agrava cuando el consumo se convierte en posicional o conspicuo, de tal manera que lo relevante no sólo es adquirir bienes, sino adquirirlos mejores que mi vecino. La satisfacción no reside ya en el mero consumo, sino en la sensación de superioridad o victoria de tener un mejor coche o una TV más grande, como ya comenté (aquí).
Insistimos en sustituir la «buena vida» (la que merece ser vivida, que nos ennoblece y nos hace moralmente felices) por «pegarnos la buena vida» (dedicada al mero consumo placentero). Entre una y otra hay un abismo; el abismo que va de situar la felicidad no en la acumulación de chiches, sino en gozar de salud, de seguridad, de ser querido y respetado, de tener amigos, de una naturaleza viva.
Sobre todo ello ya he hablado en otras ocasiones (aquí, aquí y aquí). Lo traigo de nuevo a colación, a raíz de la lectura del interesante artículo de Luis Garicano en el que cuestiona ¿Por qué no trabajamos menos horas?. Con una riqueza creciente, las necesidades básica (alimentación, techo, vestido…) pueden cubrirse con menos horas de trabajo,pero, sin embargo, trabajamos mucho más para mantener un nivel de vida que nos hemos fijado «posicionalmente» como mínimo.
Puede parecer frívolo, un análisis «posicional» o conspicuo del consumo con la que está cayendo en cuanto a niveles crecientes de pobreza y miseria;  pero el mensaje de fondo permanece. La actitud social ante la crisis es apretar los dientes y esperar que pase, anhelando retornar donde estábamos; síntoma claro de que confundimos pretéritos niveles de consumo con escenarios de felicidad.
Seguimos sin aprender a distinguir lo que importa de lo que reluce.

¿Cuanto cuesta la felicidad?

Para la sabiduría popular, parece «que el dinero no da la felicidad». En innumerables ocasiones hemos oído este famoso adagio, que la literatura y otras artes se han encargado de sancionar contándonos mil y una historias con el argumento de que «los ricos también lloran». Y la verdad es que no nos los acabamos de creer, por eso se suele añadir la coletilla de que «no dará la felicidad, pero ayuda».

La cuestión no ha pasado desapercibida a los economistas que han desarrollo un específico campo de estudio denominado Economía de la Felicidad. Richard Easterlin fué uno de los pioneros al preguntarse en el  año 1974 si «el crecimiento económico mejoraba la felicidad«, descubriendo que los datos empíricos avalaban parcialmente la sabiduría popular. Es cierto que el dinero importa y sí que da la felicidad, pero hasta un cierto punto; es decir, en una sociedad dada, la gente más rica es más feliz que la más pobre. Ahora bien, los incrementos sustanciales de renta per cápita no se traducen en incrementos en los indicadores de felicidad. Es más, las comparaciones entre países, con distintos niveles de riqueza, muestran como los índices medios de felicidad declarada no cambian, una vez satisfechas las necesidades básicas… lo que obviamente contradice la teoría económica dando lugar a lo que se conoce como «Paradoja de Easterlin«
Baucells y Sarin, en la misma línea argumetnal que Easterlin, sostienen que «definitivamente, el dinero no da la felicidad» debido a la particular psicología del ser humano. Por una parte, el «poder de adaptación» hace que la gente se acostumbre a niveles de vida más altos conforme aumentan sus ingresos, considerándose el nuevo stándard la situación normal y, por tanto, no aportando felicidad o bienestar adicional. La segunda explicación es la «comparación social» ( o teoría del «salario del cuñado») que relaciona nuestra felicidad con el entorno social y no con nuestras circunstancias materiales absolutas. En resumen, el dinero da la felicidad hasta un cierto nivel (8.000$-25.000$, según estudios) a partir del cual los incrementos sustanciales de riqueza proporcionan incrementos residuales de felicidad.
Parece sin embargo que esta interpretación convencional no es la correcta a juicio de Stevenson y Wolfers que consideran que el dinero sí puede comprar la felicidad. La tesis central es que no hay evidencias empíricas de la existencia del punto de saciedad o saturación y que, por tanto, la gente nunca se cansa de ganar más dinero.

El gráfico (reelaborado por The Economist) refleja claramente que a mayores ganancias, mayor bienestar subjetivo para los individuos. Sin cuestionar la conclusión fundamental, podríamos hacer dos matizaciones. El gráfico utiliza una escala logarítmica, por tanto pasar, por ejemplo, de 1.000$ a 2.000$ gráficamente tiene la misma importancia que pasar de 64.000$ a 128.000$ y, no me negarán, que lo mismo, lo mismo pues no es. En otras palabras, el «coste económico» de incrementar la satisfacción crece exponencialmente lo que implica que aumentar un punto requiere de muchísimo más dinero cuando ya se es rico. Una idea que se aproxima bastante a que existe un «punto de saciedad» que es la tesis que pretenden rebatir. En segundo lugar, cuando un país se acerca a elevadas satisfacciones (cercanas a 10) el «coste económico» del incremento es enorme.En definitiva, el estudio redefine logarítmicamente la relación ingresos-bienestar, pero no resuelve la Paradoja de Easterlin.

Robert Skidelsky, en su muy recomendable libro ¿Cuanto es suficiente? reflexiona sobre lo que nos hace felices y «lo poco que cuestan» las cosas realmente importantes. Skidelsky dedica el capítulo cuatro a cuestionar la «Economia de la Felicidad» por no resolver adecuadamente dos irracionalidades: una individual y otra colectiva. La primera es que la gente sobreestima la felicidad futura asociada al consumo y menosprecian las satisfacciones presentes como el ocio, la educación  la amistad y otros intangibles. La segunda es que colectivamente no todo el mundo puede estar en lo alto de la escala. En una sociedad de dos individuos el éxito del individuo A debe ser necesariamente a expensas del fracaso de B.
Skidelsky relaciona la felicidad con la idea «the good life» (la buena vida). Un concepto ético y no meramente subjetivo. La buena vida no es aquella que simplemente se desea, sino aquella que es deseable o merecedora de ser deseada según unos criterios éticos relacionados con la dignidad humana. En otras palabras, nuestro objetivo como individuos y ciudadanos no es meramente ser feliz sino tener rezones para ser feliz. El matiz es importante pues introduce el compromiso moral con nuestros congéneres.
Para Skidelsky los bienes básicos son la salud, la seguridad, el respecto, la personalidad, la armonía con la naturaleza, la amistad, el ocio y tiempo libre… todos ellos bienes que proporcionan felicidad a un «bajo coste». Teniendo en cuenta, pues, lo que verdaderamente merece ser deseado conviene preguntarse ¿cuanto es suficiente para conseguirlo?. Veremos entonces que la felicidad no es cara y que el problema de la insatisfacción personal en las sociedades avanzadas no es económico sino moral. En otras palabras, no somos más felices no porque no podamos «comprar la felicidad» sino porque no sabemos donde buscarla.

Artículo en «Economía Digital»: Sobre la Buena Vida

Hoy me publican en «Economía Digital » de LaCerca.com un artículo sobre «La Buena Vida»

Si lo pensamos detenidamente, todas nuestras preocupaciones, desvelos, inseguridades, incertidumbres e infelicidades no son sino una consecuencia del denodado afán, del supremo esfuerzo que invertimos día a día en tratar de satisfacer los dos instintos básicos del ser humano: el de sobrevivir (que compartimos con el resto de especies) y el de ser felices, más allá del mero enfoque placer-dolor (que nos diferencia del resto del reino natural).
Como especie, hemos dado pasos agigantados en la dirección de la supervivencia. Los avances tecnológicos han incrementado los recursos a nuestra disposición para satisfacer nuestras necesidades básicas (alimentación, vestido, vivienda). Tras miles de años de transitar por el planeta tierra hemos resuelto el problema, al menos técnicamente, de la provisión de los recursos necesarios para la supervivencia biológica y hemos entrado en una era de abundancia. Es cierto que las crisis humanitarias persisten, pero son consecuencia más de problemas de distribución y desigualdad que de insuficiencia de recursos.
Dudo, por el contrario, de que hayamos avanzado en la misma medida en la dirección de la felicidad, a pesar de ser un motivo de reflexión constante desde los mismos orígenes de la filosofía occidental.
Aristóteles ya nos advertía que el fin último de la existencia humana es alcanzar la perfección, la cual no deriva de la mera satisfacción de cualesquiera deseos, sino de aquellos acordes con las virtudes que dignifican al ser humano: fortaleza, templanza, justicia, sabiduría, valentía, generosidad o prudencia. La consecución de estas virtudes permitía alcanzar la felicidad considerada como “la actividad del hombre conforme a la virtud”. Por tanto, la idea de perfección nos remite a la de la “buena vida”, no en un sentido hedonista, sino en el sentido de la vida que debe ser vivida. Obviamente, en el camino hacia la “buena vida”, el ser humano no olvida la dimensión material de su existencia y necesita de la actividad económica, pero concebida como un medio. Las riquezas y el dinero son meros instrumentos para un fin superior. La filosofía escolástica cristiana mantuvo más o menos el mismo discurso sobre la relación entre buena vida, felicidad, virtudes y economía-instrumento, si bien ampliando la frontera temporal de la recompensa de la perfección o plenitud; ¡nada menos que la eternidad!
, dio una vuelta de tuerca y situó la felicidad en un plano más social o comunitario al considerar que ésta emana de “la conciencia de ser amado”. Todo el “esfuerzo y el afán de este mundo”, el “perseguir la riqueza, el poder y la preminencia” no se explica por la urgencia de satisfacer las necesidades materiales, pues el salario del trabajador más pobre es suficiente para ello, sino por la necesidad que tenemos de “ser admirados, ser atendidos, ser considerados con simpatía, complacencia y aprobación.” Realmente, se pregunta Smith: “¿Que puede aumentar la felicidad de un hombre que goza de salud, no tiene deudas y se halla en perfectas condiciones mentales?” Para aquel que está en esta situación, las mejoras de la fortuna son meramente superfluas y frívolas.
Keynes, influido por una adolescencia bohemia, aristócrata y estética y por el ambiente delcírculo de Bloomsbury, relacionó la felicidad con los placeres que proporcionan las relaciones humanas y la contemplación de la belleza. Su utopía sería la de una sociedad liberada de la esclavitud del trabajo y dedicada lo que denominaría la “vida imaginativa” frente a la vida material; es decir a disfrutar de los placeres de la vida. Utopía que pronosticó como alcanzable en el plazo de una generación dado el crecimiento de la productividad y la subsecuente reducción de horas de trabajo necesarias para subsistir. El ser humano no habría de trabajar más de 3-4 horas diarias y el resto del tiempo podría invertirlo en “la buena vida”.
Galbraith reelaboró la idea de la superación del “problema económico” de la subsistencia en su best-seller La sociedad opulenta, para hablar de “la buena vida” de la comunidad, basada en la redistribución y la provisión de bienes públicos.
Y uno se para a reflexionar y piensa que, realmente avanzamos hacia un escenario de abundancia pero no sabemos cómo gestionarla. Paradójicamente, el propio capitalismo que ha engendrado la abundancia nos impide disfrutar de ella. El egoísmo y la codicia, sintetizados en la insaciabilidad de nuestros deseos nos impiden darnos cuenta de, en palabras de Skidelsky, ¿cuánto es suficiente?. Como ha dicho Tim Jackson en el estupendo libro “Prosperidad sin crecimiento”, hemos confundido profundamente lo que importa con lo que reluce. Nunca tenemos suficiente de lo superfluo, aunque nos sobra lo necesario, y eso genera infelicidad y frustración.
Y lo peor de todo es que el fracaso en dar una respuesta adecuada al instinto de la felicidad, puede arruinar también con los logros alcanzados en el instinto de la supervivencia biológica. Si nunca tenemos suficiente, un planeta finito no podrá satisfacer nuestros deseos.

El triunfo de la Economía

Me viene a la memoria estos días algo que escuché hace unos años: «La Economía sería la ciencia «dominante» en el siglo XXI, al igual que la Teología lo fué durante buena parte de la Edad Media y Moderna». Me acordaba estos días pues, desde el inicio de esta crisis, parece que no hay vida más allá de la Economía. Todas las mañanas nos despertamos con noticias sobre bancos, empresas, déficit público, rescates, préstamos, recortes, desempleo, divisas, comercio exterior… conocemos mejor el valor de la prima de riesgo española que del precio del Kg de patatas (si no me creen, hagan la prueba). En definitiva, la Economía nos ha dominado… y es una pena.
Digo que es una pena, pues el «Proyecto vital» que se nos ofrece, basado en el enriquecimiento personal (ingresos) y el colectivo (PIB), nos está llevando a confundir el medio con el fín. Los recursos económicos son un medio para vivir más, para vivir mejor, para ser más felices. Sin embargo, relacionamos prosperidad con placeres materiales (consumo conspicuo), olvidándonos de aquellos bienes de orden superior (salud y felicidad de nuestras familias y amigos, confianza en la comunidad, carácter dignificador del trabajo, placeres intelectuales, disfrutar de la naturaleza…) que, aunque requieren dinero, no requieren ser esclavos del dinero. Es sorprendente, cómo las horas de trabajo que libera el desarrollo tecnológico se destinan a trabajar más para producir más y consumir más y no al cultivo de la dimensión personal y social.

Por cierto, el paralelismo como ciencia dominante Teología (S. XVI)-Economía (S. XXI) resulta interesante en su interpretación literal, pero lo es más, en su lectura simbólica. ¡Quizás la Economía ortodoxa tenga más de Fe y Creencia que de racionalismo científico! No se explica de otra manera la cantidad de paradigmas económicos que coexisten en la actualidad y la feroz crítica a la sabiduría convencional  desde corrientes alternativas o heterodoxas

Por otra parte, la realidad es tozuda y parece empeñarse en desdecir continuamente lo que la corriente principal (Consenso Washington o similar) demuestra con elegantes modelos matemáticos.