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Sobre el gasto sanitario

Circunstancias personales me están llevando (contra mi voluntad, todo sea dicho) a hacer un uso intensivo de intensivo de la sanidad pública española; castellano-manchega más concretamente (Que parece que la diferenciación empieza a ser relevante).

Con su más y sus menos (los menos asociados a detalles menores), el servicio está siendo estupendo y el personal sanitario unos enormes profesionales. ¡Y todo esto a precio de ganga! ¿no se lo creen? Pues fíjense en el siguiente gráfico publicado en el nada sospechosos The Economist; en concreto, en la línea de burbujitas correspondiente a la línea de salud (Health). Si comparan el dato USA/EU-28 el diferencial en el tamaño de las burbujas no puede ser más elocuente.

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El gráfico recoge el dato agregado para EU-28 lo que puede esconder diferencias interesantes entre países (aquí tienen el gráfico desagregado). Al margen de las diferencias entre países, la conclusión fundamental es que Estados Unidos gasta muchísimo más en salud que la Unión Europea (Sorprende, por ejemplo que, mientras en España una operación de cadera cuesta sobre 7.700 $ en Estados Unidos cuesta (o cobran por ella) más de 40000$). Y todo este mayor gasto sin que la calidad sea superior. Si nos fijamos en algunos recursos por 100.000 habitantes, vemos que EU es superior en plazas hospital y médicos y USA en enfermeras y dentistas.

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Por otra parte, la esperanza de vida al nacer y la esperanza de vida saludable al nacer son similares en ambas regiones (más datos en el informe de Eurostat «The EU in the world» 2015, capítulo 4).

Todo esto es algo ya sabido, pero conviene recordarlo para seguir apostando por una Sanidad pública que es símbolo de eficiencia, barata-frente-a-otras-alternativas y de buena calidad. No es que me oponga yo a la sanidad privada complementaria de la pública para quien desee pagarla, pues en un entorno de libertad debemos garantizar el «derecho a elegir» de los ciudadanos. Los más libertarios dirán que no hay verdadero derecho a elegir si se expropia, via impuestos, parte de la renta a los contribuyentes para pagar la sanidad, pues en sentido estricto el que pone el impuesto ya están eligiendo por el ciudadano. Razón llevan, pero el «derecho a elegir» debe ser compatible con el interés general de tener una sanidad pública y universal que sea garantía de un servicio de calidad para todos. Todo esto sin valorar la enorme externalidad que es la salud pública, (con menores tasas de enfermedades infecciosas todos vivimos más seguros).

Creo, por tanto, que hay que pagar la sanidad publica entre todos y el que quiera adicionalmente otro tipo de sanidad que la pague adicionalmente. Ceder a las presiones corporativas de seguros privados de salud, puede alentar el crear unos lobbies que luego resultarán difíciles de controlar como bien ha aprendido Obama en sus propias carnes con su intento de reforma sanitaria.

En resumen: tenemos una excelente Sanidad que merece la pena defender; que el palpable deterioro (listas de espera, masificación…) está más relacionado con los recortes que con la ineficiencia del sistema y que la alternativa privada es una opción estupenda, para quien quiera contratarla… ¡aparte!; pues como los datos demuestran, cuando lo privado expulsa a lo público en el ámbito sanitario todo se vuelve más caro (véase USA) y no necesariamente de mejor calidad.

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¿Cuanto cuesta la felicidad?

Para la sabiduría popular, parece «que el dinero no da la felicidad». En innumerables ocasiones hemos oído este famoso adagio, que la literatura y otras artes se han encargado de sancionar contándonos mil y una historias con el argumento de que «los ricos también lloran». Y la verdad es que no nos los acabamos de creer, por eso se suele añadir la coletilla de que «no dará la felicidad, pero ayuda».

La cuestión no ha pasado desapercibida a los economistas que han desarrollo un específico campo de estudio denominado Economía de la Felicidad. Richard Easterlin fué uno de los pioneros al preguntarse en el  año 1974 si «el crecimiento económico mejoraba la felicidad«, descubriendo que los datos empíricos avalaban parcialmente la sabiduría popular. Es cierto que el dinero importa y sí que da la felicidad, pero hasta un cierto punto; es decir, en una sociedad dada, la gente más rica es más feliz que la más pobre. Ahora bien, los incrementos sustanciales de renta per cápita no se traducen en incrementos en los indicadores de felicidad. Es más, las comparaciones entre países, con distintos niveles de riqueza, muestran como los índices medios de felicidad declarada no cambian, una vez satisfechas las necesidades básicas… lo que obviamente contradice la teoría económica dando lugar a lo que se conoce como «Paradoja de Easterlin«
Baucells y Sarin, en la misma línea argumetnal que Easterlin, sostienen que «definitivamente, el dinero no da la felicidad» debido a la particular psicología del ser humano. Por una parte, el «poder de adaptación» hace que la gente se acostumbre a niveles de vida más altos conforme aumentan sus ingresos, considerándose el nuevo stándard la situación normal y, por tanto, no aportando felicidad o bienestar adicional. La segunda explicación es la «comparación social» ( o teoría del «salario del cuñado») que relaciona nuestra felicidad con el entorno social y no con nuestras circunstancias materiales absolutas. En resumen, el dinero da la felicidad hasta un cierto nivel (8.000$-25.000$, según estudios) a partir del cual los incrementos sustanciales de riqueza proporcionan incrementos residuales de felicidad.
Parece sin embargo que esta interpretación convencional no es la correcta a juicio de Stevenson y Wolfers que consideran que el dinero sí puede comprar la felicidad. La tesis central es que no hay evidencias empíricas de la existencia del punto de saciedad o saturación y que, por tanto, la gente nunca se cansa de ganar más dinero.

El gráfico (reelaborado por The Economist) refleja claramente que a mayores ganancias, mayor bienestar subjetivo para los individuos. Sin cuestionar la conclusión fundamental, podríamos hacer dos matizaciones. El gráfico utiliza una escala logarítmica, por tanto pasar, por ejemplo, de 1.000$ a 2.000$ gráficamente tiene la misma importancia que pasar de 64.000$ a 128.000$ y, no me negarán, que lo mismo, lo mismo pues no es. En otras palabras, el «coste económico» de incrementar la satisfacción crece exponencialmente lo que implica que aumentar un punto requiere de muchísimo más dinero cuando ya se es rico. Una idea que se aproxima bastante a que existe un «punto de saciedad» que es la tesis que pretenden rebatir. En segundo lugar, cuando un país se acerca a elevadas satisfacciones (cercanas a 10) el «coste económico» del incremento es enorme.En definitiva, el estudio redefine logarítmicamente la relación ingresos-bienestar, pero no resuelve la Paradoja de Easterlin.

Robert Skidelsky, en su muy recomendable libro ¿Cuanto es suficiente? reflexiona sobre lo que nos hace felices y «lo poco que cuestan» las cosas realmente importantes. Skidelsky dedica el capítulo cuatro a cuestionar la «Economia de la Felicidad» por no resolver adecuadamente dos irracionalidades: una individual y otra colectiva. La primera es que la gente sobreestima la felicidad futura asociada al consumo y menosprecian las satisfacciones presentes como el ocio, la educación  la amistad y otros intangibles. La segunda es que colectivamente no todo el mundo puede estar en lo alto de la escala. En una sociedad de dos individuos el éxito del individuo A debe ser necesariamente a expensas del fracaso de B.
Skidelsky relaciona la felicidad con la idea «the good life» (la buena vida). Un concepto ético y no meramente subjetivo. La buena vida no es aquella que simplemente se desea, sino aquella que es deseable o merecedora de ser deseada según unos criterios éticos relacionados con la dignidad humana. En otras palabras, nuestro objetivo como individuos y ciudadanos no es meramente ser feliz sino tener rezones para ser feliz. El matiz es importante pues introduce el compromiso moral con nuestros congéneres.
Para Skidelsky los bienes básicos son la salud, la seguridad, el respecto, la personalidad, la armonía con la naturaleza, la amistad, el ocio y tiempo libre… todos ellos bienes que proporcionan felicidad a un «bajo coste». Teniendo en cuenta, pues, lo que verdaderamente merece ser deseado conviene preguntarse ¿cuanto es suficiente para conseguirlo?. Veremos entonces que la felicidad no es cara y que el problema de la insatisfacción personal en las sociedades avanzadas no es económico sino moral. En otras palabras, no somos más felices no porque no podamos «comprar la felicidad» sino porque no sabemos donde buscarla.

El consenso de Washington se ha hecho para el hombre y no al revés.

Keynes, en una de sus citas más conocidas, afirmaba que «las ideas de los economistas y los filósofos políticos, tanto cuando son correctas como cuando están equivocadas, son más poderosas de lo que comúnmente se cree. En realidad el mundo está gobernado por poco más que esto. Los hombre prácticos, que se creen exentos por completo de cualquier influencia intelectual, son generalmente esclavos de algún economista difunto. Los maniáticos de la autoridad, que oyen voces en el aire, destilan su frenesí inspirados en algún escritorzuelo académico de hace algunos años. Estoy seguro de que el poder de los intereses creados es grandemente exagerado en comparación con la invasión gradual de las ideas, que, en la práctica, no sucede de forma inmediata, sino después de un cierto intervalo […]. Pero, tarde o temprano, son las ideas, y no los intereses creados, quienes resultan peligrosas, tanto para mal como para bien

Es bien sabido que las ideas que nos gobiernan son las cristalizadas en el Consenso de Washington, que se ha convertido en nuestro decálogo mesiánico. Resulta cuando menos una curiosidad histórica, de hecho, que la agenda original de John Williamson, incluyera exactamente 10 recomendaciones políticas ¿coincidencia casual o guiño intelectual a la historia? Vaya por delante que no soy especialmente beligerante contra dicho consenso; hay propuestas que parecen sensatas y razonables. El problema es el cómo, el cuando y, sobre todo, el para qué. 
¿Cómo?.- Los resultados de las políticas no son ajenos al proceso de implantación de dichas políticas. Un ejemplo: la disciplina presupuestaria es un objetivo razonable y más que deseable a nivel individual y colectivo, pero una senda de ajuste rigurosa, impaciente y mal diseñada puede ser ella misma un obstáculo para conseguir el objetivo que persigue
¿Cuando?.- Creo que más mercado, libertad y competencia favorece a la economía en «circunstancias normales». Un ejemplo: ¿se acuerdan de las facturas que llegamos a pagar de teléfono antes de la liberalización del sector? Ahora bien, en «circunstancias extraordinarias» los mercados por sí solos no son suficientes. Particularmente, en la actual crisis del Euro-Sur, necesitamos alegría monetaria ya, que reduzca nominalmente la deuda, frene a los especuladores y de un respiro a los ministerios de hacienda.
Para qué.- Aquí está la clave. la teoría económica convencional sanciona la agenda del consenso de Washington en base a su demostrada (teóricamente) eficiencia para el crecimiento económico. No obstante, ¿es el crecimiento económico el último fin de la existencia humana? o más bien ¿es el bienestar? A los economistas nos cuesta desligar ambas y decimos que el primero es una condición necesaria para el segundo. Amartya Sen, nóbel de Economía, con su teoría de la justicia y el enfoque de capacidades se empeña en decirnos lo contrario. Y las propuestas alternativas de medidas del bienestar van en esa dirección. 
En definitiva el consenso de Washington está hecho para el hombre y no el hombre para el consenso de Washington. Si las medidas ayudan al bienestar y al progreso integral de una comunidad, bienvenido sea; si no, prescindamos de él. En todo caso, debemos guardarlo en el cajón en época de «circunstancias extraordinarias» ante las cuales se ha manifestado reiteradamente ineficaz.
Como también nos decía Keynes: «La dificultad reside no en las ideas nuevas, sino en rehuir las viejas que entran rondando hasta el último pliegue del entendimiento de quienes se han educado en ellas, como la mayoría de nosotros».