Leo, que la vicepresidenta del gobierno catalán pudo falsear su curriculum atribuyéndose una licenciatura que, a falta de unas asignaturas, todavía no tiene (aquí). Caso, por cierto, que parece no ser algo aislado (aquí). Si el error fue consciente, debería dimitir, por falta de honestidad. Si, como afirma, se debió a un error de transcripción… debería plantearse la dimisión por no estar atenta a una información de la que ella es la última responsable. Parece, no obstante, que las explicaciones dadas satisfacen al presidente (no a la oposición) y le permiten mantenerse en el cargo. Me recuerda este caso a la reciente dimisión del ministro alemán de defensa (por cierto, el más valorado del gabinate) por plagiar su tesis doctoral (aquí). Dos casos significativamente paralelos, si bien con desenlace político distinto. No es mi intención escribir este post para exigir una dimisión al hilo de la actualidad, sino para reflexionar sobre la escasa utilización del recurso a la «dimisión» en España.
La fortaleza de una democracia se sustenta en un complejo entramado de elementos tangibles e intangibles. Los primeros vienen determinados formalmente en el marco jurídico-institucional constituyente y su posterior desarrollo legislativo. Los segundos, a mi juicio más importantes, los van definiendo las prácticas políticas y ciudadanas que, poco a poco, van conformando una «cultura» democrática de la que es muy difícil sustraerse. Pues bien, y retomo el tema del post, ¿cual es esa cultura en relación con las dimisiones? Pues sencillo… Aquí no dimite nadie; uno se agazapa a esperar que escampe y santas pascuas. Solamente si la presión es insostenible se deja caer al político afectado, a modo de cabeza de turco.
Pues es una pena, pues la dimisión es un saludable recurso democrático para salvaguardar la honorabilidad de la clase política en su conjunto. Si la más mínima mancha recae sobre un político, éste dimite lo que permitiría al resto llevar con orgullo el nombre de su profesión. Pero no… En esas no estamos, más bien en a ver cuanto resisto.
Esta manera de percibir las dimisiones no es ajena a la práctica de los primeros gobiernos democráticos que contribuyeron, de forma notable, a forjar el «aquí no dimite nadie». La segunda etapa de Felipe Gónzalez fue especialmente significativa para crear ese «código de buenas/malas prácticas»; y el PP de Aznar tampoco hizo nada, cuando le llegó su turno, por dar un ejemplo distinto. A su vez, los presidente autonómicos, cual alumnos aventajados, han perpetuado ese clima y ante un escándalo prefieren tapar a descubrir y proteger a cesar. Luego se queja la clase política de que los recientes barómetros del CIS sitúan a los políticos como una de las principales preocupaciones de los españoles (
aquí).
Realmente es una pena, pues la historia nos concedió la oportunidad de diseñar una democracia, prácticamente desde cero, sin vicios arrastrados. Que distinto sería todo ahora, si ante los primeros casos de deshonestidad política el responsable hubiera actuado firmemente y no hubiera tolerado ni la más sombra de duda sobre su ministros, consejeros o concejales. O el propio político presentara su dimisión irrevocable.
Esto me recuerda el caso de un profesor Titular de Universidad que mintió sobre su formación académica, y falseó documentos públicos para atribuirse unos títulos que no tenía. Obviamente cuando se supo, fue fulminantemente desposeído de su plaza de funcionario. Alguien podrá decirme que no es lo mismo, que para ser profesor titular necesitas, como mínimo, ser Doctor, mientras que para ser político necesitas al menos ser… Aquí es donde está el problema, que para ser político se necesita ser, como mínimo, honesto pero ¿quien expide el título?
Por cierto, hay otra caso reciente de plagio de tesis doctoral y que, a diferencia del ex-ministro alemán, no ha implicado la dimisión del afectado (aquí). Aunque, según las noticias de estos días parece que lo van a cesar desde el exterior. Menuda metáfora para politólogos. Pues eso.